12.
San Juan de Ortega – Burgos
(27 Kilómetros)
‘¡Es que ustedes toman mucho!’ afirma Julio
cuando Laura, al despertarse, anuncia que está postrada por un ataque de hígado.
Por un momento, temo que su malestar fuese una consecuencia inesperada de mi
poema matutino. Me había desvelado un poco antes del horario previsto y apenas
suena el despertador, entono el saludo a mis compañeros de ruta: ¡Oh,
peregrino, oh peregrino…! Pero no puedo enhebrar los siguientes versos - que
hubiesen provocado una tempestad de emociones – ya que mis compañeros reaccionan
unánimemente y me amenazan con horribles tormentos. Una vez calmado el
alboroto, Laura se queja de la tortilla y del kit-kat, imputando responsabilidades a la ingesta excesiva de
proteínas de baja calidad. Julio se acerca y comprueba sus ojeras. Mira por la
ventana, esforzándose por encontrar el diagnóstico preciso, tratando de aplicar
las enseñanzas del libro de von Peczely, ‘Descubrimientos en el reino de la
naturaleza y el arte de curar’. Seguramente ha tomado algún curso de iridología
por correspondencia y ahora se enfrenta a la oportunidad de poner en práctica
sus conocimientos. Su conclusión es lapidaria: ‘¡Es que ustedes toman mucho!’.
Lo dice sin reproche ni amargura, tal vez evocando esos mediodías en Santiago
del Estero, en la recordada taberna ‘El Gallito’ en la que un viejo amigo de mi
padre, Pío Montenegro, recitaba esas cuartetas (probablemente apócrifas) de
Khayyam:
Puesto que ignoras lo que te reserva el mañana,
esfuérzate por ser feliz hoy.
Toma un cántaro de vino, siéntate a la luz de la
luna y bebe pensando en que mañanaquizá la luna te busque en vano.
Laura permanece estupefacta ante la frase de
Julio ya que la capacidad de mi hermano para beber es prácticamente ilimitada.
Le señala el ritmo infernal con que trasiega una infinita cantidad de cervezas
y ‘buches del peregrino’, desde media mañana hasta entrada la noche. Y que ya
el Códice Calixtino, en el libro I, capítulo XVII, señala que una gran cantidad
de vino hace al hombre ‘ebrio, olvidadizo, iracundo, idiota, fatuo, loco,
sensual y dormilón’. La respuesta de Julio es obvia: ‘No está mal eso de ser
dormilón y, además, hay que evitar la deshidratación’. Yo añado, con el
reconocido aire académico que guardo para ocasiones como esas, que hay un
factor de innegable relevancia, que establece la diferencia entre ella y
nosotros: la masa corporal. Laura me mira un instante que podría haber sido el mismo
instante en que Borges vio el Aleph en
un sótano de la calle Garay a finales de Octubre de 1941. Dicen que el Aleph es
uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos. De igual manera,
el instante que duró la mirada de Laura era el Aleph de los instantes ya que
allí se reflejaban, sin frases que escondan la sustancia de las cosas, una
secuencia interminable de respuestas y argumentos. Ya lo decía Píndaro, mis
amigos, varios siglos antes de Cristo: ‘Muchas veces lo que se calla hace más
impresión que lo que se dice’. Así, su silencio era más elocuente que las
palabras y calladamente implicaba las siguientes conclusiones: ‘¡Vos, gordito,
sí que sabes de masa corporal!’, ‘Y… ¿quién te dio vela en este entierro’? ‘Al
que nace barrigón es al ñudo que lo fajen’ y un infinito desbordado de
reproches y amenazas.
Capto el mensaje rápidamente y ensayo otra
estrategia. Señaló que la causa más probable del malestar es… ¡la cadena de
oraciones que había emprendido la amiga de Julio! La explicación no causa la acostumbrada
reacción de jolgorio. Básicamente porque Laura se siente realmente mal y
anuncia, sin dramatismo pero con firmeza, que no sabe si va a poder caminar,
que tal vez se quede, que sigamos, ultreia, buen camino, que no nos preocupemos
por ella, que ya ha hecho testamento y que nos deja a nosotros sus innumerables
bienes espirituales. Por las dudas, pregunto si a mí me ha dejado su sobrada capacidad
pulmonar. No sabe, no contesta. Sólo pide que la dejemos dormir un rato más.
Bajamos con Julio al salón del hotel y
comprobamos que hay una máquina que sirve cafés. Pongo un euro y espero. La
máquina tose y emite un zumbido como el sable laser de Obi Wan Kanobi, y
comienza a gotear el brebaje, pero ¡sin colocar el vaso de plástico! Me acuerdo
en voz alta de la madre de la máquina y busco una taza. Sin embargo, la Ley de
Murphy es inescapable ya que, al regresar con el recipiente, advierto que no
tengo suficientes monedas para repetir la operación. Julio me presta unas
cuantas de las suyas y la tarea concluye con éxito. La verdad es que el café es
horrible, como si allí hubiesen exprimido las medias del peregrino japonés que
vive en el bosque. Apuramos ese olvidable desayuno y Julio emprende la ruta.
