viernes, 19 de abril de 2013

9. Nájera – Santo Domingo de la Calzada


9. Nájera – Santo Domingo de la Calzada

(21 Kilómetros)



‘¡Joder, qué noche!’ fue el nombre con que, en España, se estrenó la famosa película After Hour de Martín Scorsese. Allí se relatan las peripecias padecidas por un oficinista de New York al salir de su trabajo en una noche cualquiera. Nosotros no padecimos peripecias y tampoco estamos abocados a menesteres laborales, pero igualmente podríamos exclamar: ¡Qué noche! Tal vez recuerden, mis amigos, que una de las cosas extrañas del hotel en el que estábamos alojados eran unos tapones amarillos para los oídos. Anoche hemos comprobado cuál era su razón de ser: muy cerca de nuestro alojamiento se congregan bares que permanecen abiertos hasta bien entrada la madrugada y había dos despedidas de soltero en el que una máquina de Karaoke aseguraba un jolgorio permanente. Los jóvenes que participaban de las fiestas cantaban a voz en cuello canciones, pasodobles y tonadillas de todos los tiempos. Ya pueden imaginarse que los alaridos de una ballena varada eran más entonados que  los gritos con los que los jóvenes atacaban a los grandes éxitos de todos los tiempos. Conclusión: el resultado era más temible aún que el que habíamos encontrado en la siesta de Pamplona, cuando la Tuna universitaria arremetía con ‘Suspiros de España’.
Nos levantamos desganados, mal dormidos y apremiados por abandonar esta ciudad y enfrentar nuevamente el Camino. 


Las calles de la zona monumental están llenas de botellas y residuos. Es una mugre indescriptible que nos impulsa a salir de Nájera. Tal vez por esa urgencia cometemos un error que habíamos evitado cuidadosamente en días anteriores: coincidir en la hora del desayuno con el momento en que cierran los albergues y la horda de peregrinos sale a buscar sus provisiones y emprender su ruta. Les puedo asegurar que, a esa hora, personas amables y bondadosas, que en la senda cotidiana inspiran felicidad y desean para el prójimo sólo paz y bien, se transforman en alienígenas, el propio Caín, el apocalipsis zombi.
No hay muchos bares abiertos en Nájera a las 7,30 de la mañana. De hecho, sólo hay uno en el que parecen darse cita los peregrinos de todos los tiempos. Llegamos justo delante de unas señoras francesas, mayores y menudas, pero que destilan una mala hostia que nos deja perplejos. Nada de amistad ni caridad. Ni siquiera un poco de respeto por quien ha llegado primero. Ellas van serpenteando entre la gente, dando codazos, pegando pisotones y adelantándose a quien salga al paso. Casi parecen un batallón embistiendo a la desesperada ante un enemigo numeroso. Falta que griten ‘Santiago, Santiago’ y sería casi como una representación de la Batalla de Clavijo. El dueño del bar, un Argentino radicado hace ya bastante tiempo, se ve impotente para imponer orden y sólo pregunta, apelando al Fair Play entre hermanos del Camino
-  ‘¿Quién está primero?’
La respuesta es similar a la que se produciría en un jardín de infantes si se preguntase quien quiere un caramelo. El coro es unánime: ‘Yo’, ‘Yo’, acompañado de manos levantadas como si estuviesen haciendo la ola. Pero ya pueden imaginarse que no parece una buena estrategia de coordinación. Cuando las señoras francesas reclaman privilegios, le indico al dueño que nosotros estamos primeros. Una de las francesas, la más petisita, se da vuelta y me mira con dos ojos que son como puñales. Me dice algo que es como una amenaza o una maldición. Susurrado. Sibilino, pero suficientemente elocuente como para entender que se refiere a la virtud de mis progenitores.  Mis amigos, yo que he estudiado idiomas clásicos y modernos en Santiago del Estero, en el Bachillerato Humanista ‘San Pedro Nolasco’, le respondo con mucho aplomo: ‘Avec’, ‘Ajourdi’, que es lo único que recuerdo de la lengua de Dumas y Baudelaire. El camarero asiste perplejo a la esgrima verbal y mueve la cabeza como diciendo ‘Podría ser tu madre’. Si ese hubiese sido el caso, entonces hubiese también sido apropiado exclamar, como Facundo Cabral, ‘Madre hay una sola y justo me tocó a mí’.
Hay batallas que realmente no valen la pena luchar. Esa enseñanza la aprendí, con tristeza y de un solo golpe, con una mujer que algunas veces me quería pero que también quería a otro de vez en cuando. Tal vez ese hecho ha marcado muchas cosas en mi vida y me haya privado del coraje necesario para lidiar en cada ruedo en el que aparece un toro bravo. Pero, puedo asegurarle que, en esta ocasión, la batalla no se dio sólo porque el dueño del bar anuncia que se han acabado los bocadillos, dulces, o cualquier otra cosa comestible. Así que rápidamente rehacemos nuestra estrategia. Como un escuadrón de elite entrando en combate dividimos objetivos y diversificamos posiciones: Laura va por los cafés, Julio asegura una mesa y yo salgo a la esquina, al lugar donde habíamos comprado la tarde anterior el vino, para regresar con dos barras de pan, un poco de jamón crudo y queso. Poco a poco se va vaciando el bar, recuperamos la tranquilidad, aunque la francesa al pasar me mira con rencor y creo que me hace señas que evocan al mal de ojo.


