miércoles, 24 de abril de 2013

6. Los Arcos – Viana


6. Los Arcos – Viana

(19,5 kilómetros)





Amanece en Los Arcos. Los peregrinos desayunan con contundencia: café, una copa de vino, tortillas, bocadillos de jamón, y mil cosas más que inevitablemente se ofrecen como parte del 'Desayuno del Peregrino', aproximadamente por 6 euros, en los bares de cualquier ciudad del camino. Se arman grupos bulliciosos y se hace evidente la ansiedad por emprender la marcha. Se gastan bromas, se escuchan anécdotas, consejos sobre los monumentos a visitar, preguntas sobre otros compañeros y un largo etcétera. Nosotros, mis amigos, no compartimos casi ninguno de estos ritos. Somos más bien taciturnos, de humores destemplados y ásperos en las primeras horas de la mañana. Los humores van mejorando en el transcurso del día, cuando el sol comienza a calentar y el camino va limando las aristas punzantes de la madrugada.
Nos preparamos lentamente, tratando de desentrañar si el tiempo se mantendrá bueno o si, por el contrario, hoy nos tocará lucir nuestros ponchos impermeables. Por el momento, el sol se impone sobre unos nubarrones que destiñen el cielo en colores purpuras y rojizos. Es un buen momento para tomar unas cuantas fotos de la catedral, las callejuelas del pueblo, los pórticos de la plaza y algunos escudos de armas todavía en buen estado de conservación. Miro distraído por la ventana de la habitación del Hotel; desde nuestro tercer piso se puede casi tocar con la mano la torre de la iglesia. Laura reniega de su suerte porque ha dejado unas medias en el balcón y se han volado con  destino desconocido. Mi hermano arma su equipaje, mientras que yo salgo un rato al balcón. El aire es limpio y fresco; miro a los peregrinos comenzar su caminata y recuerdo la melodía de una canción que Julio me hizo escuchar ayer. Se llama ‘Tal vez así’ de Néstor Garnica, un compositor de Santiago del Estero, y canta que su compañera siempre podrá contar con él, aunque ahora no sepa bien qué hacer con el infierno del desencuentro, con el desamparo del fin de las cosas comunes.


Hoy caminamos con destino a Viana. Ese nombre me recuerda al personaje de Álvaro Mutis, Maqroll el Gaviero, que siempre guardaba una biografía del Príncipe de Viana entre sus muy escasas pertenencias. No es fácil describir a Maqroll, un personaje desdichado y digno, que expresa en sus desventuras muchos de nuestros propios pesares. Les transcribo, entonces, un párrafo de la novela Un bel morir (Álvaro Mutis, 1989):
Un día, el motor callo de repente. Los metales debieron sucumbir al esfuerzo sin concierto a que habían estado sometidos desde hacía quien sabe cuántos años. Un gran silencio descendió sobre los viajeros. Luego, el borboteo de las aguas contra la aplanada proa del planchón y el tenue quejido de la enferma arrullaron al Gaviero en la somnolencia de los trópicos.
Fue entonces, cuando consiguió aislar, en el delirio lucido de un hambre implacable, los más familiares y recurrentes signos que alimentaron la sustancia de ciertas horas de su vida. He aquí alguno de esos momentos, evocados por Maqroll el Gaviero mientras se internaba, sin rumbo, en los esteros de la desembocadura:

