8.
Logroño – Nájera
(29 Kilómetros)
¿Qué se sueña en el Camino? Rara vez recuerdo
mis sueños, pero tengo la sensación de que anoche he viajado en un tren
nocturno, inquieto, con la cabeza apoyada en la ventanilla, viendo como las
cosas desaparecían en la noche. Hubiese, ciertamente, preferido soñar erótico,
la suave curva del sexo, la piel brillante de sudor, una boca que muerde y
reclama, pero nada de eso. Más bien, la sombra de una sombra, melancólica y
triste. Les pregunto a Laura y Julio acerca de sus sueños. Mi hermano se encoge
de hombros y ella no se queja tanto por no recordar qué sueña sino por el modo
en que Julio y yo roncamos. Es decir: más que un sueño, una pesadilla.
Nos levantamos temprano. Tenemos que entregar nuestro equipaje antes de las 8,00 AM y, además, espera una larga caminata por las llanuras de La Rioja. El desayuno en el Hotel no está incluido en la tarifa y añade 10 Euros a nuestra factura. Rechazamos la oferta y salimos a buscar un bar. Llueve con rabia. Preguntamos a Julio acerca de la eficacia de las oraciones de su amiga. Se ríe, con buen humor, y señala que el desafío es grande, ya que las distancias son enormes y los Navarros, impíos. Espero que no haya que iniciar una cadena de oración para superar todas estas dificultades meteorológicas, pero sería un milagro que consiguiésemos evitar el chaparrón. La búsqueda de un lugar para tomar un café es infructuosa. Regresamos al hotel y pagamos el coste extra para nuestra primera comida del día.
El desayuno es lujoso, tipo bufet, y abundan los panes, los jugos, diversos quesos y fiambres, aguas, refrescos y champaña. Probamos de todo, salvo las bebidas alcohólicas, pagamos y nos ponemos en marcha. Con Laura caminamos con unos chubasqueros amarillos y Julio con un impermeable rojo. Menos mal que mi poncho no era verde porque si no hubiésemos sido conocidos como ‘el semáforo del Camino’.
Nos levantamos temprano. Tenemos que entregar nuestro equipaje antes de las 8,00 AM y, además, espera una larga caminata por las llanuras de La Rioja. El desayuno en el Hotel no está incluido en la tarifa y añade 10 Euros a nuestra factura. Rechazamos la oferta y salimos a buscar un bar. Llueve con rabia. Preguntamos a Julio acerca de la eficacia de las oraciones de su amiga. Se ríe, con buen humor, y señala que el desafío es grande, ya que las distancias son enormes y los Navarros, impíos. Espero que no haya que iniciar una cadena de oración para superar todas estas dificultades meteorológicas, pero sería un milagro que consiguiésemos evitar el chaparrón. La búsqueda de un lugar para tomar un café es infructuosa. Regresamos al hotel y pagamos el coste extra para nuestra primera comida del día.
El desayuno es lujoso, tipo bufet, y abundan los panes, los jugos, diversos quesos y fiambres, aguas, refrescos y champaña. Probamos de todo, salvo las bebidas alcohólicas, pagamos y nos ponemos en marcha. Con Laura caminamos con unos chubasqueros amarillos y Julio con un impermeable rojo. Menos mal que mi poncho no era verde porque si no hubiésemos sido conocidos como ‘el semáforo del Camino’.
Una caminata larga por un parque en el que – crease o no – funciona un riego de aspersión que dispara a traición unos chorros letíferos. Finalmente, dejamos atrás la ciudad y nos adentramos en un bosque, con un pequeño embalse. Nos detenemos un instante en un área de servicios, con la esperanza de que la lluvia se haga menos intensa. No hay caso. Seguimos peregrinando por medio de caminos que serpentean entre viñedos y una cuesta inesperada nos exige ahorrar aliento. Al final de este repecho nos topamos con una alambrada, junto a un barranco y la carretera que lleva a Logroño. En esa valla metálica los peregrinos han tejido con ramitas y paja, miles y miles de cruces, algunas muy elaboradas, otras adornadas con cintas, pero la mayoría son muy simples. Con Laura, dejamos también nuestro aporte mientras Julio conversa con unos chicos de Canadá que acaban de incorporarse al Camino. Están pálidos por el jet-lag (llegaron a Logroño ayer al mediodía), maldiciendo el mal tiempo, pero entusiasmados con la experiencia que inician. Nosotros nos sentimos ya unos veteranos, como si en lugar de 150 kilómetros hubiésemos peregrinado toda la vida.
Nos detenemos un momento para fotografiar a un cartel con la silueta de un Toro – la imagen clásica de España- que inesperadamente aparece en lo alto de una cuesta, bajo la llovizna, imponiendo su silueta negra en el cielo gris y el barro rojizo del camino. Llegamos a las inmediaciones de Navarrete, donde quedan unas ruinas de lo que fue un importante hospital de peregrinos, ‘San Juan de Acre’, fundado a finales del siglo XII. Junto a esas ruinas está la bodega Don Jacobo, que tiene un cartel con la silueta de un peregrino y una leyenda que dice: ‘Nacido en el Camino’.
