viernes, 12 de abril de 2013

14. Hornillos del Camino – Castrojériz


14. Hornillos del Camino – Castrojériz

(21 kilómetros)



Mi descanso nocturno se divide en dos etapas. Las primeras horas, en las que duermo razonablemente bien y, luego, ya perfilando la madrugada, el dolor del ligamento dañado me muerde sin piedad. En esos momentos acudo al ibuprofeno y recién puedo volver a dormir cuando el calmante hace su efecto. Por ello, a la hora de levantarse, me invade una pereza que solo se extingue con dos tazas de café. Cerca de las ocho, bajamos a desayunar y vemos que la sala común hierve de gente. La mayoría son peregrinos mayores, que madrugan bastante y ya están listos para pagar su factura y retomar la marcha. Nosotros seguimos siendo más bien remolones y casi siempre somos los últimos en terminar nuestro desayuno y volver al camino.
Nos sentamos en una mesa en la que todavía hay restos del desayuno de otros peregrinos y a los pocos minutos aparece la dueña, que es la que se encarga de atender la cocina y servir las mesas. Es una mujer joven, simpática, amable y está enfundada en un atuendo de gimnasia muy ajustado, que le confiere más un aire de Pamela Anderson en Baywatch que de dueña de un alojamiento de peregrinos. El desayuno es sencillo, sin frutas, pero con abundancia de panes, dulces, mantequilla, tostadas y queso. Arreglamos nuestro equipaje, pagamos nuestra cuenta y salimos al aire fresco de otoño. A pesar de ser un poco más de las ocho,  el sol todavía está bajo. Al llegar al albergue nos encontramos con Raquel, que anoche se ha dejado su mochila en el bar y está esperando a que abran para recuperar lo olvidado. Nos prometemos encontrarnos más adelante y seguimos.
Vamos avanzando entre campos de cereales, que en este momento están siendo removidos para oxigenar la tierra y preparar la próxima siembra. El paisaje es monótono y obliga a mirar las cosas de otra manera; viendo pero también imaginando, componiendo sobre este paisaje vacío otras formas y perspectivas. 



Es como si hubiese un mensaje oculto difícil de descifrar entre tanta piedra, meseta y colores otoñales. Esta parte de la peregrinación, desde Burgos hasta León, tiene una denominación especial entre los teóricos del Camino. Se llama ‘Del mito al rito’ y la idea que trasmite es la siguiente. En los primeros días (i.e. las etapas de Saint Jean, Roncesvalles, Pamplona, Logroño, etc.), el peregrino va encontrándose con abundantes leyendas y símbolos, con impresionantes monumentos, hospitales e iglesias, con una multitud de detalles que ayudan a enfocarse en los desafíos del Camino. Todas estas cosas son una suerte de vocabulario básico que se incorpora de manera inconsciente. Este alfabeto se va aprendiendo día tras día, poco a poco. A partir de Burgos, desaparecen esos indicios y la ruta se convierte en una travesía por caseríos remotos, huérfanos de monumentos y atractivo. Todo invita a centrarse en uno mismo y así el peregrino deja de ser un espectador de los cambios ajenos y comienza a ejercitar su propia transformación. Por ello, estas etapas son asociadas con la idea mística de la muerte, que en los ritos de iniciación es sólo una nueva manera de comenzar a caminar.