Una moneda que se escapó de sus manos y rodo en una calle del puerto de Amberes, hasta perderse en un desagüe de las alcantarillas.
El canto de una muchacha que tendía ropa en la cubierta de la gabarra, detenida en espera de que se abrieran las esclusas.
El sol que doraba las maderas del lecho donde durmió con una mujer cuyo idioma no logro entender.
El aire entre los árboles, anunciando la frescura que repondría sus fuerzas al llegar a ‘ La Arena’.
El dialogo en una taberna de Turko-limanon con el vendedor de medallas milagrosas.
La torrentera cuyo estruendo apagaba la voz de esa hembra de los cafetales que acudía siempre cuando se había agotado toda esperanza.
El fuego, si, las llamas que lamian con premura inmutable las altas paredes de un castillo en Moravia.
El entrechocar de los vasos en un sórdido bar del Strand, en donde supo de esa otra cara del mal que se deslíe, pausada y sin sorpresa, ante la indiferencia de los presentes.
El fingido gemir de dos viejas rameras que, desnudas y entrelazadas, imitaban el usado rito del deseo en un cuartucho en Istambul cuyas ventanas daban sobre el Bósforo. Los ojos de las figurantes miraban hacia las manchadas paredes mientras el khol escurría por las mejillas sin edad.
Un imaginario y largo dialogo con el Príncipe de Viana y los planes del Gaviero para una acción en Provenza, destinada a rescatar una improbable herencia del desdichado heredero de la casa de Aragón.
Cierto deslizarse de las partes de un arma de fuego, cuando acaba de ser aceitada tras una minuciosa limpieza.
Aquella noche cuando el tren se detuvo en la ardiente hondonada. El escándalo de las aguas golpeando contra las grandes piedras, presentidas apenas, a la lechosa luz de los astros. Un llanto entre los platanales. La soledad trabajando como un oxido. El vaho vegetal que venía de las tinieblas.
Todas las historias e infundios sobre su pasado, acumulados hasta formar otro ser, siempre presente y, desde luego, más entrañable que su propia, pálida y vana existencia hecha de náuseas y de sueños.
Un chasquido de la madera, que lo despertó en el humilde hotel de la Rue du Rempart y, en medio de la noche, lo dejo en esa orilla donde solo Dios da cuenta de nuestros semejantes.
El parpado que vibraba con la autónoma presteza del que se sabe ya en manos de la muerte. El parpado del hombre que tuvo que matar, con asco y sin rencor, para conservar una hembra que ya le era insoportable.
Todas las esperas. Todo el vacío de ese tiempo sin nombre, usado en la necedad de gestiones, diligencias, viajes, días en blanco, itinerarios errados. Toda esa vida a la que le pide ahora, en la sombra lastimada por la que se desliza hacia la muerte, un poco de su no usada materia a la cual cree tener derecho.

Muchas veces he recomendado los libros de Mutis a diversos amigos. No sé cuántos habrán recogido ese consejo, pero creo que esos textos son capaces de dejar una honda huella en el ánimo y en los propósitos. Ya que nombramos a los propósitos tal vez sea oportuno mencionar la casi completa anarquía o liberación acerca de los objetivos personales que teníamos al momento de iniciar el Camino. Ninguno de nosotros parece especialmente preocupado por llevar algo concreto a destino o por cumplir con alguna meta previamente impuesta; más bien se trata de un proceso cotidiano, pequeño, reducido al día a día, al paso a paso.