Establecemos un par de puntos de reunión por si las moscas y, en caso de que
Laura no pueda caminar, nos encontraremos en el hotel de Burgos.
Subo y despierto a Laura. Sigue sintiéndose
mal, pero – después de una larga ducha - mejora lo suficiente para intentar
emprender la etapa. Total, señala, estamos sólo a casi treinta kilómetros de
Burgos y seguramente habrá un autobús o taxi que la acerque hasta allí en caso
de empeorar. Nos ponemos en marcha lentamente, con el ritmo pausado que exigen
las circunstancias.
El sendero es hermoso y cada cual va abstraído en sus propios pensamientos. A diferencia de otras jornadas, hoy caminamos solos, sin otros peregrinos a la vista. Una de las notables diferencias entre El Camino de Santiago y otras rutas (e.g. Icknield Way, la ruta más antigua en Inglaterra, que recorre 600 kilometros de campiña desde Chesil Beach hasta Norfolk) es la presencia permanente, ininterrumpida, de otros peregrinos. Por ello, en las raras ocasiones en las que se camina sin compañía se produce una sensación extraña y liberadora. Como cuando salíamos de niños a la calle a recibir el aguacero de verano, sintiendo esas pesadas gotas deshacerse en nuestras manos. Camino sin ninguna idea o propósito. En verdad, puede parecer extraño que no sienta más deseo o necesidad que caminar. Un paso y otro paso más. A eso se reduce mi horizonte y creo que lo mismo ocurre con Julio y Laura. Es como si el Camino nos hubiese inyectado un sedante que tranquiliza los agobios y las impaciencias.
Poco a poco, Laura se va recuperando y, a media mañana, entramos a Áges. Es un pueblo hermoso, ya documentado en 944, con un par de calles inesperadamente bellas, un puente románico y una iglesia retirada del pueblo, y protegida por la sombra de cipreses viejos que rodean su cementerio.
Rápidamente comprendemos por qué las guías recomiendan terminar
aquí la etapa en lugar de hacerlo en San Juan de Ortega. Reponemos fuerzas brevemente
en el bar ‘El Alquimista’, apadrinado por Paulo Coelho. Es un lugar famoso en
el camino, con innumerables detalles que adornan el lugar y que sirve como una
suerte de tienda de ramos generales.
Allí se puede encontrar agua, frutas, verduras, libros acerca del Camino, ordenadores con conexión a internet, o simplemente conversación con un alemán peculiar que es el dueño del local.
Seguimos adelante. El camino va por una ruta provincial muy poco transitada, serpenteando suavemente entre campos de cereales. En esa llanura se celebró el 1 de Octubre de 1045 la famosa batalla de Atapuerca entre los hermanos Fernando I de Castilla y García III de Navarra – el mismo que el año anterior fue protagonista del milagro del halcón en la gruta de Nájera. Cuando los ejércitos ya estaban formados y dispuestos para el combate, Sancho Fortún la mano derecha de García, se arrojó sobre su rey, lo asesinó y se dio a la fuga. ¿Qué razón había, mis amigos para esa traición? ¿Acaso la promesa de tierras y dinero por parte de Fernando? ¿Tal vez el impulso de evitar la guerra y librar a su pueblo de injusticias? Pues, no, mis amigos. Como en muchas otras ocasiones decisivas, el impulso criminal fueron los celos y la pasión. Desde un tiempo antes de la batalla, nuestro personaje Sancho Fortún tenía que inclinarse para pasar por los altos pórticos de la residencia real en Nájera y los muchachos del pueblo ya no lo saludaban cariñosamente con el acostumbrado ‘Hola Sanchito, ¿cómo va la vida?’ sino que lo recibían con el baile del ciervo, enfatizando con maldad el movimiento de los cuernos. Así que cuando confirmó que el Rey se beneficiaba de su legítima interpelo a su majestad sobre tan aviesa conducta. El monarca, mirando al infinito, respondió: - Carpe diem. Nuestro amigo Sancho que no era muy ingenioso en su latín, sólo pudo replicar ‘ab ovo usque ad mala’, que literalmente significa ‘desde el huevo a la manzana’. La respuesta desconcertó al rey y según afirma el catedrático Celedonio A. Retama, en un opúsculo afamado sobre este tema, la frase no tiene un carájo que ver con nada. Eso sí, Sancho la enunció con dignidad y dándose vuelta juró que tenía casus belli y que ya se iban a enterar cuánto vale un peine. Así que, en el momento clave de la batalla de Atapuerca, Sancho Fortún gritando como un salvaje, encara con su espada al Rey y zacate ñacate. Aún se debate entre los eruditos la consigna exacta que proclamaba el traidor para darse ánimo al momento de blandir el acero. Algunos afirman que era una frase que luego haría fortuna en otras latitudes ‘Muero contento, hemos batido al enemigo’. Para otros, el grito era: ‘El que avisa no es traidor’. Sin embargo, la mayoría apuesta por: ‘cornua posuit soror tua, filius canis’, que los muchachos del barrio traducen por ‘Anda a ponerle cuernos a tu hermana, hijo de la mismísima gran puta’.