El día es fresco, un tanto nublado, pero sin mayores peligros de lluvia. Vamos a buen paso, por la calle Costanilla, que desemboca en una pista forestal, cuesta arriba, serpenteando un bosque joven. Me gustaría saber qué árboles son y lamento no poder reconocer más que unos cuantos pocos ejemplares de esas latitudes (pinos, robles, encinas, hayas, alcornoques, boj y olmos). 



Julio se queja de la subida, se lamenta como un bardo clásico ante la caída de Troya. Pero, inesperadamente ocurre algo que cambia su ánimo. En el pavimento vemos escrito, con aerosol amarillo, un mensaje que dice:

Julio: Un instante, JFN, fue la dosis perfecta para hacer amor el camino. OBL



La verdad es que la sensación de encontrar allí, en medio de la nada, un mensaje así, es conmovedor. Sabemos que el mensaje es de Olga ya que la última vez que nos vimos, en Viana, nos dijo que ella haría etapas más largas que las nuestras y que, por ello, probablemente no volveríamos a encontrarnos. Pero, añadió en su despedida, que aquí y allá veríamos sus mensajes. Un poco más adelante encontramos otras frases para mí y para Laura, pero todos sabemos que el de Julio tiene algo especial.

Seguimos adelante con la alegría de encontrar esas palabras y la melancolía que produce el desencuentro, la sensación de que Olga va ya definitivamente más adelante.
Nuestro ánimo mejora y al poco rato, en el Valle del Río Tuerto, nos encontramos con Azofra; más un caserío que un pueblo, con una calle mayor en la que se encuentra un albergue de peregrinos y casas que exhiben aún sus escudos de armas. Entramos a tomar un café que nos quite el recuerdo del bar de Nájera y allí nos encontramos con el grupo de mujeres catalanas de la noche anterior. Muy producidas en su vestuario y entusiasmadas con el día de paseo. Bulliciosas, alegres como compañeras de bachillerato en viaje de estudios, mezclando permanentemente el catalán y el castellano, hablando mal (o bien) de maridos, vecinas y jefes. Se lo pasan lindo. Dado que ellas ocupan la barra, nosotros elegimos una mesa alejadas de su bullicio. Café para toda la comunidad y comprobamos, una vez más, lo difícil que es cambiar ciertas cosas. Me explico: Julio sólo toma café expreso y, por la mañana, pide siempre un ‘café doble’. Invariablemente, su pedido es atendido con una taza grande de café de filtro. Ante el fracaso, Laura le recomienda que directamente ordene ‘café expreso doble’. No parece complicado gestionar el pedido, pero, mis amigos, en estas tierras hermosas y sufridas, siempre sirven el café expreso en pocillo pequeño. Así que la mayoría de las veces, el camarero simplemente omite la parte del ‘doble’ y aparece muy feliz con la tacita común y corriente. Julio enfurece ante tamaña falta de comprensión, que viene padeciendo desde Roncesvalles. Para él, que habla con fluidez, italiano, inglés y francés y que, con dificultades, puede hacerse entender en alemán (¡aunque nada de esto sirve, como ya vimos, con Nami!) es inadmisible que en castellano no pueda explicar adecuadamente lo que desea. Claro, probablemente no advierte que la cuestión no está en los eventuales defectos de su explicación sino en que, simplemente, hay cosas que no cambian. Eso lo