Cruzamos el portal de Castilla y dejamos atrás a Los Arcos. A los 7 kilómetros entramos a Sansol, un pequeño pueblo con una iglesia barroca (San Zoilo), que queda en lo alto del caserío. Allí encontramos a una madrileña, con un nombre extraño (Sónsoles), de alrededor de 50 años, y nos pregunta por nuestro camino. Ella sólo ha emprendido un tramo de sendero hasta el fin de semana. Nuestro acento le es familiar y nos dice que ella tiene un hijo que es medio argentino. Añade que su ex marido era de Buenos Aires y, sin ninguna razón especial, Julio le dice que seguramente era infiel. Hasta ese momento, el dialogo era más una cortesía que una charla sustantiva; algo ocasional, como comentar con un vecino sobre el estado del tiempo mientras se espera el ascensor en un edificio. Sin embargo, el comentario de Julio desata en la mujer un nudo emocional, un torrente verbal, un remolino de palabras. En menos de diez segundos hemos desembarcado en una conversación profunda y peligrosa. Nos confiesa que, en verdad, su ex era una buena persona, pero que no podía dejar de perseguir a las mujeres y que ella no había sido educada para vivir como los moros. Ante nuestra cara de sorpresa por esa última afirmación señala que ellos – los moros – sí que tienen claro que los hombres tienen más de una mujer y que las cosas claras y el chocolate espeso  (que es como decir al pan, pan y al vino, vino, pero en España). Dice todo eso casi sin tomar aliento, como si la conjetura de Julio hubiese sido un rayo revelador; una espada luminosa. A mí me atemoriza que ella complete su visión étnica del conflicto de pareja con las famosas frase ‘¡Qué mal me ha tratado el mundo árabe!’ o ‘Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos’. Pero Julio se adelanta y remata su faena recordando una frase de una amiga suya canadiense: ‘Los argentinos son tan encantadores como infieles’. La madrileña coincide plenamente con esa afirmación y parece ya dispuesta a añadir alguna otra frase tomada de ‘foro.enfemenino.com’ o invitarnos a tomar una copa para seguir con su terapia. No cedemos a la tentación, nos despedimos rápidamente y seguimos nuestra ruta.
Paramos en una suerte de kiosco, en el garaje de una casa que parece un bazar de Persia. No porque fuese muy grande, sino porque tiene un surtido de cosas que envidiaría un supermercado. Laura compra frutas y agua mientras yo procuro un poco de talco porque voy padeciendo una incipiente paspadura en las partes pudendas. Seguimos nuestra marcha y al centenar de metros encontramos nuevamente a la madrileña, que ahora camina con un chico joven y bastante fashion. Cruzamos dos palabras y el muchacho se revela inmediatamente como un pesado de muchísimo cuidado. Nos pregunta de qué lugar de Argentina somos y nos mira con desconfianza cuando le respondemos que Julio y yo somos de Santiago y Laura es de Córdoba. Nos mira de manera torva, entrecerrando los ojos, como si Santiago fuese algo único, propio, como si hubiese algo de fraude en el hecho de que una ciudad de Argentina también se llamase ‘Santiago’. Nos dice que él ha estado en Bariloche y que tiene un amigo en Mendoza. Que él es, por naturaleza, una persona libre, casi un hippie y que va por el camino como los pájaros por el cielo. La madrileña lo mira extasiada, como si allí, inesperadamente, en medio de la nada, hubiese encontrado un superhéroe, una mezcla de psicólogo lacaniano y astrólogo erudito. O sea, un pesado. Rápidamente pongo pies en polvorosa, mientras Julio le toma un poco el pelo, con el significado de la terminación de las palabras. Por ejemplo, le pregunta:
¿Viste que ‘peregrino’ termina en ‘ino’ igual que ‘camino’? Yo creo que eso significa algo. ¿Qué te parece?
‘Universo’ está formado por ‘Uni’ y ‘verso’, es decir un único verso…

Aunque suene increíble, nuestro coctel de psicólogo y astrólogo tenía una frase para añadir, una respuesta para subrayar, una teoría sobre las coincidencias y las palabras. Increíble. Por suerte, dejamos atrás a la pareja y llegamos a Torres del Río, que es una pequeña ciudad, con una iglesia románica impresionante, la Iglesia del Santo Sepulcro, del siglo XII. 