En el caos posterior al regicidio, el traidor escapa y va a ver a Fernando. Consigue abrirse paso hasta él y lo pone al tanto de los últimos acontecimientos. Hay que subrayar que el rey de Castilla se la tenía jurada al hermano. Pero, contra todos los pronósticos, el soberano de Castilla se deshace en llanto ante su pérdida irreparable y ordena la ejecución de Sancho Fortún, dándole la razón a mi abuela que siempre decía ‘el que a hierro mata a hierro muere’. La batalla de Atapuerca duró todo el día y el hijo del rey García, con sus 15 años, fue coronado como nuevo rey en el mismo campo de batalla. Fue una defensa heroica, que culminó finalmente en derrota de los ejércitos de Navarra. El nuevo rey Sancho IV - conocido trágicamente en la historia como Sancho de Peñalén porque en esa localidad su hermano le precipito al vacío desde un barranco el 4 de junio de 1076 - consiguió llevar a su padre hasta Nájera, donde actualmente descansa en el panteón de los reyes.
Laura se siente bastante recuperada y avanzamos a buen ritmo. A nuestra derecha, a unos diez o quince kilómetros aproximadamente, se ve un par de colinas pobladas de bosques viejos. Tienen un aire ceremonial entre tanto campo desmontado y segado. Es apenas un manchón de árboles, preservado de los actuales cultivos de trigo, pero da una idea de lo que eran antiguamente estos páramos. A un centenar de metros, un letrero en un desvío indica que estamos bordeando Atapuerca, uno de los yacimientos de fósiles más importantes del mundo. Allí, se descubrió la especie humana más antigua de Europa, el denominado Homo Antecessor, cuyos fósiles fueron datados en casi un millón de años de antigüedad. Este ejemplar primitivo –parecido a los famosos ‘Hermanos Macana’ de Los autos locos - tenía muchas características peculiares como la de hacer dibujitos en las paredes de la cueva o practicar el canibalismo. Una bellísima persona, como se puede apreciar.
Cuando estamos llegando al desvío, casi junto a un enorme cartel con un dibujo del rostro de una mujer primitiva, un bicigrino se detiene y nos pide que le tomemos una fotografía en la que se capte el cartel y el bosque en el que está el yacimiento. Nos dice que es una foto muy famosa y que, prácticamente, todos la conocen por las lecciones de antropología en el bachillerato. Cumplimos el pedido y seguimos acercándonos al cartel, mientras el bicigrino acomoda las alforjas de su bicicleta. Una vez que estamos junto al dibujo, saco nuestra cámara para retratar la escena.
Justo cuando estoy por disparar, en una toma en la que aparece Laura y en segundo plano el dibujo de la primera mujer europea, el bicigrino que ya está otra vez rodando la carretera, nos pregunta si queremos – Laura y yo - una foto junto al cartel. Le respondo que no, que en Argentina esa foto es más bien desconocida y que mi propósito era más bien mostrar los polos de la evolución: el dibujo de la Eva de Europa y, Laura como final del ciclo. El bicigrino dice:
- Ok.
Pero menos mal que eres tú el que toma la foto de tu chica porque si hubiese
sido al revés nadie hubiese pensado que hemos evolucionado mucho.
Laura se ríe. A mí, en cambio, me hierve la sangre y ya estoy dispuesto a pasarlo a degüello. A mostrarle que la ira de un varón de nuestras tierras es más feroz que la temida ‘venganza catalana’ y debo aclarar que la venganza catalana fue una masacre perpetrada en 1305 por mercenarios de la Corona de Aragón como represalia por el asesinato de Roger de Luria por parte de los Bizantinos. Toda Grecia fue arrasada por la furia de los catalanes que, al grito de ‘San Jordi’ y ‘Força Barça’ no dejaron títere con cabeza. Puede leerse en Wikipedia, que ‘todavía persiste en la actualidad el recuerdo de estas acciones bajo la figura del Katalan, un guerrero-gigante sediento de sangre que se usa para asustar a los niños en algunos países balcánicos. Además la palabra ‘Katalan’ en tosco (lengua de Albania) significa monstruo y aun hoy, si un griego quiere maldecir a alguien le increpa: ‘Así te alcance la venganza de los catalanes’. Pues bien, mis amigos, ante la afrenta del Bicigrino me preparo para la lucha por el honor. Le grito: ‘baja que te estropeo todo, te estropeo’, pero nada; ni tan siquiera el viento o el eco devuelven mi queja.
A la salida de Atapuerca encontramos un monolito que indica que hace un millón de años el hombre ya contemplaba el amanecer en esas tierras. No sé bien porque pero esa frase me provoca una indefinida nostalgia. Es una sensación que me ocurre algunas veces y deja el alma herida por la melancolía. Como cuando hay algo que se rompe irremediablemente, como la tristeza de un nocturno de Chopin, que resuena en una casa a oscuras en la que tienes a mano un whiskey, el silencio y la soledad. En este caso, la herida es producto de la fugacidad del tiempo, de que un millón de años de historia ya han transcurrido allí y que nos hemos perdido casi todo, de que nada importa demasiado en definitiva, de la inútil fatiga por acumular cosas cuando ni tan siquiera perdurará la memoria del polvo en que nos convertiremos. En momentos como este, le digo a Laura, me gustaría ser inmortal. Ella responde que bastante inmoral he sido siempre y que no ve a cuento de qué viene decir que ahora, en este preciso instante, tengo urgencias por romper las leyes de la ética. Tienes razón, digo rescatado de la melancolía por la confusión.
