4.
Puente La Reina - Estella
(22 Kilómetros)
Una mañana limpia y fresca, linda para caminar. El desayuno en el hotel ha estado bien, pero un poco desorganizado. Hemos bajado los tres por separado, y eso ha demorado un poco el rito de preparar el equipaje para nuestra etapa diaria. Otra cosa que nos retrasa es el cuidado de los pies. Laura ha sufrido mucho en la etapa anterior, el dolor en la planta de sus pies la ha tenido a maltraer y está un poco atemorizada por lo que vendrá. Trata de improvisar una plantilla con una banda de silicona, pero el aspecto que ofrece su arreglo provisorio es desolador. Se parece más al vendaje de la momia al enfrentar a Karadagian que a un artilugio para aliviar dolores. No creo que la solución pueda verse como definitiva.
Revisamos nuestras mochilas para ver qué podemos abandonar y así aligerar nuestra carga. Comprobamos, con cierta sorpresa, que lo más pesado son los elementos de higiene personal. Jodida disyuntiva, entonces. Si abandonamos esos objetos corremos el riesgo de que, dentro de unas cuantas jornadas, nuestro aspecto sea peor que el de Lázaro cuando, después de tres días en su tumba, volvió al mundo de los vivos. En otras palabras, que hasta el mismo Santiago Apóstol saldría despavorido ante la mugre peregrina, pero acarrear las cremas y ungüentos en la mochila pasa inevitablemente su factura. Julio comprueba que su excursión hasta Santa María de Eunate ha costado lo suyo. Anoche se quejaba ligeramente de diversos dolores, pero dijo que una amiga suya está rezando para que no se lastime. Hoy comprueba que tiene dos ampollas inmensas un poco más arriba del talón. Redondas y relucientes. Tan grandes como los cascarudos que encontrábamos en nuestra infancia y pueden creerme que exagero sólo levemente cuando digo que un Fiat 600 era apenas un poco más grande que esos insectos que aterrorizaban a los niños en las noches de verano en Santiago del Estero. Así son las ampollas de Julio. Desmoraliza un poco a los peregrinos el cariz del asunto y con Laura dudamos del énfasis en las plegarias de su amiga. Julio responde que es una muchacha de probada integridad y que, como decía nuestra abuela – aunque sin citar la Ética a Nicómaco de Aristóteles -, ‘una golondrina no hace verano’. Añade que la misma idea está en Sabina cuando recuerda que no hay que caer en la tentación de condenar definitivamente por un mero traspié (‘… apenas dos minutos, mala fama’ cantaba Joaquín en ‘Pájaros de Portugal’) y antes de que Julio recite todos los refranes alusivos al tema, le concedemos el punto y nos encomendamos a las oraciones y hechizos que puedan ayudarnos a soportar lo que nos aguarda.
Aunque ya hemos recorrido bastantes kilómetros queda todavía una cantidad increíble de pasos por delante. ¿Seguimos? La respuesta es unánime: avanti siempre avanti. No dejaremos a nadie atrás; salvaremos al soldado Ryan. Así que, haciendo bueno el dicho ‘ante la duda, la más peluda’ (o la más tetuda, si el lector es mayor de edad), arremetemos. Con las mochilas bien amarradas, enfrentamos esta nueva etapa con buen ánimo, caminando por la calle del Crucifijo, despidiéndonos de esta pequeña ciudad que es ícono del Camino, del lugar donde se reúnen los peregrinos que vienen desde Aragón y Navarra, de su puente maravilloso, que en horas tempranas de la mañana refleja sus arcos en las aguas del Arga, creando la ilusión de otro puente simétricamente perfecto.
