17.
Carrión de los Condes- Calzadilla de la Cueza
(17, 2 kilómetros)
Una mañana jodida. El malestar de Laura ha empeorado radicalmente y no tiene fuerzas para levantarse. Al dolor de estómago y las náuseas se le ha agregado un persistente dolor de cabeza. Preguntamos en qué podemos ayudarla; nos preocupa si seguirá o si, por el contrario, hay que buscar un transporte que la acerque hasta la próxima etapa. No se trata de abandonar la peregrinación, sino simplemente de conseguir un taxi que la lleve en un santiamén esos veinte kilómetros y descansar todo el día en Calzadilla. Dicho de otro modo: ya sabemos que ni el dolor de mis ligamentos, ni el malestar de Laura nos impedirán completar nuestro camino. Solo en caso de grave enfermedad o lesión reconsideraríamos esa decisión.
Laura sigue durmiendo y con Julio bajamos al comedor del hotel, que guarda la misma solemnidad que el resto del convento y en el que la permanente música ambiental de canto gregoriano ayuda a oscurecer aún más el ánimo de nuestra comunidad. El desayuno es tipo buffet, bien surtido en jugos, frutas, quesos, embutidos y panes. Como una manera de exorcizar preocupaciones y pesares voy en busca de una buena dosis de cafeína. La cafetera es ultra-moderna; de cápsulas descartables, con luces indicadoras de niveles y compartimientos que se abren y cierran lentamente, con un sonido cool, algo así como ‘chuift’, que produce la sensación de estar manejando una nave espacial. Intento obtener un café expreso, presiono un botón verde e inmediatamente comienzan a parpadean diferentes luces al mismo tiempo. Un reloj inicia una cuenta regresiva, pero no sale el brebaje. ‘Houston tenemos un problema’, le digo a Julio que se acerca y ofrece colaboración. A pesar de nuestra avanzada preparación científica y tecnológica no logramos resolver el misterio. Le recomiendo a Julio que se parapete o pida confesión y sacramento porque ahora la cafetera hace un ruido parecido al del reactor de Chernobyl en los tristes momentos críticos. Parece el espectáculo de luz y sonido de la Casa de Tucumán. ‘Cosa de mandinga’ le digo a Julio y mi hermano me pregunta si, llegado el caso, hay que cortar el cable verde o el rojo. Cinco, cuatro, tres. El contador llega a dos y gritamos ‘zafarrancho de combate’, ‘cuerpo a tierra’, ‘sálvese quien pueda’. Unos japoneses que justo entraban al salón huyen despavoridos, dejando atrás al soldado Ryan. Cobardes. Cero y nada. No pasa nada. Simplemente la cafetera se apaga. Afortunadamente, en ese momento llega una empleada del hotel y resuelve en dos segundos nuestros inconvenientes, colocando la cápsula en el compartimiento adecuado y dejando la vía libre para servir el café.
Nos sentamos a saborear nuestro desayuno. Entre tantas cosas para escoger extraño los huevos revueltos. Mala suerte. Unos alemanes llegan al salón, toman posición al lado nuestro, acaparan todo lo que pueden, es decir: lo mismo que nosotros más cereales y yogurt. Luego, se enfrentan a la maquina diabólica. Aguardo el momento en que la cafetera empiece su ritual infernal y, como consuelo por la derrota en el mundial de fútbol, me preparo para mostrar la superioridad sudamericana, pero, para mi decepción, los alemanes muestran un inigualable dominio de la técnica ya que no tienen problemas en obtener sus cafés. Porca miseria.
Volvemos en busca de Laura. Sigue mal, sin fuerzas para nada. Con Julio arreglamos el equipaje para Jaco Trans y nos sentamos un rato a charlar, mientras Laura hace de tripas corazón y se levanta para una larga ducha. Al finalizar, tiene apenas fuerzas para vestirse y muy lentamente se prepara para el camino. Bajamos. Sellamos nuestras credenciales y pagamos la factura. Nos atiende una muchacha amable que nos invita a visitar el claustro del convento, que está abierto solo para los huéspedes. Laura se sienta, mientras Julio y yo recorremos lentamente ese espacio renacentista, bastante diferente al estilo que caracteriza al convento. Un lugar retirado, apacible, pero extrañamente huérfano de magia.
