13.
Burgos – Hornillos del Camino
(21 Kilómetros)
He dormido mal, dolorido y preocupado. Todavía
falta mucho camino – casi la mitad de lo que hemos decidido peregrinar este año
- y la molestia en mi pierna derecha no es un signo alentador. Las enfermedades
y lesiones son frecuentes en el Camino y de ello dan testimonio los
innumerables hospitales y cementerios de peregrinos que se han fundado a lo
largo de los siglos. Así como los peregrinos han sido decisivos en la fundación
de pueblos y ciudades, el hecho de contar con ciertas garantías sanitarias y de
seguridad personal también determinaron cuál sería en definitiva el trazado que
seguirían las muchedumbres hacia Santiago de Compostela. Esta interrelación
entre peregrinos e infraestructura fue clave en la época medieval y luego de un
tiempo de declive – en la época de consolidación de los Estados Nacionales – ha
recobrado mucho impulso. Por ello, no es casual que el mayor caudal de
peregrinos se encuentre en la ruta que mayor infraestructura ofrece (i.e.,
albergues, oficinas de atención al peregrino, empresas de transporte de
equipajes, etc).
En los últimos años, los peregrinos que acreditan su camino y que, por tanto reciben la ‘Compostelana’, oscilan entre 150.000 y 300.000 (aunque hay muchos otros que no llegan a Compostela o que no les interesa gestionar el certificado). Los mayores picos de peregrinos se producen en los años jacobeos, que son aquellos en los que el 25 de Julio – día de Santiago – es domingo. En muchos casos, el flujo de peregrinos determina la prosperidad o abandono de un pueblo y, por ello, con frecuencia, se ven desvíos y marcas que intentan atraer a los caminantes hacia localidades vecinas, realzando la oferta de infraestructura diversa o monumentos especiales. En general, los peregrinos no muerden ese anzuelo y continúan el trazado ‘oficial’. La razón es que las alternativas, casi por regla general, imponen tres o cuatro kilómetros adicionales y, entre los que peregrinan a pie, hay pocos dispuestos a pagar ese precio. Por el contrario, los bicigrinos exploran esas alternativas con naturalidad.
Los peregrinos forman una comunidad heterogénea, pero razonablemente compacta, con preocupaciones, alegrías y pesares muy semejantes. Una de estas persistentes preocupaciones es el estado físico en general y las lesiones en particular. Por ello, trato de intercambiar información sobre mi dolencia y los análisis son bastante disímiles. Por la pasión y minuciosidad de las respuestas parece que cada peregrino hubiese hecho prácticas con el mismísimo ‘Dr. House’. Aunque la gripe, el cansancio o los males estomacales son episodios relativamente frecuentes, una dolencia recurrente entre los peregrinos son los dolores en las articulaciones, y en especial, las rodillas. Para estos casos, no faltan eruditos que, en lugar de prescribir reposo, recomiendan soluciones extravagantes; por ejemplo, caminar hacia atrás como los cangrejos. Para mi caso, una tendinitis, hay quienes aseguran que es infalible el hielo mientras que otros peregrinos señalan con aire grave - como si la amputación fuese la solución más piadosa - que no hay nada que hacer salvo rezar mucho para que Santiago alivie los males. A esta categoría parece pertenecer Julio, que luego de una clase magistral sobre las diferencias en las lesiones de músculos, tendones y ligamentos concluye con aire resignado que los ligamentos son jodidos. Pero, mis amigos, si la cosa se trata de rezar, ya hemos comprobado en estos días – gracias al ejemplo de una amiga de Julio - que ese es un medicamento que puede dar lugar a resultados inesperados y contraproducentes.
En definitiva, nos levantamos desganados. Por esa razón dejo de lado mi acostumbrada cita con la poesía y ello genera en mis compañeros una inmediata sensación de alivio y bienestar. Mientras Julio se ducha rápidamente y Laura prepara los equipajes, yo aprovecho esos minutos para escribir en Facebook las peripecias de nuestro día a día. El desayuno es en el salón comedor del ala principal del hotel. Eso garantiza un estándar razonable y no quedamos defraudados; es impecable y abundante, frente a un ventanal que deja el maravilloso espectáculo de las agujas góticas de la catedral: huevos, jugos, café, vino blanco, espumante, quesos y jamones variados ayudan a recuperar el ánimo.
