2.
Zubiri - Pamplona
(20,4 Kilómetros)
Segunda jornada en el Camino. Nos levantamos a eso de las
7 horas, lamentando ligeramente esas copichuelas hasta altas horas de la noche
anterior, charlando de todo un poco con otros peregrinos. A diferencia del
caótico desayuno en Roncesvalles, hoy todo ha sido tranquilo, apacible, y no se
sorprenderá nadie de saber que eso ayuda mucho en el comienzo de la jornada.
También ayudan lo suyo las tostadas con mantequilla, el jamón crudo, el tomate
para untar en el pan y el aceite de oliva. Además, hay dulces para el que
prefiera una dosis contundente de azúcar, y no es extraño ver a los peregrinos
combinar ambas cosas. A nuestro lado se sienta un grupo de cinco mujeres,
aproximadamente entre 55 y 60 años, con bastante sobrepeso, que disfrutan tanto
de sus desayunos como del hablar mal de sus maridos. La verdad es que me
intriga el modo en que esas mujeres – y otros grupos similares – arman su
viaje; qué las mueve a emprender un camino exigente, que seguramente dejará
huella en el físico y el ánimo. De todos modos, no llego a preguntarles nada ya
que Julio y Laura reclaman mi atención sobre un dilema: compramos las cosas
para comer al mediodía o nos detenemos en algún pueblo cuando apriete el
hambre. La disyuntiva tiene su punto de interés. En el bar donde desayunamos
hay unos bocadillos estupendos, una charcutería de aspecto excelente y una
mini-verdulería donde podemos comprar unas frutas. Todo hermoso, hasta que uno
lo pone en su mochila y empieza a caminar con todo el avituallamiento a
cuestas. El primer kilómetro es fácil, pero a partir de la tercera hora de
caminata es como si las naranjas fuesen sandías y todo junto suma tanto peso
que es como si uno estuviese llevando a Mercedes Sosa de incógnito en la
mochila. Descartamos, entonces, las vituallas y emprendemos, con el sol tiñendo
de rojo y naranja los tejados de Zubiri, otra etapa de nuestro camino.
Hasta Pamplona hay 22 kilómetros, aproximadamente, con un camino que va recorriendo diversos paisajes. Una de las presencias permanentes es el Arga, un río que se va ensanchando a medida que se llega a Pamplona. Para sortear el caudal hay muchos puentes desperdigados en la ruta; algunos son notables en su estructura y dimensiones como el que se encuentra a la entrada de Larrasoaña, conocido como 'puente de los bandidos', aunque nadie nos puede explicar el origen de ese nombre.
En verdad, nadie nos puede explicar nada
porque a esa hora de la mañana del domingo está todo cerrado y el pueblo parece
atrincherado frente a la horda de peregrinos que recorren inútilmente las
calles en busca de un bar. Hay otros puentes modestos, pero también
entrañables. Todos nos ayudan a seguir, paso a paso, mostrando que allá, del
otro lado todavía nos espera un poco más. La verdad es que, del otro lado, nos
espera bastante más ya que Santiago parece eternamente remoto, casi como una
estrella próxima, vecina, pero
definitivamente de otra galaxia.
Poco a poco, ganan importancia los que caminan con nosotros. Nos saludamos, preguntamos que ha sido de su jornada, intercambiamos información y, así vamos construyendo otros puentes que nos llevan a otros lugares, en el que los afectos y las confidencias tienen un espacio propio. Alla va, por ejemplo Juan Carlos que encara el camino con dificultad llevando consigo la promesa a Santiago por la salud de su hija o con otros peregrinos de Australia, Alemania, Italia y un largo etcétera. Julio camina despacio o apura su tranco según va encontrando peregrinos con los que compartir cosas. Hoy ha recorrido lentamente un par de kilómetros con unas muchachas de Canarias, que lo ilustraban sobre las bondades de las varas de avellano como bastón (o bordón) de caminante – mirando con suspicacia el báculo que arrastra mi hermano.