aprendí de pequeño, cuando íbamos a la cancha de fútbol, a alentar a Central Córdoba de Santiago del Estero contra Ingenio Ledesma de Jujuy, en partidos épicos, que definían la clasificación para jugar en los torneos nacionales. Pues bien, Central Córdoba, el único equipo del que alguna vez tuve una camiseta (mis queridos ‘ferroviarios’), siempre perdían. Una y otra vez, con una regularidad que ya envidiarían las leyes de la naturaleza. Salíamos cabizbajos del estadio, con esa tristeza infinita que inexplicablemente produce la derrota a quien ha estado allí alentando, empujando y nada. Sólo comparable con el desánimo de un domingo a la tarde lluvioso, a la salida del cine.
Tal vez Julio también sepa que es imposible cambiar ciertas cosas, pero reivindica valientemente su libre albedrío. En el próximo café que visita dice que quiere un café grande, pero expreso. La experiencia concluirá con un camarero que lisa y llanamente omite la parte del ‘expreso’ y se presenta con una taza tremenda, descomunal, pero de café filtrado. Julio no se da por vencido y en otra ocasión pedirá ‘un café expreso que sean dos’. Obviamente, el camarero acudirá con dos cafés expreso, pero cada uno en su pocillo habitual. Cuando lleguemos a León habremos caminado 500 kilómetros y, en todos esos días, sólo una vez logrará su propósito que es, justamente, cuando encuentra un camarero argentino. En esa ocasión, temiendo que su manera de pedir el café fuese defectuosa, le pregunta al camarero cómo hacer para pedir un café expreso doble. La respuesta es obvia. ‘Así’, responde nuestro compatriota, y añade, ‘lo que ocurre es que nadie pide eso’.
Dejamos atrás Azofra y avanzamos entre campos que van cediendo el verde de los viñedos al ocre de los cereales ya segados. 


Poco a poco el paisaje se va transformando y ello también impacta sobre el modo en que el Camino impacta en cada uno de nosotros. Este proceso de transformación se llama ‘Del mito al rito’, pero todavía no lo sabemos. A pesar de que ya hemos caminado un buen trecho, aún no hemos recogido los frutos de estos días. Pasamos junto a una suerte de espada o cruz de piedra del siglo XVI, enorme y solemne, pero completamente ajena a ese paisaje. Nuestra guía indica que se trata de una ‘Picota de justicia’, donde se resolvían pleitos, se decidían querellas y se exponían a los culpables al escarnio. 


Tomamos un par de fotografías y las catalanas, que vienen siguiéndonos los pasos, miran ese monumento con el desinterés característico de los que toda su vida han estado inmersos en ciudades más antiguas que la edad media. Por el contrario, para nosotros siempre es ocasión propicia para maravillarnos y tratar de imaginar qué tipo de vida se desarrollaba en esos tiempos. 
El Camino te busca todos los días para sorprenderte en tus reservas y minar tu entusiasmo. Esa es la idea que Julio reitera una y otra vez mientras tratamos de avanzar en un barrizal jodido, de esos en los que pisas y se hunde media zapatilla, maldices, levantas el pie que pesa como si tuvieses un yeso, calculas adónde poner el otro pie y luego compruebas que tanto calculo ha sido inútil ya que se repite nuevamente el triste suceso de embarrarse hasta los tobillos.