El camino impone un repecho hasta una gran cruz de madera, donde el viento se hace sentir con fuerza. Allí se abre una amplia explanada donde hay dibujado con piedras un enorme caracol o espiral, que es una versión primitiva del juego de la Oca. Recuerden, mis amigos, que este juego, introducido por los templarios, planteaba toda una serie de retos iniciáticos.
El final del juego era lograr la transformación. La oca era, en la antigüedad, un animal de gran prestigio ya que velaba por la seguridad de las casas, produciendo un gran alboroto cuando alguien merodeaba cerca de ellas. Así, en el juego, las casas son también un lugar seguro, donde la oca – es decir, la piedra o ficha con la que se juega - también avanza con seguridad. Las amenazas – en la vida y en el tablero - están en las cosas mundanas (la ley, la taberna, etc.), que distraen a la oca (es decir, al peregrino) de su viaje de conocimiento.
Encontramos en ese espacio lúdico a las peregrinas canadienses – esas que por su simpatía y antipatía parecen jugar al poli bueno y el poli malo – junto al infaltable enamorado polaco. Aurely – la poli bueno - juega a saltar y avanzar entre las piedras, seguida por el muchacho de Polonia. La otra flaca hace como siempre: mira con desinterés, como si todo fuese obvio y lo único que importase fuese su presencia inolvidable. ‘Buen camino’ murmuro cuando pasamos a su lado. Ni bola. Si le hubiese dicho: ‘Ojala que las chinches de San Juan de Ortega colonicen Montreal’ también hubiese permanecido indiferente. Seguimos y una veintena de pasos más adelante, inesperadamente, como si el suelo se hubiese hundido abruptamente, aparece abajo una llanura infinita y, enmarcada en este horizonte, todavía lejos, se ve la silueta de Burgos. Un cartel bastante grande reproduce una frase del párroco y escritor, Luciano Huidobro, tomada de su obra Las peregrinaciones jacobeas (tomo II, página 106)
Desde que el peregrino
dominó en Burguete los montes de Navarra y vio los campos dilatados de España
no ha gozado de vista más hermosa como esta
La frase no parece demasiado feliz desde el punto de vista sintáctico, pero me apena un poco más la obviedad del mensaje. Ya estamos frente a la inmensa explanada, que la diferencia de perspectiva impide ver hasta que no se llega prácticamente al borde del barranco. El cartel enfatiza lo que no tiene necesidad de subrayarse y afea un poco la visión. Disfrutamos un momento del paisaje, pero el viento impulsa a buscar lugares más reparados.
Seguimos nuestra flecha amarilla que ubica una pista forestal segura para el descenso y vamos a buen paso hasta Orbaneja. A esta altura de la senda hay múltiples indicaciones para buscar caminos alternativos al trazado original. La razón es simple: la periferia de Burgos es demoledora y el camino utiliza en muchos tramos carreteras secundarias, relativamente tranquilas, pero definitivamente poco seguras para los que caminamos a Santiago. La mejor solución sería consultar la guía, pero ha quedado en la mochila de Julio y no tenemos más opción que seguir las marcas habituales.
Buscamos en Orbaneja un lugar donde comprar agua y seguir la ruta ya que faltan casi 14 kilómetros de marcha para el final de la etapa. Al girar en una esquina nos encontramos con un bar, en una suerte de elevación, con terraza en la que hay algunos peregrinos conversando animadamente bajo el sol de otoño. La calle bordea por debajo el terraplén y por allí encaramos, buscando un almacén, cuando, desde la terraza, una mujer grita: ‘Oh peregrino’, ‘Oh peregrino’. Es Raquel, que ha decidido seguir con mi inspirado poema y que hasta nuestra despedida en León, cada vez que nos encuentre, saludará con esos gritos nuestra presencia. Nos llama desde el bar. Subimos y, entre el grupo de los solariegos, está ella, Olga y Nami. Besos y abrazos. Nos invitan a sentarnos con ellas para celebrar el reencuentro. Preguntamos por Julio y nos responden que está adentro, evitando el calor del mediodía. Una gran idea. Vamos con Julio y la penumbra del bar ofrece un agradable descanso a los fatigados peregrinos.
El bar es similar a otros miles de locales de España. Una barra en la que siempre charla el dueño con algún parroquiano, un televisor que repite de manera intrascendente noticias que no importan a nadie, una máquina tragamoneda, unas cuantas mesas que pocas veces se usan ya que la vida transcurre en la barra, periódicos viejos y fotos de los platos combinados que preparan día tras día para ofrecer en el ‘Menú del Peregrino’. La oscuridad del lugar es herida por un rayo de sol que se filtra a través de la puerta entreabierta y una cortina de flecos multicolores.