Poco a poco se va imponiendo la rutina del peregrino: desprenderse de lo innecesario, reconocer al compañero de ruta, compartir con ellos muchos momentos de cada día y de esa manera se alcanza una primera certeza: no caminamos solos. Ello lleva también a aceptar que las metas fijadas (ya sean éstas llegar a Santiago o cumplir algún otro propósito) no se alcanzan en soledad, sino que siempre lo hacemos juntos con otros compañeros. Para mí ha sido natural pasar de esta idea a otra más general: el camino puede ser una metáfora de otras cosas de la vida, donde siempre encontraremos – al igual que en el Camino – gente que va delante nuestro y también detrás de nosotros. Siempre encontraremos compañeros más talentosos, mejores y también otros que van rezagados, pero todos vamos a Santiago. Tal vez nunca lleguemos a nuestras metas, pero no podemos dejar de intentarlas.
De nuestra pequeña comunidad, quizás Julio sea el que más lucha por vislumbrar ese misterio que promete el Camino. Con frecuencia veo en mi hermano unas ansias de participar de cosas espirituales simples y profundas. No es una búsqueda estética, o al menos no tiene la perspectiva de un espectador, el punto de vista de quien ve una pintura en una exposición; más bien su impulso es el mismo que el del autor, y conlleva una pasión de hacer cosas con su vida. Laura es mucho menos transparente y su modo de internalizar los ritos del Camino no está para nada disociado de su vida cotidiana. En cierto sentido, da la impresión de que lo único que le importa es seguir una ruta que ofrece una buena infraestructura, paisajes, y compañeros de camino. Si en lugar de conducir a Santiago de Compostela, el destino fuese Lyon, creo que le daría lo mismo. Por ello, si el Camino impulsa algún cambio en Laura será menos reconocible que en el caso de Julio, pero no menos profundo y sincero. Finalmente, en mi caso, no tengo dudas que el Camino me ha cambiado de muchas maneras, pero ello ocurrió ya desde antes de iniciar nuestra caminata en Roncesvalles. La preparación, la búsqueda de compañeros de ruta, los desvelos inevitables de abandonar durante un mes las cosas comunes y echarse a andar han sido para mí tan importantes como otros episodios en el Camino. A semejanza de Julio, y a diferencia de Laura, yo no dudo en adoptar públicamente todo lo que el Camino ofrece, pero lo que me distingue de Julio - y más aún todavía, de Laura - es que yo no reniego de las cosas más populares y kitsch como una vieira de peregrino hecha de plástico, el anillo del Santiago, las remeras del Camino, sellar las credenciales, desear ‘buen camino’, etc. Julio y Laura miran con cierto horror esos objetos y prácticas. Cuando, en Roncesvalles, colgué de  mi mochila la vieira de peregrino, ellos consideraban seriamente la posibilidad de negarme tres veces como Pedro a Jesucristo. Incluso logré desbaratar un complot que habían urdido con el objetivo de hacer desaparecer al fetiche. ¿Vieron, mis amigos, que cuando los niños se encuentran con cachorritos de perros o gatos, exclaman ‘qué hermosos’, ‘quiero uno para mí’ y cosas por el estilo? Pues bien, no es lo que ocurre con Julio y Laura cuando luzco mis tesoros de peregrino. Ellos no saludan con entusiasmo al merchandising que exhibe su hermano del Camino, sino que más bien murmuran por lo bajito ‘groncho’, ‘hortera’, ‘grasa’ y huyen despavoridos como si el mal gusto fuese contagioso.
Con frecuencia conversamos sobre las cosas que nos deja el camino, de manera directa o indirecta. Pero no es un tema dominante y ninguno de nosotros está dispuesto a empañar la experiencia con demasiada teoría sobre cambios, mitos y ritos. Para nada. Si hubiese que elegir una manera breve de caracterizar nuestras sensaciones diría que prima la alegría y el compañerismo. Realmente, viajamos bien juntos y tanto Julio como yo anotamos nuestras impresiones en nuestras cotidianas crónicas en la red. Mientras que yo escribo en Facebook, dejando en mi muro una perspectiva del día a día, Julio va desgranando en su blog ideas más complejas, en las que el amor y el camino se unen de manera inextricable.
Ya desde el inicio de su Camino Julio ha intuido la importancia de este tema y, cerca de Logroño, ha comenzado a articular expresamente sus pensamientos sobre esa conexión. Podría decirse que para Julio el amor es inescapable; algo que aquí, en el Camino, se esfuerza en rescatar explícitamente en cualquier relación personal que se presenta. Su objetivo es introducir una y otra vez el tema del amor para que nadie – por vergüenza, pereza o negligencia – deje de lado este tema central. Él trasmite la impresión de que  una vida sin amor es un desastre, un Apocalipsis, pero  su tono narrativo no es profético ni pretende enseñar las recetas infalibles de la felicidad. Por el contrario, él no se siente a salvo y, más aún, a menudo su relato se tiñe de la melancolía de quien asume que ya no podrá ser rescatado. A diferencia de lo que ocurre con la historia de París y Helena de Troya en la que, en nombre del amor, se desencadenan pasiones, penurias y, finalmente, una guerra, Julio mira los episodios del amor con cierta resignación. En esas ocasiones, parece tomar distancia de sí mismo, interpelándose y ocultando las claves de la respuesta. Como Dante luego de interrogar a Paolo y Francesca en el canto V de la Divina Comedia, Julio es capaz de sentir compasión por los destinos inevitablemente contrariados que aguardan a los amantes. Tal vez, si Julio volviese a caminar esta misma ruta, su tema de introspección sería diferente, pero en esta ocasión ha sido el amor y, para nosotros, para Laura y para mí, ha sido un placer acompañarlo en esta búsqueda.
Caminando, pensando en nada, a media mañana llegamos, casi de improviso a Hontanas.