Lamentablemente, aquí no hay ‘fuente del vino’ que nos permita comprobar la calidad de los caldos.
En medio de la tormenta, mientras vamos encarando hacia el pueblo, Julio señala que ha llegado el momento de un descubrimiento maravilloso. Algo que, en su opinión, marcará un antes y un después en nuestro viaje. Con Laura nos preparamos a que saque de su mochila algún artilugio cibernético que ha retenido oculto hasta ese momento; una maravilla de la tecnología del primer mundo, pero no es así. A ver, mis amigos, traten de adivinar qué es lo que Julio tenía en mente para ese momento. Si jugásemos al ‘frío’, ‘caliente’, seguramente sus conjeturas estarían en la parte del bajo cero. Porque Julio rebusca en su morral y habla del objeto misterioso como una de las grandes maravillas, sólo superado por el Coloso de Rodas o las pirámides de Egipto. Hasta que se deshace el misterio y Julio exhibe, con una sonrisa triunfal, ¡un chocolate, ‘Kit-Kat’! Tanto misterio para esto murmura Laura resignadamente, que sólo prueba los chocolates ocasionalmente, siempre a la noche, después de cenar. Rechaza la barrita que ofrece mi hermano y prefiere comer una pera. Yo acepto el chocolate y con ese refuerzo de calorías aguantamos a pie firme el repecho hasta el pueblo.
El trazado de las calles principales es medieval, con casas porticadas y escudos. Entramos a la iglesia de la Asunción, pero más nos interesa encontrar un bar para secar un poco nuestra ropa y reponer fuerzas con un café, después de consumir los primeros 13 kilómetros de nuestra etapa. No tenemos suerte y debemos continuar nuestra ruta.
En las
afueras del pueblo está el cementerio. El modo en que un pueblo honra la
memoria de sus muertos dicen mucho sobre sus afectos y costumbres.
Cuando tenía
veinte y poco años, acompañaba a mi novia de entonces, Patricia, una estudiante
de biología, a estudiar el ritual del saludo, que era la base de su trabajo
final de licenciatura. Nos sentábamos los sábados a la tarde en los cementerios
de Córdoba y allí anotábamos en una planilla los diferentes modos en que las
personas se reconocían solemnemente. Su favorito era el cementerio judío, en el
barrio San Vicente, pero jamás supe comprender por qué razón le gustaba ese
sitio. El ambiente era triste y recargado de una suerte de desamparo que
rápidamente se metía en los pliegues del alma. En Navarrete, por el contrario,
el cementerio es hermoso. Césped y cipreses, en un ambiente tranquilo, retirado
dan una especial sensación de paz y tranquilidad. Mucho de su belleza deriva
también de que allí han trasladado parte del portal del hospital de peregrinos
que había en la entrada del pueblo. Sus capiteles son hermosos, con escenas
tanto religiosas como mundanas y fantásticas.
Bestias, santos, animales y
representaciones de escenas bíblicas decoran los pilares y pórticos. En una
placa se recuerda que en ese pueblo falleció la peregrina Alice de Craemer el 3
de Julio de 1986 y se pide un momento de pausa y oración por todos aquellos que
han fallecido en el Camino. Que en paz descansen.
Poco después de dejar Navarrete hay que tomar
una decisión. Podemos escoger una bifurcación que nos impondrá un día más de
caminata, pero visitaremos San Millán de la Cogolla, con dos monasterios (Suso y Yuso de San Millán) del siglo VI,
donde se escribieron las Glosas
Emilianenses, que es el documento más antiguo en el que aparece el
castellano como lengua propia. Sin embargo, la opción de visitar ese monasterio
implica algo más que añadir un día a nuestra caminata; sobre todo es una
decisión de abandonar a los compañeros que van caminando con nosotros, ya que
no habrá oportunidad de recuperar tanta distancia. Eso nos decide y seguimos la
ruta clásica. Avanzamos entre viñedos y frutales. Laura se tienta con
frecuencia con las uvas que todavía no han sido vendimiadas, hasta que Julio
lee un cartel que reclama atención y advierte que la fruta ha sido tratada con
un producto para las plagas y que no es apta para el consumo. ¿Será una treta del
propietario para amedrentar a los voraces peregrinos o, por el contrario, será
verdad que la fruta es mortal y que su consumo imprudente nos asegura una
mutación genética que nos convertirá en buenos candidatos para filmar la
segunda parte de Hulk? Mejor no averiguarlo.