Salimos al camino, que pasa frente al convento. Julio apura el paso y nos deja atrás rápidamente. Quedamos en vernos en Calzadilla de la Cueza. Acompaño a Laura que va concentrada en resistir y resistir. Dientes apretados, anteojos oscuros para evitar la fotofobia, gorro y guantes para tratar de mantener la temperatura corporal. La viva imagen de la ruina pero va hacia adelante, invocando a Santiago ya que este es el preciso momento en que toda ayuda es bienvenida. Tratamos de desentrañar qué es lo que ha dañado su salud, pero no logramos identificar otra cosa más que la ensalada del día anterior. Julio ha acuñado varias etapas atrás, una frase adecuada para la situación: el camino te busca y te busca; todos los días aprieta las clavijas sobre un punto diferente hasta descubrir tus vulnerabilidades. Pueden estar seguros, mis amigos, que ya llevamos un poco más de 400 kilómetros y hemos aprendido a tener un gran respeto a esta aventura. Emprender la ruta a Santiago no requiere de especial preparación, pero sería una torpeza subestimar el sacrifico que continuamente, día tras día, el Camino impone. Le recuerdo a Laura que está es la etapa asociada con la muerte y, sin fuerzas para sonreír, sólo asiente y ratifica que en ese momento ella ve la parca cara a cara. En nuestra guía se puede leer el siguiente comentario sobre nuestra etapa:
Hay que remontarse a la
primera etapa entre Saint Jean Pied de Port y Roncesvalles para encontrar una
distancia tan abultada entre localidades. Para pasar con éxito y sin penurias
este tramo de cuatro horas, que además carece de fuentes, hay que ir cargado
con al menos un litro de agua, algún bocadillo y fruta.
En los primeros kilómetros la senda está custodiada por pequeños árboles, esbeltos, otoñales, que más sirven para cortar el viento que para arrojar sombra.
A los cuatro kilómetros, el Camino se transforma en una línea recta, polvorienta, reseca y carente de sombra. Los peregrinos siguen aquí el trazado de la vieja calzada romana que unía Burgos y León; de hecho, el nombre de Calzadilla de la Cueza deriva de la intersección de la calzada romana con un recodo del río Cueza.
El dato histórico, sin embargo, es insuficiente para darle un mínimo de encanto a la marcha. Los innumerables guijarros, las piedras redondeadas, la falta de agua, el sol deslumbrando el horizonte, la fatiga, todo conspira para dejar el alma atormentada. De la calzada romana solo ha quedado el trazado ya que ha sido completamente levantada y consolidada nuevamente para que puedan circular tractores y otros vehículos agrícolas.
En el medio de la nada hay una intersección. Un camino de labor que se prolonga hasta ninguna parte cruza a la calzada y allí, en ese lugar, nuestras guías indican que se puede descansar a la sombra de un bar precario, un toldo con un par de sillas que un vecino atiende para aliviar los pesares de los peregrinos y, a la vez, embolsar unas cuantas monedas. Sin embargo, ese día - tal vez por ser lunes o por ser ya otoño - el bar móvil brilla por su ausencia. En una piedra, junto a la flecha que marca el Camino, hay una inscripción que dice ‘Bar a 9 kilómetros’. A Laura se le viene el mundo abajo ya que, para darle ánimos, yo le había prometido que sólo faltaban 5 kilómetros. Se sienta en medio del camino. En la nada. Se tapa la cara y dice que necesita descansar un rato. Es un reclamo nacido de la desesperación. Le digo que no, cosita de dios, ultreia, ultreia, que Santiago no abandona a sus peregrinos. Allí, expuesta al sol y el viento, sin agua, sin un lugar donde apoyar la espalda, todo irá a peor. La ayudo a levantarse y seguimos. Seguimos. Es difícil de explicar la sensación de orgullo y de compañerismo que se genera en esas ocasiones, con la certeza de que el otro, tu prójimo necesita de tu ayuda y que todos vamos juntos. Atrás y adelante van grupos de peregrinos. Algunos tan jodidos como Laura. Por ejemplo, cruzamos al americano, que en la subida al Teso de Mostelares, nos impresionó por su exceso de peso, por el daño en sus rodillas, y por la inquebrantable voluntad de seguir. Nos animan. Seguimos y, un par de kilómetros más adelante, encontramos una fuente que no ofrece garantías sanitarias y, por ello, no es aconsejable beber allí. Pero, al menos serviría para refrescar el rostro si no estuviese seca. Mala suerte. El viento se hace sentir y es frecuente ver, como en las películas del lejano oeste, los rollos de espinos cruzar la senda.