Es un pequeño pueblo, en una hondonada del Camino y ello impide verlo desde lejos. En la antigüedad era un lugar donde los pastores acudían a dar de beber a sus majadas (el nombre deriva del latino ‘Fontana’) y se fue progresivamente fortificando para evitar el ataque de los lobos. En el siglo XVII, el cura boloñés Domenico Laffi - en su libro sobre el Camino de Santiago, Viaje a Poniente - la describe como ‘pequeña, desafortunada y pobre’. Tal vez esta descripción siga siendo verdadera, pero no es muy diferente a muchos otros caseríos y poblaciones que hemos recorrido en las anteriores jornadas. Allí encontramos a Olga, tomando una café con leche en el bar frente a la iglesia. 


Nos sumamos a su pausa, sellamos nuestras credenciales, pedimos café y un poco de hielo para mi lesión. Olga nos cuenta que Namí ha decidido marchar por su cuenta. Sin decir absolutamente nada ha armado su mochila y ha emprendido el camino. No sabe por qué, pero esa decisión le ha dolido. Lo siente casi como una traición. Tratamos de levantarle el ánimo. Le digo que el hecho de que no haya dicho nada no es un dato o indicador decisivo porque si hubiese dicho algo seguramente habría sido ‘Eto, eto’ y eso no hubiese ayudado mucho en la explicación. El chiste pasa sin pena ni gloria. Laura le sugiere que, tal vez, Nami está dolida porque no la invitaron de bares en Burgos dos noches atrás y Olga responde que, muchas veces, se sentía fatigada de tener que cuidar del bienestar de Namí y que esa noche no tenía ganas de pasarse la mitad del tiempo intentando comunicarse con ella. Laura le aclara que no era un reproche; solo señala que a lo mejor Namí sintió, después de Burgos, que sobraba en nuestra comunidad. Olga es una mujer fuerte, capaz de analizar fríamente las situaciones y tomar decisiones drásticas y racionales. Se sacude la melancolía y cambia de tema. Nos pregunta por Raquel y le contamos lo que nos dijo a la salida de Hornillos. Decide seguir adelante ya que no hay garantías de que Raquel aparezca de manera inminente. Nosotros terminamos nuestro café y escuchamos un rato unas canciones con la guitarra que improvisan los peregrinos de New Orleans, ‘Walking to Santiago’. Son cuatro chicos que se divierten bastante, siempre de buen humor, aunque las ampollas que tiene uno de ellos abren cierta incertidumbre sobre el resultado de la peregrinación.
Seguimos. La meseta de Castilla es interminable. Al poco rato se nos une un peregrino de cerca de 60 años, con un aire atípico. Camina con un ritmo firme pero deja una sensación de que no está allí para intentar llegar a Santiago. Casi todos los peregrinos nos son ya conocidos pero a él no lo habíamos visto nunca. No es probable que haya iniciado su camino en Hontanas o en Hornillos, así que es inmediata la sensación de que hay algo fuera de lugar. Habla - como podría ser de otra manera - sobre todo con Julio y cuenta que es un apasionado del Camino. Es vasco y ya ha llegado a Compostela  más de una vez, pero siempre que puede sale a dar vueltas unos cuantos kilómetros. Le quedaba todavía unos cuantos días de vacaciones y ha decidido salir en coche por Castilla y León. Lo acompañan su mujer y su cuñado, pero a ellos no les interesa el Camino. Lo han dejado en Hontanas y se han ido de compras a Burgos. Luego, a la tarde, lo recogerán en Castrojériz. Nos cuenta de lo duro que puede ser el Camino en diferentes épocas del año y también de lo diferente que es el paisaje en primavera o verano, cuando los campos están verdes de sembradíos y parecen un mar en movimiento cuando los mece el viento. Nos señala a lo lejos una silueta en el horizonte y nos dice que si forzamos la vista distinguiremos los famosos ‘Picos de Europa’. Pueden creerme, mis amigos, lo intentamos con ganas, sobre todo Laura y yo que años atrás estuvimos recorriendo esa zona maravillosa, pero el resultado de nuestro esfuerzo se resume en la canción de Los Fabulosos Cadillacs, ‘nada, nada, no veo un carajo’. Le preguntamos si el resto del camino es similar y la respuesta afirmativa es rápida y contundente, pero nos advierte que en la etapa de mañana sudaremos de lo lindo a la salida de Castrojériz.
Julio apura el paso y va charlando con el vasco. Con Laura caminamos un poco más atrás, siguiendo nuestro propio ritmo. Quedamos en reunirnos en las famosas ruinas del Convento de San Antón ya que allí seguramente encontraremos algún bar o tienda para armar unos bocadillos. El convento fue fundado en el siglo XII, más precisamente en 1146 y fue la sede de la Encomienda General de la Orden de San Antón (o San Antonio, 251-356).