Ellas son auxiliares sanitarias que se dedicaban a fisioterapia combinada con meditación zen. Eran un oasis de remanso y paz, irresistibles para mi hermano, que es una persona de increíble curiosidad por historias pequeñas, simples y directas. Laura y yo apuramos el paso y los dejamos atrás cuando se detuvieron a conversar con un hombre menudo y de apariencia centenaria, que custodiaba un rebaño en un prado cercano. No nos apartamos porque nos disgustasen la charla con el pastor o los temas de metafísica que sugerían las peregrinas de Canarias, sino porque Laura va con unos retortijones que amenazan con convertirse en urgencias inesperadas; así que ante los reclamos de la naturaleza ponemos pies en polvorosa. En fin, un triunfo de la materia sobre el espíritu.
Más adelante nos alcanza Julio, en la entrada de Irotz, en un merendero denominado 'Horno de Irotz' porque se especializa en comidas en un horno de barro. El lugar es hermoso, junto a un pequeño puente, a la entrada misma del caserío. Hay buena sombra y mesas largas que comparten los peregrinos con buen ánimo. El bar tiene un único baño pequeño unisex, lo que explica que se haya formado una cola larguísima, como si en un colegio de adolescentes regalasen entradas para el concierto de Justin Bieber. Comemos unos bocadillos de tortilla y unos pedazos de pizza. Julio me sorprende con una jarra de cerveza, de esas que en los dibujos animados hay que levantarla con las dos manos. Parecía la Copa de Europa, es decir, enorme.
Luego de ese refrigerio, con una pereza invencible, nos ponemos lentamente en marcha. La verdad es que una vez que se enfría el cuerpo y la sombra de la siesta va ganando terreno, el peregrino se siente tentado de… ¿rezar?; no mis amigos, se siente tentado de pedir un taxi y recorrer los restantes 12 kilómetros hasta Pamplona en un abrir y cerrar de ojos.
Cuando Julio se percata que todavía queda la mitad de la jornada se desmoraliza y nos dice que no deberíamos haberlo dejado tomar ese balde de cerveza, aunque la sombra del mal humor se disipa a la salida del pueblo, cuando inesperadamente surge un puente hermoso, gótico, llamado de ‘las malas aguas’ porque tiempo atrás era el lugar del río donde los más pobres lavaban y arrojaban desperdicios.
El sol se hace sentir en el camino, vertical, limpio. Si no apretase el calor, la sensación sería de bienestar, pero el Camino siempre esconde alguna sorpresa. Al kilómetro de reanudar la marcha nos enfrenta a una bifurcación inesperada, marcada en un cartel indicador que explica que la distancia a recorrer por cualquiera de las dos opciones es aproximadamente la misma. Sin embargo, alguna mano anónima ha pintado dos caritas en cada uno de los brazos del camino: una feliz y una triste. Nos miramos con Laura y Julio y elegimos la ruta de la derecha, que bordea una iglesia del siglo XII, aunque un cartel indica que está cerrada. Nos preguntamos también por qué habrán dibujado una carita triste a la opción que hemos escogido. ¿Será porque no se puede visitar la iglesia? La respuesta se hace evidente con rapidez. Para llegar a la iglesia hay que remontar una subida de trescientos metros. Ustedes, mis amigos, estarán pensando que era una pendiente vertical, pero seguramente el adjetivo que están buscando es: ‘inaccesible’. Piedras sueltas, matorrales y espinos, sol generoso, un sendero de cabras. ¿Qué más pedir, ¿no? Pero allá vamos. Guardando el resuello hasta que coronamos el repecho. Allí encontramos a unos peregrinos haciendo un picnic al frente de la iglesia, y nos convidan con un queso de oveja del lugar. Son peregrinos de fin de semana; salen al camino una vez al mes, los sábados, y el domingo a la noche regresan a sus comunes afanes. Linda gente.
Seguimos adelante, faldeando un cerro y, lentamente descendemos hacia Pamplona. En esos momentos, nuestra pequeña comunidad va encerrada en sus propios pensamientos. Voy dándole vueltas a dos ideas pequeñas. La primera es una sensación de Babel, de una construcción inacabada y laboriosa de lenguajes comunes, que van más allá de nuestra capacidad para comunicarnos en un idioma. Claro, hay algunos que parecen que tienen el don de lenguas, como un peregrino madrileño que ayer, en su intención de seducir a algunas peregrinas de diferentes sitios, hablaba en todos los idiomas conocidos y aun por inventar. El resultado no ha sido satisfactorio por lo que he podido ver, pero ya sabemos mis amigos que aun hay mucho camino por delante.