Ocasionalmente la lluvia da un poco de tregua, pero nunca lo suficiente como para quitarse el chubasquero y caminar con normalidad. Por suerte, no hay viento y la temperatura no es rigurosa. Dejamos atrás una cooperativa que elabora vinos y vemos a lo lejos, a nuestra izquierda, el pueblo de Ventosa, una localidad perdida en las llanuras de La Rioja. Muchos peregrinos se desalientan con el mal tiempo y el desvío que el Camino impone hasta ese caserío. Por ello, prefieren abordar una senda de trabajo rural que va paralela a la carretera y que suma a la nada contingente de ese paisaje lluvioso la nada absoluta de caminar junto a una carretera muy transitada (hay que recordar que estamos a 20 kilómetros de Logroño, sólo a unos cuantos minutos en auto de la capital de La Rioja, aunque para nosotros haya sido ya una caminata de cuatro horas). Nos acercamos a Ventosa buscando un lugar para comer y secarnos. La oferta es desoladoramente pobre. Un único bar, repleto de peregrinos: catalanes, alemanes, italianos y de otros sitios indescifrables. Me atrae el esfuerzo de un alemán mayor, casi sesenta años - que va en su camino junto a un italiano de igual edad – para seducir a una brasileña un poco más joven. El alemán habla y gesticula, el italiano traduce sin gesticular y la brasileña pone cara de que es muy interesante el tema, pero sospecho que no entiende nada. Ocupamos una mesa y por turnos vamos al baño a tratar de secarnos un poco con los secadores automáticos. No hay suerte: en el lavabo sólo hay toallas de papel. Nos acercamos a la barra para preguntar por el menú. Laura se inclina por un medio bocadillo, pero Julio y yo preferimos comer un plato caliente. El dueño del bar nos ofrece un plato básico de pasta. Se puede elegir la salsa: carbonara o boloñesa. Da igual, ambas son tan escasamente logradas que produce desconcierto. Realmente es complicado conseguir un resultado tan malo. Regamos la ingesta con una jarra de cerveza. Laura mantiene una férrea disciplina. Así como un vampiro nunca ataca antes de que oscurezca, ella no bebe antes de la noche. Ni tan siquiera cuando le advertimos que la sangre se le hará agua.
Quedan diez kilómetros y un repecho molesto hasta los altos de San Antón.
Ocasionalmente la lluvia da un poco de tregua, pero nunca lo suficiente como para quitarse el chubasquero y caminar con normalidad. Por suerte, no hay viento y la temperatura no es rigurosa. Dejamos atrás una cooperativa que elabora vinos y vemos a lo lejos, a nuestra izquierda, el pueblo de Ventosa, una localidad perdida en las llanuras de La Rioja. Muchos peregrinos se desalientan con el mal tiempo y el desvío que el Camino impone hasta ese caserío. Por ello, prefieren abordar una senda de trabajo rural que va paralela a la carretera y que suma a la nada contingente de ese paisaje lluvioso la nada absoluta de caminar junto a una carretera muy transitada (hay que recordar que estamos a 20 kilómetros de Logroño, sólo a unos cuantos minutos en auto de la capital de La Rioja, aunque para nosotros haya sido ya una caminata de cuatro horas). Nos acercamos a Ventosa buscando un lugar para comer y secarnos. La oferta es desoladoramente pobre. Un único bar, repleto de peregrinos: catalanes, alemanes, italianos y de otros sitios indescifrables. Me atrae el esfuerzo de un alemán mayor, casi sesenta años - que va en su camino junto a un italiano de igual edad – para seducir a una brasileña un poco más joven. El alemán habla y gesticula, el italiano traduce sin gesticular y la brasileña pone cara de que es muy interesante el tema, pero sospecho que no entiende nada. Ocupamos una mesa y por turnos vamos al baño a tratar de secarnos un poco con los secadores automáticos. No hay suerte: en el lavabo sólo hay toallas de papel. Nos acercamos a la barra para preguntar por el menú. Laura se inclina por un medio bocadillo, pero Julio y yo preferimos comer un plato caliente. El dueño del bar nos ofrece un plato básico de pasta. Se puede elegir la salsa: carbonara o boloñesa. Da igual, ambas son tan escasamente logradas que produce desconcierto. Realmente es complicado conseguir un resultado tan malo. Regamos la ingesta con una jarra de cerveza. Laura mantiene una férrea disciplina. Así como un vampiro nunca ataca antes de que oscurezca, ella no bebe antes de la noche. Ni tan siquiera cuando le advertimos que la sangre se le hará agua.
Quedan diez kilómetros y un repecho molesto hasta los altos de San Antón.
Una vez allí se descubre, a lo lejos, en el valle de Najerilla, a la ciudad de Nájera. Pero falta todavía un rato para llegar. Avanzamos y dejamos atrás al famoso ‘Poyo de Roldán’. Es una especie de montañita, que termina en una suerte de planicie y la leyenda sitúa allí, al lugar donde combatieron Roldán y Ferragut. Hay muchas variantes de ese combate y se puede resumir el evento del siguiente modo. El Emir de Babilonia había enviado a veinte mil turcos para combatir con Carlomagno. Uno de ellos, Ferragut era un gigante emparentado con la raza de Goliat. Una fuerza prodigiosa y una capacidad enorme para la lucha. Cuando se encontraron los ejércitos, en las afueras de Nájera, Ferragut desafío a Carlomagno a un combate singular, que era una manera tradicional de definir una batalla sin que los ejércitos tuviesen que luchar. Carlomagno mandó a diferentes caballeros que fueron derrotados y encarcelados. Cuando estaba a punto de reconocer su derrota y emprender la retirada, su sobrino y caballero favorito, Roldán, lo convenció de que lo dejase participar del combate. Aymeric Picaud, hacia el año 1140, en el libro IV de su Codex Calixtino, narra lo siguiente:
… Sin embargo Rolando,
apenas consiguió permiso del rey, se acercó al gigante, dispuesto a combatirle.