Julio se sorprende de la recuperación de Laura y propone celebrar tan magno evento con una cerveza, pero, enfatiza, que sea de las grandes. Laura pide coca cola light pero yo me sumo a la cerveza y añadimos a la orden unos bocadillos de jamón y queso. Vemos que en la pared hay anotado una suerte de quiniela, con pronósticos de los parroquianos acerca del resultado del partido que el próximo domingo enfrentará al Barcelona y el Real Madrid. Le pregunto al dueño del bar: ‘¿Cómo lo va a hacer el Madrid el domingo?’ y el buen hombre entiende ‘¿A que va a perder el Madrid el domingo?’ Se enfurece, deja las copas que está secando y con las dos manos apoyadas en la barra dice que el Madrid va a arrasar, que Mourinho es como el Generalisimo que Dios lo tenga en su gloria, que los catalanes ya le tienen los huevos llenos con la independencia, que qué se creen, que el Barcelona puede ir a jugar al futbol con el Andorra y el Deportivo Túnez, y quien sabe que cosas más hubiese añadido si su mujer no le grita desde atrás: ‘Que no, Pepe, joder, que el muchacho te ha preguntado otra cosa’.
Vuelve la concordia lugar y cuando retomamos la conversación de manera civilizada se produce algo así como un eclipse. El poco sol que iluminaba el lugar queda oculto y sólo nos salva de la absoluta oscuridad unos tubos fluorescentes. Nos quedamos perplejos ante el fenómeno y volteamos hacia la puerta a ver qué ocurre. Pueden creerme, mis amigos, que la causa del oscurecimiento es la jarra de cerveza para Julio, que el camarero arrastra con esfuerzo y al pasar frente a la puerta deja al lugar en penumbras. La jarra es descomunal. Parece la ensaladera de la Copa Davis y casi hay que sostenerla con dos manos. Laura sonríe, con malicia de género, y ve que ha llegado el momento de la venganza. Así que, como quien no quiere la cosa, con voz desinteresada y carente de matices, dice: ‘Es que ustedes toman mucho’.
Voy a buscar mi cerveza a la barra, pero les pido que sea más pequeña que la de Julio. De todos modos, es una jarra de dimensiones más que respetables. Cuando la estoy llevando a la mesa se desfonda. Literalmente. Se suelta la parte de abajo y produce un ruido endemoniado al romperse contra el suelo y regarme de cerveza. Nadie explica cómo ha sucedido algo tan extraño y yo le pregunto a Julio si su amiga que reza mucho y fuerte no habrá introducido alguna variante novedosa en sus oraciones. No, responde. Ciento por ciento garantizado.
Después de reponer fuerzas reemprendemos la marcha. Nos despedimos de Olga, Raquel y Nami, con promesa de reunirnos más tarde en Burgos ya que han decidido alojarse en un hostal para poder salir de bares sin temor a que les cierren el albergue a las diez de la noche. Noto con preocupación que tengo el pie derecho hinchado, a la altura del tobillo. Duele levemente, pero me preocupa. No recuerdo haberme golpeado o torcido y no encuentro explicación para ello. Se lo comento a Julio y mi hermano esta vez ni siquiera precisa mirar el iris de mis ojos para su diagnóstico: tendinitis. Simple fatiga en los ligamentos. Sólo puede mejorar con un poco de analgésicos y hielo, pero no se curará. Seguimos. A pesar de todo, seguimos. Son casi las 4 de la tarde y dejamos atrás el aeropuerto de Burgos. Inesperadamente nos encontramos en un polígono industrial y Julio maldice porque deberíamos haber tomado otro camino que nos evitase la postración espiritual que significa caminar casi siete kilómetros en medio de naves, camiones y locales comerciales. Pero, como dicen en estas tierras, ‘hasta el rabo todo es toro’ y no queda más que apretar los dientes y tratar de no enloquecer con el ‘pic’ ‘pic’ de nuestros bastones de aluminio rebotando contra el asfalto. Uno y otro kilómetro de desolación. Locales inmensos abandonados, cerrados, vacíos y en alquiler. Aquí la crisis se nota con especial saña. Las flechas amarillas que marcan nuestro camino siguen una amplia vereda, cómoda para caminar, pero desmoralizadora. Los peregrinos, ya a esta altura del Camino, se sienten extraviados en ciudades como estas. Normalmente, recorren pueblos y caseríos que no tienen más de 10.000 personas y, cuando las guías los mencionan como ‘localidades con todos los servicios’, nos acostumbramos a pensar en esas ciudades como grandes urbes por el solo hecho de que tengan un supermercado. Bien, Burgos tiene casi 200.000 habitantes. Todo aquí parece desproporcionadamente grande y ruidoso.
Caminamos una hora y otra más entrando a la ciudad. Julio propone tomar una cerveza pero yo insisto en seguir ya que tengo la esperanza de ver, de un momento a otro, las agujas de la catedral de Burgos. Al dejar atrás una rotonda, encontramos un cartel que dice: ‘Centro. 5 kilómetros’. Se me cae el alma al piso. Es todavía una hora larga de marcha, así que le digo a Julio que tiene toda la razón del mundo y nos metemos en el primer bar que encontramos. Laura no deja de pasar la oportunidad, ante nuestro para de jarras de cerveza, de repetir: ‘Es que ustedes toman mucho’. Pido un poco de hielo y examino con cuidado mi lesión. Es más arriba del tobillo, en el extensor del pulgar – probablemente provocada por la tendencia a levantar ese dedo en la marcha - y se forma como un bubón, una deformidad que afea bastante el aspecto de mi pierna derecha (que con toda razón del mundo no sería una reliquia que habría que preservar en caso de tener que escoger las diez imágenes con las que pasar los últimos días en una isla desierta).