A poco de arrancar la etapa hay que esforzarse para llegar a Mañreu. Julio ha caminado delante nuestro con un peregrino que parece estar en buena forma ya que tiene un tranco descomunal y rápido nos dejan atrás. Recién lo volveremos a encontrar en Lorca, a la hora de comer, donde nos contará de que el peregrino veloz era un militar de grupos especiales y que había encarado el camino como una manera de mantenerse en forma; para que no se le oxiden las rodillas. Hay gente para todo, ¿no? El sol ha comenzado a castigar lindo cuando dejamos atrás Mañreu. Voy imaginando unos versos mientras descendemos por campos segados, donde todavía se adivinan los cereales que ya se han recogido hace unas cuantas semanas. El camino va serpenteando y muestra una fila de peregrinos que van hacia Cirauqui – aparentemente significa ‘nido de víboras’ en euskera -, que se destaca a lo lejos, en la cima de una colina. La pendiente es suave y no es extraño encontrarse con peregrinos – como Alex – que en ciertos tramos cortos camina al revés, de espaldas, como los cangrejos, buscando aliviar el dolor de rodillas. Se nota que también ha pagado su buen precio por los kilómetros de más para conocer Santa María de Eunate.
Hay muchas cosas en esos paisajes que llevan a mirar sin fijar la vista en nada, como si todo fuese horizonte. No es necesario prestar atención acerca de la traza del Camino. Al igual que en otros lugares, las flechas amarillas, los mojones con las conchas grabadas en piedra, los carteles azules marcando la ruta, son constantes. Por si eso fuese insuficiente es fácil seguir en esta etapa el rastro de los compañeros que van delante de nosotros. Y si eso fuese insuficiente, en este tramo no hay más que este camino rural que nos va acercando poco a poco a distintos pueblos.
Y paso a paso, en el surco, en el resplandor incierto del mediodía, van apareciendo viñedos y olivares. Como en una competencia de la tierra y las raíces. A mí, mis amigos, me gustan los olivos. Son un poco como yo: retorcidos y ásperos, pero - a diferencia de mis humores inciertos - ellos tienen una serena certeza, una dignidad de años de velar la sombra de los peregrinos en su ruta a Compostela.
Cirauqui es un lugar estupendo para un café, para recuperar fuerzas y reagrupar emociones. Es un pueblo que conserva sus trazas medievales y una plaza vieja, porticada, donde el sol se demora varias horas al día.
Pero la suerte no nos acompaña y el bar del pueblo está lleno, no hay mesas dentro del local ni fuera, en el calor de la plaza. No queda, entonces, más alternativa que seguir. Hay momentos en que todo es comunidad. Alex, Olga, Eva y otros que van con nosotros vuelven a aparecer en nuestro horizonte. Los vemos aquí y allá. A lo lejos, con la certeza de que en algún momento volveremos a encontrarnos. Pero hay otros momentos en que todo es mirar hacia adentro, silencio y camino. En esos momentos, el mejor compañero, el único, es el bastón. Laura y yo caminamos con unos bastones italianos de diseño ergonómico, que hacen un ruido horrible con su punta de aluminio. Un ‘pic’, ‘pic’ que destroza los nervios, pero todo muy cool, high tech. Julio, en cambio, ha elegido un garrote que asusta. Rustico, podría decirse; como para ensañarse con el sendero cuando te cabreas. No importa. Todos vamos a Compostela.
Caminábamos siguiendo a una calzada romana que machacaba las rodillas con sus formas irregulares, en un mediodía perfumado por el laurel y el romero, y me entretenía afirmando mi bastón en unas piedras blancas y extrañas. Cuando dabas un golpe seco sobre ellas se partían y dejaban al descubierto un corazón de colores alucinados. Como el incendio de Cartago, como los gritos en un naufragio. Violetas, rojos, verdes. Piedras para llevar si no fuese porque el Camino no admite excesos. Todo pesa. Todo cuesta.
Antes de llegar a Lorca nos detenemos un momento en el puente medieval sobre el río salado.
