lunes, 29 de abril de 2013

3. Pamplona – Puente La Reina


3. Pamplona – Puente La Reina

(24,3 Kilómetros)




Hoy ha sido una jornada jodida. De Pamplona a Puente la Reina hay una buena cantidad de kilómetros. Un poco más de dos docenas, aunque en el calor de este final de verano parecen un millón y más todavía. Nos levantamos temprano y Julio se queja con su cortesía habitual (que es similar a la embestida de los turcos cuando asaltaron Constantinopla) de que anoche, antes de dormir, dejamos un rato la televisión en un canal en el que proyectaban una película sobre la guerra de Vietnam (‘Full Metal Jacket’). En verdad, un peliculón. Pero, en cierto momento sentía como que los rotores de los helicópteros retumbaban de modo excesivo y por más que apretaba el botón del volumen no lograba disminuir el impacto auditivo. Finalmente, descubrió que el ruido no provenía del televisor sino de mis ronquidos y no tuvo más remedio que acudir a sus tapones de silicona de última generación (algo así como del tamaño de una empanada, pero que se ajustan maravillosamente al oído).
El desayuno ha sido un tanto desorganizado; Julio ha elegido el bufet del hotel – Hotel Maisonnave - por la variada oferta de frutas, huevos y panecillos. Es un hotel nuevo, en la calle Nueva, en el centro mismo de Pamplona; es de un estilo impersonal, de esos que se podría llamar ‘un hotel para gente de negocios’, y ello evita la habitual aglomeración de peregrinos. De todos modos, uno que otro de los compañeros de ruta también está alojado en el mismo lugar. Julio desayuna con Juan Carlos, que se queja del mal tiempo y de sus rodillas. Dice que tal vez no logre llegar hasta Logroño. La queja no es ociosa ya que, en esta madrugada, llueve tanto que parece que lo más prudente fuese empezar la construcción del arca en lugar de armar las mochilas y emprender el camino. Eso predispone al humor taciturno y un tanto agorero. Julio lo anima a continuar, aunque señala algo sobre lo que volverá a insistir una y otra vez a lo largo de diferentes jornadas: el Camino te busca los puntos débiles, te pone a prueba todos los días y, en cuanto te confías, en el momento en que te sientes seguro de que has superado las dificultades, zas... da el zarpazo. Así que lo mejor es hacer de tripas corazón, apretar los dientes y encarar la senda una vez más, dejando atrás los inevitables pesares e inconvenientes que nos acechan.
Con Laura hemos bajado a desayunar un poco más tarde, justo en el momento en que abren el bar y nos conformamos con un par de expresos, unas tostadas con aceite de oliva y jamón y agua con gas. La verdad, nada mal. Luego de armar nuestras mochilas, bajamos para el check out y preguntamos si allí podíamos sellar nuestras credenciales. La recepcionista nos dice que por supuesto, y saca un sello rectangular, de plástico, moderno, de esos que se apoyan en el papel, se empuja hacia abajo con un ‘chack- chack’ y listo. En el sello solo destacan las letras del hotel, que forman una especie de logotipo, con una M y una N entrelazadas. Horrible. Abominable. La empleada se acerca con el sello en la mano y su visión nos produce el mismo impacto que el que una enfermera con una jeringa en la mano puede producir en un niño pequeño. Sonríe, la malvada. Nos miramos consternados, con la convicción de que ese sello es claramente inapropiado. Así que nos disponemos a resistir; como se dice en las novelas de caballería: no quedará más que batirse. Alzamos los bastones, gritando ‘Vade Retro’, ‘Santiago, Santiago’ y espalda contra espalda nos disponemos al combate. Uno para todos y todos para uno. No pasarán. La muchacha nos mira con cara de comprender perfectamente la situación. Creo que murmura algo acerca de los argentinos y sugiere que vayamos al albergue de peregrinos, que está enfrente de la Catedral, y allí encontraremos un sello de madera, con almohadilla, y alegorías propias del camino.
Afortunadamente, la lluvia densa se ha transformado en una llovizna pertinaz; molesta, pero abre las esperanzas de que el pronóstico del tiempo se revele acertado y que a partir de las 10 haya sol. Recorremos las calles de Pamplona en el mismo sentido en que lo hacen los toros en el encierro de San Fermín, curioseando tiendas todavía cerradas, comentando fotos que permanentemente recuerdan las fiestas de principios de Julio, asombrándonos ante el tamaño descomunal de los astados y tratando de adivinar las razones que llevan a multitud de personas a saltar delante de esas bestias.




