viernes, 26 de abril de 2013

5. Estella – Los Arcos


            (21,2 Kilómetros)



Llueve en la madrugada de Estella. Los peregrinos notan el cansancio que se va acumulando en los huesos. Se despiertan temprano, pero tenemos muchas ganas de seguir remoloneando un rato más; de esperar a que escampe definitivamente, que el pronóstico del tiempo acierte una vez más y que termine siendo un día otoñal, soleado y fresco. Poco a poco nos vamos poniendo en movimiento y un poco antes de las 8 ya estamos buscando un lugar para desayunar. La ciudad, sin embargo, no parece acompañar nuestros propósitos. Todo cerrado. Llovizna, oscuridad y silencio. Damos vueltas por los diferentes bares, pero ninguno registra actividad o movimiento. Sólo se ven dos carros de asalto de la policía en una de las intersecciones de la plaza. Un poco más allá hay un cartel de una panadería y encaramos hacia allí con la esperanza de obtener un poco de información, o, en cualquier caso, de hacernos con un pan o un bocadillo.
Hemos dejado las mochilas en el apartamento y vamos enfundados en nuestros abrigos ya que la mañana se anuncia bastante fresca. Tal vez ese andar encorvados, evitando el viento y la lluvia, llama la atención de la patrulla porque se acercan cuatro o cinco policías a interceptarnos. Pero ya estamos dentro de la panadería, que no tiene café, pero el dueño es un argentino, que emigró en la gran crisis del 2001. Charlamos brevemente en la puerta del local y eso tranquiliza a los policías, que emprenden la retirada sin molestarnos. El compatriota nos cuenta que la policía está por allí debido a que es una jornada de huelga general, en repudio por los últimos ajustes del gobierno. Parece que hay algunos piquetes que obligan a cerrar los locales y que por esa razón los policías se acercaron a controlar que estuviese todo en orden. Finalmente, nos dice que para desayunar tenemos que volver a la plaza principal; golpear una puerta que está junto a un restaurante en la recova y decir que vamos de parte suya.
Encaramos la solución propuesta con bastante escepticismo. Al llegar ante la puerta señalada nos sentimos como los protagonistas de una película sobre los bares clandestinos en la época de la ley seca. A esas horas del día, Estella parece Ciudad Gótica, oscura, húmeda, silenciosa, con los policías esperando la batiseñal para entrar en acción. Sin embargo, contra todas nuestras expectativas, la puerta se abre ante el conjuro mágico del nombre del panadero argentino y nos dejan entrar. En la parte de atrás del local hay luz y mesas donde se sirven desayunos. El trato del matrimonio que nos atiende es muy agradable; en verdad, es el único momento en que nos tratan bien en Estella. El desayuno es excelente, con abundante café, tostadas, aceite de oliva, jamón, queso y jugo de naranjas recién exprimidas.
Casi dan ganas de quedarse allí un rato más, pero comienza a escampar y es momento de emprender la ruta. Nos preparan unos bocadillos de jamón y de queso para el almuerzo y regresamos al Apartamento. Allí dividimos las mochilas, en un rito que luego se tornará costumbre, y Julio se queda prácticamente con una mochila de mano, bien provista, pero cuyo peso no supera los 6 kilos. Con Laura armamos un único bulto, que nos iremos turnando para acarrear y que tampoco pesa más de 4 kilos. Pueden creerme que es otra la sensación. Eso sí, cuando dejamos nuestras mochilas en la puerta del apartamento para que las recoja Jaco-Trans, nos asalta la inquietud de si las volveremos a encontrar. Julio insiste en que tiene un mal presagio, pero las cartas ya están echadas y arrancamos.
Salimos por la calle que desemboca en la carretera a Logroño. Nos detenemos frente a un café, que tiene un letrero que indica que resta ‘666’ kilómetros a Santiago de Compostela. 



Julio vuelve al tema de las premoniciones y ese cartel, en su opinión,  muestra claramente que la ciudad es diabólica. Parece Darth Vader hablando del Lado Oscuro de la Fuerza. A esta altura de la mañana, no le prestamos mucha atención y lo dejamos rumiando sus oscuros presagios. Ya ha amanecido y, aunque el cielo sigue nublado, la mañana es hermosa. A la media hora de caminata llegamos a la bodega Santa María de Irache, donde hay una fuente de vino. Tal como lo leen. En el patio de entrada de la bodega hay un grifo de donde mana vino tinto para que los peregrinos puedan entonar el corazón con un traguito. Lamentablemente, cuando llegamos a la fuente sólo salen unas gotas, insuficientes tan siquiera para el ‘buche del peregrino’, pero alcanza para determinar que ese vino pone alegría en el corazón, pero pesa en el estómago. En definitiva, no parece un buen compañero de viaje.