En los últimos años, los peregrinos que acreditan su camino y que, por tanto reciben la ‘Compostelana’, oscilan entre 150.000 y 300.000 (aunque hay muchos otros que no llegan a Compostela o que no les interesa gestionar el certificado). Los mayores picos de peregrinos se producen en los años jacobeos, que son aquellos en los que el 25 de Julio – día de Santiago – es domingo. En muchos casos, el flujo de peregrinos determina la prosperidad o abandono de un pueblo y, por ello, con frecuencia, se ven desvíos y marcas que intentan atraer a los caminantes hacia localidades vecinas, realzando la oferta de infraestructura diversa o monumentos especiales. En general, los peregrinos no muerden ese anzuelo y continúan el trazado ‘oficial’. La razón es que las alternativas, casi por regla general, imponen tres o cuatro kilómetros adicionales y, entre los que peregrinan a pie, hay pocos dispuestos a pagar ese precio. Por el contrario, los bicigrinos exploran esas alternativas con naturalidad.
Los peregrinos forman una comunidad heterogénea, pero razonablemente compacta, con preocupaciones, alegrías y pesares muy semejantes. Una de estas persistentes preocupaciones es el estado físico en general y las lesiones en particular. Por ello, trato de intercambiar información sobre mi dolencia y los análisis son bastante disímiles. Por la pasión y minuciosidad de las respuestas parece que cada peregrino hubiese hecho prácticas con el mismísimo ‘Dr. House’. Aunque la gripe, el cansancio o los males estomacales son episodios relativamente frecuentes, una dolencia recurrente entre los peregrinos son los dolores en las articulaciones, y en especial, las rodillas. Para estos casos, no faltan eruditos que, en lugar de prescribir reposo, recomiendan soluciones extravagantes; por ejemplo, caminar hacia atrás como los cangrejos. Para mi caso, una tendinitis, hay quienes aseguran que es infalible el hielo mientras que otros peregrinos señalan con aire grave - como si la amputación fuese la solución más piadosa - que no hay nada que hacer salvo rezar mucho para que Santiago alivie los males. A esta categoría parece pertenecer Julio, que luego de una clase magistral sobre las diferencias en las lesiones de músculos, tendones y ligamentos concluye con aire resignado que los ligamentos son jodidos. Pero, mis amigos, si la cosa se trata de rezar, ya hemos comprobado en estos días – gracias al ejemplo de una amiga de Julio - que ese es un medicamento que puede dar lugar a resultados inesperados y contraproducentes.
En definitiva, nos levantamos desganados. Por esa razón dejo de lado mi acostumbrada cita con la poesía y ello genera en mis compañeros una inmediata sensación de alivio y bienestar. Mientras Julio se ducha rápidamente y Laura prepara los equipajes, yo aprovecho esos minutos para escribir en Facebook las peripecias de nuestro día a día. El desayuno es en el salón comedor del ala principal del hotel. Eso garantiza un estándar razonable y no quedamos defraudados; es impecable y abundante, frente a un ventanal que deja el maravilloso espectáculo de las agujas góticas de la catedral: huevos, jugos, café, vino blanco, espumante, quesos y jamones variados ayudan a recuperar el ánimo.
Cuento a Julio y Laura que he escrito en Facebook sobre mi lesión y la incertidumbre acerca de si podré continuar en el Camino. Esperaba alguna palabra de consuelo, pero - como ustedes saben mis amigos - la maldad no tiene límite y Julio, sin apiadarse mínimamente de un moribundo, señala que la verdadera razón de mi publicación en la red social no tiene vinculación con mis problemas físicos sino que es una estrategia de telenovela destinada a aumentar los índices de audiencia. Dice que es como en los momentos cruciales de la película de Lassie. Cuando Lassie va a salvar a su dueña de un ataque brutal e inminente, justo cuando se dispone a saltar sobre el bandido, una serpiente muerde su pata, provocando incertidumbre, compasión y sufrimiento. Niego tamaña acusación, pero no me ofendo. Sé que se trata de una broma para disminuir la preocupación que ellos también sienten sobre el alcance de mi lesión.
Después de desayunar holgazaneamos un rato. Salimos con Laura a recorrer la ciudad y en una farmacia me aprovisiono de Voltaren Gel y una abundante ración de ibuprofeno. Laura quiere comprar un gorro y guantes ya que las mañanas de otoño son bastante frescas en la meseta de Castilla. Damos vueltas por la ciudad, pero las tiendas todavía están cerradas. Nos encontramos con Julio en la puerta de la catedral y, luego de sellar nuestras credenciales, les muestro un capitel con la figura de un peregrino que se frota el tobillo y les cuento que en esa representación veo un mensaje de solidaridad, casi un obsequio especial que me deja esta catedral antes de emprender nuevamente la ruta. ¿Otra vez al camino? Dudamos. Con Julio miramos la senda que atraviesa la misma esquina en la que estamos parados. Eso es suficiente para descompensar un poco los ánimos ya que Laura hubiese preferido bajar al centro a comprar su gorro y sus guantes. Le habíamos prometido que Burgos sería la ciudad del ‘shopping’. Es falso e injusto retratar a Laura como una persona preocupada en el consumo o en el atuendo, pero una vez que ha decidido comprar algo, se entusiasma y trata de satisfacer sus deseos. Por ello, ve en nuestra vacilación una traición a la palabra empeñada. Yo la entiendo perfectamente porque, en mi caso, siempre he sido débil de la voluntad frente al consumo. Recuerdo unas vacaciones en el sur de Brasil, en un paraje un tanto aislado en el que llovió torrencialmente durante diez días. Al final de la estadía estaba tan desesperado por el mal tiempo y las pocas oportunidades que ir a la farmacia era el mejor entretenimiento del día. Así que le digo a Laura: ‘Cosita de dios, su ruta es mi ruta, así que vamos en busca de su indumentaria de caminata’. Pero no. La oportunidad se ha perdido.