En el albergue encontramos a otros compañeros y el tema excluyente es el estado del tiempo; allí vemos una especie de cesto en el que los peregrinos abandonan diversas cosas, especialmente bastones y báculos. Le insisto a Julio en que cambie su bordón por otro más liviano y recto; pero no hay caso. Señala que eso sería como traicionar a un buen amigo, como dejar atrás a alguien entrañable sólo porque no satisface los estándares de estética vigentes. Tal vez sean las proteínas ingeridas en el desayuno lo que pone en su boca tanta densidad de conceptos, pero es demasiado temprano como para iniciar una discusión sobre la naturaleza de la amistad y su analogía con los bastones de los peregrinos. Seguimos nuestro paseo, viendo como la ciudad se despereza. Esperamos hasta que abren las tiendas ya que Julio y Laura quieren comprar en la farmacia una suerte de artilugios para ampollas y dolores varios. Mientras ellos se ocupan de las cremas y potingues, yo cruzo la calle para procurar unos bocadillos para el almuerzo. Unas baguettes de jamón crudo.  Más que para comer serían para exponer en un museo por lo fino de las vetas blancas y el oscuro corazón rojo, por el aroma suave del tomate y el olor picante del aceite virgen de oliva. Buenas provisiones.
‘El que quiere celeste, que le cueste’, decía mi padre y, a  juzgar por los comentarios de Julio, su visita a la Farmacia le ha costado bastante ya que señala que un trasplante de hígado hubiese sido más económico que la banda de silicona para proteger su talón. Pero ya estamos en marcha; caminamos media hora, lentamente, por los parques que rodean Pamplona. Una ciudad bella, que conserva una buena parte de murallas y permanentes referencias a los peregrinos y al Camino hasta Santiago.
Una larga hora de caminata, en subida, nos lleva hasta Cizur, donde descansamos un momento en el pórtico de una iglesia del siglo XII; charlamos un rato con el Hospedero (encargado del albergue) del lugar, que es un francés jubilado que ha decidido trabajar de voluntario un tiempo en el Camino. Allí, el cielo se limpia definitivamente y se perfila un día diáfano. El paisaje es hermoso, amplio hacia el oeste, abierto en valles y suaves colinas, mientras que hacia el este se distingue nítidamente la silueta de Pamplona, casi al pie de las cumbres de los Pirineos. Inevitable pensar que hace un par de días estábamos allí, iniciando nuestro Camino.


Seguimos una senda que discurre en medio de campos segados, ya amarillos de otoño. Poco a poco nos vamos acercando a Zariquiegui, un caserío con pórticos blasonados, con estilo y señorío, podría decirse. Medio kilómetro antes nos encontramos con Alex, un holandés que también inició su camino con Julio, allá el día del equinoccio en Saint Jean. Alex es alto, joven, flaco, de tez oscura y una sonrisa deslumbrante. Tiene una simpatía natural, que allana las barreras del lenguaje y hace fácil entablar dialogo con él. Junto con él va una italiana, que tiene como meta caminar al menos 40 kilómetros por día. Nosotros, obviamente, no tenemos ese propósito. Nos detenemos a enjugar el sudor junto a un árbol raquítico, bajo cuya sombra minúscula hay una cruz y una leyenda que recuerda que allí, el peregrino belga Koks Frans, encontró el final de su camino. 



Con Laura seguimos adelante, mientras Julio, Alex y la peregrina italiana van más atrás practicando inglés. Julio les enseña algunas sutilezas de gramática; nada muy divertido, pero todo sirve para pasar el rato y disimular el esfuerzo de un camino que es casi todo subida.
Al llegar a Zariquegui nos acomodamos en una iglesia vieja, que tiene un pequeño jardín en uno de sus costados. Laura compra unas gaseosas mientras tratamos de encontrar un buen sitio para descansar un rato. El jardín está lleno de peregrinos, franceses en su mayoría, que de buen humor por el sol, reponen fuerzas. Encontrar sitio no es tarea fácil ya que hay diversas variables en juego. Por un lado, el sol ayuda a calentar un poco la ropa húmeda por el esfuerzo de la subida, pero a los poco minutos se está mejor a la sombra ya que el sol castiga de lo lindo. Sin embargo, unos minutos en la sombra y la brisa en la cima de esa colina impone un abrigo, o buscar otra vez el sol. Además, las abejas vienen permanentemente a curiosear nuestra comida y bebida. Por fortuna nuestros bocadillos son estupendos. Pero, así y todo, es un almuerzo breve, impaciente, ya que además de los vaivenes del clima, todavía queda un duro repecho hasta ‘Los altos del perdón’, una subida en la que todos aconsejan ahorrar el aliento. La italiana ha partido hace un buen rato, y Alex prefiere echar una cabezadita antes de arrancar. Volvemos al camino y Julio muestra su buena forma adelantándonos por un buen trecho; lo perdemos de vista a la media hora y poco a poco vamos saboreando con Laura el rigor de ese monte. Nos acompañan durante un buen rato un par de ciclistas, que en ese sendero empinado y lleno de piedras sueltas, no tienen más remedio que acarrear su bicicleta. Uno de ellos se llama Manolo y va con unas calzas que, más tarde, Julio señala como un pecado nefando, como una prenda infame que si él fuese presidente del mundo prohibiría de manera definitiva. Cuando le digo que yo tengo unas calzas de Vitnik, y que estoy esperando un día de frío para usarlas, responde secamente que será el día en que el comenzará a caminar en sentido  opuesto.
Manolo conversa con algarabía, dejando bien claro que es del sur, de Almería y que tiene un bar en el que nos espera para invitarnos a una copa de vino blanco de su tierra, que son mucho mejor, en su opinión que los rosados de Navarra. Hay que ver, pienso yo, pero sobre todo lo que hay que tratar es de no desfallecer porque la cuestita empieza a tocar un poco las partes íntimas. La subida es larga como una primera hora de biología en el último año de bachillerato. Casi llegando al final, nos encontramos con la ‘Fuente de la Renegada’. 