El contraste entre la piedra blanca y ocre y las aguas verdosas del río es hermoso. Es un curso de agua pequeño, agotado por la sequía que ha castigado fuerte la zona, condenado en el Codex Calixtino con la lapidaria frase: ‘De ese río no bebas tú ni tu caballo, pues sus aguas son mortíferas’. Después de un pequeño repecho llegamos a la entrada de Lorca. Allí, en una pequeña explanada encontramos a un grupo de New Orleans, que va cargando una pequeña guitarra e improvisan música. Divertidos. Linda gente. Ya en el pueblo me maravilla una veleta con la silueta de un peregrino, pero más me maravilla el bar del albergue ‘La bodega del camino’. Allí encontramos a Julio y nos entretenemos con unas cervezas y varios bocadillos de tortilla y de queso.
Después de sellar nuestras credenciales seguimos nuestra ruta. El camino pesa a esa hora de la siesta, pero nos divierte llegar a Villatuerta, que tiene una iglesia dedicada a San Veremundo. ¡Qué pareja!, dice Julio. Ver el mundo y la villa de la tuerta. En verdad, el contraste no tiene desperdicio, pero el lugar se gana nuestro respeto cuando bebemos de la fuente en frente de la iglesia. Allí, un cartel reza, que el peregrino debe saciar su sed en esa fuente, pero debe dejar ansias suficientes como para beber un buen vaso de vino al final de su jornada. Nosotros, que estamos empeñados en incorporar una buena dosis diaria de vino para que la sangre no se nos vuelva agua, compartimos plenamente la recomendación.
Sólo restan cinco
kilómetros para nuestro objetivo de la jornada y ello empuja a la comunidad de
peregrinos hacia delante. Dejamos atrás la eremita de San Miguel y nos quedamos
un rato en silencio ante el pequeño monumento que recuerda a la peregrina
canadiense, Mary Catherine Kimpton. En ese lugar, a las 16,00 hs del 2 de Junio
de 2002, mientras descansaba con su marido y un amigo español a la vera del
camino, encontró el final de su ruta cuando un coche se despistó y la
atropello.
Tenía 61 años y la placa de su monumento conmueve cuando recuerda la canción de Sting ‘Fields of Gold’. Nos vamos cantando en voz baja
… I never made promises lightly
and there have
been some that I' ve broken
but I swear in
the days still left
we'll walk in
fields of gold
we'll walk in
fields of gold
Many years have passed
since
those summer days
those summer days
among the fields
of barley
see the children
run as the sun goes down
among the fields
of gold
(Fields of Gold, Sting)
Al poco rato, después de 22 kilómetros se llega a Estella, una ciudad importante en el camino, fundada en el siglo XII y engrandecida por gremios de oficios y mercaderes que se asentaron allí, protegidos por fueros especiales. El cielo se ha encapotado y amenaza tormenta. También desmejora el humor de Julio cuando llegamos al Hostal que habíamos reservado y nadie sale a atendernos. Nos miramos desconcertados; me preocupa el cansancio de Laura y el decaimiento de Julio. Acudo a la regla de oro de estas situaciones: comer y beber, que en la guerra, dicen, todo hueco es trinchera. Nos sentamos en un bar, en la plaza principal y comenzamos a llamar por teléfono –tanto Julio como Laura tienen móviles españoles - a diferentes alojamientos. Encontramos un Apart- Hotel, a veinte metros de donde estamos tomando unas cervezas. Voy a recibir las llaves y Julio y Laura se quedan en el bar con las mochilas. Me encuentro en la puerta con una mujer que, con seguridad, proviene de Europa Central. Un castellano fatigoso, pero suficiente. Me enseña lo básico del departamento. Está realmente hermoso, con una habitación con cama matrimonial, un living comedor inmenso con un sofá que se convierte en cama. Lavadora, freezer y conexión a Internet. Me cobra un precio especial, por ser peregrinos. 70 euros. Aunque la mujer provenga de Serbia, su poca disposición a entregar factura sugiere que tiene un adiestramiento latinoamericano impecable. Me da miedo insistir ya que en la puerta del Departamento están las tarifas y se indica que la tarifa es 90 euros por noche. Volvemos con Julio y Laura, directamente a reposar, una siesta tardía pero reparadora. Descubrimos que el agua caliente funciona de manera errática, pero ya es tarde para reclamos. Así que, como pueden suponer, este cristiano valiente, que en su juventud enfrentó al Alma Mula en una noche oscura en Huaico Hondo, no puede arrugar ante esa minucia y maldiciendo las tretas del destino, se arroja a las aguas heladas que bien vienen para fortalecer la circulación de la sangre. A la tarde, después de poner la lavadora de ropa en funcionamiento, salimos a dar una vuelta. Pero la lluvia se ha hecho presente y nuestro recorrido es breve. Compramos en una tienda gourmet un par de botellas de vino blanco (un Chardonnay y un Verdejo), que ponemos a enfriar cuando regresamos a colgar la ropa.