Manrique insta a seguir la marcha y vamos a paso desganado, como esperando una instrucción urgente para cambiar de dirección. Seguimos la calle de Fernán González y cruzamos el arco mudéjar de San Martín, buscando la salida de Burgos. El humor de Manrique se ha destemplado y se mantiene callada, distante. Hay tres tipos de silencio femenino. El primero está retratado para siempre en el ‘Poema 15’ de Pablo Neruda y no viene al caso. Los otros dos tipos de silencios están íntimamente ligados al malhumor. Por una parte, tenemos el de las mujeres ofendidas y, por otra parte, el de las parejas contrariadas. En este caso se reunían ambos tópicos. Creo que el rasgo característico de estas situaciones es, lo que podría denominarse, el énfasis metodológico de la discusión y se plasma en diálogos como el siguiente:
- ¿Qué te pasa?
- Nada
- ¿Cómo que nada? Pero ¿por qué estas así?
- ¿Cómo que estoy ‘así’? ¿‘Así’ cómo?
Pausa. Si en momentos similares a este alguno de ustedes ha creído que la verdad y la charla son valores superiores a preservar en cualquier ocasión, entonces seguramente han visto demasiadas películas americanas. En esa cultura parece normal exhibir una disposición al dialogo en las más diversas circunstancias. Por ejemplo, una mujer se acaba de enterar que su marido de sesenta años es gay y que por las tardes, antes de regresar a casa, se disfraza de marinerito y mete mano a camioneros guarros que se estacionan en una gasolinera cercana. En esa escena de devastación emocional, la reacción natural de su mejor amiga – que es casualmente la que acaba de poner al tanto de la situación a nuestro personaje central- será decir: ‘Oh, querida, ¿quieres hablar de ello?’. Tal vez allí funciona bien, pero, cuando se trata de la furia desbordada y silenciosa de las emociones latinoamericanas, pueden estar seguros de que la verdad y la transparencia no llevan a ninguna parte. Así que cuando la chica ofendida retruca: ‘¿Cómo que estoy así?’ deben saber que las respuestas correctas – aunque fuesen verdaderas – no son:
Pausa. Si en momentos similares a este alguno de ustedes ha creído que la verdad y la charla son valores superiores a preservar en cualquier ocasión, entonces seguramente han visto demasiadas películas americanas. En esa cultura parece normal exhibir una disposición al dialogo en las más diversas circunstancias. Por ejemplo, una mujer se acaba de enterar que su marido de sesenta años es gay y que por las tardes, antes de regresar a casa, se disfraza de marinerito y mete mano a camioneros guarros que se estacionan en una gasolinera cercana. En esa escena de devastación emocional, la reacción natural de su mejor amiga – que es casualmente la que acaba de poner al tanto de la situación a nuestro personaje central- será decir: ‘Oh, querida, ¿quieres hablar de ello?’. Tal vez allí funciona bien, pero, cuando se trata de la furia desbordada y silenciosa de las emociones latinoamericanas, pueden estar seguros de que la verdad y la transparencia no llevan a ninguna parte. Así que cuando la chica ofendida retruca: ‘¿Cómo que estoy así?’ deben saber que las respuestas correctas – aunque fuesen verdaderas – no son:
- Y así, no sé,…, con esa cara de culo…
- Pero… ¡no te vas a enojar por esa pavada!
Mucho menos aún se recomienda responder:
- ¡Déjate de joder! ¡Sos igual a tu vieja…!