Muy bella, octogonal, pequeña, con una estructura similar a la de Santa María de Eunate. Para visitarla, llamamos al teléfono de Mari Carmen, la encargada, y en cinco minutos viene a mostrar la iglesia. La entrada cuesta un euro. Mientras esperamos, le comentamos a unos alemanes que, en esta etapa, van más o menos al mismo ritmo que nosotros, que es inminente que abran la iglesia, pero prefieren ahorrarse el pago de la entrada. Mis amigos, un euro es nada, una moneda que no suma en ningún presupuesto, pero ellos se encogen de hombros. Si hubiese sido gratis, tal vez la hubiesen visitado. Siguen su ruta y esa negativa a ver una iglesia tan bella me produce un hondo desconsuelo con la raza humana; es casi como un acto de crueldad, de negligencia estética y emocional. Por dentro, diminuta, despojada y sólo hay un crucifijo románico. Al igual que Santa María de Eunate recuerda al sepulcro en tierra santa y, señalan algunos, esa analogía es precisamente la que querían transmitir los templarios, que según la leyenda, fueron los que se encargaron de su construcción.
Caminamos los tres juntos por sendas en las que se nota el laboreo y es usual ver las parvas de paja y, ocasionalmente, algunos peregrinos las eligen para descansar un momento. Julio nos cuenta una larga historia sobre Galileo. Tiene un gran talento para esas narraciones en las que mezcla anécdotas con temas más serios o académicos. Nos cuenta de los descubrimientos de Galileo, de la importancia de los astrólogos, de las conjuras de los dominicos y el poder de la Inquisición. Pero también repasa las nociones básicas de óptica, trigonometría o física. Las historias son realmente entretenidas y algunas veces tenemos la sensación de caminar en medio de un documental. No es la primera vez que nos entretiene con temas de astronomía, matemática o química. Muchas veces volvemos sobre el tema del big bang, la dimensión del espacio y los agujeros negros. Son temas apasionantes ya que, en muchos aspectos, los problemas que se originan tienen una profunda raíz filosófica. En esos casos, las respuestas de Julio son interesantes aunque no tienen la misma brillantez que sus otros comentarios. Pero es siempre claro y entretenido. Por ejemplo, le preguntamos sobre la naturaleza del tiempo y su primera cita en la respuesta no es de Einstein sino de Cortazar (‘Hay una cosa que se llama tiempo, Rocamadour, es como un bicho que anda y anda…’), o cuando trata de definir la gravedad con una frase lapidaria: ‘La gravedad es jodida, incansable’.


El paisaje cambia cerca de Viana. Hay una cañada larga y serpenteante, donde las piedras sueltas son una continua amenaza para los tobillos y rodillas. Caminamos con precaución, pero a buen paso. La verdad es que estamos muy bien físicamente y el hecho de caminar sin excesivo peso (gracias a Jaco Trans) ayuda mucho a un ritmo de marcha intenso. Llegamos a destino cerca de las dos de la tarde. En una de las puertas medievales de la entrada de Viana se encuentra un cartel que recuerda que, a principios de 1500, murió allí César Borgia. 


Hay muchas novelas, relatos y estudios eruditos sobre este personaje tan carismático. Su muerte siempre ha estado rodeada de un cierto misterio. Cuentan que una madrugada, lo despiertan y le informan que unos prisioneros importantes que tenía como rehenes han sobornado a los guardias y están escapando. Rápidamente va en su búsqueda para tratar de capturarlos nuevamente. 
‘... César no se percata que ha dejado atrás a su guardia y a sus soldados hasta que llega al término conocido como «La Barranca Salada».
Aquí tres hombres del conde de Lerín le preparan una emboscada, Garcés de Ágreda, Pedro de Allo y otro de nombre desconocido. Luego se apoderan de sus ropas y bienes y  dejan allí su cadáver completamente desnudo sin que se sepa exactamente quién es el caballero ahí tirado, hasta la llegada de Juanicot, paje de César, que se echó a llorar como un niño, abrazado a los despojos de su señor. El conde de Lerín, como buen caballero, le hace duelo y permite a Juanicot trasladar el cadáver a Viana para que lo entierre en la iglesia de Santa María. Su epitafio rezaba:

Aquí yace en poca tierra
el que toda le temía,
el que la paz y la guerra
en su mano la tenía.

¡Oh tú, que vas a buscar
dignas cosas de loar!
si tú alabar al más digno
aquí para tu camino,
no cures de más andar... ‘

(Tomado de Wikipedia)