Va anocheciendo en Estella. Es un momento
extraño, pero que será crucial para nuestro viaje. Hay dos temas que se ha ido
perfilando y ha llegado el momento de abordarlos explícitamente. La primera es
la decisión de buscar hoteles en cada etapa. Al principio, Julio insistía en
alternar hotel y albergue. Le parecía que de ese modo la peregrinación era más
auténtica. Pero con el paso de los días va renunciando a una concepción tan
rígida y decide seguir compartiendo hotel con Laura y conmigo. A partir de esta
etapa ya no se volverá a plantear el tema de alojarse en Albergues. El otro
tema es más complicado: el peso de las mochilas. Se impone cirugía mayor, es
decir: aligerar bastante equipaje. Sobre todo Julio, que con sus 13,8 kg está
demolido. Claro, mi querido hermano lleva una notebook ultraliviana, bellísima,
pero entre el cargador, el transformador y otros enseres diversos, parece que
viajase con el caballo del apóstol Santiago en la mochila. Vemos qué se puede
abandonar. Le sugiero a Julio que deje el limpia-lenguas que lleva en su
neceser. ¿Han visto alguna vez ese instrumento? Es como una pinza para cubitos
de hielo y yo pensé, la primera vez que lo vi, que Julio quería asegurarse de
que cada etapa concluyese con un trago de whiskey. Pero no era eso. Cuando le
pregunté, entusiasmado y esperanzado, con el objeto en la mano, donde estaba el
scotch, se rió y me dijo que era un instrumento imprescindible para que, por
las mañanas, al momento de levantarse, el aliento no fuese como el fuego de un
dragón. Así que ni hablar de dejarlo. Piensa en despachar por correo a Madrid
una parte de las cosas de su mochila, pero decirlo y hacerlo son cosas muy
diferentes. Se le ocurre también que podríamos contratar un taxi que nos
llevase el grueso del equipaje. Seguro que se consigue fácil, sugiere, pero no
resulta tan sencillo encontrar en Internet un número de teléfono propicio.
Laura, mostrando una vez más su enorme sentido práctico, baja al vestíbulo del
edificio y vuelve con una tarjeta, que dice ‘Jaco-Trans’. Cuando desentrañamos
de qué se trata es como si hubiésemos descubierto la piedra filosofal, el
secreto de la felicidad, la chispa de la vida. Jaco-Trans es una empresa que transporta puerta a puerta los bultos
que los peregrinos despachan. Basta indicar a qué lugar hay que llevarlo, dejar
en un sobre 7 euros por bulto y ellos recogen el equipaje a media mañana y lo
entregan antes de que el peregrino llegue a su siguiente etapa. Para poder
confirmar el servicio de transporte hay que indicar de manera precisa el
destino. Aunque las guías recomiendan una etapa de 29 kilómetros hasta Torres
del Río, nos decidimos por una caminata menor en virtud de una mejor oferta de
alojamiento. Decidimos caminar hasta Los Arcos, a 21,7 kilómetros de Estella.