De ninguna manera. Ni se les ocurra. Las reglas del conflicto emocional latinoamericano exigen seguir explorando la periferia, haciéndose el desentendido y dejando de lado el tema central. La respuesta correcta es algo así como: ‘Entonces… ¿No me vas a decir qué te pasa?’ Y así cinco o diez minutos más hasta que los dos tengan igual título a sentirse ofendidos y donde la astucia femenina brilla en todo su esplendor. En la estratagema 8 de su famoso libro de retórica, ‘El arte de tener razón’, Schopenhauer enseña que es preciso…
… provocar la irritación
del adversario y hacerle montar en cólera, pues obcecado por ella, no estará en
condiciones apropiadas de juzgar rectamente ni de aprovechar las propias ventajas. Se le encoleriza
tratándole injustamente sin miramiento alguno, incomodándole y, en general, comportándose
con insolencia.
Por ello, con frecuencia, en las discusiones de pareja, las mujeres introducen viejas querellas como estrategia de ocultamiento. Es decir: estamos discutiendo acerca de los alcances de un actual enfado y sonreímos irónicamente, meneando la cabeza, como manifestando incredulidad y perplejidad ante la situación y ella, en lugar de afrontar el conflicto, dice:
- ¿De qué te ríes? Siempre haces lo mismo… como esa vez que fuimos a cenar a la casa de tu hermanita y la desgraciada me dijo ‘Gorda’ solo porque repetí la porción de flan con dulce de leche y vos te reíste como si fuese gracioso. ¿O no? ¿O no te reíste?
Nosotros nos preguntamos qué carajo tiene que ver eso con lo que ahora estamos discutiendo, pero cuando queremos reaccionar ya estamos atrapados por el pasado y la confusión. Existen miles de variantes más hasta que, finalmente, se impone el cansancio, el malhumor cambia de objeto o simplemente se disipa, como escampa en verano luego de un aguacero denso y oscuro. En nuestro caso, la solución del conflicto se produce de manera inesperada. Al cruzar el río Arlanzón,
... un vecino de Burgos, bajito y encorvado, pero con mucha mala uva, se impacienta con nuestro paso desganado, impropio de peregrinos jóvenes y justo, cuando nos cruzamos con él, le dice a Manrique:
- ‘A ver si ponen fuerza ¿eh? ¡Hala, con
ganas, con ganas!
¡Qué momento, mis amigos! Manrique se detiene. Se congela la imagen. Ella lo mira desde el fondo universal de los rencores, con exhaustividad, con la misma mirada profunda de Ana Torrent cuando en ‘Cria Cuervos’ decide envenenar a su padre (eso sí: sin cantar ‘Todas las promesas de mi amor se irán contigo’). Finalmente, como quien no tiene más remedio que asumir su papel en la historia, repite la frase del General Perón del célebre discurso del 21 de Junio de 1973, ‘… cuando los pueblos agotan su paciencia hacen tronar el escarmiento’ y se le va encima como chancho a los choclos. Le canta las cuarenta. Le aplica el piquete de ojos y la Doble Nelson. Nosotros no podemos permanecer ajenos a los agravios y, como el duque de Wellington al final de la tarde en Waterloo, arremetemos para restaurar la justicia. Julio invoca ‘Santiago, Santiago’, mientras que yo grito ‘Por mi patria y por mi bandera, me bajo por la escalera’, que es la línea final de un chiste malísimo, pero, en el fragor del combate, no se me ocurre otra cosa mejor. Finalmente, el burgalés se escapa de milagro, echando maldiciones y gritando que ha visto al demonio y que, en lugar de rabos y cuernos, era mujer y tenía bastón.
Nada como una buena riña para recuperar la armonía y aunque el ánimo mejora, Julio decide –por las dudas- apartarse de la senda para visitar el convento de las Huelgas Reales, distante a un kilómetro, mientras con Laura continuamos hacia Tardajos.
Allí nos reunimos nuevamente con Julio, que se lamenta de su decisión de visitar el monasterio; estaba cerrado hasta el mediodía y no se veía con fuerzas de quedarse una hora y media esperando allí para ver una famosa imagen articulada de Santiago que alzaba y bajaba la espada por gracia de un mecanismo oculto. Esa imagen fue usada durante mucho tiempo por los reyes para proclamar que habían sido armados caballeros directamente por el Apóstol. Nos sentamos a la sombra de unos árboles, en una plaza sin mayor interés. Mientras Julio y Laura comen unas peras y naranjas, yo me froto mi tobillo y pantorrilla con Voltaren.
Sacamos unas fotos a una veleta con la imagen del ‘Matamoros’ y seguimos.
De Tardajos a Rabé de la Calzada hay un suspiro (tres kilómetros). Casi es el mismo pueblo, pero antes había una ciénaga peligrosa que dificultaba el tránsito de los peregrinos. Ahora es un paseo agradable, con árboles que dan sombra y esto se agradece especialmente porque el día es realmente caluroso.
