miércoles, 17 de abril de 2013

11. Belorado - San Juan de Ortega


11. Belorado - San Juan de Ortega

(22 Kilómetros)




Ya estamos en San Juan, un caserío a casi veinte kilómetros de Burgos. Antiguamente este sitio, un enclave en los Montes de Oca,  era el lugar escogido por el eremita Juan Velázquez para la penitencia y oración. Actualmente, solo viven aquí 26 personas, dedicadas exclusivamente al Camino de Santiago y no es exagerado señalar que, al caer la tarde, cuando ya se impone la pausa y el descanso, la reunión de peregrinos en el patio del albergue, el bar, o la explanada del convento genera una dimensión de comunidad festiva y mágica. Es un lugar de gran intensidad emocional para los que vamos hacia Compostela. En gran medida, ello se debe a que aquí todo gira en torno del Camino, al hecho de que todos los que nos encontramos en San Juan somos peregrinos y, a pesar de que solo hemos compartido once jornadas, hay una suerte de preocupación y cuidado por quien va caminando con cada uno de nosotros. No hay tiendas, casas o calles, sino la silueta del camino y, a su lado, como en un decorado de una película, la fachada de los monumentos.



En este rincón del mundo, enmarcado en bosques de encinas y campos de girasol, se encuentran dos iglesias, cargadas de significado y belleza. La más pequeña es la capilla de San Nicolás de Bari, que originalmente fue la eremita en la que San Juan se dedicaba a la oración. Este santo, nacido a finales del siglo XI, fue contemporáneo de Santo Domingo de la Calzada y, luego de peregrinar a Tierra Santa, dedicó su vida a la oración y el cuidado de los peregrinos. Cuenta la leyenda que su devoción por San Nicolás de Bari se debía a su intercesión milagrosa para rescatarlo en un naufragio, a su regreso de Jerusalén. La iglesia principal fue edificada en un período posterior, junto con el convento, y guarda un espectacular cenotafio del santo y una buena cantidad de capiteles que se iluminan delicadamente en los equinoccios. La importancia de este santo y su fama en la realización de milagros fue tan notable que allí acudió Isabel de Castilla a dar testimonio de su fe y pedir su protección y auxilio durante su primer embarazo. En esa ocasión, se exhumo el cuerpo del santo y se comprobó que permanecía incorrupto, custodiado por un enjambre de abejas blancas. Luego, Isabel, convertida ya en la reina más poderosa del mundo, promovió la construcción del convento y su iglesia. El convento fue ocupado sucesivamente por diversas órdenes religiosas y en la actualidad sirve de albergue de peregrinos. Un poco más allá de ese conjunto monumental se alza una casona nueva, amplia, de dos plantas, que sirve como hotel.
Nos hemos despertado en nuestro alojamiento en Belorado un poco más tarde de lo habitual. No hay prisas ya que Jaco Trans recoge el equipaje cerca de las once de la mañana. También pesa lo suyo el cansancio que se va acumulando; cuesta desperezarse y cumplir con la rutina de enfrentar la etapa prevista. No pasa nada, mis amigos; que no todos los días se muere un burro, dirían en la barriada de Tepito. Para levantar el ánimo de la comunidad -mientras Julio suspira sin conseguir reunir el coraje necesario para iniciar la jornada y Laura entierra la cabeza bajo la almohada- improviso unos versitos, unas rimas que no pretenden ser memorables sino empujar para ponernos en movimiento. Recito, entonces, como cura en procesión, con voz solemne, mis coplas:

La mañana llega con alegres colores
Aparta tus frazadas, oh peregrino,
aprieta tu bordón, apura tu destino
deja atrás los arcanos dolores

¡Oh peregrino!
¡Buen camino!
¡Oh peregrino!
¡Buen camino!