El debate sobre el alojamiento y el transporte de equipaje divide, en dos grupos irreconciliables, a los peregrinos, cualquiera sea su nacionalidad, edad o recursos. Por un lado, están los Puristas y por otro lado los Pragmáticos. La distinción es similar a la que se produce en muchos otros ámbitos de la vida. Por ejemplo, supongamos que llegamos a una fiesta en casa de algún amigo y, ante la ausencia de DJ oficialmente contratado, cada uno de los participantes intenta que suene la música de su preferencia. Al margen de sutilezas, normalmente se forman dos grupos, que Laura ha bautizado, en alguna ocasión como ‘Conceptuales’ y ‘Cachengues’. Los Conceptuales son serios, exigentes, prefieren música en inglés o instrumental; para ellos el verdadero encuentro con la música es individual ya que no hay canciones para cantar ni melodías para compartir. Todo consiste en una suerte de trance, de estado alfa que proporciona un placer único e intransferible. Por otra parte, la Cachengues son fiesteros, sociales, entusiastas de firuletes y vueltas que adornan los bailes, se emocionan con la coreografía de YMCA y cantan a voz en cuello ‘Dancing Queen’; saben temas de todos los tiempos: cuarteto, salsas, rock, guarachas y miles de canciones más que suenan usualmente en radio y televisión. En ese espacio reducido de competencia, los Cachengues escuchan el arranque de ‘Una calle me separa’ de Néstor en Bloque y ya levantan la mano derecha, indicando con su juego de cintura el ritmo de cumbia. Los Conceptuales inmediatamente abandonan el escenario y son capaces de renegar para siempre de amigos de la infancia que salen a bailar esas canciones que (casi) todos conocen. A su vez, cuando los Conceptuales toman el poder – siempre por vía revolucionaria ya que en esos espacios hay poco lugar para alternancias democráticas – se instalan sets de música de Satoshi Tomie o algún otro gurú contemporáneo. Se miran entre los conocedores, se aprueban con ligeros gestos de cabeza y bailan con un minúsculo movimiento del cuerpo, con los brazos siempre abajo y repudiando cualquier intento de hacer el trencito. En definitiva, dos visiones irreconciliables del mundo. Así es también el debate entre los Puristas y los Pragmáticos. Los primeros exigen sacrificio y penitencia. El Camino, dicen, implica transpirar la camiseta y todo intento de disminuir el esfuerzo es reprobado estruendosamente. A su vez, los Pragmáticos conciben al Camino como un horizonte común, donde prima la diversidad, en el que todos vamos a Santiago, peregrinando de modos tan diferentes que es inútil tratar de imponer una única concepción. Nosotros nos ubicamos en el lado de los pragmáticos moderados (también llamados ocasionalmente como Peregrinos Premium), marcando un único límite inviolable: siempre haremos las etapas a pie. Por más difícil que resulte el camino, por aburrida que sea la ruta, por enajenante que sean las entradas en los polígonos industriales de las grandes ciudades, no hay vuelta atrás. No hay, para esa decisión un plan B. Solo vale caminar.
Con la resolución del alojamiento y el transporte volvemos a zambullirnos en la ciudad. La lluvia sigue sin dar tregua y caminando por la recova de la plaza encontramos a Olga y Eva, que están alojadas en un albergue cercano. Vamos a tomar un vino, mirando la plaza y contándonos de las cosas que el Camino ha dejado. Julio reelabora una idea que ha leído sobre el Camino y el amor. Arma una frase ingeniosa y Olga se queda con ella, masticándola, tratando de obtener de esas palabras un significado profundo. Es un lindo momento. Esas mujeres comienzan a ser entrañables y es fácil compartir con ellas esos momentos de lluvia y descanso. Pero, la suerte de los que se alojan en los Albergues de Peregrinos está echada. A las diez de la noche hay que estar de regreso ya que el hospedero, como si fuese un progenitor celoso de una hija quinceañera, monta en cólera cuando se hace tarde y es capaz de cerrar con llave la puerta de calle. Nos despedimos de nuestras amigas y vamos a buscar un lugar para cenar. Estella es un lugar célebre por su gastronomía, ya celebrada en el Codex Calixtino y también en el libro de Paulo Cohelo, El Peregrino (tal vez alguno de ustedes tenga paciencia con este autor, pero a mi el libro me pareció un bodrio insuperable). Con estos datos empezamos a dar vueltas por el centro, pero la lluvia y una cierta sensación de fatalidad se impone en el grupo. La verdad es que desde que hemos llegado a Estella ha sido difícil encontrar un lugar donde nos hayamos sentido cómodos. Más bien, todo lo contrario. Cada vez que hemos tomado un café, el camarero se ha apresurado a cobrarnos como si fuésemos a desaparecer ante sus propios ojos; la información que recabamos sobre dónde comer es tan apática que parece que hubiésemos ofendido a los progenitores de quienes nos responden. Mal asunto.