Por momentos, el camino desaparece y se transforma en una suerte de ciénaga dispuesta a engullirte. Los peregrinos reniegan un poco de todo – menos de Santiago –, maldicen en todas las lenguas del Camino y algunos, ya desesperados tratan de cortar camino por el arcén de la carretera, que corre paralela a la senda, medio kilómetro a nuestra derecha. Jodido el caminito. Pero nuestra comunidad se da ánimo unos a otros. Vamos, vamos, Ultreia, no sea pecho frío y otras frases de motivación que se refieren a ciertos atributos masculinos. Encaramos el barrizal con decisión castrense y al grito de ‘Avanza el enemigo a paso redoblado y al viento desplegado su rojo pabellón’ hundimos nuestros pies y bastones para ganar terreno en la ciénaga. Y ya que estamos en vena musical, propongo que entonemos la ‘Zamba de Vargas’, que se hizo famosa porque, en tierras de Catamarca, en el combate celebrado en las cercanías del pozo de Vargas, las tropas santiagueñas ya desmoralizadas por una derrota que creían inminente, volvieron a la refriega cuando la banda de música que acompañaba a la montonera (si ya imagino vuestros comentarios: ¡Qué fiesteros los santiagueños!)  inició los compases de la vieja zamba. Pero, Laura no la conoce y sigue con ‘Cabral, soldado heroico…’ y así, aunque sin necesidad de morir contentos, logramos vencer a nuestro enemigo y dejar atrás al barrizal.
Decidimos comer en Cirueña. Todavía nos quedan unos cuantos kilómetros cuesta arriba, pero la pendiente es suave y pasa prácticamente desapercibida. Al llegar al final del repecho aparece como por arte de magia – aunque tal vez sea más apropiado decir ‘por desgracia’ - ¡un campo de golf! En ese contexto es tan extravagante como horrible; sobre todo porque está rodeado por un pequeño pueblo, recién construido, con todo preparado como para que la riqueza y el poder se instalasen allí los fines de semana. Irrita un poco a los peregrinos ese proyecto de vida de lujo, pero más nos desconcierta la sensación de estar en un decorado de Hollywood porque el pueblo está completamente desierto. Casi todas las casas – y son realmente muchas – están vacías, en alquiler o venta, arrasadas por la debacle de la especulación inmobiliaria irracional. Las piscinas, jardines, áreas comunes de las urbanizaciones y los juegos infantiles se encuentran en buen estado de conservación, pero no hay gente, perros, basura, autos o lugares donde comprar. Ningún rastro de vida. En definitiva: un símbolo de la crisis, de la codicia, del lujo y, también probablemente, de la estupidez.


Consternados ante el panorama abominable nos quedamos, prácticamente, sin palabras (y eso es difícil de lograr. Créanme). Pero, sentimos cerca la voz de una de las integrantes del grupo catalán que habla por el móvil con su marido para que la rescaten porque ella y Mari Carmen ya no pueden más de los pies y dice que lo esperan en el golf de esa urbanización hermosa que hay cerca de Cirueña. Dudo entre darme vueltas e iniciar una discusión sobre estética y moral o seguir el Camino. Opto por la segunda opción, recordando aquello que los maestros de retórica enseñaban, ‘De gustibus non est disputandum’ y que en el barrio repetían como ‘Cada cual hace de su capa un sayo y de su culo un papagayo’. Así que adiós Mari Carmen adiós, apuramos el paso y ya no nos veremos más.


Entramos al pueblo de Cirueña, que no ofrece nada particularmente atractivo en sus monumentos, aunque hay varias placas que recuerdan diversos eventos de la historia local. Por ejemplo, aprendemos que el Conde Fernán González, llamado ‘el buen Conde’, perseguido por el Rey de Pamplona, se acogió a sagrado en la iglesia de Cirueña en el año 960.  A Julio y Laura no les interesa demasiado este detalle, pero a mí me impresiona esta diversificación del poder tan propio de la edad media. Ese límite que la iglesia imponía de tal manera que ni siquiera el Rey de Navarra podía apresar a su enemigo derrotado una vez que se hubiese acogido a la protección del clero. 
El bar del pueblo es una suerte de centro vecinal y no es extraño comprobar que está tan llena de parroquianos como también de peregrinos. Carne con papas y cerveza para mí y para Julio. Laura se arma un bocadillo con el queso y el jamón que compramos en Nájera. Pide dos coca colas light. Aunque parezca extraño, las pide de esa manera porque las botellas son muy pequeñas y de ese modo evita tener que levantarse a buscar una segunda ronda. A diferencia de lo que ocurre con los cafés de Julio, su pedido es extraño pero no suele venir acompañado de peripecia alguna.