Un poco después del mediodía llegamos a un área de descanso construido por una asociación de amigos del camino. Es prácticamente una caseta, que ofrece reparo del sol y el viento. Allí nos encontramos con Julio y Raquel, que están descansando un momento al igual que una decena de peregrinos. Laura se desploma en un banco, descompensada del esfuerzo y el malestar.
Me pide que la abrigue, aunque hace un calor de justicia. Improvisamos unas mantas con unas toallas y Raquel le ofrece un durazno. Laura lo mira con aprensión ya que tiene unas nauseas penetrantes, pero piensa que tal vez esa fruta ayude a estabilizar su estómago. Sin embargo, comete un error, pero no porque le haga mal sino porque un enjambre de abejas va tras el durazno y revolotea de manera amenazadora. Es tanta la molestia que, finalmente, arroja la fruta y trata de dormir un rato.
Julio conversa animadamente con una peregrina austriaca, hermosa, rubia, espigada, y en evidente buen estado físico ya que no deja de señalar la cantidad de kilómetros que camina por día, como esperando un aplauso de la platea. Julio le dice, cosita de dios, tómeselo con calma, no vaya a ser que se lesione como mi hermano que le duele el ligamento, pero tenga la seguridad de que en caso de que tuviese algún contratiempo, él se ofrece para unos masajes reparadores.
La peregrina, que habla un estupendo castellano, deja pasar con indiferencia el comentario, segura de que no le ocurrirá nada malo y señala a Laura, preguntando si se encuentra mal. Una pregunta increíble ante el panorama que ofrece Laura en su lecho de muerte. Por ello, con ironía Julio le responde que no, que en verdad nos gusta jugar a la momia en los momentos de descanso. En ese momento suena el móvil de Raquel; es Olga quien grita exaltada ‘No es, no es; ¡es solo una puta eremita!’ Después de cortar la comunicación, Raquel nos cuenta que Olga está desesperada por llegar y que una hora atrás le había enviado un mensaje de texto diciendo que ya veía el campanario de la iglesia de Calzadilla de la Cueza, pero que ahora constató, con furia y decepción, que es sólo una eremita en medio de la nada. ‘¿Cuánto falta?’, pregunta Laura. Cuatro kilómetros le respondo, pero la austríaca dice ‘No, ni hablar. Al menos faltan 11 kilómetros’. La declaramos, en ese mismo instante, persona non grata, y nos esforzamos en que Laura crea que esa distancia es hasta Terradillos de los Templarios. ‘No, no, no’ insiste con saña la Austríaca y Julio, saliendo al quite, le propone retomar la marcha y seguir charlando en el camino.
Después de descansar unos pocos minutos, retomamos la senda. Nos despedimos de Raquel y quedamos en vernos más tarde. Avanzamos a buen ritmo, a pesar del malestar de Laura.
Al cabo de una hora, divisamos a lo lejos, la torre que Olga confundió con el campanario de la iglesia de Calzadilla. Por esa razón, vamos hacia su encuentro sin expectativas que puedan frustrarse. Pasamos a 150 metros aproximadamente y vemos que es un cementerio, rematado por una torre o mangrullo que solo dios sabe qué función desempeña.