Pero entonces el gigante lo cogió con sólo su mano derecha y lo colocó delante
de él sobre su caballo. Y al llevarlo hacia la ciudad, Rolando, recobradas sus
fuerzas y confiando en el Señor, lo cogió por la barba y en seguida lo echó
hacia atrás sobre el caballo, y los dos al mismo tiempo cayeron derribados al
suelo. E igualmente ambos se levantaron de tierra inmediatamente y montaron en
sus caballos. Entonces Rolando con su espada desenvainada, pensando matar al
gigante, partió por mitad de un solo tajo a su caballo. Y como Ferragut quedase
desmontado y le lanzase grandes amenazas mientras blandía en su mano la
desenvainada espada, Rolando, con la suya, golpeó al gigante en el brazo con
que la manejaba y no lo hirió, pero le arrancó la espada de la mano. Entonces
Ferragut, perdida la espada, creyendo pegarle a Rolando con el puño cerrado,
golpeó en la frente a su caballo, y el animal murió al instante. Finalmente a
pie y sin espadas lucharon con los puños y con piedras hasta las tres de la
tarde.
Al
atardecer, Ferragut consiguió treguas de Rolando hasta el día siguiente.
Entonces concertaron que al otro día acudirían los dos al combate sin caballos
ni lanzas. Y acordada la lucha por ambas partes, cada uno regresó a su propio
albergue. Al amanecer del día siguiente llegaron a pie, cada uno por su parte,
al campo de batalla, como se había acordado. Ferragut llevó consigo la espada,
pero de nada le valió, pues Rolando se había llevado un bastón largo y
retorcido con el que le estuvo pegando todo el día y sin embargo no le hirió.
Hasta el mediodía y sin que a veces se defendiese le golpeó también con grandes
y redondas piedras que abundantemente había en el campo, y no pudo herirle en
modo alguno. Entonces conseguidas treguas de Rolando, vencido del sueño comenzó
a dormir Ferragut. Y Rolando, como cumplido caballero que era, puso una piedra
bajo su cabeza para que durmiese más a gusto. Ningún cristiano, pues, ni aun el
mismo Rolando, se atrevía a matarlo entonces, porque se hallaba establecido
entre ellos que si un cristiano concedía treguas a un sarraceno, o un sarraceno
a un cristiano, nadie le haría daño. Y si alguien rompía deslealmente la tregua
concedida, era muerto en seguida. Ferragut, pues, cuando hubo dormido bastante,
se despertó, y Rolando se sentó a su lado y comenzó a preguntarle cómo era tan
fuerte…
Ferragut le contó que estaba protegido por un hechizo y que tan solo podía ser herido a través del ombligo. A su vez, Ferragut pregunto a Roldán por su procedencia y sus dioses. Eso derivo en una disputa teológica. La conclusión de esa disputa fue que Ferragut exclamó que el resultado del combate no sólo probaría el mayor valor y destreza de los combatientes sino que determinaría cuál era la verdadera religión. De acuerdo a las reglas que regían este tipo de combates, ese desafío transformaba al duelo en una lucha a muerte.
… Y así se reemprendió el
combate con mayor vigor por ambas partes, y en seguida Rolando atacó al pagano.
Entonces, roto el bastón de Rolando, se lanzó contra él el gigante y cogiéndolo
ligeramente lo derribó al suelo debajo de sí. Inmediatamente conoció Rolando
que ya no podía de ningún modo evadirse de aquél, y empezó a invocar en su
auxilio al Hijo de la Santísima Virgen María y, gracias a Dios, se irguió un
poco y se revolvió bajo el gigante, y echó mano a su puñal, se lo clavó en el
ombligo y escapó de él.
Entonces
el gigante comenzó a invocar a su dios con voz estentórea, diciendo: Mahoma,
Mahoma, dios mío, socórreme que ya muero. Y en seguida, acudiendo los
sarracenos a estas voces, le cogieron y llevaron en brazos hacia la ciudad.
Rolando, empero, ya había vuelto incólume a los suyos. Entonces los cristianos,
junto con los sarracenos que llevaban a Ferragut, entraron en brioso ataque en
la ciudadela que estaba sobre el poblado. Y de esta manera murió el gigante, se
tomó la ciudad y el castillo, y se sacó de la prisión a los luchadores.
Ya pueden imaginarse, mis amigos, que una leyenda tan bella merecía que se hubiese preservado el lugar de tan singular combate. No ha sido así. Allí, en el centro del escenario de la lucha, se yergue… ¡una antena de teléfono móvil! Un horror, un crimen imperdonable, una maldad artera y descarada. Con el ánimo contrariado ante el adefesio seguimos avanzando y entramos a Nájera en plena hora de la siesta. Esta ciudad, arrebatada a los árabes en el año 923, tiene una historia rica ya que aquí estuvo asentada la Corte de los reyes de Nájera y Pamplona durante más de cien años. La entrada a la ciudad es larga y poco interesante. Sólo se ven en la calle a grupos de emigrantes africanos, que seguramente están allí para trabajar en los viñedos de la zona. Una vez que se cruza el río Najerilla se ingresa a la zona monumental, en la que se encuentra nuestro alojamiento.