Acometemos nuestra última etapa de marcha. Nos quedan casi 6 kilómetros hasta Santo Domingo de la Calzada. Vamos a buen ritmo, con el sol imponiéndose definitivamente sobre las nubes. Laura muestra que su capacidad pulmonar no tiene límites y marcha con un ritmo endiablado. Nos acercamos poco a poco a una peregrina que va sola. Cuando llegamos junto a ella, Julio la saluda y comienza una conversación a la que nos sumamos con Laura. 


Ella, Raquel, es de Albacete y nos cuenta que ahora camina sola, pero que desde Roncesvalles a Logroño fue con un grupo de amigos que tenían que volver a trabajar. Raquel está en el paro y, siguiendo una corazonada, decidió continuar hasta Santiago. Nosotros le recordamos que a Santiago nunca se llega sino que solo se va. La frase le gusta, pero le parece extraña. La conversación se interrumpe momentáneamente porque atiende su móvil. Murmura unas cuantas frases y corta. Julio - que ya se sabe que tiene tanta diplomacia como Monzón diciendo al alcalde de París, ‘pipi cucu’ en lugar de ‘Merci beaucoup’ – adivina que ha llamado el novio de Raquel. Ella añade que se llama ‘Juan Carlos’ y que está empeñado en que ella vuelva, que no entiende bien qué se le ha perdido en Santiago, y que seguramente hace todo esto porque no lo quiere. Bueno, eso no lo dice Raquel, pero lo añadimos nosotros. Nunca viene mal en esas discusiones de pareja un poco de guilt trip, ¿no?
Conversamos sobre eso y muchas otras cosas en esos pocos kilómetros. Raquel nos dice que ahora en Santo Domingo de la Calzada se encontrará con una peregrina de Madrid y una chica japonesa que no entiende nada de castellano ni inglés. Laura, Julio y yo, al unísono, decimos ¡‘Nami’! Raquel nos mira sorprendida, como si hubiésemos practicado un truco de magia. Le decimos, entonces, que ya las conocemos. Que la chica de Madrid es Olga y que nos va dejando mensajes en el camino. Le mostramos las fotos de los mensajes en el pavimento y dice que se acuerda perfectamente, pero que creía que eran mensajes de un tiempo remoto. Raquel no lo puede creer. Olga ya le había hablado de ‘los argentinos’. Nosotros añadimos que así somos, la joya del Camino, conocernos y querernos es la misma cosa. Ya estamos a la entrada de Santo Domingo y Juan Carlos vuelve a llamar. Nos despedimos y quedamos en tomar una cerveza más tarde.
Santo Domingo de la Calzada es una ciudad famosa del Camino. Su nombre evoca al eremita Domingo García, que un poco antes del siglo XII, se preocupó intensamente por la suerte de los peregrinos. 


La leyenda dice que con ayuda de una pequeña hoz abatió un bosque espeso para allanar el Camino. La hoz aún se conserva en la catedral del pueblo y, más allá de las leyendas, está ampliamente documentada la influencia de Santo Domingo en la construcción de un albergue y un hospital de peregrinos al igual que un puente para que aquellos que iban hacia Santiago no tuviesen problemas para vadear las aguas del ocasionalmente peligroso Río Oja (recuérdese que aún estamos en tierras de la comunidad de Rioja). Buscamos nuestro hostal, que no se encuentra en el centro ni sobre la calle principal. De todos modos, aunque la ciudad parezca grande al peregrino, ello se debe más a la costumbre de pasar por caseríos y pueblos diminutos que al tamaño real de Santo Domingo. Actualmente, cuenta con no más de 7.000 habitantes.
Llegamos a nuestro alojamiento y Laura repite por lo bajito, la célebre frase de Don Quijote: ‘Con la Iglesia hemos topado, Sancho’. Efectivamente, el hostal ocupa un ala de un convento cisterciense, de monjas que, con hábito y semblante severo, reciben a los peregrinos. Se deslizan silenciosamente, con un andar de enfermera de hospital que hace sentir a uno inmediatamente incómodo, como si estuviese trasgrediendo una regla secreta. 
Tal vez sepan, mis amigos, que esta ciudad es famosa por un milagro de Santo Domingo que involucra a una gallina y quizás por esa veneración que aquí despiertan las aves, las monjas se apegan al famoso: ‘Poniéndose estaba la Gansa’.