Hay que ver el poder que tienen las palabras y la sutil pero innegable conexión con nuestras acciones. Al escuchar la rima que entono, Julio cree que va a sufrir una parálisis cerebral, que enfrenta un riesgo inminente de quedar dañado para siempre por el mal gusto. Dice que desde que escucho la expresión ‘causalidad retroactiva’ sospecha que algo anda mal en mi cabeza y su impresión se ve confirmada por el uso del abominable adjetivo ‘arcano’. Laura responde como poseída cuando les pregunto si quieren que improvise otros versos. Pueden creerme que no gritaba precisamente ‘Otra, otra’ o la clásica ‘Una más y no jodemos más’. Más bien, su alarido – que la dueña del alojamiento confundió con la alarma de incendio y ordenó la evacuación - era algo así como ‘paredón, paredón’. Sin embargo, – ya lo dijo Gabriel Celaya - la poesía es un arma cargada de futuro, que se impone en toda circunstancia. Por ello, arremeto con la estrofa:

En el cielo las estrellas,
en el campo las espinas,
y a tu lado un compañero
dice, vamos, vamos peregrina

He leído, hace ya muchos años, que el final del mundo será un tiempo de confusión y conflicto, donde el hermano se alzará contra el hermano y reinará el caos y el desorden. Se me ocurre que el apocalipsis sería un evento pulcro y ordenado en comparación con lo que ocurrió en esa madrugada en Belorado. Mi abuela hubiese dicho que se armó un ‘tole tole’, que según la sabiduría recogida por la red, refiere a lo que gritaban los judíos a Pilatos cuando pedían la crucifixión de Jesús. En pocas palabras: mis versos desatan la furia. Julio amenaza cortarse las venas con su limpia-lenguas, Laura corre a buscar los tapones para los oídos – esos amarillos que recogimos en Nájera - y pide el auxilio de Santiago Apóstol, mientras, una tras otra, voy desgranando las estrofas de un poema medieval sobre un castillo en la cima de una montaña, un escudo de armas, un marchito ramillete de lavanda y la melancolía de un caballero que regresa de la guerra (un poema inmejorable, a decir de Julio, porque no había posibilidad alguna de que pudiese mejorar). Finalmente, me amordazan como al bardo del comic de ‘Asterix’ y bajamos al comedor.
El desayuno es voluntarioso, pero no aporta nada significativo ya que carece de queso, jugos naturales o frutas, que es lo que prefieren Laura y Julio. Por el contrario, yo me conformo con una tostada con mantequilla y un par de tazas de café. ¿Julio pide otra vez el café expreso doble? No tiene fe en tamaña empresa, pero lo animamos a que no ceje en su intento. Que no se disminuya por unas cuantas negativas y malos entendidos en otros bares ya lejanos. La tribuna agita: ‘Vamos, Navarro. Ultreia. Dale campeón’… y toda una serie de frases extraídas de un manual de autoayuda que acarreamos para situaciones de emergencia. Julio es como Los Nocheros, es decir, se debe a su público. Así que allá va, a enfrentarse a la dueña con su pedido extravagante. Para nuestra gran sorpresa, la mujer le dice: ‘usted quiere café expreso en una taza grande’. La tribuna se entusiasma y se felicita por su papel decisivo en el éxito inminente, pero - ¡oh, fortuna esquiva! ¡Oh, destino adverso! - rápidamente se impone el fracaso: los dueños carecen de cafetera expreso. Todo es simplemente café de filtro. Ya lo dice Sabina, el destino primero te da champán y después Chinchón...
Pagamos nuestra factura, buscamos un cajero donde comprobamos con desolación el deterioro de nuestros ahorros, buscamos inútilmente donde comprar fruta y emprendemos nuestra marcha. ‘Hoy no nos adelantará nadie’ afirma serenamente Laura, mientras su paso firme muestra su capacidad atlética. Nos hemos apropiado de esa frase, pergeñada en voz alta por un peregrino que, en Roncesvalles, emprendía la marcha con ánimo competitivo como si el Camino fuese la maratón de New York. La repetimos con frecuencia, pero nuestra intención no es señalar que somos tan veloces que nadie nos dará alcance, sino como una manera de constatar que hemos arrancado tan tarde que ya ningún peregrino camina detrás de nosotros.



La mañana es fría, pero soleada y vamos marchando a buen ritmo, comentando qué habrá ocurrido con Namí y nuestras amigas Olga y Raquel. En el caserío de Tosantos Julio se demora ajustando sus botas y su mochila; nosotros seguimos adelante. Ya nos alcanzará más tarde. En medio de un campo de girasoles, a varios kilómetros del pueblo más cercano, aparecen dos viejecitas que caminan despacio, charlando de sus cosas.