La segunda idea es que hay que distinguir entre cosas que perdemos, cosas que abandonamos y cosas que se terminan. Todas tienen algo así como un aire de familia, pero son diferentes. Mi hermano Julio me decía que hace unas semanas murió, en Santiago del Estero, un amigo de mi padre que era el único que recordaba una canción que mi viejo compuso hace más de medio siglo. Para nosotros, esa canción, era y seguirá siendo desconocida. Esa es una cosa que se ha perdido. Hay cosas que en nuestra peregrinación se antojan innecesarias y los albergues del camino se van llenando de objetos que los peregrinos abandonan. Julio va dejando una cosa todos los días. Hoy, nos decía que una buena frase para decirle a una peregrina era: 'cosita de dios hoy no he dejado abandonado nada, salvo mi corazón'. Todavía no ha habido ocasión de ponerla en práctica, pero los mantendré al tanto por si descubrimos allí una receta infalible de la seducción. Finalmente, hay cosas que se terminan. Cerca el puente de las malas aguas, en Ioritz hay una cruz solemne que dice ‘Fin de camino’, recordando que allí falleció la peregrina Rossana, de la ciudad de Verona.
A la entrada de Villava, la comunidad sale de su ensimismamiento; la receta mágica que produce la transformación no es el hermoso puente de la Villa, sino … ¡el descubrimiento de un bar!
Una copa de vino rosado, de Navarra, obra el milagro. Reponemos fuerzas, sellamos nuestras credenciales y enfrentamos el último tramo, ya en los suburbios de Pamplona, siguiendo la flecha amarilla que ayuda a no extraviar el rumbo. A decir verdad, es difícil perderse ya que el camino es recto y hay bastantes peregrinos que van por delante.
Los suburbios de la ciudad tienen su encanto, pero también lo tienen los autobuses que pasan uno tras otro con su promesa de ahorrarnos los 4 kilómetros de caminata hasta el centro. Para matar el tiempo, Julio recita, sin venir a cuento de nada, a José de Espronceda:
Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, el Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.
Nos pregunta si sabemos cómo sigue ese poema. Claro está, mis amigos, que si la respuesta fuese afirmativa ya hubiésemos ganado ‘Odol pregunta’ tres veces seguidas. Así que el intento de educar el soberano que mi hermano emprende, muere rápidamente por falta de material. De pronto, Julio recuerda que Pamplona es un lugar peligroso; y que hay que estar muy atentos por si las moscas. Todas esas ideas las saca de su guía de viaje cuyo autor fue atracado en esa ciudad, pero la verdad es que Pamplona no parece la barriada de Tepito, en México DF. De todos modos, Julio insiste en que hay que estar atento, y en ese preciso momento, tropieza y cae. La caída no es en etapas como la de Tony Mundine, cuando fue noqueado por Monzón el 5 de Octubre de 1974 en el Luna Park, sino más bien como la de Nino Benvenutti cuando el mismo Monzón gana el título mundial. Repetición en cámara lenta: el pie izquierdo se enreda en un reborde, se traba el bastón y el campeón se va al suelo, ayudado por los 13,8 kg de su mochila, con sus manos ocupadas por el báculo y el ipod; es decir: sólo queda ponerle el pecho a la caída. Literalmente, usando las técnicas aprendidas en su etapa de jugador de vóley, realiza una ‘secante’ o pirueta donde el pecho es el que absorbe el golpe y evita que la caída tenga mayores consecuencias. Luego de ese percance menor, entramos en Pamplona y nos encontramos con una fiesta lindísima en todo el centro de la ciudad. Es la llamada 'San Fermín chiquito', sin toros, pero con música y feria en la calle. Arrojamos nuestras mochilas en el cuarto del hotel y nos zambullimos en las últimas horas de la fiesta.