Nos aconseja donde comer, sella nuestras credenciales y nos recuerda que hay una feria de maquinarias agrícolas en la ciudad; así que, seguramente por eso, habrá un ambiente muy entretenido en el paseo que bordea al río. Pagamos y, para nuestra sorpresa, nos regala una botella de vino de la zona. Luego nos indica cómo llegar a nuestras habitaciones y nos advierte de un juego de luces traicionero en el pasillo de ingreso ya que, cuando se han recorrido unos cuantos metros, todo se torna en penumbras y hay dos escalones especialmente aviesos, que acechan en las tinieblas para estropear algún tobillo.
Entramos a las habitaciones y nos ataca una de las decoraciones más aterradoras que se puedan imaginar. Grandes cortinajes floridos intentando hacer juego con cubrecamas igualmente floridos. Diversos juegos de tapones para los oídos, de color amarillo que recuerdan a unas pastillas de bacalao que se usaban para purgar a los niños en mi infancia. También hay una música funcional que se pone en marcha cada vez que alguien enciende la luz del lavabo. Imagínense, uno llega con alguna urgencia y, al darle al interruptor, aparece Julio Iglesias cantando ‘Soy un truhan soy un señor’, o Fausto Papetti tocando ‘Feelings’. Como para usar el lavabo sólo en casos de extrema necesidad. Los colchones estaban envueltos en plástico, lo que provocaba un ruido extraordinariamente molesto cuando uno se trataba de acomodar en la cama. A la mañana siguiente descubriré que dejo Nájera con algunas picaduras provocadas por algún bicharraco que no se dio cuenta de que el plástico del colchón tenía que ser una barrera infranqueable. Las ventanas no alcanzan a cerrar del todo bien y las cortinas, más que impedir el ingreso de luz, tienen por verdadera función ocultar lo horrible de la visión de nuestras habitaciones. Pero, murmuramos resignadamente que a lo hecho, pecho, y también podríamos decirlo en inglés pero no tiene ni la mitad de gracia.
Salimos a buscar un bar, para no quebrantar la regla maestra de nuestra peregrinación. Llegamos a un local, una cervecería, que vende Estrella Galicia. Nos gusta esa cerveza ligera, de barril, bien fría y nos quedamos allí un rato reponiendo fuerzas. Luego vamos a dar una vuelta por la ciudad.
La parte vieja está construida a los pies de una suerte de peñascos enormes, monumentales, en los que se adivinan cuevas y socavones. Se nota fácilmente que son los restos de una antigua explotación minera, que dan al entorno un remoto aire de encierro y amenaza. Caminamos por las calles estrechas y vacías en la tarde lluviosa y destemplada. Encontramos una vinería y nos dejamos aconsejar sobre un buen vino reserva de Rioja, llamado ‘Viña Tondonia’ – a pesar de que nos espera en el hostal una botella de crianza que es el obsequio de la casa- y un queso.
De repente, nos encontramos con el convento de Santa María la Real.
Impresionante obra iniciada en el período románico, con
reformas posteriores que le confieren un aspecto predominantemente gótico y que
no han afectado en absoluto su aire majestuoso. Laura se resiste a entrar. La
etapa ha sido dura y prefiere descansar un rato, pero la convencemos de que es
‘ahora o nunca’ ya que luego de volver al hotel será tarde para conocer ese
monasterio. La ubicación de esa iglesia tiene directa relación con una bella
leyenda según la cual García Sanchez III, rey de Nájera-Pamplona, un día de
1044 cazaba en esos páramos con ayuda de su halcón. En cierto momento, el
halcón se lanzó sobre una liebre y se perdió en el interior de una cueva.
Cuando el rey fue en su búsqueda, halló que esa cueva era una especie de
santuario en la que había una talla de la virgen María, adornada con una
campana, una jarra y un ramo de azucenas. Al lado de la imagen estaban ambos
animales, esperando la llegada del rey. Por ese motivo se decidió erigir allí
una iglesia y luego se fue enriqueciendo con la ayuda real y los progresivos
aporte de nobles y señores que pretendían ser allí enterrados. A pesar de su
esplendor, en muchos lugares se nota la devastación que sufrió durante varios
siglos en los que – una vez expulsados los monjes que allí vivían – se utilizó
alternativamente como cuartel, cárcel o almacén.
Caminamos por el claustro – de estilo gótico
plateresco - y descubrimos en una suerte de capilla el sarcófago de Garcilaso
de la Vega.