Volvemos a la senda y, finalmente, a eso de las 4 de la tarde, en el centro de Burgos, al lado mismo de la catedral, encontramos a nuestro hotel ‘el Mesón del Cid’, que con sus tres estrellas promete todas las comodidades para un buen descanso. Nos registramos y allí nos informan que nuestra tarifa es especial y que nos corresponden las habitaciones del edificio anexo, cruzando la calle. ¡Ay, mis amigos, qué amargo trago nos reservaba el destino! El anexo no es un lugar horrible, pero carece absolutamente de dignidades o cortesías. Por ejemplo, no hay conserje. Para ingresar se aprieta un timbre que suena en el establecimiento principal y hay que exhibir frente a una cámara de circuito cerrado la llave de la habitación para que abran automáticamente la puerta. La habitación es pequeña, pero suficiente. Hace calor ya que el sol ha estado castigando durante todo el mediodía. Trato de abrir la ventana, pero son de esa suerte de claraboyas, que dejan una abertura mínima y no entra ni una gota de aire. Además, como el sol todavía impacta de lleno en nuestro ventanal del tercer piso, tenemos que correr las cortinas. Ante esa situación diabólica no queda otra alternativa que encender el aire acondicionado. Supongo que ya habrán adivinado que no funciona. Julio reclama a la recepción. Como también habrán ya adivinado, a nuestra queja se la lleva el viento.
- Nos dicen que seguramente está
desenchufado. Negamos enfáticamente.
- Nos dicen que hay que invertir el circuito
frio/calor y esperar un rato. El intento termina en fracaso y eso que ya
habíamos sacado la estampita de Santiago Apóstol y Ceferino Namuncura, que es
como el non plus ultra en esas emergencias.
- Nos dicen, finalmente, que el aire se
enciende desde el edificio central y que en la temporada de otoño sólo lo
encienden cuando se superan los 25 grados, lo que no ocurre ahora porque el
termómetro indica 23.
Julio se enfurece y dice que si miden la temperatura en nuestra habitación seguramente comprobarían que el calor desprendido por la olla pirula en su momento de hervor más rabioso, es decir, cuando los ‘Achica Mucho’ iban a reducir al profesor Neurus, no superaría al calor que hace en nuestra habitación. Y que si quiere venir a comprobarlo, pues aquí la esperamos (yo – grito desde atrás, la famosa consigna de esos aborígenes – ‘dunga’ ‘dunga’) La chica de la recepción no se impresiona y sólo dice: ‘espere un momento’, mientras atiende otras llamadas, dejando en claro que no está para pasarse todo la tarde con nuestros caprichos y reclamos. Finalmente, promete mandar a alguien a que encienda el artefacto. ‘Pero - grita Julio - ¿no se encendía desde la recepción?’. La respuesta es glacial: ‘Señor, se enciende desde los dos sitios de manera simultánea y combinada. Por favor, tenga paciencia’. Como a un buen entendedor le sobran las palabras, le digo a Julio que nos mandaron a la mierda, y que esa maldad no tiene que perturbar el rito del peregrino, es decir: se impone la cerveza de final de etapa.
Bajamos a la explanada de la Catedral y allí, junto a un monumento que evoca al peregrino jacobeo, pedimos algo para comer y beber.
Julio se enfurece y dice que si miden la temperatura en nuestra habitación seguramente comprobarían que el calor desprendido por la olla pirula en su momento de hervor más rabioso, es decir, cuando los ‘Achica Mucho’ iban a reducir al profesor Neurus, no superaría al calor que hace en nuestra habitación. Y que si quiere venir a comprobarlo, pues aquí la esperamos (yo – grito desde atrás, la famosa consigna de esos aborígenes – ‘dunga’ ‘dunga’) La chica de la recepción no se impresiona y sólo dice: ‘espere un momento’, mientras atiende otras llamadas, dejando en claro que no está para pasarse todo la tarde con nuestros caprichos y reclamos. Finalmente, promete mandar a alguien a que encienda el artefacto. ‘Pero - grita Julio - ¿no se encendía desde la recepción?’. La respuesta es glacial: ‘Señor, se enciende desde los dos sitios de manera simultánea y combinada. Por favor, tenga paciencia’. Como a un buen entendedor le sobran las palabras, le digo a Julio que nos mandaron a la mierda, y que esa maldad no tiene que perturbar el rito del peregrino, es decir: se impone la cerveza de final de etapa.
Bajamos a la explanada de la Catedral y allí, junto a un monumento que evoca al peregrino jacobeo, pedimos algo para comer y beber.