Cuando llegamos a Rabé vamos directamente al bar del pueblo, listos para el descanso del mediodía. Nos sentamos en una terraza del bar, en la plaza del ayuntamiento. El dueño del bar es una persona muy amable, que ha completado hace años la peregrinación a Compostela. Me ofrece hielo para aliviar el dolor de mi lesión, nos entrega unas medallitas con la imagen de la virgen patrona del pueblo y nos prepara unos bocadillos suculentos. Dos cervezas enormes completan nuestra sensación de bienestar y el buche del peregrino ayuda a reemprender la marcha.
La unión de vino y camino no es sólo una cuestión de rima consonante sino que también es festejada en numerosas obras de la literatura universal. Por ejemplo, en su brevísima novela, ‘El Camino de Santiago’, Alejo Carpentier dice: ‘Ahora solo vino llevará el romero en la calabaza que cuelga de los clavos de su bordón’.
Seguimos. Seguimos. Nos queda un repecho exigente y luego una bajada hasta nuestro destino. Son casi 7 kilómetros y no deberían representar problema alguno. Pero, nuestras guías del camino denominan a la bajada como ‘La Matamulas’ y eso casi siempre significa algún peligro o contratiempo.
Muchos peregrinos de los que habitualmente vemos en nuestro horizonte han decidido quedarse en Rabé; especialmente una media docena de americanos que sospechan que esta ciudad ofrece mejores cosas que Hornillos del Camino. Julio se queda saludando a algunos de ellos y le presentan a dos chicas de Ohio que, a diferencia del resto del grupo, han decidido adelantar un poco de camino. No las conocíamos porque empezaron su marcha un poco antes que nosotros, pero tuvieron que reponer fuerzas en Burgos durante un par de días por un virus que las tuvo a maltraer. Inmediatamente Julio despliega su encanto y, a los diez minutos de conversación, ya sabe que está perdidamente enamorado de una de ellas y que ella lo rechazará y que sufrirá en consecuencia a lo largo de todo lo que resta del Camino, hasta el infinito y más allá. Son chicas simpáticas; enfermeras especializadas en cuidados pediátricos y neonatales. Trabajan durante medio año en clínicas americanas radicadas en lugares exóticos y muy caras (Abu Dhabi, Japón, Singapur, etc.). El resto del año, ellas se dedican a viajar.
El calor aprieta y se agradece una fuente (La Fuente de Praotorre) casi en la cima del repecho. Allí hay como un pequeño espacio de recreo, con una sombra reparadora de árboles jóvenes y se estaría realmente bien, salvo que una pareja de peregrinos – que viajan en carpa – ha ocupado casi todo el espacio y están preparando su comida. Ocupan la mayor parte del entorno útil y, especialmente, la pileta en el que está instalado el grifo de la fuente. Eso nos desalienta un poco ya que es como entrar en el living de una casa sin haber sido previamente invitado. Nos remojamos para aliviarnos del calor y seguimos. Atrás quedan las enfermeras de Ohio, que van a un ritmo más pausado y nos enfrentamos a la ‘Matamulas’. La pendiente no es la más complicada que ofrece el camino, pero hay bastante piedra suelta en la que fastidiarse un tobillo. Así que bajamos despacio, poco a poco, viendo allá a lo lejos, la silueta de Hornillos del Camino.
Llegamos cerca de las tres de la tarde. El pueblo es una larga calle serpenteante, con casas con escudos, blasones de otras épocas tal vez mejores. Al igual que San Juan de Ortega también parece un decorado de película. Nada altera la calma y no se ve a nadie en las calles. Tan solo se adivina alguna mirada detrás de las cortinas y, para reivindicar la vitalidad del pueblo, un ratón enorme – de casi media tonelada, según estima Manrique – atraviesa veloz la calle y se refugia en una casa. Recorremos la calle principal y única hasta llegar a la iglesia y al bar que está ubicado justo en frente. Allí nos informan que nuestro alojamiento, la casa rural ‘De sol a sol’ se encuentra a la entrada y que es necesario retroceder un par de centenares de metros.