Sellamos nuestras credenciales en la bodega y entramos a visitar el famoso convento benedictino de Santa María de Irache, que tiene una iglesia románica (siglo XII), un hermoso claustro plateresco y diversos edificios donde transcurría la vida conventual. El conjunto es monumental y aunque ahora está abandonado, late en sus piedras un aire mágico que recuerda a los años primeros de su fundación, cerca del 960, cuando se estableció allí un hospital de peregrinos. 




Impresiona el silencio en ese lugar enorme, austero y bello. Julio se queda un rato sentado en un banco de la iglesia, disfrutando de esa ausencia de todo, mirando al final de la iglesia una cruz que destaca en el templo desnudo y despojado. 


¿Es Julio una persona religiosa? La verdad es que no lo sé. A veces actúa como si tuviese verdaderas convicciones, pero carece del contenido de creencia fundamental: la convicción de que hay vida después de la vida. Parece resignado a que las cosas no sean así, pero late en sus respuestas en estos temas una suerte de decepción por la fugacidad de nuestra historia. Supongo que cuando escudriñas el secreto del universo, con sus miles de millones de estrellas, con una dimensión incomprensiblemente enorme, con un desarrollo en el tiempo casi infinito, es inevitable la decepción. Podríamos haber sido distintos parece ser la conclusión de sus pensamientos. Ciertamente, aunque Julio carezca de la convicción de trascendencia tiene, sin duda alguna, una serena confianza en los ritos, en la liturgia, en las palabras que se acumulan en las bendiciones, en el hecho de que alguien te desee sinceramente la paz y el bien.



Seguimos nuestra ruta y enfrentamos una bifurcación que nos obliga a escoger entre el trazado tradicional y una senda alternativa, pero más bella, que se adentra en el corazón del bosque. Decidimos caminar por la ruta tradicional, con la esperanza de tomar un café en algunos de los pueblos que atravesaremos en la mañana. Azqueta, a los 8 kilómetros, y Villamayor, a los 9,2 kilómetros, aparecen en nuestras guías como promesas de un buen lugar para descansar y planear el resto de la jornada, ya que después de estos caseríos no hay otra población hasta Los Arcos. El sendero impone un repecho bastante duro y le recuerdo a Julio la canción de Serrat, ‘Me n’vaig a peu’, que describe un camino que es cuesta arriba y el muchacho va alejándose de su casa, de su amada, de sus cosas. Y vamos paso a paso, tarareando el estribillo,

… Però no vull que els teus ulls plorin:
digue'm adéu.
El camí fa pujada
i me'n vaig a peu. 

(Pero no quiero que tus ojos lloren:
Dime adiós.
El camino es cuesta arriba
Y me voy a pie)

Llegamos pronto a Azqueta, que tiene cerrado su bar. Una lástima porque el dueño es un personaje mítico del Camino, Pablito ‘el de las varas’, porque se dedica a preparar varas de avellano para los peregrinos. Las varas son más largas que los bordones comunes y cumplen varias funciones diferentes. Ya en el Código Calixtino recomiendan varas que sean un poco más altas que el peregrino para ayudar a vadear ríos o defenderse de perros y salteadores. En la actualidad, su mejor tarea es prevenir las lesiones en las rodillas ya que impone – cuando uno se acostumbra a ella – un ritmo más natural en la caminata. Dejamos atrás Azqueta y enfrentamos el tramo más difícil de la etapa, una dura subida bordeando bosques y viñedos. Allá, arriba, según sea las vueltas que da el camino, aparecen y desaparecen los restos del Castillo de San Esteban. La leyenda señala que ese castillo fue conquistado por Carlomagno cuando entró en España a defender para los caballeros cristianos contra los moros. Ahora son solo unas pocas paredes y visitarlas llevaría casi media jornada más ya que está en la cima de la montaña, es decir, ni tan siquiera nos planteamos esa posibilidad. Ya casi llegando a Villamayor encontramos una curiosa construcción, llamada ‘Fuente del Moro’. 