Seguimos y a los pocos minutos, como un regalo inesperado, hundido en una depresión del terreno e indetectable desde el Camino, aparece Calzadilla de la Cueza. Aleluya, aleluya. Estamos salvados, le digo a Laura, que agota sus últimas fuerzas y apura los pasos para llegar hasta el hostal, Camino Real. Allí, en la puerta, al sol despiadado de la siesta otoñal, está Olga, bebiendo una jarra de cerveza. Nos saludamos y se compadece de Laura. Ofrece ayuda para lo que pudiese aportar y nos cuenta que Julio acaba de llegar y ha subido a la habitación. Ella espera la llegada de Raquel y, luego irán al albergue, que es parte del mismo edificio, pero ubicado en otra ala.
Subimos a la habitación. Julio ya ha recogido los equipajes acarreados por Jaco Trans y en ese momento se dispone a bajar, para completar el rito inquebrantable de celebrar con una cerveza el final de cada etapa. Lo acompaño, mientras Laura se acuesta a descansar. Bebemos y charlamos en el salón interior del hotel. Olga se acerca a preguntarnos por Laura; la invitamos a beber con nosotros, pero prefiere quedarse al sol. Nos conectamos un rato a internet y finalmente, vamos a dormir una siesta. Al levantarnos, Julio dice: ‘Yo pondré la lavadora’. Es una frase extraordinaria ya que normalmente su expresión es ‘Habría que lavar la ropa, ¿no?’. Lavar la ropa es una rutina compartida y cada uno de nosotros se ocupa de ello sin problema, pero siempre nos hace gracia la frase retórica de Julio, que parece sugerir que otros podrían hacerse cargo de esa tarea. Por ello, con Laura respondemos siempre ‘Claro que sí. Allí la tienes’. Estas frases ya son patrimonio común y se repiten prácticamente en cada etapa; por ello, el anuncio directo de que él se encargará de lavar es un indicador claro del estado de postración en el que está Laura. Me quedo un rato en la habitación, leyendo un libro sobre leyendas en el Camino de Santiago y cuando Julio regresa nos ponemos a acomodar la ropa. Laura examina atentamente la tarea y exclama que falta una remera de color lila; ‘mi mejor remera’ dice y eso significa que hay que salir como los bomberos, con la sirena puesta al albergue - que es donde están las lavadoras - para recuperar la prenda maravillosa. Voy urgente. Zuuum, como un rayo, en un abrir y cerrar de ojos. Pero, mis amigos, amargo es confesarlo, regreso sin gloria. Laura monta en cólera. Al igual que el dueño del bar ‘Casa Sabina’ en Roncesvalles, protesta contra el espíritu degenerado de ciertos pillos disfrazados de peregrinos. Grita ‘puta de peregrinos’ y saca la estampita de Santiago para acusarlos directamente con el santo. Con Julio intervenimos unánimemente, como el Consejo de Seguridad de la ONU en momentos de crisis. ‘Sosiegue que viene gente’, le digo a Manrique y me pongo a revolver en su ropa limpia mientras Julio vuelve a mirar en la ropa que acaba de traer. Ya pueden imaginarse el desenlace: la remera lila aparece entre las prendas que nunca fueron a lavarse y, mientras Laura va a ducharse, con Julio respiramos aliviados por haber evitado el desastre, reservamos alojamiento para la próxima etapa y bajamos a tomar un café.
¿Qué se puede hacer en Calzadilla de la
Cueza?
La población es de 55 habitantes, según los datos del censo del 2012. Pero, la verdad es que nuestra percepción es casi de números negativos. Las únicas personas que se ven, además de los peregrinos, son dos hermanos que atienden el hotel y albergue, un brasileño que atiende el bar, dos parroquianos con los que el brasileño juega a las cartas y un par de personas más en las cocinas del hotel. La extensión del caserío es de dos manzanas, rodeado por sembradíos interminables.
Dar una vuelta a todo el pueblo, incluyendo el pequeño repecho hasta el cementerio, lleva no más de cinco minutos.
Así que lo único que podemos hacer es conversar, mientras tomamos un par de cervezas y esperamos que sea una hora apropiada para la cena. Cerca de las siete y media de la tarde, ya con las últimas luces del día, Laura baja y pide una infusión. Se siente mejor, pero le falta bastante para estar recuperada y solo sabe que, si no mejora, mañana no caminará hasta Sahagún. Más bien, piensa pedirle a Jaco Trans, que la lleve en su camioneta hasta la próxima etapa.