La vida de este Santo es razonablemente bien conocida por obra de San Atanasio y ha ejercido un profundo impacto en las leyendas y mitos de las primeras comunidades de cristianos. Fue un ermitaño dedicado al cuidado de pobres y enfermos y, a pesar de que había ordenado que sus restos fuesen sepultados en una tumba anónima, sus huesos fueron llevados a Alejandría, Constantinopla y luego a Francia. En la Europa del siglo XII adquirió una extraordinaria fama por su intercesión milagrosa en una enfermedad particularmente cruel, conocida desde entonces como ‘Fuegos de San Antón’.
El mal de San Antón es una gangrena infecciosa, que provoca tanto llagas como también convulsiones, alucinaciones y trastornos motrices. Por ello, fue asociada con la lepra y la epilepsia y es prudente recordar que, en la antigüedad, ambas enfermedades fueron vistas como manifestaciones de la posesión diabólica. Así, los leprosos eran tratados con especial repugnancia y aprehensión; los lugares de tratamiento estaban ubicados fueras de los núcleos urbanos y, con frecuencia, cuando mendigaban, eran apedreados por las temerosas multitudes. Los discípulos de San Lázaro tomaron a su cargo el cuidado de los leprosos (de allí el popular nombre de esos hospitales como ‘Lazaretos’) y los hermanos de la Orden de San Antón, los antonianos, se especializaron en el cuidado de los aquejados por el mal del ‘Fuego de San Antón’.
Recién en 1670, Guy Thuiller, identificó con precisión el origen de la enfermedad: un hongo tóxico de la espiga del centeno (Claviceps purpurea). Pero la enfermedad solo la desarrollaban aquellos que tenían alguna llaga o ulcera previa (en la boca, estómago, etc.) y esa condición contribuyente dificultó notablemente la explicación de la relación entre el consumo de centeno y la enfermedad. Los síntomas de la enfermedad son tan espectaculares que han trascendido con creces el ámbito de la medicina y se han injertado en la ficción y la imaginación popular. Por ejemplo, en la cuarta temporada de la serie Dr. House hay un episodio dedicado a esa enfermedad y, en algunos lugares de España, en la conmemoración de este Santo, se encienden hogueras y se cantan coplillas como:

Para la hoguerica de San Antón
el que no trae leña, no come turrón

Además, algunos estudios relacionan esta enfermedad con el famoso caso de las ‘Brujas de Salem’ en Norte América, aunque los académicos más serios señalan que ello es todo una patraña. Finalmente, en el siglo XX las sustancias responsables de los efectos alucinógenos del cornezuelo de centeno fueron aislados en el laboratorio suizo Sandoz (actualmente ‘Novartis’), y el principal responsable de esas investigaciones era Albert Hoffman. En Wikipedia se puede leer la siguiente caracterización:

Albert Hofmann (11 de enero de 1906 - 29 de abril de 2008) fue un químico e intelectual suizo, nacido en Baden, Argovia. Describió la estructura de la quitina, pero es más conocido por ser el primero en haber sintetizado, ingerido y experimentado los efectos psicotrópicos del LSD, mientras estudiaba los alcaloides producidos por el cornezuelo del centeno.