Mientras damos cuenta del refrigerio aparece Holgar (el bicigrino alemán al que habíamos invitado una copa de vino la noche anterior) y nos saludamos con cortesía. Nos pregunta si puede sentarse con nosotros. Por supuesto. Nos cuenta bastantes cosas. De sus hijos, de su trabajo y de su vida cotidiana. Su inglés es muy claro y fluido. Nos dice que es productor de televisión y que es, básicamente, una persona bastante rica. Brindamos con Holgar a quien, paradójicamente, no volveremos a encontrar en el resto de nuestro viaje. Nos pregunta si puede invitarnos. ‘Claro, campeón’ le contesto. Después de haber anunciado que el dinero no es su problema, tampoco sería el nuestro litigar por quién paga las rondas de cerveza. Lindo momento, pero ha llegado la hora de reposar un poco. La camarera trae la cuenta y, contra todos los pronósticos, Julio paga. El alemán que con tanta cortesía preguntaba por la posibilidad de invitarnos ni siquiera amaga con meter la mano en el bolsillo. La verdad es que su actitud nos desconcierta, así que ‘Auf Wiedersehen’, Holgar. Buen Camino. (Posdata: A finales de año, Holgar buscó el correo electrónico de Julio en internet y le escribió deseándonos a todos unas felices fiestas)
Nos apresuramos a entrar a visitar la Catedral; una espectacular iglesia, declarada Patrimonio de la Humanidad en 1985.
La nave principal tiene casi 100 metros de longitud, acompañada por otras dos naves laterales y un claustro. Son tantos los detalles que ofrece este templo, que se comenzó a construir en 1225, que harían falta decenas de páginas para describir sólo parcialmente sus tesoros y las leyendas vinculados a ellos. Por ejemplo, ubicado junto al coro, se encuentra la lápida que protege los restos de Rodrigo Díaz de Vivar, mejor conocido como el Cid Campeador, héroe popular de la reconquista y que también fuese en su momento peregrino a Santiago de Compostela.
En un romance del siglo XVI – que estudiábamos en el
tercer curso de mi bachillerato - se dice:
Ya se parte Don Rodrigo
que de Vivar se apellida
para visitar Santiago
andando va en romería
(Romance del Cid,
atribuido a Lorenza de Sepúlveda, 1505-1580)
También resalta como curiosidad el ‘Papamoscas’, descripto en la red de la siguiente manera (http://es.wikipedia.org/wiki/Papamoscas_(Burgos)):
Se trata de una figura de
medio cuerpo que se asoma sobre la esfera de un reloj. Viste de encarnado, los
rasgos de su rostro son mefistofélicos y muestra una partitura en su mano
derecha. Con esta misma mano empuña la cadena del badajo de una campana. Cada
hora en punto se acciona un mecanismo que mueve el brazo que provoca los
campanazos. La mejor hora para ver en marcha al autómata es, lógicamente, las
doce del mediodía, cuando da doce golpes y abre y cierra doce veces la boca.
Pero hay mucho más: en la iglesia se puede
ver uno de los cimborrios más espectaculares de Europa, una pintura de María
Magdalena atribuida a Leonardo Da Vinci, retablos, lápidas y miles de
curiosidades. Dado que la Iglesia se encuentra integrada al museo de la
catedral es fácil quedarse un largo rato, absorto en los tesoros de otros
tiempos, fiel reflejo de formas de vida ya desaparecidas. A mí siempre me
resultan especialmente impactantes las esculturas, los capiteles, la forma en
que la piedra ha testimoniado por mil años los miedos y esperanzas de sus
constructores. Allí pueden encontrarse formas mitológicas, escenas bíblicas,
representaciones del infierno, demonios, orgías o castigos despiadados.
Hace algunos años, cuando visitamos Burgos con Laura, muchas de estas esculturas estaban en restauración, tratando de reparar los daños provocados por el ‘mal de la piedra’. Ahora están todos destapados y se ven nítidamente esas imágenes maravillosas.
Después de la siesta, arreglamos el acarreo de equipaje y el alojamiento para nuestra etapa siguiente (Hornillos del Camino). Julio baja a la catedral con el propósito de participar de la bendición del peregrino. Quedamos en encontrarnos más tarde, para buscar un lugar para cenar. Con Laura haraganeamos un poco. La ciudad invita a recorrerla y perderse en el laberinto del barrio viejo; después de todo, durante mucho tiempo, fue la capital del reino de castilla y la ciudad más importante en el Camino de Santiago.
Hay mucho para ver, pero me duele el pie y nuestro paseo es corto. Esperamos a Julio sentados frente a la catedral, mirando sus agujas elevarse en la pálida oscuridad de la noche. Mi querido hermano no acude con puntualidad a la cita y para evitar el trastorno del estado de ánimo, decidimos tomar una cerveza y probar unas tapas. Entramos al primer bar que encontramos (la verdad, en esa zona, hay uno al lado del otro), donde un televisor sin volumen trasmite el partido del Ajax-Real Madrid. Las tapas están apenas correctas, sin dignidad especial que las haga memorables. Ya son casi las ocho y media cuando suena el móvil de Laura. Julio. Está con Olga en otro bar, a siete u ocho cuadras de donde estamos con Laura. Vamos a verlos y tomamos con ellos otra cerveza. Raquel ha salido con Namí y se sumará más tarde a la cena. Olga y Julio juegan a seducirse, al amor en el Camino. En alguna ocasión, con Laura le señalamos a Olga los peligros de este juego. Por supuesto, los conoce sin necesidad de que nosotros le indiquemos los riesgos, pero no está de más que sepa que puede contar con nosotros. A Julio le decimos lo mismo, enfatizo que no es de buen cristiano encarar a una flaca y luego tocar retirada. En otras palabras: que se haga cargo. Mi hermano señala que su tarea es sembrar amor y que seguramente eso es más importante que cosechar. Con Laura nos abstenemos de mayores comentarios.