Llegamos a una suerte de bar, pero que tiene una carta relativamente variada. Entramos y la dueña advierte nuestra duda ante el panorama deprimente del lugar: televisor encendido a todo volumen; mesas sin mantel, parroquianos que parecen tan deprimidos como los pinchos varios que adornan la barra. Nos dice la dueña que si queremos cenar hay que subir al primer piso. Encaramos la escalera con el ánimo renovado. A lo mejor solo es cuestión de frotar la lámpara para que un cachivache se transforme en un prodigio. Pero no funciona. Nos atiende un mozo que indica que solo nos podemos sentar en una mesa determinada, aunque el lugar está casi todo vacío. Luego desaparece. El Triángulo de las Bermudas. Como si se lo hubiese tragado la tierra. Julio dice que es una premonición, un presagio de males mayores que nos acechan. Sugiere lisa y llanamente la retirada. Como en el despegue del Apolo 11, contamos de diez a cero para arrancar todos juntos, pero a la mitad de la cuenta regresiva aparece el mozo con dos cartas. Somos tres, pero eso no le importa demasiado. Vemos la carta y es tan triste como el menú. Nos anotamos a tres menús, pero le decimos que no queremos el vino que viene incluido en esa opción, sino algún otro que haga justicia a la fama de los vinos de esa tierra. No dice nada, pero es un silencio rencoroso el que preside su retirada. Nos miramos perplejos y nos disponemos a filmar la segunda parte de El Triangulo de las Bermudas. Casi cuando estamos por reiniciar nuestra cuenta regresiva aparece con dos vinos y nos da a elegir. No importa cuál es la marca, ya sabemos que nos arrepentiremos. Julio está convencido de que algo malo es inminente y quiere irse ya mismo, lejos del restaurante, lejos de esta ciudad que se le ha atravesado de mal modo. Ensalada para Julio y Laura y sopa para el que suscribe. Mi plato tiene el mérito de estar caliente y poca cosa más: la ensalada de Julio y Laura ni siquiera puede anotarse ese tanto. El segundo plato es clásico. Para Julio un pollo con papas y para el resto de los comensales un par de bacalaos. Lamentablemente al bacalao había que encontrarlo debajo de una salsa espesa y un tanto agria, pero si lograbas rescatar algo del menjunje, podías comer con una (muy) precaria sensación de ingerir un alimento. El pollo de Julio se parece, por el contrario, más a las presas de plástico que suelen acompañar a los juguetes que usan los niños cuando simulan ser cocineros. Es jodido lograr que un pollo esté tan mal. Julio lo abandona sin probarlo, convencido de que Estella nos ha tendido una trampa mortal y que amaneceremos en el Hospital, aquejados del denominado ‘Mal de Moctezuma’. Regresamos al Apartamento, con los ojos bien abiertos para no resbalar en los charcos que ha formado la tormenta, y allí, una vez que cerramos las puertas de nuestro castillo, nos dedicamos a beber los vinos adquiridos a la tarde en la tienda gourmet. Suaves, untuosos, limpios, ligeramente verdoso uno y ambarino el otro. Desde la ventana se ve la silueta de Estella. Una ciudad hermosa, aunque ligeramente indiferente. También merece un brindis. Salud, entonces, mis amigos. Buen camino
El debate sobre el alojamiento y el transporte de equipaje divide, en dos grupos irreconciliables, a los peregrinos, cualquiera sea su nacionalidad, edad o recursos. Por un lado, están los Puristas y por otro lado los Pragmáticos. La distinción es similar a la que se produce en muchos otros ámbitos de la vida. Por ejemplo, supongamos que llegamos a una fiesta en casa de algún amigo y, ante la ausencia de DJ oficialmente contratado, cada uno de los participantes intenta que suene la música de su preferencia. Al margen de sutilezas, normalmente se forman dos grupos, que Laura ha bautizado, en alguna ocasión como ‘Conceptuales’ y ‘Cachengues’. Los Conceptuales son serios, exigentes, prefieren música en inglés o instrumental; para ellos el verdadero encuentro con la música es individual ya que no hay canciones para cantar ni melodías para compartir. Todo