Mis amigos, no hace falta aclarar que nuestro interés en el hospital de los antonianos no tenía nada que ver con los alucinógenos y estupefacientes - aunque no son muchos los peregrinos que hubiesen rechazado una ayudita en el Camino - sino simplemente con el patrimonio histórico, cultural y arquitectónico de la zona. No es del todo claro por qué una orden tan importante desapareció tan de prisa. En parte, se afirma que ello fue consecuencia del interés de los monjes en experimentar ciertos tratamientos heterodoxos con los enfermos - que terminaban frecuentemente en amputaciones y muerte del paciente. A ello debe agregarse que nadie podía visitar el hospital sin estar enfermo y los peregrinos sanos encontraban  comida y bebida en las hornacinas del convento pero jamás eran admitidos dentro de sus muros. Este alejamiento de la vida comunitaria y el velo de silencio sobre lo que ocurría con los enfermos alimentaron la maledicencia popular que propagó rumores de todo tipo.  En conclusión, un acoso mediático fue probablemente la puntilla que obligó al rey a retirar los favores reales. El resto es sólo la crónica de una ruina incansable que sucede al olvido. Por ello, cuando llegamos allí y nos reunimos con Julio sólo podemos lamentarnos del extraordinario deterioro de ese espectacular convento, ya sin nada, pero donde es fácil adivinar que hubo casi todo de todo.



Las ruinas del convento son hermosas, pero no ofrecen ningún tipo de comodidad para comer en ese lugar y decidimos seguir adelante. Casi al alcance de la mano se divisa un caserío, y no sabemos bien de qué se trata ya que no está marcado en nuestras guías. Decidimos seguir hasta allí, pero Julio va a explorar una variante para visitar un famoso monasterio de la zona, apartado un kilómetro de la ruta principal. Ultriea, hermano querido. Buen Camino. 


Seguimos con Laura por una carretera secundaria y llegamos a la periferia de Castrojériz, donde encontramos una iglesia espectacular, Santa María del Manzano. Hace años habíamos estado allí con Laura y descubrirla nuevamente, casi por casualidad, es una emoción intensa y linda. Al frente de la iglesia hay un bar adonde nos dirigimos ya casi de manera inconsciente. Nos encontramos con Olga. Besos y cervezas que nos invita Olga, mientras Laura me consigue una bolsa con hielo para la lesión. Conversamos de todo y nada. Un poco más tarde llega Julio, que maldice a las monjas del convento ya que las visitas han terminado al finalizar el verano. Pero dos cervezas mejoran el ánimo y la intensidad de las emociones fluyen naturalmente. Poco a poco se advierte un desenlace inevitable en la historia de afectos y desencuentros de Olga y Julio, pero todo ha de llegar en el momento en que ellos crean apropiado.
El bar, al igual que muchas otras casas del lugar, tiene un manzano. Les cuento la leyenda de la Colegiata de Santa María. Ya en Los Arcos, varios días atrás, habíamos descubierto la simbología que rodea a las representaciones de la virgen y la manzana; el pecado ofrecido en forma de manzana por la mano de Eva es neutralizado por la virgen María. En este caso se añade un detalle ya que, según la leyenda, el mismo apóstol Santiago saltó con su caballo blanco desde el castillo de Castrojériz en una pirueta prodigiosa y, al caer, una de las patas del animal golpeó en el tronco de un manzano. El árbol se partió con el golpe y allí dentro encontraron la imagen de la virgen que se venera en esa iglesia. La leyenda es básicamente absurda. ¿Qué hacía Santiago en el castillo de Castrojériz? ¿Por qué dio su caballo ese salto prodigioso? No hay manera de organizar un relato coherente con este material y todo da la impresión de ser tan solo una mala campaña publicitaria.  
La Colegiata de Santa María del Manzano, fundada en 1214, es un imponente ejemplar de la transición del románico al gótico, pero también está cerrada. Ello nos priva de ver de manera apropiada tanto a la iglesia como a su rosetón espectacular, muy conocido en el Camino no sólo por su belleza sino también por estar lleno de claves místicas.