Nos resignamos, pero antes nos tomamos una cerveza. O dos. Me dan un poco de hielo para mi tobillo y nos sentamos en un reducido espacio de sombra, frente a una estatua coronada por un gallo y atrás, la iglesia del pueblo. Haciendo esquina está el albergue de peregrinos. El bar tiene unas cuantas mesas en la terraza, la mayoría de ellas están al sol y ello no parece incomodar a nórdicos y germánicos, que se estiran allí como si estuvieran en Marbella. Nosotros nos ubicamos al lado de una mesa en la que está sentado un hombre joven, aunque de edad indefinida, con un libro al que hojea distraídamente. De repente, su lectura se ve interrumpida por dos italianas que, por indicación del dueño del bar, van a buscarlo y pedirle auxilio. Las italianas son mujeres de 35 o 40 años, que desbordan una sexualidad contrariada. Hablan con el joven, al que llaman ‘Professore’, las dos a la vez, invadiendo la zona de seguridad personal como en una competencia por ver quién se sitúa más cerca. Le exponen, con aire de tragedia irreparable, que una de ellas ha olvidado su carnet de identidad en el hotel de Burgos y necesitan alguien que hable italiano y castellano para que sea su enlace en una comunicación telefónica en la que indicarán que le envíen ese documento por correo a otro hotel en León. ¿Por qué no tomarse un taxi y volver a Burgos ya que, después de todo son las cuatro de la tarde y hay una distancia de sólo 20 kilómetros? Esa pregunta queda sin respuesta. Ni hablar. La solución es el teléfono y el correo. El ‘Professore’ sigue el juego y responde en un buen italiano, señalando que la confianza en el correo español es tan insensata como la creencia en que una lata de conservas con su límite de caducidad vencido por más dos años no será perjudicial para nuestra salud. La italiana afectada por la pérdida – que a estas alturas ya ha montado una escena que parece un duelo por un ser querido - se deshace en su desesperación: gesticula, se tira de los pelos, exclama ‘mondo cane’, ‘dio porco’ y más sutilezas mientras sus manos aferran la del ‘professore’ y adelanta sus tetas a la altura misma de los ojos del héroe, que seguramente cree ahora que está viendo una película 3D de Ornella Muti. Tetona, lo que se dice tetona, no era, pero – digámoslo así – era lo suficientemente persuasiva para que el Professore solucione el problema.
Cuando concluye la escena, el Professore se vuelve hacia nosotros, como esperando un aplauso por tan magnífica actuación. Lo felicitamos. Ha lidiado estupendamente con dos muchachas – que en mi opinión eran el diablo disfrazadas de peregrinas para tentar a los peregrinos con el pecado de la histeria y la lujuria. Nos cuenta que él siempre que puede sale a distintos pueblos del camino, a sentarse un rato en los bares, leer y ver la constante marea que va hacia Compostela. Aunque la conversación es casual, el tono es solemne y confiesa que el apodo de ‘Profesor’ se lo ha puesto el propietario del bar. No nos dice si ello se debe a lo pomposo de su relato o a su medio de vida. Le pregunto por el gallo o gallina que adorna el monumento principal, en la plaza, y nos dice que no sabe bien qué hace allí ese animal, pero cree que se debe a una historia en la época de la invasión francesa.
En esa ocasión, el pueblo (que, ya sabemos, son solo unas pocas casas) estaba reunido en la iglesia y unos forrajeadores del ejército francés intentaron saquear el pueblo sin éxito ya que el canto de un gallo alertó a los pobladores que pudieron poner en fuga a los franceses. La leyenda parece inverosímil; sobre todo porque en muchos pueblos del camino, el gallo (y la gallina) ocupan un lugar de privilegio, más en línea con la herencia templaria que con las invasiones napoleónicas.
Decidimos descansar un rato y cuando estamos por emprender la retirada, llega Olga y Nami. Raquel viene más atrás. Otra cerveza para celebrar el reencuentro y Olga nos dice – Nami no dice ni tan siquiera ‘Eto Eto’ – que no sabe si habrá sitio en el albergue. Ahora está cerrado hasta las cinco de la tarde, pero que ya hay anotado una larga lista de gente y parece que no habrá plazas. Entonamos, entonces, el viejo himno ‘Don’t worry, be happy’ y nos cuenta que ella y Raquel siguieron de fiesta en Burgos hasta las seis de la mañana. No recuerdan bien toda la secuencia de eventos, pero ya estaba amaneciendo cuando se descubrieron en un bar gitano, palmeando farrucas y arrancando por bulerías. Cuando llega Raquel, se disponen a resolver su alojamiento. Quedamos en reunirnos para la cena, en el único bar del pueblo, que ya está elaborando las listas de los que disfrutaran allí del célebre ‘Menú del Peregrino’. En el momento de la despedida, cuando ya casi estamos amarrándonos las botas y buscando los bastones, se siente una reverberación en el aire; algo así como indefinido, casi todos lo sentimos y miramos en diferentes direcciones intentando precisar qué genera esa sensación. Finalmente, dando vuelta una suerte de esquina en la que está la terraza del bar, aparece en la plaza un peregrino joven, con aire inocente, rubio, flaco pero musculoso, que apoyado en un bordón high-tech camina moviendo los brazos en un ritmo perfecto, con el torso al aire – lo que le ha dejado un color bronce - y acarrea una mochila enorme. Llega hasta las mesas y saluda en inglés con acento australiano, regalando una sonrisa amplia y pareja. La escena tiene una mezcla de un episodio de Johnny Bravo con una propaganda de Marlboro. Las chicas suspiran como si fuese el mismo Apóstol Santiago que viene a su encuentro y, paradójicamente, empiezan a cuchichear entre ellas frases poco evangélicas del estilo ‘Qué lindo si fueras escoba para agarrarte por el mango’, ‘Como me gustaría ser mecánico para meterle mano a ese motor’ e incluso la clásica: ¿Jugamos a los magos...? Te echo un polvito y desapareces’.