Así que pagamos por adelantado la estadía, sellamos la credenciales, recogemos nuestros equipajes (a esta altura de la peregrinación, Jaco Trans se muestra como una empresa suiza en su coordinación y puntualidad), armamos una bolsa para lavar ropa y vamos hacia el centro de la ciudad (a tres cuadras de donde estamos alojados).
Frente al albergue ‘Cofradía del Santo’ hay un local municipal, abierto casi las 24 horas que tiene una lavadora y una secadora.



Llegamos justo cuando se desocupan las máquinas y podemos lavar todo lo que se nos había acumulado en esos días (la última vez que habíamos lavado había sido en Viana). Mientras esperamos que las máquinas cumplan su ciclo vamos al bar y allí nos encontramos con Julio y Alex, que están con un grupo numeroso de peregrinos anglo-parlantes. Alex nos saluda con alegría, contento del reencuentro. Realmente es una sorpresa encontrarlo aquí ya que le habíamos perdido la pista antes de llegar a Los Arcos, cuando caminaba bastante dolorido de sus rodillas y, prácticamente, sin un centavo, dudando acerca de si podría llegar a destino. Rápidamente, nos invita unas cervezas y cuando le ofrecemos pagarlas nos responde que no, que ha recibido una transferencia de su madre y que ha logrado así abandonar la miseria. Brindamos con la cerveza que fabrican en ese lugar. Oscura, sin llegar a negra. Un poco dulzona y ligeramente refrescada. Casi al tiempo. A los americanos les gusta, les recuerda a sabores de otras tierras y la comparan favorablemente con otros brebajes de distintas latitudes. Laura prueba un sorbo de mi jarra ya que todavía no ha caído el sol y por consiguiente sigue su veda de alcohol. No le gusta. A mí tampoco.
Cuando estamos por regresar al hostal, luego de retirar la ropa, encontramos a Olga y Raquel. Besos y abrazos, y toda la alegría de un reencuentro que ya creíamos imposible. Rápidamente repasamos las principales novedades y, todavía emocionados, quedamos en beber una copa de vino más tarde. Volvemos a descansar un rato, bañarnos y prepararnos para recorrer la ciudad.


El núcleo de la ciudad, dominado en gran parte por su catedral y un campanario - separado de la iglesia, lo que le confiere un aire de minarete- revela señorío y linaje. Su plaza mayor, curiosamente orientada a la espalda de la catedral es imponente por su belleza y dimensiones. Una pequeña ciudad, pero que destila clase.



Si en esa zona de España alguien dice ‘Santo Domingo de la Calzada’, casi invariablemente, su interlocutor añade '… donde canto la gallina después de asada'. Eso recuerda un milagro muy famoso del santo. Cuenta la historia que un guapo peregrino alemán, Hugonell, viajaba con sus padres hacia Compostela. En un albergue de Santo Domingo fue objeto de acoso sexual por una moza que trabajaba en el lugar donde se hospedaba, pero invocando la fuerza de Santiago consiguió liberarse de tal tentación. La muchacha, seguramente una encarnación del demonio, ocultó una copa de plata en los objetos del peregrino. Hugonell fue acusado de robo y ahorcado. Cuando sus padres llegaron hasta el árbol donde había sido ejecutado el pobre peregrino, Hugonell les habló. Les dijo que estaba vivo por obra de un milagro de Santo Domingo. Acudieron los padres al juez, que estaba cenando un gallo y una gallina - contundente la justicia penal de la época, ¿no?- y le relataron lo que habían visto. El juez respondió: ‘es más fácil que este gallo y esta gallina asada canten antes de que hable ese muchacho’. En ese mismo momento, el gallo y la gallina saltaron del plato y empezaron a cantar alabanzas de Santo Domingo. La conclusión de esta leyenda es palpable ya que, en conmemoración de tal acontecimiento, hay dentro de la catedral, desde el siglo XII, un gallinero en el que permanentemente puede verse a un gallo y una gallina blanca. Ellos son criados por una de las cofradías más antiguas del Camino, que cada quince días se encargan de cambiar los animales.
Para ingresar a la iglesia hay que comprar un tique en la oficina de turismo, que ofrece unas taquillas para dejar objetos ya que no se puede entrar con mochilas. La catedral es hermosa, con una parte románica, pero es predominantemente gótica.