La camarera del bar en el que nos reunimos con Julio y Olga nos recomienda un lugar para cenar. Queremos comida típica y nos señala varias opciones, pero insiste en un lugar llamado ‘el Morito’, que está ubicado exactamente al lado de donde tapeábamos con Laura mientras esperábamos inútilmente a Julio. Nos dice que el problema de ese sitio es que casi siempre está repleto y que normalmente hay que esperar. Es un pronóstico desconsolador, pero encaramos hacia allí ya que la zona con infinitos bares. Si no tenemos suerte en ‘El Morito’, algo encontraremos. El ambiente en Burgos es hermoso; los bares repletos, un clima agradable y mucha gente en la calle, buscando donde comer o simplemente paseando. ‘El Morito’ está repleto y, apenas entrar comprobamos que hay mucha gente esperando, y que la barra está también atestada. Nos miramos con Julio como para ordenar la retirada, pero en ese momento se produce un evento extraordinario: se desocupa una mesa para cuatro personas exactamente al lado nuestro y ello – más la pericia desarrollada en años de buscar asiento en los transportes públicos – nos permite ubicarnos inmediatamente. Olga se maravilla de nuestra suerte y dice que ‘Esto es llegar y besar al santo’. Para mí, ese refrán tiene un tinte vagamente erótico, algo como cochino, pero Olga señala que no es así, que es sólo mi mente calenturienta la que deforma el alcance de los dichos populares. Aunque la frase es apropiada para un grupo de peregrinos, nosotros tratamos de convencerla de que no se trata de un milagro. Le decimos que nos han reconocido y han dicho ‘Ahí vienen los Navarro. Rápido, hay que preparar una mesa’. Por un momento casi se lo cree, pero el gesto de Laura la convence de nuestro engaño. Allí Laura le cuenta a Olga que seguramente los Navarro no tenemos un problema de baja auto-estima.
La noche se vuelve risueña, alegre, sumando anécdotas sobre nuestra vida y las cosas del Camino. ¿La comida? Transcribo un comentario extraído al azar de la página de Tripadvistor (24/10/2012):
… merece la pena. Tienen una gran carta de tapas, impresionantes sus tostas, pero no se quedan atrás sus pinchos de morcilla, sus bravas, la verdad que es un muy buen lugar para ir de tapeo a buen precio para el tamaño de raciones que te ponen. El servicio es muy bueno, y los camareros se involucran mucho, hasta el punto de que a nosotros nos ayudaron a la hora de pedir las raciones, diciéndonos que no pidieramos tanto, que nos iba a sobrar, y gracias a ellos así fue,... La única pega es que como llegues un poco tarde, hay tanta gente que no puedes ni sentarte a comer. Por lo demás, de 10.
Es fácil coincidir con esta opinión ya que realmente comemos bien y de manera abundante: ensaladas tibias, morcillas de Burgos, mariscos, tostadas de jamón crudo y muchas cosas más regadas como siempre con vino de Rueda. Casi al final de la cena llega Raquel, que ya se había aburrido de Nami – recuérdese que la peregrina japonesa sigue sin entender absolutamente nada – y la había acompañado hasta el hostal en la que están alojadas. Julio se retira temprano: tiene que llamar a Argentina y charlar con la chica que organiza la cadena de oración para garantizar nuestro bienestar. Nosotros arrancamos a tomar una última copa. La ciudad se ha ido vaciando de personas y queda el casco histórico, medieval, casi desierto. Un momento hermoso, salvo que los bares van cerrando con rapidez. Después de todo, ¡es casi la 1 de la mañana y es miércoles! Encontramos un bar extraño, casi intimidante, pero dado que a mí me duele mi tobillo, las mujeres se apiadan del inválido y entramos en ese lugar. Es un bar donde casi todos se conocen. No hay mesas, sino que casi todo es una barra con una buena cantidad de botellas para combinar y en el espacio abierto del local la gente se congrega para lanzar dardos. Nos miran como bichos extraños y el dueño del bar nos atiende bien, pero con una suerte de desconfianza. Todo cambia cuando le contamos que vamos a Santiago. Él ha peregrinado varias veces y, cuando su tarea de bartender le da respiro, viene a conversar. Lindo final de la noche: Olga y Raquel deciden quedarse un poco más, pero a mí me hace daño estar de pie y decidimos emprender la retirada. Le digo a Olga ‘Cada mochuelo a su olivo’, recordándole un refrán que me había enseñado la tarde anterior en San Juan de Ortega. Por supuesto, antes de partir, mis amigos, ordenamos la última ronda y brindamos a vuestra salud. Ultreia. Ultreia. ¡Buen camino!
3 de Octubre
No hay comentarios:
Publicar un comentario