Reemprendemos el Camino, pero afortunadamente a pocos centenares de metros, sobre la misma senda jacobea, encontramos a nuestro alojamiento: Hotel La Cachava. Sellamos las credenciales, recogemos nuestros equipajes y nos registramos. El hotel tiene clase. Tanto su mobiliario general como las habitaciones son delicados y acogedores. El cuarto es amplio, con una especie de altillo donde está la cama de Julio, que inmediatamente se conecta a internet a revisar sus mensajes y continuar con su blog. Con Laura, nos inclinamos decididamente por la siesta.
Al despertarnos, Julio ya está preparado para salir a dar una vuelta por el pueblo. Mientras nos desperezamos nos cuenta que una mujer, luego de leer las últimas entradas de su blog, le ha escrito un correo electrónico. Le preguntamos cómo se llama, pero nos responde que el mensaje viene desde una cuenta especial ‘mejor_sin_nombre@hotmail.com’, y que no tiene la más remota idea de quién puede ser. Por alguna razón, ella se siente agraviada con esa exaltación genérica del amor y el camino. Le parece demasiado abstracto, como una suerte de coartada, pero no termina de concretar su queja. El tono de su mensaje es, predominantemente, el del despecho y tanto promete como amenaza. Su principal agravio parece ser el siguiente: aunque Julio proclame en la último entrada de su blog que el amor es como un rayo que instantáneamente te atraviesa y transforma, ella ve que eso es un escudo para impedir un compromiso genuino y que ya es hora de que abandone todas esas ideas y acuda a sus brazos para que el rayo los consuma inseparablemente juntos.
Mis amigos, yo siempre he luchado por el amor y ese final me conmueve y me inspira. Por ello, cubierto solo por las sabanas, como la toga enrollada en un patricio romano, me incorporo en la cama y declamo ese poema clásico:
Si ya se que no hay amor sin soledad
que a veces las palabras se terminan
que a veces es preciso una mentira
que a veces hay pereza en nuestras manos

Si, si si te quiero con el corazón...

Laura grita aterrorizada por mi contribución a la espantosa frase final de la enamorada de Julio y mi hermano se arroja sobre su morral buscando la estampita de Santiago que lo protege de toda amenaza. Pero, dando muestra de mi inagotable repertorio, donde brillan tanto los clásicos como los contemporáneos, le digo que no se preocupe, que ya tengo otra composición inmortal para perpetuar el momento.
Tú, no podrás faltarme cuando falte todo a mí alrededor
Tú, aire que respiro en aquel paisaje donde vivo yo...

Y así como el rayo de luna se filtra en medio de los nubarrones, el rayo del amor se abre paso en ese cuarto de Castrojériz. ¡Que hermoso, mis amigos, cuando la historia se vuelve canción y florecen las emociones! Así que mirándola a Laura directamente a los ojos canto ‘tus labios de rubí, de rojo carmesí, parecen murmurar mil cosas sin hablar’, sospechando que con esa interpretación se conmoverá y se le pondrá la carne del alma de gallina como dice Sabina. Laura sabe apreciar los grandes momentos y también envuelta en su sábana blanca, se suma al recital. Canta ‘La pájara pinta’, que no es de pasión amorosa pero al menos recuerda su letra completa. Éxito total. Ahora bien, una vez que introducimos a las aves en el repertorio ya pueden imaginarse que no podía pasar por alto a la célebre pieza ‘Cucurrucucu paloma’. Esta interpretación me sale maravillosa y Laura dice: ‘cuchi cuchi, me gustas más que el peregrino australiano’. Le tiro besos mientras sigo inspirado con una guaracha acerca de un pajarito que quiere entrar en su jaulita hasta que Julio, que estaba buscando los tapones amarillos que nos regalaron en Nájera, huye despavorido murmurando ‘qué cochinos’ y promete encontrarnos en la plaza del pueblo un rato más tarde. 
Después de recoger la ropa de la lavadora y arreglar el alojamiento y acarreo de equipajes hasta Fromista, salimos a dar una vuelta. Castrojériz es un  pueblo hermoso y antiguo.



Hay quienes afirman que fue fundado por el mismo Julio César, y los años le han dado un aire mágico, en el que se respira en cada rincón la acumulación del tiempo. El pueblo esta edificado a la sombra de un castillo que fue escenario principal en diversos combates célebres en la época de la reconquista y su fuero, concedido por el Conde García Fernández en el año 974, es el más antiguo de Castilla. Un monolito erigido casi al borde de un barranco, dejando a la vista la inmensidad de la meseta, recuerda con orgullo a ese primer fuero. El goteo constante de peregrinos le ha impreso su carácter a la ciudad y ha estirado su calle principal hasta alcanzar casi un kilómetro y medio de longitud. Por ello se considera que es la ‘calle-camino’ más larga de toda la ruta jacobea. 