Es una imagen extraña, ya que son dos personas muy mayores en el medio de la nada y sin nada que hacer más que caminar. Evocan a una forma de vida ya olvidada, en la que los automóviles eran un lujo exótico, en la que las personas rara vez abandonaban su pueblo y el caminar por los campos era parte de una rutina inquebrantable.


Llegamos a Villambistia, donde la leyenda ubica una fuente milagrosa, frente a la iglesia de San Esteban. La encontramos seca, pero nos detenemos un momento a leer, en el pórtico de la iglesia, una placa conmemorando a los falagistas más importantes (por ejemplo, Primo de Rivera), señalando el valor de esos caídos por España en los inicios de la guerra civil.



Seguimos nuestra marcha. Julio nos alcanza en una ruina del convento mozárabe de San Félix, en el que la leyenda ubica a los restos del Conde Rodríguez Porcelos, fundador de Burgos. En verdad, del convento no queda absolutamente nada. Más bien, lo único que hay es una suerte de habitación pequeña, abovedada, sin referencia alguna que destaque su valor, abandonada a la intemperie, herida de desinterés y olvido.



Poco a poco nos vamos adentrando en las serranías de Oca. Un poco antes del mediodía llegamos a Villafranca, un pequeño pueblo del que ya se conocen referencias desde el 1075, consolidado en siglos posteriores por la radicación de un grupo de franceses, que le dio a ese paraje su nombre definitivo. Es un tramo peligroso porque en los últimos kilómetros el camino va muy cerca de la ruta nacional, muy transitada, que lleva a Burgos y que en la entrada del pueblo se enrosca en una curva cerrada, exigente, que impide ver a los que caminan cerca del arcén. Un cartel señala el peligro con la leyenda. ‘Atención. Próximos 2 kilómetros zona de concentración de accidentes’. ‘¡Qué ordenados!’, digo a mis compañeros y añado que esto de tener una zona para concentrar los accidentes parece un logro extraordinario del primer mundo. Deberíamos tener lo mismo en Córdoba para que, en lugar de accidentarse en cualquier lugar, los automovilistas se embistan en un lugar específico. Julio me mira de reojo, con curiosidad, intentando ver si mi comentario es en serio o en broma. Finalmente, hace igual que Laura, es decir, suspira hondo y prosigue la marcha, pero enuncia, al pasar, como si no tuviese que ver con nada, el Axioma de Cole: ‘La suma de inteligencia en el planeta permanece constante aunque la población sigue creciendo’. No respondo a la indirecta y les digo que eso de los siniestros desparramados me recuerda al chiste de los borrachos que se acuestan a dormir junto a un vía del tren, pero algo me hace pensar que no serán capaces de apreciar mi ingenio. De todos modos, al girar la curva encontramos al pueblo. Prácticamente, no hay periferia. Una vez que se entra al caserío ya se está en el centro, donde una explanada que sirve de estación de autobuses, parking, o punto de reunión, congrega a los peregrinos que hacen un alto en su jornada.



Allí, en Villafranca, nos aprovisionamos para nuestro almuerzo. La iglesia está cerrada y no tiene más interés que una pila bautismal – que no llegamos a ver – hecha con una vieira marina enorme, de casi 65 kilogramos, traída de Filipinas, en homenaje a los que peregrinan a Santiago. Nos encontramos con Olga, Raquel y Nami. Nuestra amiga japonesa nos mira con su habitual gesto imperturbable. Le preguntamos si quiere una copa de vino tinto. Nos mira con pavor. Anoche ha aprendido esa palabra, pero ahora tiene una resaca importante. Su rostro normalmente pálido tiene un tinte verdoso como si hubiese desayunado con kriptonita, así que, moviendo las manos como para alejar una pesadilla, exclama: ‘Vino tinto no, no, no’. Le digo que el que se quema con leche, ve una teta y llora, pero nuestros esfuerzos para traducir eso al japonés son infructuosos.
Olga se impacienta por ponerse en marcha, pero Raquel está dando cuentas de un bocadillo de chistorra, que es un embutido típico en casi todas las regiones de España. De color rojizo, casi como radiactivo. Dañino, pero sabroso. Para pasar semejante desafío se ayuda con una copa de vino tinto. Todavía no es mediodía, pero a Julio le parece un momento excelente para imitar a nuestra amiga y ordena dos jarras de cerveza con las que regar la ingesta. Salimos con Laura, casi siguiendo los pasos de Olga y Nami. Julio se queda con Raquel, poniéndose al día con los artilugios que traman en Albacete para que ella regrese con su novio. 
Dejamos atrás un hotel/albergue hermoso, que se encuentra en las afueras. 