consiste en una suerte de trance, de estado alfa que proporciona un placer único e intransferible. Por otra parte, la Cachengues son fiesteros, sociales, entusiastas de firuletes y vueltas que adornan los bailes, se emocionan con la coreografía de YMCA y cantan a voz en cuello ‘Dancing Queen’; saben temas de todos los tiempos: cuarteto, salsas, rock, guarachas y miles de canciones más que suenan usualmente en radio y televisión. En ese espacio reducido de competencia, los Cachengues escuchan el arranque de ‘Una calle me separa’ de Néstor en Bloque y ya levantan la mano derecha, indicando con su juego de cintura el ritmo de cumbia. Los Conceptuales inmediatamente abandonan el escenario y son capaces de renegar para siempre de amigos de la infancia que salen a bailar esas canciones que (casi) todos conocen. A su vez, cuando los Conceptuales toman el poder – siempre por vía revolucionaria ya que en esos espacios hay poco lugar para alternancias democráticas – se instalan sets de música de Satoshi Tomie o algún otro gurú contemporáneo. Se miran entre los conocedores, se aprueban con ligeros gestos de cabeza y bailan con un minúsculo movimiento del cuerpo, con los brazos siempre abajo y repudiando cualquier intento de hacer el trencito. En definitiva, dos visiones irreconciliables del mundo. Así es también el debate entre los Puristas y los Pragmáticos. Los primeros exigen sacrificio y penitencia. El Camino, dicen, implica transpirar la camiseta y todo intento de disminuir el esfuerzo es reprobado estruendosamente. A su vez, los Pragmáticos conciben al Camino como un horizonte común, donde prima la diversidad, en el que todos vamos a Santiago, peregrinando de modos tan diferentes que es inútil tratar de imponer una única concepción. Nosotros nos ubicamos en el lado de los pragmáticos moderados (también llamados ocasionalmente como Peregrinos Premium), marcando un único límite inviolable: siempre haremos las etapas a pie. Por más difícil que resulte el camino, por aburrida que sea la ruta, por enajenante que sean las entradas en los polígonos industriales de las grandes ciudades, no hay vuelta atrás. No hay, para esa decisión un plan B. Solo vale caminar.
Con la resolución del alojamiento y el transporte volvemos a zambullirnos en la ciudad. La lluvia sigue sin dar tregua y caminando por la recova de la plaza encontramos a Olga y Eva, que están alojadas en un albergue cercano. Vamos a tomar un vino, mirando la plaza y contándonos de las cosas que el Camino ha dejado. Julio reelabora una idea que ha leído sobre el Camino y el amor. Arma una frase ingeniosa y Olga se queda con ella, masticándola, tratando de obtener de esas palabras un significado profundo. Es un lindo momento. Esas mujeres comienzan a ser entrañables y es fácil compartir con ellas esos momentos de lluvia y descanso. Pero, la suerte de los que se alojan en los Albergues de Peregrinos está echada. A las diez de la noche hay que estar de regreso ya que el hospedero, como si fuese un progenitor celoso de una hija quinceañera, monta en cólera cuando se hace tarde y es capaz de cerrar con llave la puerta de calle. Nos despedimos de nuestras amigas y vamos a buscar un lugar para cenar. Estella es un lugar célebre por su gastronomía, ya celebrada en el Codex Calixtino y también en el libro de Paulo Cohelo, El Peregrino (tal vez alguno de ustedes tenga paciencia con este autor, pero a mi el libro me pareció un bodrio insuperable). Con estos datos empezamos a dar vueltas por el centro, pero la lluvia y una cierta sensación de fatalidad se impone en el grupo. La verdad es que desde que hemos llegado a Estella ha sido difícil encontrar un lugar donde nos hayamos sentido cómodos. Más bien, todo lo contrario. Cada vez que hemos tomado un café, el camarero se ha apresurado a cobrarnos como si fuésemos a desaparecer ante sus propios ojos; la información que recabamos sobre dónde comer es tan apática que parece que hubiésemos ofendido a los progenitores de quienes nos responden. Mal asunto.