Capiteles y pórticos ricamente decorados, un claustro pequeño pero bello y bien proporcionado, y casi en el medio de la nave, se encuentra la urna y cripta funeraria de Santo Domingo. Hay un cartel en la reja del sepulcro que señala que quien da la vuelta rezando padre nuestro, ave maría y gloria obtiene una buena cantidad de indulgencias. No sé si alcanzará para tantos pecados, dice Julio, pero allá va a dar la vuelta al Santo. Laura no se acuerda bien del ‘Gloria’ – se le confunde con una parte del credo  - y le echa la culpa a las monjas de su colegio secundario que lo único que enseñaban era que Enrique VIII era cochino y se inventó una religión para poder darle matraca a Ana Bolena. Pero, igual da la vuelta sin rezar y afirma que eso ya vale al menos la mitad de las indulgencias.



Luego de la visita a la iglesia, recuperamos nuestras pertenencias en la oficina de turismo, y  vamos a tomar un café mientras tratamos de gestionar el alojamiento de la siguiente etapa y el acarreo de las maletas. En general, Laura asume esa tarea con resignación, pero con gran eficiencia. En Jaco Trans ya es casi como una hermana y le aconsejan sobre alojamientos en las diferentes ciudades y pueblos. Nos decidimos por una casa rural y, luego de cumplir con esos trámites administrativos cotidianos, buscamos un lugar para cenar.
Nos sentamos en un bar llamado ‘La Gallina que cantó…’  (un derroche de ingenio, ¿no?), que está al lado del Albergue de Peregrinos. No sabemos si cenar allí y pedimos unas tapas de langostinos empanados para decidir tranquilos, mientras – de reojo – vemos un rato el partido del Real Madrid. Afuera se ha juntado la banda de Anglo-sajones que estaba con Alex y otra formada por los chicos de New Orleans, que sacan su guitarra y tocan unos temas. Cuando estamos por sumarnos a la reunión, la misma se disuelve en un abrir y cerrar de ojos. Por ello, decidimos directamente cenar y preguntamos al dueño del bar si todavía era tiempo de apuntarse al menú. Nos hace pasar a la parte trasera del local y allí, de vez en cuando, aparecía una camarera a preguntar qué queríamos. Uno de los comentarios que se encuentran en internet sobre este bar-restaurante define al servicio como ‘poco ágil’. Dejémoslo allí.
El menú incluye una botella de vino que, casualmente se llama, ‘La gallina blanca’.



Lo dejamos intacto y pedimos un blanco de Rueda. Al momento del postre – queso y dulce-, vemos aparecer a Olga y Raquel. Se sientan con nosotros, pero tienen un poco de prisa ya que sólo tienen veinte minutos para compartir. Luego, a las diez de la noche puntualmente, cierran las puertas de su albergue. Le decimos que no hay problema ya que el albergue está pegado al bar. Charlamos animadamente de todo un poco, riéndonos de las distintas anécdotas que nos ha dejado el Camino, regañándolas por no haber visitado la catedral (‘Yo no pago por visitar sitios religioso’, dice Olga), brindando – nosotros con vino tinto de Rioja y ellas con el vino local ‘La Gallina Blanca’, repasando qué ha sido de los distintos personajes que caminan con nosotros. Felices. Como viejos amigos. Claro, la cosa se pone peliaguda cuando descubren que han pasado diez minutos de las diez. Abandonan a toda prisa el bar y van a rogar compasión al hospitalero (al día siguiente nos contarán que no tuvo ninguna compasión, que apareció tras la mirilla y dijo que a las diez se cerraba. Sólo un rato más tarde, unos alemanes se apiadaron de ellas y, clandestinamente, abrieron la puerta para que pudiesen pasar). Nosotros aún tenemos tiempo de buscar otro bar en el que brindar con nuestra última copichuela. Salud y buen camino.

30 de Septiembre

No hay comentarios:

Publicar un comentario