Es una urna funeraria de estilo románico, ricamente decorada, aunque un tanto deteriorada. Ese nombre trae a mi memoria las clases de bachillerato, en las que aprendíamos textos y versos de la literatura española. Declamó entonces, la primera estrofa de uno de sus poemas más conocidos:
Cuando me paro a contemplar mi estado
y a ver los pasos por dó me ha traído,
hallo, según por do anduve perdido,
que a mayor mal pudiera haber llegado
Luego, les cuento a Julio y Laura que Garcilaso muere en Niza en 1536, al intentar tomar la fortaleza de Muey. En su ‘Intermedio en Niza’, Álvaro Mutis escribe que Carlos V ha decidido asaltar esa fortaleza, que ocupa un lugar clave para el paso de sus ejércitos. Por ello,
… Envió a dos de sus más
probados y cercanos caballeros para terminar con el sitio: don Francisco de
Borja marqués de Lombay futuro, duque de Gandía, que subirá a los altares como
uno de los más preclaros santos de la iglesia, y Garcilaso de la Vega, espejo
de caballeros que ha escrito ya algunos de los poemas más hermosos de la lengua
de Castilla La preocupación de Carlos V va en aumento… Hay un ruido de pasos,
un tintineo de armas y el César mira fijamente al marqués de Lombay que se
acerca con las ropas manchadas de sangre y en el rostro un gesto de dolor
insondable. Informa sobre lo sucedido: Muey cayó, finalmente, pero en sus muros
dejó la vida Garcilaso de la Vega, quien expiró en brazos del marqués sin haber
recobrado el conocimiento. Varios caballeros se acercan a escuchar el relato
Carlos permanece en una extraña rigidez, en una inmovilidad de bestia acosada.
Su labio inferior tiembla ligeramente. Por fin alza la mano derecha; se la
lleva a la frente, luego al hombro izquierdo, luego al derecho y la deja un
instante sobre el corazón. Los presentes imitan el gesto del monarca. Carlos
pronuncia con su voz en tonos bajos, que tratan de disimular la emoción, estas
palabras de cristiano y de amigo: ‘Dios guarde a su vera tan buen caballero’.
Cumplido adiós para el más alto poeta de España.
A Laura la historia le gusta, pero no tanto como le gustaría ir a por una ducha caliente y un momento de reposo. En cambio, Julio se pregunta: ‘Y si murió en Niza… ¿Qué carajo hace aquí?’
La pregunta tiene su punto y ello impone una rápida consulta en la fuente de todos los saberes, es decir: Wikipedia. Allí constatamos que la urna funeraria frente a la que declamamos poemas y relatos pertenece, en realidad, a otro Garcilaso, un caballero de la zona que falleció en la batalla de Nájera en 1367. Desanimados por ese traspié continuamos nuestro recorrido, hacia la cueva donde se guarda la imagen de la Virgen, la campana, la jarra y un manojillo de azucenas. Laura dice: ‘Too much’. Ya nada le interesa. Ni siquiera tiene fuerzas para ver el Panteón de sus antepasados, los Manrique de Lara, que fueron los duques de Nájera y personajes notables en las cortes de su época. Se sienta cerca de un confesionario y, allí en la penumbra de la iglesia, va quedándose dormida hasta que un cura le pregunta si necesita el sacramento de la confesión.
Apuramos la visita al convento y regresamos
al hostal. Llamamos a Santo Domingo de la Calzada para reservar nuestro
alojamiento de la próxima etapa y, la verdad, es que con la decepción que
produce nuestro hostal, de buena gana hubiésemos reservado una habitación en el
Parador (un hotel lujoso), frente a la catedral de Santo Domingo. Pero no hay
habitaciones triples disponibles. Nos cuesta trabajo, pero finalmente logramos
resolver el tema del alojamiento, por unos 60 euros aproximadamente. Dado que
la caminata había dejado un pequeño hueco en el estómago de los peregrinos, nos
juntamos en la pieza de Julio para probar el Rioja y el queso de la zona. Buenos
y más que buenos, lo que ayudó lo suyo a un descanso plácido hasta la hora de
la cena. Salimos a recorrer la ciudad que se retorcía de muchedumbre y ruidos
en el paseo en el que estaba la feria agrícola. Caminamos por sus callejas,
evitando los charcos dibujados por una lluvia que al fin había dado tregua,
mezclándonos con otros peregrinos que hacían lo mismo que nosotros, hasta que
encontramos un sitio para cenar que prometía una buena experiencia.
El restaurante se llama ‘El Mono’ y tiene en la parte trasera del bar un salón en el que se sirven las comidas. Manteles y servilletas de tela, copas adecuadas, pocas mesas. Confortable. A nuestro lado está cenando un grupo de ocho o diez personas, llegadas desde Catalunya, que planean una caminata para el día siguiente hasta Santo Domingo de la Calzada. No están muy acostumbradas a ese tipo de actividades y deciden que dos miembros del grupo irán en coche y darán apoyo desde el final de la etapa en caso de que alguien no quisiera caminar más. Nosotros nos miramos como diciendo ‘… y ya que estamos también podrían llevarnos a nosotros, ¿no?’ Sobre todo porque la perspectiva de la lluvia quita bastante el encanto del Camino, aunque fortalece las actitudes y templa los ánimos.