Cuenta la leyenda que allí, el diablo tentó a un peregrino a renegar de dios, la virgen y Santiago (aclaro que renegar de Santiago es como buscarse la ruina eterna) por un poco de agua. El peregrino en esa ocasión se negó al diablo y brotó la fuente de manera mágica. Se ve que el rito se renueva todos los años, porque la fuente estaba rigurosamente seca. ¿Y si aparecía el diablo y me tentaba? ¿Qué puedo decirle mis amigos? Todos saben que yo resisto poco, pero en esa subida, con un calor de casi 35 grados, con la certeza de que todavía había más de 14 kilómetros por delante, con muchas ganas de quedarse en la orilla del sendero esperando que baje un helicóptero para el rescate,  yo resistí. Raro, pero lo siento así. No sabría decirlo de otro modo.
Afortunadamente, un poco más allá de la Fuente de la Renegada, se llega a los Altos del Perdón. 




El paisaje es hermoso, aunque la paz se ve alterada por el zumbido permanente de los molinos de viento de un parque eólico instalado justamente en ese lugar maravilloso. También hay una escultura que representa una caravana de peregrinos en diferentes épocas de la historia. Es linda, pero daña irremediablemente el entorno. En definitivamente, uno se imagina que al llegar a la cumbre espera un momento de sosiego, pero la verdad es que no es así. Los peregrinos que se agolpan para hacerse fotos con la escultura, el permanente ruido de las aspas de los molinos, la carencia de sombra, la oferta de refrescos, un tanto de basura desperdigada y, sobre todo, la certeza de que faltan aún muchos kilómetros impulsan a detenerse sólo un breve momento.
La bajada permite una charla más distendida, aunque hay mucha piedra suelta y es una pendiente respetable; los bicigrinos (Manolo y otros más) miran con desconfianza el desafío, hasta que finalmente se deciden y adelantan camino. Allá abajo, se abre un paisaje salpicado de manchones verdes de bosques y los ocres, amarillos, de los campos segados. Parece el muestrario de una tienda de telas, con diversos cortes y colores, como un mantel desplegado para un inmenso picnic. También se ven a lo lejos unos cuantos pueblos y caseríos (Uterga, Muruzábal, Obanos), pero nuestro destino, Puente la Reina, se hace rogar y permanece oculta a nuestro escrutinio.




Vamos acumulando kilómetros y nos va ganando la impaciencia de llegar. Sin embargo, Julio anuncia que en Muruzábal emprenderá el desvío a Eunate, a visitar Santa María de Eunate (Eunate quiere decir ‘cien puertas’ en euskera y se refiere a los diferentes pórticos de esta iglesia octogonal). Ésta eremita es una de las más bellas del camino. Románica, del siglo XII, atribuida a los templarios, aunque los años han ido ocultando ese origen y en los folletos y explicaciones sólo se menciona a los hospitalarios de la orden de San Juan.