Tiene desniveles superados por terrazas y pendientes, que le confieren un aire peculiar en medio de tanta llanura. La tarde es luminosa y vamos recorriendo despacio las iglesias y monumentos. Nos detenemos ante una calavera esculpida en la piedra y tratamos de leer una imagen ya casi completamente borrada.


Finalmente, desistimos y camino de la plaza encontramos a Namí. Nos saludamos con cortesía y cariño, pero da la impresión de que también quiere desprenderse de nosotros. Adiós, Namí. Adiós
Laura tiene fe de que en este pueblo encontrará alguna tienda en la que podrá comprar guantes y un sombrero. En nuestras guías, Castrojériz es señalada como una ciudad que ofrece ‘todos los servicios’. Sin embargo, es prudente recordar que esa calificación la encontramos prácticamente cada vez que un pueblo tiene un supermercado. En otras palabras, Castrojériz no es Manhattan, y su población actual no llega a los 900 habitantes. Cuando llegamos a la plaza, Julio brilla por su ausencia, al igual que los comercios y tiendas en los que Laura había depositado sus esperanzas. Solo encontramos una tienda vieja, un tanto destartalada, pero como está ubicada al frente de un teléfono público, entramos a preguntar si venden tarjetas para llamadas internacionales. El dueño, Amancio Yagüez, que se mueve lentamente porque está con dolor de espalda, nos atiende con mucha amabilidad. Nos pregunta adónde queremos llamar y cuando le digo que necesito una tarjeta para hablar a Argentina nos cuenta que hay muchos argentinos haciendo el camino. Nombra varias ciudades: Mar del Plata, Buenos Aires y nosotros añadimos Santiago del Estero y Córdoba. Nos cuenta pequeñas historias de la gente del camino, sin ninguna prisa por terminar con la venta.
La tienda, llamada el ‘Bazar del Peregrino’, es como la cueva de Ali Baba ya que allí se puede encontrar prácticamente todo lo que se necesita para completar el camino, reparar el embrague del auto, practicar primeros auxilios y probablemente una operación de apéndice y tantas cosas más: papel carbónico, sobres blancos y de papel madera, postales, llaveros, destornilladores de punta plana y estrellada, bordones, botas para vino, cantimploras, anzuelos y cañas de pescar, dulces navideños, cintas de repuesto para máquinas de escribir, cartuchos de impresora, y un largo etcétera. Por supuesto, encontramos la tarjeta para hablar por teléfono y Laura pregunta por gorros y guantes. La respuesta de Amancio es: ‘¿De qué tipo y color?’ ‘Negro’, responde Laura y especifica sus preferencias de estilo y tamaño. El dueño busca entre cajas etiquetadas con rótulos que son imposibles de leer, pero que él parece dominar a la perfección. Finalmente, mientras Laura completa su compra, yo elijo un colgante con una ‘Tau’, es decir con la letra ‘T’ del alfabeto griego. Esa letra es el símbolo de los antonianos y también de los franciscanos. De hecho, San Francisco de Asis la eligió para su orden al regreso de su peregrinación a Compostela. Este colgante asegura, según la leyenda, tranquilidad y armonía, equilibrio interior y energía (como las power balance, pero bastante más económicas), y, cuando llega la hora de la parca, promete un buen morir.
Cruzo la calle para llamar por teléfono, cruzando los dedos para que funcione. Desde que todo el mundo tiene un teléfono móvil, el deterioro de la red pública ha sido imparable y es difícil encontrar un aparato para hablar sin contratiempos. Tengo suerte y puedo llamar a Argentina, mientras Laura me espera sentada a la entrada del  albergue de peregrinos, que ha colgado un cartel informando que no hay más plazas libres. Veo desde la cabina que se acerca un viejito, que camina despacio, apoyándose en su bastón y charla con Laura. Justo cuando termino de hablar, Laura se levanta y viene a mi encuentro. Está un poco perpleja ya que el viejito, sin mayores preámbulos, le preguntó si ella dormía desnuda, y añadió que en ese albergue todos andaban en pelotas. ‘Viejo rabo verde’ murmura Laura, recordando el dicho mexicano, mientras vamos en busca de la otra plaza, en la parte baja del pueblo, de la cual nos anoticiamos por el dueño de la tienda.
Julio tampoco está allí. Seguimos dando vueltas por el pueblo y nos sentamos a tomar un café en los jardines de un hotel que tiene una vista espectacular a la meseta de castilla. Un atardecer hermoso, en un bello jardín que, poco a poco, se va poblando de peregrinos que se alojan allí o simplemente acuden a cenar.