Acude la camarera. Dejamos de lado la sugerencia de menú y apostamos por una cena a la carta. Compartimos unas entradas de rabas y pimientos del padrón: unos chiles verdes y pequeños, muy sabrosos, que ocasionalmente pican, respaldando el dicho ‘pimientos del padrón, unos pican y otros non’. Sin embargo, Julio insiste en que es todo una fábula y que nunca jamás ha probado uno de esos pimientos que recuerde como picante. Pero, la vida da vueltas y vueltas, mis amigos, y al cabo siempre hay que estar atentos a la moraleja. Instantes después de su afirmación, muerde un pimientito y casi se desmaya: jura que se le aparece Belcebú y miles de otros demonios, su lengua se inflama y los ojos se le salen de las orbitas. Lo único que repite, mientras bebe el vino blanco de Rueda, helado y en un punto óptimo de acidez, es ‘Joder, joder’. Con Laura nos reímos y ella le cuenta a Julio un episodio que vivió en México DF, cuando por error se engulló un chile habanero completo, de un solo bocado y tuvo la sensación de ser la mujer bala, como si hubiese salido disparada a la estratosfera. Dice que el mundo le daba vueltas. Se sentaba y se paraba, como un ‘pupinauta’ sin control. Cuando estaba por caer redonda, una amiga se acerca a ayudarla y Laura se amarra como Monzón en el 9 round de la pelea con Benny Briscoe, cuando el morocho lo alcanzo con un cross que le hizo girar la cabeza como si Monzón estuviese filmando ‘el Exorcista’. Así que, con la soltura de quien es veterana en los picantes, con la experiencia de quien ha vivido en México el tiempo suficiente para familiarizarse con diversos chiles muy peleones, elige otro pequeño y se lo zampa sin mayores preámbulos. A los pocos segundos, comienza a toser y llorar. También repite ‘Joder, joder’ y busca meterle mano al Verdejo como chancho a la batata. Al igual que diría una propaganda de años atrás: ‘poderoso el chiquitín’. Yo trato de encontrar alguno que pique, pero no hay suerte. El resto de la parva de pimientos son dulces e inocentes.
Llegan nuestros segundos platos. Junto al Rape a la parrilla –para Julio, un bistec - damos cuenta de otra botella de Verdejo, llamada ‘Tremendus’, a pesar de su nombre, resulta grato para acompañar nuestra comida. De sobremesa, les leo partes del libro de leyendas y de una revista sobre el Camino de Santiago en su paso por La Rioja. Nos quedamos con una frase: ‘A Santiago nunca se llega. Solo se va’. Dos cosas nos intrigan de esa frase. Por una parte, la idea de Santiago como una metáfora del componente iniciático, del conocimiento que nunca se completa, de las virtudes que nunca son suficientes, de la vida que nunca termina de dar todo lo que promete. Por otra parte, el subrayado de la dirección del Camino. Seguramente un milenio atrás las cosas han sido diferentes, ya que, en general, quienes peregrinaban a Santiago tenían necesidad también de regresar caminando hacia su punto de partida. Pero ahora, los peregrinos – unos atrás y otros adelante – van siguiendo la misma dirección. En este sentido, a Santiago sólo se va. Ocasionalmente, encontramos a algunos compañeros que hacen el Camino de vuelta. Siempre solos, carentes de referencias sociales, alucinados de cosas que cada uno ha encontrado en el Camino y de las que no quieren desprenderse jamás. La verdad: impresionan un poco y, en general, tratamos de evitarlos.
Finalmente, salimos a la noche y los bares. Regresamos al mismo sitio que frecuentamos a la tarde, seducidos no sólo por las bondades de la ‘Estrella Galicia’ sino también por un par de pantallas enormes en las que reproducen el partido del Barcelona y el Sevilla. Nuestro corazón está con el Barcelona, pero la parroquia del lugar acompaña al Sevilla. Se sufre durante todo el partido, porque el Barcelona juega peor que el equipo del Colegio de Abogados de Santiago del Estero. Encaja dos goles rápidamente y todo hace palpitar una derrota. Pero, por esas cosas del fútbol, reacciona y en los últimos minutos, empata el resultado. Empate a dos y cuatro minutos de descuento todavía por jugar. Todo el mundo en el bar grita y opina, se adivina el drama. Finalmente, en una jugada increíble, el Barcelona convierte el tanto de la victoria. Nos paramos en las sillas gritando ‘Dale campeón, dale campeón’ mientras que de algunos rincones se escucha ‘Putos, putos’. Pero, afortunadamente la cosa no llega a mayores ya que pagamos nuestras consumiciones y rápidamente salimos a la noche de Nájera. Mañana nos esperan 21 kilómetros, hasta Santo Domingo de la Calzada, así que regresamos al Hostal, miramos lo que nos queda de nuestra botella del reserva de La Rioja (el de la zona, cortesía del dueño, ha quedado intacto). Alzamos nuestras copas y brindamos por las cosas que hemos vivido, por los días que vendrán. Por todos ustedes, mis amigos. Salud y buen camino.
El restaurante se llama ‘El Mono’ y tiene en la parte trasera del bar un salón en el que se sirven las comidas. Manteles y servilletas de tela, copas adecuadas, pocas mesas. Confortable. A nuestro lado está cenando un grupo de ocho o diez personas, llegadas desde Catalunya, que planean una caminata para el día siguiente hasta Santo Domingo de la Calzada. No están muy acostumbradas a ese tipo de actividades y deciden que dos miembros del grupo irán en coche y darán apoyo desde el final de la etapa en caso de que alguien no quisiera caminar más. Nosotros nos miramos como diciendo ‘… y ya que estamos también podrían llevarnos a nosotros, ¿no?’ Sobre todo porque la perspectiva de la lluvia quita bastante el encanto del Camino, aunque fortalece las actitudes y templa los ánimos.