Es una suerte de pileta pequeña, pero con reminiscencias antiguas. En verdad, data del 1200 aproximadamente y tenía por función permitir refrescarse y lavarse a los peregrinos que se detenían allí. Esta excavada en la tierra y hay que bajar casi una docena de escalones para acceder al agua depositada al fondo. La penumbra del interior es agradable y el agua contribuye a una sensación de bienestar, aunque la fuente no es potable.
Luego de curiosear un poco, seguimos medio kilómetro y llegamos a Villamayor. Aquí descansamos y vemos la iglesia, románica con un capitel que reproduce la mítica lucha entre Roldan y Ferragut, pero el conjunto resulta estropeado por un campanario añadido posteriormente. 



En su interior hay una cruz procesional, de plata, con un bello trabajo de orfebrería románica (siglo XIII), muy rara en Navarra. Una joya, prácticamente en medio de la nada, y ello me lleva a pensar un buen rato en la necesidad de los diferentes pueblos en el medioevo de tener reliquias para atraer peregrinos y así lograr, mediante el comercio y las limosnas, una mejor economía del lugar. Así como las ciudades contemporáneas ofrecen campos de golf o casinos, esos pequeños caseríos reclamaban a sus visitantes ofreciéndoles reliquias milagrosas como el lienzo de la Verónica, los huesos de la mano izquierda de San Jonás, un legnum crucis de considerables dimensiones, el talón de Aquiles, un mechón incorrupto de Santa Lucinda, y un largo etcétera. En fin, que todos tienen que vivir y el ingenio no descansa cuando se trata de llenar la bolsa.
Dejamos atrás Villamayor, después de que una señora casi centenaria, en el living de su casa, sellase nuestras credenciales. A esa altura hemos cumplido los primeros 100 kilómetros de Camino. Nos sentimos casi veteranos y Laura señala que nunca había caminado tanto en su vida. Su experiencia anterior había sido ‘El Camino del Inca’, que es duro y exigente, pero que tiene 80 kilómetros. Con Julio, de jóvenes, hemos peregrinado a Mailín, en Santiago del Estero, que son un poco menos de 150 kilómetros. Todavía nos quedan un par de etapas para batir el record.
De repente, a pesar del sol radiante, el clima se destempla. Aprieta un viento cabrón, que te jode una y otra vez que puede. Con ráfagas imprevistas, te obligaba a caminar un poco agachado, como un arquero preparado para detener un penal. El viento frio aconsejaba guantes y capucha. Yo no tenía ni lo uno ni lo otro, así que, mis amigos, bien pueden adivinar que más de una vez pensaba que carajo estaba haciendo allí. En más de una ocasión tuve ganas de gritar, como en el patio del colegio, ‘puto el último’ y echar a correr hasta Los Arcos. Julio se protegía del viento con una chaqueta impermeable roja y se colocó unos guantes muy graciosos, con una suerte de almohadilla en la punta de los dedos que permiten usar el ipod sin quitárselos. Un derroche de ingenio. Laura, por su parte, caminaba toda vestida de negro, con zapatillas, pantalón y chaqueta negra. Capucha negra ajustada para que no sufran las orejas. Anteojos negros grandes para protegerse del sol. En un momento, me di vuelta y la vi, a contraluz, con los jirones de niebla que habían quedado atrapados en el valle, acercarse poco a poco, con su bastón en alto. 


Mis amigos, parecía los dibujitos de La Parca, que se acercaba inexorablemente. Por el otro lado, Julio, envuelto en su llamarada roja, parecía el demonio. Por supuesto, yo sentía que era el protagonista de la canción de La Renga, que dice:

Estaba el diablo mal parado
en la esquina de mi barrio
ahí donde dobla el viento
y se cruzan los atajos,
al lado de él estaba la muerte
con una botella en la mano...

(La Renga, Balada del Diablo y la Muerte)

Nuestros bocadillos fueron lo único entretenido de esa última etapa, que avanzaba por caminos dedicados en su mayoría al laboreo de los campos. Tal vez en verano esos campos verdes transmitan una sensación de plenitud, pero ahora con el otoño instalado, con la mayoría de los viñedos ya exhaustos, con colores predominantemente ocres y la ausencia de gente trabajando, dejan una sensación incierta de desencuentro, como de haber llegado ya tarde.


Finalmente, cerca de las tres de la tarde entramos a Los Arcos y encontramos una fuente que tiene un cartel que recuerda que el Código Calixtino condena sus aguas como ‘letiferas’. 