Casi inmediatamente, comienza un repecho exigente. Ahorramos el aliento, apretamos el paso y metro a metro vamos llegando al Puerto de la Pedraja (1150 mts de altura).


Casi marcando el punto más alto de esta etapa, a pocos centenares de metros de los palos indicadores, está el monumento a los caídos en la guerra civil ya que allí fueron ejecutados una buena cantidad de partidarios de la república al inicio de esa gran guerra. Es un lugar triste, desolado, batido por el viento y el sol del mediodía El descubrimiento reciente de varias fosas comunes con varios centenares de muertos lo convierte en un paraje casi macabro. El monumento recuerda que sus muertes no fueron inútiles, sino que fueron inútiles sus fusilamientos.


En otra de sus placas puede leerse:

Monte de la Pedraja 1936
En este lugar fueron asesinadas unas trescientas personas por los que apoyaron el golpe de Estado del general  Francisco Franco contra la II República legítimamente establecida y que dio lugar a la guerra civil española entre los años 1936 y 1939.
Fueron asesinados en los primeros meses de la guerra civil por sus ideales políticos y por defender la libertad.
Este humilde monumento, realizado por sus familiares, servirá para que nunca olvidemos su memoria. Descansen en paz.

Otra de sus placas, con unos versos de Miguel Hernández, nos contagia una indefinida melancolía. Para dejar atrás esas sensaciones de postración emocional apretamos el paso. A dos kilómetros de San Juan de Ortega nos detenemos a la sombra de una encina vieja y esperamos que lleguen Julio y Raquel para almorzar nuestros bocadillos. La oferta es simple: pan de baguette, queso de oveja semi-curado, jamón crudo y fruta. Descarto la fruta y la sustituyo con un vino de Rioja 2006 reserva para impedir que la sangre se vuelva agua. El ‘buche del peregrino’ reanima a los caminantes y, con pereza, pero ya muy cerca del final de la etapa, nos ponemos en movimiento. Seguimos. Seguimos.



De pronto, en medio del bosque, se divisa la cabecera románica de la iglesia de San Juan. 


A su lado, un poco retirado de la línea del camino, se levanta una casa amplia, que se deja bañar de sol otoñal. Vemos que esa casa es precisamente el hotel en el que tenemos nuestra reserva. La entrada es amplia, con una suerte de pequeño parque que hay que atravesar para llegar al edificio principal. Encaramos como chancho a la batata y caminamos esos 50 metros de parque con la ansiedad de los que ven un oasis en medio del desierto. 


Llegamos, pero la puerta está cerrada. Un cartel indica que la llave hay que pedirla en el comedor, al lado del albergue. Eso significa desandar el parquecito, continuar dos cuadras más y luego regresar. Un bajón. Tanto remar para morir en la orilla, digo por lo bajito y nos vamos al bar. Allí, en unas mesas al sol en la explanada del convento, están Olga, Raquel y Nami. Sellamos las credenciales, pedimos las llaves del alojamiento y, para reponer fuerzas, también nos apuntamos con un par de cervezas.