Raquel y Olga se unen a nuestra reunión y animan a Laura. Raquel le regala una navaja de su tierra, de Albacete, las mejores de España y le dice que esa navaja fue un regalo de su padre y que se la entrega para que no la olvidemos nunca. Que tiene la certeza de que con Laura, la navaja estará en buenas manos. Laura se conmueve y antes de que el ambiente se ponga solemne y melancólico, el encargado anuncia que hay que ir a apuntarse a las listas de la cena. Allá van Olga y Raquel mientras Laura pregunta a la camarera si, más tarde, es posible tomar un caldo; pero la camarera le dice que tiene que preguntar a la gente de la cocina. Va hasta la cocina, pero cuando abre la puerta la regañan porque es un sitio prohibido para personas ajenas al personal. De todos modos, Laura le explica que se encuentra enferma y pregunta por su posible caldo. Se compadecen un poco de su situación porque, después de un rato, le dicen que se puede preparar una sopa, pero que contendrá las sustancias de lo que se ha guisado para la noche. Aunque la oferta no tiene mal aspecto, Laura prefiere tomar otra infusión y evitar la grasa del caldo que le ofrecen. Finalmente, llama a Jaco Trans para arreglar el acarreo de equipaje y confirmar el horario en que pasarán por Calzadilla de la Cueza. Luego, vuelve a la habitación. Le pregunto a uno de los dueños sobre la posibilidad de conseguir un taxi para el día siguiente. Le contamos la situación de Laura y nos piden que no nos preocupemos; que si mañana hiciese falta, ellos la llevarán en su vehículo hasta Sahagun. Un gesto simple y conmovedor. Aunque la distancia para un vehículo sea minúscula, es un gesto gratuito e inesperado, que nos reconforta con la mística del Camino.
Olga y Raquel cenan temprano, junto con otros peregrinos que están en el albergue, mientras con Julio esperamos un poco más ya que no tenemos la presión del cierre del alojamiento a las diez de la noche. Finalmente, nos sentamos a cenar; la oferta del menú es correcta y simple. Cuando estamos decidiendo nuestros platos, vemos pasar a la camarera con una bandeja de carne asada, que no estaba entre las opciones del menú. Preguntamos por ese plato y nos responde el dueño, que es quien nos atiende, que ese es una opción de la carta. Qué maravilla, exclamamos y pedimos la carta, al igual que nuestro verdejo de Rueda. La carta es corta, pero interesante. Hay un tentador filete de lenguado con salsa de limón, pero el dueño nos recomienda un bistec completo. La razón es que hoy han conseguido una carne premium y el cocinero es argentino. Nos dejamos convencer rápidamente y, al rato, nos sirven dos chuletones descomunales con papas fritas, pimientos asados y huevos fritos. Impresionante, aunque también mete un poco de miedo al hígado.
Luego de beber el verdejo, decidimos cambiarnos al vino tinto para acompañar la carne. De todos modos, para limpiar el paladar busco en el bar dos cervezas de barril. Allí encuentro a Raquel y Olga que están bebiendo una jarra de Pacharán – un licor digestivo elaborado a base de endrinas - con hielo. Se alegran de verme ya que creían que habíamos subido a nuestra habitación. Ellas han conseguido autorización para volver más tarde; el hospitalero que cierra el albergue es el brasilero que trabaja en el bar así que cuando se termine su tarea será también la hora de cierre del albergue. Vienen con nosotros al comedor, dejando al resguardo su jarra de Pacharán, y conversamos sobre una multitud de cosas, pero todas ligadas al amor y el desamor, a los fracasos emocionales, a lo que hemos perdido en la vida, en la increíble aventura del Camino y en la importancia de la amistad. Finalmente, es hora de limpiar el salón y preparar el lugar para el desayuno. Pasamos al bar para beber las últimas cervezas y lo que queda de la jarra de Pacharán. Brindamos una y otra vez. Por todas las cosas buenas. Por ustedes, mis amigos. Salud y buen camino.
8 de Octubre
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