Acude la camarera. Dejamos de lado la sugerencia de menú y apostamos por una cena a la carta. Compartimos unas entradas de rabas y pimientos del padrón: unos chiles verdes y pequeños, muy sabrosos, que ocasionalmente pican, respaldando el dicho ‘pimientos del padrón, unos pican y otros non’. Sin embargo, Julio insiste en que es todo una fábula y que nunca jamás ha probado uno de esos pimientos que recuerde como picante. Pero, la vida da vueltas y vueltas, mis amigos, y al cabo siempre hay que estar atentos a la moraleja. Instantes después de su afirmación, muerde un pimientito y casi se desmaya: jura que se le aparece Belcebú y miles de otros demonios, su lengua se inflama y los ojos se le salen de las orbitas. Lo único que repite, mientras bebe el vino blanco de Rueda, helado y en un punto óptimo de acidez, es ‘Joder, joder’. Con Laura nos reímos y ella le cuenta a Julio un episodio que vivió en México DF, cuando por error se engulló un chile habanero completo, de un solo bocado y tuvo la sensación de ser la mujer bala, como si hubiese salido disparada a la estratosfera. Dice que el mundo le daba vueltas. Se sentaba y se paraba, como un ‘pupinauta’ sin control. Cuando estaba por caer redonda, una amiga se acerca a ayudarla y Laura se amarra como Monzón en el 9 round de la pelea con Benny Briscoe, cuando el morocho lo alcanzo con un cross que le hizo girar la cabeza como si Monzón estuviese filmando ‘el Exorcista’. Así que, con la soltura de quien es veterana en los picantes, con la experiencia de quien ha vivido en México el tiempo suficiente para familiarizarse con diversos chiles muy peleones, elige otro pequeño y se lo zampa sin mayores preámbulos. A los pocos segundos, comienza a toser y llorar. También repite ‘Joder, joder’ y busca meterle mano al Verdejo como chancho a la batata. Al igual que diría una propaganda de años atrás: ‘poderoso el chiquitín’. Yo trato de encontrar alguno que pique, pero no hay suerte. El resto de la parva de pimientos son dulces e inocentes.
Llegan nuestros segundos platos. Junto al Rape a la parrilla –para Julio, un bistec - damos cuenta de otra botella de Verdejo, llamada ‘Tremendus’, a pesar de su nombre, resulta grato para acompañar nuestra comida. De sobremesa, les leo partes del libro de leyendas y de una revista sobre el Camino de Santiago en su paso por La Rioja. Nos quedamos con una frase: ‘A Santiago nunca se llega. Solo se va’. Dos cosas nos intrigan de esa frase. Por una parte, la idea de Santiago como una metáfora del componente iniciático, del conocimiento que nunca se completa, de las virtudes que nunca son suficientes, de la vida que nunca termina de dar todo lo que promete. Por otra parte, el subrayado de la dirección del Camino. Seguramente un milenio atrás las cosas han sido diferentes, ya que, en general, quienes peregrinaban a Santiago tenían necesidad también de regresar caminando hacia su punto de partida. Pero ahora, los peregrinos – unos atrás y otros adelante – van siguiendo la misma dirección. En este sentido, a Santiago sólo se va. Ocasionalmente, encontramos a algunos compañeros que hacen el Camino de vuelta. Siempre solos, carentes de referencias sociales, alucinados de cosas que cada uno ha encontrado en el Camino y de las que no quieren desprenderse jamás. La verdad: impresionan un poco y, en general, tratamos de evitarlos.
Finalmente, salimos a la noche y los bares. Regresamos al mismo sitio que frecuentamos a la tarde, seducidos no sólo por las bondades de la ‘Estrella Galicia’ sino también por un par de pantallas enormes en las que reproducen el partido del Barcelona y el Sevilla. Nuestro corazón está con el Barcelona, pero la parroquia del lugar acompaña al Sevilla. Se sufre durante todo el partido, porque el Barcelona juega peor que el equipo del Colegio de Abogados de Santiago del Estero. Encaja dos goles rápidamente y todo hace palpitar una derrota. Pero, por esas cosas del fútbol, reacciona y en los últimos minutos, empata el resultado. Empate a dos y cuatro minutos de descuento todavía por jugar. Todo el mundo en el bar grita y opina, se adivina el drama. Finalmente, en una jugada increíble, el Barcelona convierte el tanto de la victoria. Nos paramos en las sillas gritando ‘Dale campeón, dale campeón’ mientras que de algunos rincones se escucha ‘Putos, putos’. Pero, afortunadamente la cosa no llega a mayores ya que pagamos nuestras consumiciones y rápidamente salimos a la noche de Nájera. Mañana nos esperan 21 kilómetros, hasta Santo Domingo de la Calzada, así que regresamos al Hostal, miramos lo que nos queda de nuestra botella del reserva de La Rioja (el de la zona, cortesía del dueño, ha quedado intacto). Alzamos nuestras copas y brindamos por las cosas que hemos vivido, por los días que vendrán. Por todos ustedes, mis amigos. Salud y buen camino.
29 de Septiembre
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