A decir verdad, nada hace sospechar las maldades de ese líquido, pero una cierta abundancia de hospitales de peregrinos en la región (Santa María, Santa Brígida y San Lázaro) da testimonio de lo traicionero que puede ser saciar allí la sed.
Los Arcos es un pueblo de trazado medieval, pequeño pero encantador. 



Nos alojamos en el Hotel Mónaco y, con alivio, comprobamos que Jaco-Trans ha cumplido impecablemente su parte del trato. Cuando estamos retirando nuestras mochilas, nos cruzamos con un matrimonio español con quienes charlamos a la hora de la cena en Roncesvalles y con quienes intercambiamos normalmente palabras de ánimo en los tramos difíciles de la jornada. Se ríen al ver nuestras etiquetas de Jaco-Trans y, con buen humor, señalan que eso es ilegítimo. Decididamente, ellos están de parte de los puristas y llevan sus mochilas como si fuesen también sus pecados, es decir, una carga que es inevitable acarrear personalmente. Inmediatamente después de dejar nuestros equipajes, cumplimos el rito que ya ha adquirido el status de una regla: dejamos las cosas precipitadamente y, apenas con la cara limpia, vamos… ¡al bar! (Aquellos que pensaban que íbamos a la iglesia a agradecer a Santiago por su protección en el Camino no se preocupen; tal vez hoy sea la ocasión propicia).
Bocadillo de tortilla de papas, cerveza en jarra o copa de vino rosado, en las terrazas de la plaza, dejando que el sol nos caliente los huesos. 




Luego a descansar, tomamos un café en el bar del hotel y a eso de las 6 de la tarde salimos a recorrer la ciudad. Nos demoramos un largo rato en la iglesia de Santa María, junto a la plaza del pueblo. Inmensa y bella, del siglo XII, pero con distintas refacciones que no han disminuido la belleza de la nave ni del claustro. 


Abundan las referencias a Santiago Apóstol, pero la imagen más importante es una talla de Santa María, que tiene al niño en el regazo y una manzana en la mano. En esa época, la virgen con la manzana era una figura muy tradicional y simbolizaba a la redención: si una mujer (Eva) había introducido en el paraíso el pecado mediante una manzana, otra mujer (María) redimía esa falta y por ello, enseñaba la manzana en su mano derecha. Julio se queda a escuchar atentamente la explicación de una audio-guía acerca de la construcción de la Catedral – después nos contará que su imponente aspecto se debe a la riqueza de las donaciones que los peregrinos efectuaron en el medioevo, como agradecimiento a los milagros obrados por esa talla gótica. Con Laura vagabundeamos un rato por las callejuelas y a eso de las siete nos reencontramos con Julio para buscar adonde cenaremos.



Salvo un par de noches con suerte, la experiencia gastronómica ha sido desoladora, especialmente en Estella. El estándar que acompaña al peregrino es: mucho y barato. Pero, generalmente los platos llegan fríos y con sabores irreconocibles. Por ejemplo, en la pizarra del bar de la plaza se ofrece menú a toda hora por tan solo 11 euros. 

Los primeros platos son: Ensalada mixta, ensalada rusa o spaghetti. Los segundos platos son: Canelones, Lomo con papas, San Jacobo con papas, rabas o huevos fritos con jamón y papas. A Julio lo entusiasma la propuesta; sobre todo lo tienta el San Jacobo que es un bife ancho de carne de ternera, y propone cenar inmediatamente. Con Laura nos resistimos a cenar a las siete y media. Por suerte, encontramos a Olga y bebemos unas copas de vino blanco, compartimos unas tapas y pinchos, como para apaciguar las impaciencias del estómago. Luego, Olga se da por cenada y va a su Albergue a lavar ropa. Nuestra comunidad de peregrinos se dirige al bar a cenar; el comedor es en una especie de sótano, donde nos inclinamos por las pastas y la carne. Nada especial, pero tampoco tan mal como la experiencia de la noche anterior. Julio decide evitar el vino del menú y pide un Rioja. Es un Coto de Imaz, un viejo vino de batalla, pero reconforta y no daña como las aguas letíferas de la entrada del pueblo. A Julio le gusta la palabra ‘letifera’ (que, por supuesto, no existe en castellano sino en Latín) y la repite a cada momento. Los ánimos serenos, una noche clara y fresca, ideal para terminar la etapa con una cerveza en el bar del hotel. Así que, salud, mis amigos. Buen camino.
26 de Septiembre

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