Apenas entramos en Viana nos encontramos con Eva y Alessandro, que caminan hacia la Catedral con sus manos entrelazadas. Un amor del camino, en los últimos días que nos acompaña Eva ya que ella peregrina sólo hasta Logroño. Han decidido quedarse dos días en Viana y ya luego Alessandro recuperará la demora con etapas más largas. Al menos, eso es lo que promete cuando nos despedimos. En fin, mis amigos, que no todo ha de ser piedra y camino, y que un poco de cuchi cuchi  nunca viene mal, ¿no?
Nuestro hotel está sobre el mismo Camino; se llama Palacio de Pujadas y es una antigua mansión del siglo XVI, en el mismo centro de la ciudad. Hermoso. Dejamos nuestro equipaje,  entregamos una parte de nuestra ropa para la lavandería y salimos a buscar un lugar para el almuerzo. El bar del hotel es tentador, pero caminamos unos pocos metros hasta otro hostal, que también ofrece comida, llamado ‘Casa Armendáriz’. El lugar es atractivo, una vieja casona, sobre el Camino, pero la atención es tan deficiente – en verdad, es el momento de mayor afluencia de peregrinos y el personal está desbordado – que decidimos buscar otro bar. Lo encontramos en la cuadra siguiente. Unas cervezas heladas calman la ansiedad de los peregrinos que se decantan por platos sencillos del menú. Nada especialmente atractivo (ensalada, carne o pescado), pero sabroso. Allí encontramos a Olga y Nami, que también buscan un lugar para almorzar. Nami es un personaje sorprendente; es japonesa pero no habla ningún idioma más que el japonés. Nada de inglés, nada de castellano. Como nuestra comunidad de peregrinos no está muy fina en el japonés, la comunicación con Nami resulta cómica y frustrante en igual medida. Ya pueden imaginarse que una pregunta como: ‘¿Tienes novio?’ da para un esfuerzo colectivo en el que los muchos años de adiestramiento en ‘Dígalo con Mímica’ se revelan decisivos. Por ejemplo, Olga le hace señas de darse besos para develar si tiene un eventual enamorado. Nami mira de manera imperturbable e impenetrable. No deja ver que haya entendido nada. Murmura algo así como ‘Eto, Eto’ que, tal vez, signifique ‘A ver, a ver’. Olga sigue con su representación y muestra un anillo en el dedo como para simbolizar un compromiso. La respuesta es ‘Eto, Eto, Eto’. Luego de un largo rato de acertijos y mímicas conseguimos que una sonrisa cruce su rostro y nos diga una frase en japonés que, supuestamente, significa lo que queremos preguntarle. Algarabía en el grupo. Hemos realizado un avance decisivo. Chocamos nuestras palmas diestras como jugadores de baloncesto que acaban de ganar un partido en la NBA, repetimos – más mal que bien – la frase en japonés, pero nuestras esperanzas de haber logrado una comunicación genuina se desvanece rápidamente. La frase que Nami ha aprendido es ‘Yo tengo novio’. Ella repite la misma frase en japonés, pero cuando le preguntamos cómo se dice ‘Yo no tengo novio’ volvemos a la cara de desconcierto: ‘Eto, Eto’. A veces, saca un libro grueso como la biblia, donde hay un montón de frases en japonés y su correspondiente fonética en castellano. Consultar el libro no es un procedimiento fácil sino más bien un último recurso, cuando ya – con el agua al cuello – necesita algo concreto. Por ello, Olga gestiona prácticamente todo lo que necesita para subsistir. Se han encontrado hace ya unas cuantas etapas y Nami camina ahora con ella y otros amigos madrileños que acompañan a Olga por unos cuantos días más. Olga está desocupada y desalentada con las perspectivas que los jóvenes tienen en España en estos tiempos. Es una persona noble y leal; tiene paciencia para escuchar a los demás y claridad para expresar sus puntos de vista y preferencias. Tal vez la mejor manera de describir sus virtudes sea decir que es una persona independiente, pero afectuosa; fuerte pero sensible. Será una gran amiga en nuestro Camino.
Luego de la reparadora siesta vamos a callejear por Viana.