Con Laura ya hemos estado en esa iglesia hace unos cuantos años y aunque queremos volver a verla, no tenemos mucho entusiasmo en la parte extra de recorrido. Se me ocurre una idea genial y le proponemos a Julio llegar primero a Puente La Reina y – como dirían los mexicanos – luego luego ir hasta allí en taxi. La propuesta es rechazada airadamente, como si le hubiésemos ofrecido un trato carnal inconfesable, como si le hubiésemos mostrado el rostro de Belcebú. De ninguna manera, responde. El peregrino camina hacia su destino. Cuenta de su proyecto a Alex, que se ha sumado a nuestra comunidad a reposar un poco en la sombra de la plaza de Uterga, pero el holandés dice que está destrozado, que no puede más. Dice algo así como ‘Pido gancho y el que me toca es un chancho’, pero en holandés que suena mucho más fino.
Seguimos nuestra senda y luego de sellar nuestras credenciales en el bar y albergue del pueblo vamos hacia los últimos kilómetros. En Muruzábal nos separamos de Julio y seguimos hacia Obanos, un pueblo sorprendentemente hermoso. Con arcos, una iglesia bella (aunque está cerrada en esas horas del final de la siesta), una plaza monumental, pero todo parece detenido en el tiempo en ese momento. Nada se mueve. Hace tanto calor que parece que zumban los oídos y parece extraño ver nada más que un par de cruces de peregrinos que han encontrado en ese tramo el final de su camino, ya que lo duro de la etapa haría pensar más bien en una legión de caminantes fallecidos. En verdad, la cosa se ha puesto peliaguda. Mucho sol, muchos kilómetros, muchas ganas de llegar. Laura ya está desesperada por el dolor en las plantas de los pies y pide la eutanasia. Le digo que resista. Ella a veces piensa que los Navarros son impíos y que todo esto es una conjura de la que no puede escapar. ¿Qué podemos decir, entonces? La respuesta es fácil. Mis amigos, para mi es un placer y un orgullo caminar con ella. No sé si llegaremos a Compostela, pero no importa tanto eso como la sensación de estar allí, juntos, sin otra cosa más que dar un paso y otro más.
Tenemos reserva en el hotel Jakue y, obviamente, no tenemos idea de dónde queda. Pero, para nuestra sorpresa está justo en la entrada misma del pueblo. Creo que un beduino ante un oasis tendría menos satisfacción que la nuestra cuando llegamos a nuestra habitación. Linda, moderna, espaciosa, en una especie de altillo que obligaba a estar atento para no golpearse la cabeza, con unas ventanas corredizas en el techo y decorada con buen gusto. Arrojamos nuestras mochilas y bajamos al bar. Encontramos allí a Patrick, Olga y Eva. Patrick es un francés que se embarca en el Camino cada dos años. Viene desde cerca de París y demora algo así como dos meses en completar la ruta. El camino, nos dice, pasa literalmente frente a la puerta de su casa. Habla un castellano fatigoso, herencia de su abuela española, pero suficiente para una conversación fluida. Se nota en sus palabras, sus silencios, y algún que otro comentario su experiencia en el camino. Le preguntó si hay alguna recomendación especial para quienes, como nosotros, recién comenzamos, pero su respuesta es, simplemente, ‘no’. Ninguna. No añade nada más, pero deja la sensación de que el camino dará y quitará sin que las experiencias ajenas puedan influir mucho. Olga es una madrileña que emprendió el Camino en Saint Jean y que, en el bar de Zubiri, charló un largo rato con Julio. Eva es de un pueblo cerca de Girona, habla poco, pero transmite una sensación inmediata de buena gente. Preguntamos en el hotel por un taxi para ir hasta Santa María de Eunate, pero el único taxi del pueblo está en el taller. Mala suerte.
Llega Julio, contento con la visita a la Eremita, pero destrozado por el esfuerzo. Nos dice que allí encontró a Alex, que había quedado dándole vueltas a lo que contábamos de la eremita y los templarios. En resumen, que no quería perderse el resto de la historia. Julio se queda descansando un rato y con Laura bajamos hacia el pueblo. Aunque bastante machacados por los kilómetros recorridos, nos damos un buen rato para deambular por una ciudad pequeña, pero con mucha tradición en el Camino. Allí es donde se unen las dos rutas más importantes que bajan desde los Pirineos y su nombre – Puente La Reina – refiere inmediatamente a un puente espectacular, de piedra, que a pesar de sus reformas y restauraciones, mantiene intacto su misterio. 





Más de mil años de testimonio del camino están allí, en sus piedras relucientes, en sus arcos, en su pórtico que es también una de las puertas de entrada a la ciudad. Luego encontramos a Julio y vamos a tomar una cerveza, como quien espera el momento de cenar. El hotel ofrece un menú carente de interés; por ello, optamos por una fonda al lado de nuestro alojamiento. Comemos bien; Julio encara a un bistec enorme y con Laura damos cuenta del pescado del día y unos calamares en su tinta. Dos botellas de vino de Rueda obran una vez más el milagro de la alegría y las confidencias. Hablamos un largo rato sobre cosas del Camino, repasamos las fotos, confirmamos que hay gente que se va haciendo entrañable poco a poco, les cuento de una canción que he redondeado hablando del camino, y una multitud de cosas más. Mis amigos, todavía falta muchísimo y eso aconseja a los peregrinos retirarse a sus aposentos. Es tarde y mañana hay mucho por andar. Pero vamos todos a Compostela. Vamos todos. Esta última copa de vino rosado de Navarra, helado y simple, aunque ligeramente peleón, va por ustedes. Salud y buen camino.

24 de Septiembre

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