Les cuento que por la mañana he despertado a mis compañeros con unos versos inspirados en el Camino. Recito ‘Oh, Peregrino, Oh Peregrino’ y Raquel continúa la improvisación. Le parece una idea genial. Nos divertimos un rato imaginando rimas, componiendo imágenes. El primer premio se lo lleva Laura cuando recita completas dos célebres composiciones populares: ‘Colón, Colón y su hijo Cristobalito’ y, a continuación, ‘Pican pican los mosquitos, pican con gran disimulo’. ¡Qué momento lírico, mis amigos! Pero la tarde de poesía se interrumpe cuando Olga cuenta que, al llegar al albergue, encontró a una peregrina bastante alterada y le dijo que no se quedase allí de ninguna manera, que era una mugre y que había ‘bichos’ en las camas. Raquel dice que no será para tanto y Julio recuerda un documental que vio hace poco sobre una especie de chinche que se mete bajo la piel y que vive luego por años, inmune a cremas, pomadas o conjuros. La chinche, como el amor, es para siempre, apunto ceremoniosamente, pero nadie dice ‘ay que lindo’, como amerita tan buena frase. Una vez que la chinche se abre paso bajo tu epidermis -  pontifica Julio - la piel se levanta con un pequeño bubón, que da un picor más jodido que el de los pimientos del padrón que comimos en Nájera. En algunos casos, continúa nuestro narrador, la infección requiere un tratamiento quirúrgico. Cuenta también de un hotel en Vermont que tuvo que ser reducido a cenizas como única manera de detener el avance de esas criaturitas de dios. Pero, añade Julio, que las peregrinas pueden estar tranquilas porque su amiga que reza fuerte y mucho ya está en cadena de oración para que nadie se enferme en lo que resta del camino. Bien pueden imaginarse que ese comentario provoca el pánico, salvo en Nami que no entiende un carajo y sólo dice ‘Vino tinto no, no, no’.  Finalmente, Julio remata que el bichito, aumentado miles de veces en el microscopio, tiene una cierta semejanza con Cristiano Ronaldo, que - ya se sabe - es como el mismo diablo, con rabo y cuernos incluidos. Ese chiste descomprime un poco la tensión del momento, pero sigue existiendo una inquietud innegable sobre la comodidad e higiene del Albergue. 


Consultamos en internet y las respuestas que nos devuelve la red son todavía más inquietante que el documental de Julio. Para muestra sobra un botón, diría mi abuelita (el ejemplo es tomado de la guía de Eroski Consumer, del 7/6/2012):

En el Camino, te encuentras albergues de toda clase, nuevos, antiguos, grandes, pequeños, etc. pero hay algunos y este es uno de ellos, que deberían cerrarlos, directamente. Desconchados en paredes, azulejos rotos, cables de electricidad cortados, colchones que solo tienen el nombre de colchones, no hay cocina, cordeles para tender la ropa en el antiguo claustro. Un comentario, si puedes pasa de largo.  

Olga y Raquel van a inspeccionar el lugar antes de tomar una decisión. Julio les dice que revisen bien en los pliegues de las esquinas del colchón, que allí hacen su colonia los bicharracos. Regresan en poco rato. Que no está tan mal como parecía y que definitivamente no hay chinches. ‘Mañana veremos’ digo para mis adentros, recordando una picadura en el antebrazo, rojiza y brillante como la marca tenebrosa de Voldemort, ganada en el horrible hotel de Nájera. Nuestro debate sobre salubridad en el Camino se interrumpe cuando la voz del encargado del bar anuncia que a las 19,00hs de la tarde se inicia la cena y que si alguien no está allí, a más tardar, a las 19,30hs para apuntarse a la lista, entonces no podrá comer. Joder. Mi madre decía que viajando se aprende y, en verdad, en ese momento se podía encontrar material suficiente para escribir un tratado de antropología. Una cena a las siete de la tarde es un agravio para el grupo español y latinoamericano, pero es celebrado con entusiasmo por nórdicos y anglosajones, que aplauden el anuncio. Apelamos la decisión, elaboramos argumentos que, por su delicada trama y su irrefutable veracidad, hubiesen conmovido al mismísimo Juez Griesa. Señalamos los peligros que encierra una ingesta a esa hora de la tarde, que seguramente es imposible hacer la digestión normalmente, que ojo con el golpe de calor y que el hábito de alimentarse en esa franja horaria ha sido asociado en el último volumen de la revista Medicine & Health  con casos graves de alopecia y estreñimiento. Nada. No conseguimos otra cosa que una mirada torva del encargado del bar. Me hace recordar a la mirada furibunda de ‘La Cota’, que era el sobrenombre de mi profesora de geografía en el bachillerato, cuando alguien – por descuido o mal intención – le decía La Cota. Era una mirada rencorosa, como anotando para no olvidar quien es quien en el momento de la venganza. Nos acojona todavía un poco más descubrir que en la puerta del bar hay un cartel, firmado por el dueño, en el que dice estar muy apenado porque los peregrinos no aprecian su esfuerzo y su trabajo; enfatiza en que no son verdad esas mezquindades que se encuentran en internet y, finalmente, que – como dijo Picabia– ‘quien habla mal de mí a mis espaldas, mi culo contempla’. Ante la erudición permanecemos en silencio, resignados a comer temprano y mal. Preguntamos si, al menos, pondrá el partido del Barcelona a las 21,30 y responde que de ninguna manera. ‘Para evitar problemas’ es su explicación, pero nadie acierta a comprender qué inconvenientes podría haber. Tal vez quiere evitar la división entre peregrinos e impedir que un grupo de exaltados celebre los avatares de un partido frente a los reclamos de nórdicos y anglosajones que seguramente pretenden ver un documental sobre la vida sexual del bicho palo. Nunca lo sabremos.