Julio camina su propia senda y ocasionalmente lo vemos, como a otros compañeros del Camino, aquí y allá. Es una ciudad pequeña, de menos de 5.000 habitantes, donde es fácil imaginar escenas del medioevo. Un castillo demolido de años, una iglesia que esconde entre sus ruinas pinturas y capiteles, las tormentas de polvo, la labor en los viñedos, las siestas abandonadas de gente en el calor del verano, la plaga, las murallas asediadas por los ejércitos de Castilla invadiendo Navarra, el redoble de los tambores, las banderas al viento, los días de mercados, el lento resonar de los cascos de caballos en sus piedras milenarias, el olor del vino y el grave sonido de las campanas llamando a la iglesia.
En la entrada de su catedral gótica está la lápida que señala que allí está enterrado César Borgia, con un pórtico renacentista espectacular. En su interior hay numerosos retablos y altares y no falta, por supuesto, uno dedicado a Santiago Apóstol. 
Ya es hora de resumir su historia. 
Santiago de Zebedeo, o Santiago el Mayor, hermano de Juan y también uno de los discípulos predilectos de Jesucristo. El Apóstol llegó a la península cumpliendo con el mandato de instruir a todas las naciones del mundo (Mateo 28:19). Este mensaje es precisamente el que aparece reproducido en el frontispicio de la catedral de Santiago del Estero y siempre me ha parecido una promesa hermosa. En la península Santiago despliega una importante tarea evangelizadora y es, por diversas razones, el Santo Patrón de España. Por ejemplo, el 12 de Octubre se conmemora en Zaragoza la festividad de la ‘Pilarica’, en conmemoración de la aparición de la virgen María parada sobre un pequeño pilar. María, que todavía vivía en Tierra Santa, se aparece en sueños a Santiago, pidiendo que se construyese allí una iglesia. Esa leyenda es el origen de la construcción de la estupenda basílica de Zaragoza. Santiago regresó a tierra santa, donde fue decapitado por orden de Heródes (Hechos 12: 1-3). Su cuerpo fue recuperado por sus seguidores y embarcado sin que se conociese su destino, aunque la leyenda señala que fue enviado a la península ibérica y que allí fue enterrado en un lugar secreto. Muchos siglos después, cerca del año 813, en los bosques de Galicia,  un eremita, conocido como Pelayo, vio luces extrañas que indicaban un lugar particular en un monte cercano. La leyenda cuenta que allí encontraron la tumba del Apóstol y desde ese momento el custodio de la tumba del Apóstol frente a la amenaza de la invasión árabe se transformó en un importante factor de cohesión ideológica, fermento de ciudades, pueblos, hospitales y caminos, pero sobre todo, la tumba del apóstol se convirtió en el objetivo principal de miles de peregrinos, que enfrentaban las penurias del camino, las distancias, los peligros y, con frecuencia, la muerte.
Seguimos recorriendo la ciudad, con Laura caminamos en silencio, absortos en nuestros propios pensamientos, lentamente, en paz. 