Como pueden suponer, mis amigos, veo en esa exaltación de pasiones algo inaceptable. Para mostrar mi disconformidad, pido la repetición de la jugada, el ‘ojo de halcón’, para demostrar que el modo de caminar del peregrino está reñido con la virilidad. Los chicos de mi barrio, que conocen mucho de derecho marítimo, hubiesen dicho que ese muchacho estiba la carga por la popa. O, en otras palabras, que el australiano en cuestión llega tarde porque se ha quedado en el bosque jugando al trencito con el peregrino japonés. Para rematar el argumento les cuento que de niño yo era escuálido como un alfeñique, pero desde que practico el método ‘tensión dinámica’ inventado por Charles Atlas he adquirido una musculatura en reposo impresionante y que por ello, a partir de mañana, yo también – incluso lesionado – comenzaré a caminar con el torso descubierto. No sé por qué pero esa última frase provoca el pánico. Desbandada generalizada, salvo Nami que intuye que hemos nombrado a su peregrino japonés y quiere traducción simultánea.
Vamos en busca de nuestro alojamiento y Manrique anuncia que si es la casa del superratón, entonces ella prefiere irse al albergue (que allí se aloje el peregrino australiano es sólo una casualidad) y que de ninguna manera se expondrá a la peste bubónica y la conjuntivitis por culpa de la precaria higiene del lugar. Por fortuna, nuestro hostel no es la casa de refugio del ratón, pero las alegrías duran poco ya que está cerrado con llave y nadie acude a nuestro llamado. Julio va a pedir consejo en una tienda que está abierta justo al frente y para nuestra sorpresa regresa con la llave de la habitación y de la puerta de entrada. Al ingresar nos tranquiliza comprobar que, una vez más, Jaco Trans ha cumplido impecablemente con su parte del trato y nuestro equipaje nos aguarda intacto. Nos toca el tercer piso, una especie de altillo, limpio, luminoso, más que decente. El lavabo es, sin embargo, diminuto y la ducha es una especie de capsula espacial, parecido al artilugio conocido como ‘orgamastrom’, popularizado por Woody Allen en su celebrado film ‘Sleeper’.
La capsula se cierra con una cortina desplazable de plexiglás y en la pared hay numerosos grifos y botones. El agua de la ducha tiene que salir de una cosa indescriptible que tiene ajustes diversos y diferentes posiciones. La verdad, acojona un poco este bicho y eso que yo, de niño, he probado mi valor enfrentado al Alma Mula y otros peligros indescriptibles. Mandamos a Julio a inspeccionar el funcionamiento del artilugio ya que es el experto en tecnología de nuestra comunidad de peregrinos. Al rato confiesa que cree que ha aprendido cómo programar desde el lavabo tanto la cocción de un pollo en el microondas de la cocina como también la proyección de un karaoke del trio Los Panchos, pero que no ha logrado que salga agua. Me entusiasmo con el karaoke y le pregunto si tiene la canción ‘Si tú me dices ven’, pero oh decepción de decepciones, Julio me mira con incredulidad y murmura que sólo los abogados y los japoneses son incapaces de apreciar su fina ironía. Finalmente, es Manrique quien descubre cómo obtener agua en la ducha aunque no ha logrado desactivar un parlante que reproduce al último éxito del pelado Cordera, ‘La Bomba Loca’. Tiempo después, navegando en la red, descubriré que ese alojamiento es conocido por dos cosas: una por ser la versión española de un ‘All inclusive’ ya que la ducha ofrece todo lo que uno puede necesitar. La otra es que la dueña prepara, por encargo, el famoso ‘Lechazo de Burgos’, que se asa durante horas en un horno de panadería (y no me sorprendería que también se pudiese programar desde la ducha). Sin embargo, al no encontrarnos con la dueña al llegar al pueblo, perdemos lamentablemente esa oportunidad.