Mientras rumiamos nuestra poca fortuna, un peregrino de piel oscura extiende una esterilla y adopta una posición de meditación. Alza su rostro al sol y extiende sus brazos. Gira el cuello, estira su espalda, se relaja y durante un rato permanece inmóvil. Flexible como un junco se incorpora con un medio giro que sólo se ha visto en la película ‘Tequila Sunrise’ de Mel Gibson. Sonríe. De manera inesperada, Nami va a su encuentro. Pongamos la situación en cámara lenta: tres, cuatro y cinco pasos para acortar las distancias, música de Vangelis para el momento cumbre de la jornada y allí, sola entre tanta gente, Nami habla. Sus únicas palabras, hasta ahora, eran ‘Eto, eto , eto’ y ‘Vino Tinto no, no, no’. Pero ahora habla de corrido, con convicción y fluidez. Para nuestra sorpresa el peregrino contesta en un impecable japonés. En verdad, no es un peregrino de color con conocimientos de japonés sino que es, lisa y llanamente, japonés. El color oscuro de su piel se debe a que vive en el camino ya hace un tiempo largo, pero si uno lo mira de cerca es parecido al dueño de una tintorería que había a pocas cuadras de mi casa familiar en Santiago del Estero. El japonés se encuentra de regreso y, cuando termine esta ruta, tal  vez emprenda otra vez la marcha a Santiago, siguiendo otra senda. Indefinidamente. Laura insiste en que hay que tener mucho cuidado con los que caminan de regreso. Pero ellos charlan animadamente y luego Nami … ¡le invita una cerveza! Nos quedamos boquiabiertos, un cambio de registro se ha producido en nuestra amiga, y rápidamente conjeturamos que acaba de encontrar a su media naranja, a su amor en el Camino. Ya nos imaginamos viajando a Japón a la despedida de soltero y la consiguiente boda, saboreando el sushi y los alcoholes nativos, brindando porque, una vez más, la frase de Julio acerca de la conexión entre el amor y el camino se ha vuelto una realidad. Pero, Cupido es caprichoso y sus flechas tanto dan como quitan. La pasión desaparece en cuanto nuestro campeón se descalza. Una hecatombe nuclear - pueden creerme - produciría menos daño que el olor que emanaban de esas botas. Una nube letífera surge como una repetición exponencialmente aumentada de la catástrofe de Chernobyl. Se escuchan gritos de advertencia: ‘Cuerpo a tierra’, ‘Zafarrancho de combate’, ‘Santiago, Santiago’. Nami y varias decenas de peregrinos se apartan rápidamente para evitar daños que ni siquiera un milagro conjunto de San Juan y Santo Domingo lograrían reparar. Más tarde nos enteraremos que no se aloja en el Albergue sino en los campos aledaños, que - frase textual - ‘su albergue es el bosque’. Aunque parezca mentira, nadie se opone a la decisión colectiva espontánea de mantenerlo alejado.     
Nosotros volvemos al hotel. Arreglamos el alojamiento y acarreo de equipaje de la próxima etapa. Ducha y descanso; Julio quiere asistir a la bendición del peregrino y, por ello, arranca nuevamente. Con Laura veremos la iglesia más tarde, demorándonos en los detalles impactantes de la escultura en piedra, capiteles, lápidas y el cenotafio del Santo, que ha resistido en muy buena forma ya casi un milenio. 