Visitamos la plaza donde se establecieron los fueros de fundación de la ciudad, allá por los años 1219 por decisión del Rey Navarro, Sancho el Fuerte, vemos los peregrinos en las puertas de sus albergues, un grupo de música que ensaya en un balcón, y finalmente, a las siete nos encontramos con Julio en el bar del Hotel. Mientras tomamos unas cervezas, arreglamos el alojamiento del día siguiente ya en tierras de La Rioja. Elegimos un hotel de cadena de negocios, pero situado en el centro de Logroño, muy cerca de la catedral y a pocas cuadras del Camino. Olga y Eva han prometido pasar a tomar un aperitivo con nosotros, pero no aparecen y decidimos buscar un lugar donde cenar.
Regresamos al Restaurante que abandonamos al mediodía, debido a la deficiente atención. Esperamos tener mejor suerte que a la mañana. La razón de nuestra insistencia es que Casa Armendáriz elabora sidra y Julio declara que le gusta mucho y nos cuenta de un pequeño bistró en París, donde siempre se sienta con una copa helada de esa bebida. Yo tengo una cierta ambivalencia. En los recuerdos de mi infancia aparecen inevitablemente ya que  se vendían como pan caliente en Navidad. Mis padres nos enviaban a comprarlas a un almacén cerca de nuestra casa llamado ‘El Turco’, que vivía en una mugre descomunal y casi no hablaba una palabra en castellano. Sentado detrás de un mostrador, acomodado con su barriga prominente en una silla, vigilaba cómo sus hijas despachaban la mercadería.  Allí comprábamos tres marcas conocidas: Ideal, La Farruca y El Gaitero. Las tres eran letíferas. Muchos años después, en diferentes bares de España he probado algunas sidras buenas y otras también lamentables. Más allá del rito, de servir desde lejos para darle aire, cremosidad y espuma al brebaje, la bebida en sí misma es de tono menor.
Llegamos a Casa Armendáriz justo cuando se está por desocupar una mesa y nos dicen que podemos esperar en una suerte de vestíbulo. Nos preguntan si queremos beber algo hasta que preparen nuestro sitio. Nos ofrecen un vaso de sidra, pero Julio pide directamente una botella. Primero intentamos embocar al vaso desde lejos, como en las películas, pero nuestro pulso ha perdido un tanto con el paso de los años. Por ello, luego del esperado fracaso, decidimos servir los vasos normalmente y, ya con el brebaje en la boca, encontramos nuevamente un fracaso esperado. La bebida es tan letífera como las de nuestra infancia. Pasamos al comedor y allí ordenamos una botella de Verdejo; Julio no abandona su rutina de carnes y ensaladas mientras que Laura y yo nos inclinamos por un rape al horno, con papas y cebollas. Muy bueno. Y como no hay dos sin tres, luego de despachar la sidra y el verdejo, nos procuramos otra botella de vino de Rueda. En la sobremesa iniciamos una discusión acerca de la causalidad. Julio insiste en que la clave está en la asimetría temporal; que la causa siempre precede al efecto. Yo insisto en que eso es un prejuicio y trato de fundar la asimetría en la idea de manipulación; la clave está en la distinción entre ‘hacer algo’ (causa) y ‘dar lugar a algo’ (efecto). Con esa distinción trato de mostrarle la posibilidad de una causación retroactiva de eventos. Julio se enfurece y pregunta al camarero dónde queda el juzgado de guardia más cercano; quiere presentar una denuncia por un atentado al sentido común, y señala que un disparate semejante sólo puede haber sido pergeñado por una mente dispuesta a vestir calzas de ciclista. Una vez que se desahoga, lo invito a examinar imparcialmente el caso de levantar la mano. Le muestro que en esa acción básica hacemos que sucedan cosas en nuestro cerebro que se producen como consecuencia de nuestro levantar la mano. Causación retroactiva. Julio está tan escandalizado que levanta la mano, pero para pedir la cuenta. Propone tomar un par de cervezas para deshacer semejante agravio. Volvemos al bar del hotel y le preguntamos a la camarera – una chica joven a la que Julio le ha echado inmediatamente el ojo – que opina de la causación retroactiva. ¡Qué momento, mis amigos! ¡Qué suspenso! ¡Qué emoción! Como cuando el Chivo Pavoni iba a ejecutar el penal que le dio la Copa Libertadores a Independiente frente al Sao Paulo, el 19 de Octubre de 1974. Ella medita, se sonríe y mira a Julio. Yo estoy por gritar ‘Tongo, Tongo’,  pero finalmente nuestro árbitro, con un gesto de cabeza, declina desempeñar su papel en el juego y añade que esa pregunta, a ella, sólo se la hacen en la disco cuando algún extraviado quiere ligar al final de la madrugada. Julio le pregunta si tienen éxito con esa estrategia y agrega que a él no le va muy bien hablando en las discotecas sobre la física de partículas. Pero, que para momentos complicados, tiene una frase memorable:

‘Cosita de dios, soy astrónomo. ¿Quieres que te haga ver las estrellas?’

La muchacha se ríe. Julio aprovecha para decirle que él no ha tenido fortuna en el amor, que siempre llega tarde. Nuestra camarera remata la faena diciendo: ‘Compra, entonces, un despertador. Son 6 euros con 25’. Laura se ha bebido ya dos cervezas y decide retirarse antes de que se reinicie el duelo sobre la causa y el efecto. Aunque mañana es una etapa muy corta, tenemos intención de callejear un largo rato por Logroño, al final de la etapa de mañana. Así que, mis amigos, sin vencedores ni vencidos, apuramos el último brindis. Va por ustedes. Salud y buen camino.

27 de Septiembre

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