Luego del merecido descanso, arreglamos el acarreo de equipaje y el alojamiento del día siguiente en Castrojériz. Ponemos a lavar la ropa y, mientras se completa el ciclo de la lavadora, volvemos al bar ya que en el hostel la vida humana es sólo una suposición; hay indicios pero no cruzamos a nadie en toda la tarde. Dado que mi lesión exige reposo, me ubico en una silla con el pie en alto y una bolsa de hielo. Julio va a sacar fotos a la iglesia del pueblo y nosotros nos quedamos charlando con Raquel y Olga. Han conseguido alojamiento en un piso vacío, al lado del albergue en el que les extenderán unos cuantos colchones. Eso sí: tienen que compartir con otros cuatro peregrinos más y, lamentablemente, no está Johnny Bravo entre ellos. Olga gestiona el horario de la comida y esta vez, a diferencia de lo que ocurrió en San Juan de Ortega, consigue ubicación para todos juntos, pero nos prometen mesa recién para la última tanda. Cuando regresa Julio de su safari fotográfico, se desploma en la silla y revela que no hay nada que realmente valga la atención en este templo olvidado del mundo. Luego enuncia una frase que la hemos escuchado más de una vez: ‘Habría que ver qué pasa con la lavadora’. Manrique lo mira con encono ya que es como sugerirle que se ponga en movimiento, dado que en virtud de la gravedad de mi lesión los candidatos para la tarea no abundan. Pero, lesionado y todo me hago cargo. Me levanto y voy, despacio, exagerando un poco mi renguera para ganar superioridad moral para otras situaciones del porvenir.
La tarea encomendada no es difícil y en diez minutos ya estoy listo para volver a cenar. Justo a la salida del alojamiento, me detiene un peregrino que va recién llegando a Hornillos. Es bajo, moreno y luego de saludarme en inglés, me pregunta si yo estoy alojado allí y cuál es mi nombre. Casi me empieza a caer fatal el gnomo. Contesto en castellano, mecánicamente, mientras pienso que ni la policía hace tantas preguntas. El gnomo vuelve a preguntar, ahora en un castellano con acento indescifrable, de dónde soy. Cuando le respondo que soy de Argentina, se detiene, abre los brazos como si quisiera estrechar simbólicamente a toda la patria y arranca con:
‘Yo nací en la ribera del Arauca vibrador
Soy hermano de la espuma,
de las garzas, de las rosas…’
Finalmente, imitando a un bandoneón dice ‘Chan Chan’. Bien pueden imaginarse mi sorpresa ante semejante despliegue. Lo felicito por el Joropo (llamado ‘Alma Llanera’ y grabado por innumerables artistas), pero le pregunto por qué canta esa canción. Veo la decepción en sus ojos y me pregunta si no es esa una canción argentina, un tango. Confirmo su decepción y le aclaro que es venezolana, es decir, nada que ver con el tango. Se repone rápidamente y me pregunta si yo soy Rafael. Vuelvo a decepcionarlo, pero me pregunta dónde puedo encontrarlo. A esas alturas tengo la sensación – admitirán que justificada – de que me encuentro frente a un chiflado. Me siento tentado de responder que a Rafael – junto con Leonardo y Michelangelo - puede encontrarlo en El Prado, pero me guardo la ironía y repregunto acerca de su curiosidad. La respuesta es simple: ha encontrado la billetera del tal Rafael, un peregrino catalán, en la que está su credencial, su carnet de identidad, sus tarjetas de crédito, su dinero, etc. Añade que él se iba a quedar en Rabé, pero que al encontrarse con esa billetera siguió adelante – luego de preguntar en el albergue de Rabé – hasta Hornillos porque seguramente el dueño estará muy afligido. Por eso ha encarado la cuesta ‘Matamulas’ a oscuras y sin linterna. Ese dato me confirma que efectivamente está chiflado, pero que tiene un buen corazón. Así que entre charla y charla llegamos al bar y allí encuentra a… ¡Rafael!, que es un bicigrino que está desconsolado con el extravío de su cartera y ve a su salvador como un milagro perfecto. Gran algarabía en el bar y, para festejar semejante evento, pedimos con Julio una botella de Verdejo.
Luego de los brindis, nos sentamos a tocar un rato la guitarra con otros peregrinos que cargan ese instrumento. Justo cuando la cosa se va poniendo linda, nos llaman a comer. La cena es modesta pero decente; sobre todo un plato de lentejas que acompaña bien al fresco de la noche. A eso de las diez de la noche, en el mejor momento de las anécdotas del día, aparece una señora del ayuntamiento y les dice a Olga, Raquel y Namí que las estaban buscando porque el lugar donde se alojan sigue las mismas reglas que el albergue: se cierra a las diez de la noche. En ese momento, nuestro camarero anuncia que queda tiempo para la última copa y que luego se cierra. Así que, mis amigos, va por ustedes. Salud y buen camino.
4 de Octubre
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