Allí vemos también el escudo de armas de la familia de Laura, los Manrique, que es en verdad, uno de los linajes más antiguos de Castilla. Laura se complace en las torres y leones que decoran ese escudo y señala que los Navarros son impíos, mientras que sus ancestros aparecen en la iglesia que custodia al Santo. 





Encuentra ese dato muy apropiado y propone ir a brindar por ello. Ya es casi el horario de la cena. El salón comedor se encuentra repleto de peregrinos y el dueño del local empieza a distribuir los turnos de comida. Nosotros nos apuntamos al último de todos y sumamos a nuestras amigas del Camino. Nos conseguirán una mesa grande dentro del salón y, mientras esperamos nuestro turno, bebemos unas cervezas en el bar, que está al lado mismo del comedor. Se fatiga nuestro paladar con la cerveza y nos pasamos al vino. Un Rioja, reserva, poco recomendable pero mucho mejor que el que sirven con el menú del peregrino. Se acerca un bicigrino alemán – Holgar, o algo así – que viaja solo y se aloja en el mismo hotel que nosotros. De vez en cuando lo vemos adelantarnos en el Camino, pero invariablemente coincidimos en el final de las etapas. Ordena en la barra una copa de vino tinto y le ofrecen la del menú. No deal. El teutón quiere una copa de un vino como el nuestro, pero el dueño del bar no decepciona a quienes esperan que cumpla su papel de villano. Nada de vino especial por copa. Sólo si compra una botella puede acceder a los sabores privilegiados. Conclusión: invitamos una copa a nuestro compañero peregrino sumando un agravio más contra el hospitalero del lugar.
El ambiente del salón es un tanto espeso ya que a cada momento estallan querellas y pleitos por los turnos o la cantidad/calidad de la comida. Va llegando el horario de finalización de la cena y nosotros todavía no hemos sido ubicados. Va Olga a reclamar y regresa con las noticias de último momento: Houston, tenemos un problema. No hay mesa para seis y si queremos comer, tendremos que ir apropiándonos de los lugares que se van desocupando. Olga, Raquel y Nami van en busca de sitio y se quedan compartiendo mesa con otro grupo. A nosotros nos toca seguir participando. De repente, uno de los mozos nos dice que si queremos comer podemos hacerlo allí mismo en el bar. Aceptamos inmediatamente y nos alcanza la carta con el menú. La comida es tan escasamente creativa que da angustia. Para el primer plato hay que escoger entre ensalada o morcilla de Burgos y para el segundo solo hay omelette, Laura pide ensalada, pero sin cebolla. La respuesta no se hace esperar: ‘Ni hablar. Imposible’. Las ensaladas ya están preparadas - ¡quien sabe desde cuando! – así que tendrá que apañárselas con lo que haya. Yo elijo y recomiendo la morcilla, pero Julio y Laura, a pesar de la cebolla, se inclinan por los vegetales. Luego viene el turno de los huevos. Una ración realmente generosa, pero a esa altura, solo queremos terminar con la mala experiencia. Nuestra cena, mis amigos, dura lo que un suspiro, pero no lo lamentamos ya que en el Hotel hay un salón con televisión. Decidimos refugiarnos allí y ver el partido de fútbol. Acopiamos unas cuantas cervezas y un par de chocolatinas ‘Kit Kat’, que Julio sigue promocionando como el mejor invento de la humanidad después de la rueda, el peine ‘Pantera’ y la gomina ‘Glostora’. El partido termina a favor del Barcelona y empieza a pesar el cansancio. Mañana espera una jornada larga, marcada por la llegada a Burgos, y por ello, hay que dormir temprano. Pero, todavía hay tiempo de beber el último trago. Como siempre, a vuestra salud. ¡Buen Camino!  



2 de Octubre

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