Llegamos a una suerte de bar, pero que tiene una carta relativamente variada. Entramos y la dueña advierte nuestra duda ante el panorama deprimente del lugar: televisor encendido a todo volumen; mesas sin mantel, parroquianos que parecen tan deprimidos como los pinchos varios que adornan la barra. Nos dice la dueña que si queremos cenar hay que subir al primer piso. Encaramos la escalera con el ánimo renovado. A lo mejor solo es cuestión de frotar la lámpara para que un cachivache se transforme en un prodigio. Pero no funciona. Nos atiende un mozo que indica que solo nos podemos sentar en una mesa determinada, aunque el lugar está casi todo vacío. Luego desaparece. El Triángulo de las Bermudas. Como si se lo hubiese tragado la tierra. Julio dice que es una premonición, un presagio de males mayores que nos acechan. Sugiere lisa y llanamente la retirada. Como en el despegue del Apolo 11, contamos de diez a cero para arrancar todos juntos, pero a la mitad de la cuenta regresiva aparece el mozo con dos cartas. Somos tres, pero eso no le importa demasiado. Vemos la carta y es tan triste como el menú. Nos anotamos a tres menús, pero le decimos que no queremos el vino que viene incluido en esa opción, sino algún otro que haga justicia a la fama de los vinos de esa tierra. No dice nada, pero es un silencio rencoroso el que preside su retirada. Nos miramos perplejos y nos disponemos a filmar la segunda parte de El Triangulo de las Bermudas. Casi cuando estamos por reiniciar nuestra cuenta regresiva aparece con dos vinos y nos da a elegir. No importa cuál es la marca, ya sabemos que nos arrepentiremos. Julio está convencido de que algo malo es inminente y quiere irse ya mismo, lejos del restaurante, lejos de esta ciudad que se le ha atravesado de mal modo. Ensalada para Julio y Laura y sopa para el que suscribe. Mi plato tiene el mérito de estar caliente y poca cosa más: la ensalada de Julio y Laura ni siquiera puede anotarse ese tanto. El segundo plato es clásico. Para Julio un pollo con papas y para el resto de los comensales un par de bacalaos. Lamentablemente al bacalao había que encontrarlo debajo de una salsa espesa y un tanto agria, pero si lograbas rescatar algo del menjunje, podías comer con una (muy) precaria sensación de ingerir un alimento. El pollo de Julio se parece, por el contrario, más a las presas de plástico que suelen acompañar a los juguetes que usan los niños cuando simulan ser cocineros. Es jodido lograr que un pollo esté tan mal. Julio lo abandona sin probarlo, convencido de que Estella nos ha tendido una trampa mortal y que amaneceremos en el Hospital, aquejados del denominado ‘Mal de Moctezuma’. Regresamos al Apartamento, con los ojos bien abiertos para no resbalar en los charcos que ha formado la tormenta, y allí, una vez que cerramos las puertas de nuestro castillo, nos dedicamos a beber los vinos adquiridos a la tarde en la tienda gourmet. Suaves, untuosos, limpios, ligeramente verdoso uno y ambarino el otro. Desde la ventana se ve la silueta de Estella. Una ciudad hermosa, aunque ligeramente indiferente. También merece un brindis. Salud, entonces, mis amigos. Buen camino
25 de Septiembre
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