La comida que ofrecen, sin embargo, no tiene buen aspecto y dudamos con Laura de si seguir allí o buscar otro sitio. Julio nos llama por teléfono y le damos las coordenadas para ubicarnos. 


Llega con tiempo para una cerveza antes de que se ponga el sol. Le digo que tengo un regalo para él, y que si adivina de qué se trata, yo pagaré la cena. Consciente de que el desafío es más difícil de resolver que el que Bilbo Bolsón le presentó a Gollum,  le  concedo tres intentos. Me dice sin titubear: 
- Es una tau, de madera. 
Me quedo helado. Ni mandinga hubiese tenido tanta precisión en la descripción y, por eso, sacando la estampita de Santiago Apóstol grito ‘milagro’, ‘milagro’. Julio se ríe y nos dice que minutos después de que nos fuésemos del Bazar del Peregrino, él llego hasta allí a buscarnos y se puso a curiosear entre los objetos. El dueño le preguntó de donde era y Julio respondió: ‘Argentina’. El dueño exclamó ‘Joder, esto ya es una invasión’. Luego, añadió que recién entró una pareja de argentinos, una chica jovencita acompañada de un señor bastante mayor, que no hablaba muy bien el castellano, y que compraron un gorro, unos guantes, una tarjeta telefónica y una tau de madera. Me quedo sorprendido con esa descripción. Atónito. Estupefacto. Pido la repetición de la jugada, en cámara lenta, para constatar una vez y otra vez que Amancio me describe como ‘un señor bastante mayor’, aun cuando es de público conocimiento que soy un año menor que Julio. Me hierve la sangre y clamo venganza contra Amancio Yaguez. ‘Que viejo cabrón’, les digo a mis compañeros de Camino. ‘¿Así que yo soy un señor bastante mayor?’ pregunto retóricamente a mi reducido auditorio. ‘¿Y él?, agrego, ‘¿Qué se cree? Si es más viejo que el Velociraptor’. Entonces, cargado de razones morales, les digo a mis compañeros que hay que exigir una inmediata retractación, que el agravio no puede quedar sin respuestas, que hay que invocar al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, ‘todos para uno, uno para todos’. Miro al horizonte, como los jugadores de la selección al momento de cantar el himno en los partidos del mundial, y declaro que en este momento aciago solo puedo decir una palabra: ‘Argentina, Argentina’. Con eso espero motivar al grupo y emprender el camino de la venganza envueltos en la bandera de la Patria. Pero, Julio sentencia que ‘Argentina, Argentina’ son dos palabras y Laura me dice con su habitual parsimonia: ‘Ser viejo es inevitable, ser gordo no lo es’, y dan por cerrada, sin pena ni gloria, la discusión. Más aun, Julio reclama su premio por acertar el regalo que le había comprado, pero como dijo que el dueño del bazar le había revelado el secreto, protesto su premio. Doy como argumento al viejo refrán ‘A confesión de parte, relevo de prueba’ y declaro nula la apuesta por información privilegiada, pero ello nos sirve para centrarnos en el tema de la cena. Le comentamos de nuestras dudas sobre la calidad de la comida en ese lugar y Julio nos dice que el dueño de la tienda le ha hecho prometer solemnemente que no comerá nada en este sitio. Dañino y perjudicial, es decir: letifero al cuadrado.
Buscamos en la calle principal un lugar para comer, hasta que encontramos una taberna cerca de nuestro hotel. Mandamos un mensaje a Olga y Raquel, pero ellas ya están cenando con otros peregrinos cerca de su albergue. El ambiente es tranquilo y relajado, y ayuda lo suyo al bienestar - como siempre - las dos botellas de Verdejo entre pecho y espalda. La comida es correcta y el plato estrella es un arroz con caracoles que Laura encuentra muy bueno. Un poco después de las diez, el dueño nos dice, con fina ironía, que es usual que los peregrinos se acuesten temprano. Captamos la indirecta y pedimos la cuenta. Nos dice que terminemos tranquilos nuestra botella de vino de Rueda. Queda solo un poco, pero lo suficiente para el brindis a vuestra salud. Hasta mañana y buen camino.

5 de Octubre 

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