Nos pregunta si sabemos cómo sigue ese poema. Claro está, mis amigos, que si la respuesta fuese afirmativa ya hubiésemos ganado ‘Odol pregunta’ tres veces seguidas. Así que el intento de educar el soberano que mi hermano emprende, muere rápidamente por falta de material. De pronto, Julio recuerda que Pamplona es un lugar peligroso; y que hay que estar muy atentos por si las moscas. Todas esas ideas las saca de su guía de viaje cuyo autor fue atracado en esa ciudad, pero la verdad es que Pamplona no parece la barriada de Tepito, en México DF. De todos modos, Julio insiste en que hay que estar atento, y en ese preciso momento, tropieza y cae. La caída no es en etapas como la de Tony Mundine, cuando fue noqueado por Monzón el 5 de Octubre de 1974 en el Luna Park, sino más bien como la de Nino Benvenutti cuando el mismo Monzón gana el título mundial. Repetición en cámara lenta: el pie izquierdo se enreda en un reborde, se traba el bastón y el campeón se va al suelo, ayudado por los 13,8 kg de su mochila, con sus manos ocupadas por el báculo y el ipod; es decir: sólo queda ponerle el pecho a la caída. Literalmente, usando las técnicas aprendidas en su etapa de jugador de vóley, realiza una ‘secante’ o pirueta donde el pecho es el que absorbe el golpe y evita que la caída tenga mayores consecuencias. Luego de ese percance menor, entramos en Pamplona y nos encontramos con una fiesta lindísima en todo el centro de la ciudad. Es la llamada 'San Fermín chiquito', sin toros, pero con música y feria en la calle. Arrojamos nuestras mochilas en el cuarto del hotel y nos zambullimos en las últimas horas de la fiesta.
Hay
algo de mágico en las fiestas en España, difíciles de desentrañar para los
extranjeros que ocupan un lugar de expectativas y periferias, como si todo lo
importante estuviese pasando en otro lugar que es imposible detectar sin
pertenecer a la comunidad. Recorremos varios bares, probando pinchos, bebiendo
el vino rosado de la tierra, buscando sabores, aromas y colores. Charlando de
todo y nada, viendo armarse la tormenta que dejará teñida de gris la tarde y
que nos obligará una búsqueda precipitada de un lugar para cenar. Eso ocurrirá
después de una siesta reparadora, interrumpida por los cantos de una tuna
universitaria que entona canciones típicas. Tal vez algunos de ustedes, mis
amigos, hayan estado alguna vez en Plaza Garibaldi (México) y hayan tenido
ocasión de beber unos tequilas en el mítico Tenampa, donde varias bandas
de mariachis tocan simultáneamente diversas canciones frente a diferentes
mesas, acompañados de trompetas y guitarrones, y coreando a voz en cuello
canciones como ‘Si Adelita se fuera con otro’, o ‘México lindo y querido,
‘Jalisco, Jalisco’. Si han tenido oportunidad de estar en esa situación,
seguramente recordarán que la sensación que impacta a quien llega al bar es la
increíble sensación de desorden. El caos absoluto. Así era, mis amigos, el
desempeño musical de la tuna que nos arrebató del merecido descanso de la siesta.
Comparado con la afinación que mostraban esos jóvenes universitarios, pueden
creerme que un duelo de hinchadas en un clásico entre Talleres y Belgrano
parecería una disputa entre los coros de los niños cantores de Salzburgo y de
Viena. Por ello, la comunidad de peregrinos huye apresuradamente hacia el
centro de la ciudad, pisando charcos, curioseando algunos lugares
inmortalizados por Hemingway y atracando finalmente en un bar, hermoso, en el
que cenamos tranquilos y felices unas estupendas raciones de pimientos del
padrón, pulpo a la gallega, pan con tomate, pimienta negra y aceite de oliva,
jamón crudo y un par de botellas de Verdejo.
El camino lleva y trae, mis amigos. Me gustaría que hubiesen
estado aquí, caminando con nosotros, recorriendo ese paisaje de cosas e
historias comunes, compartiendo esta noche de tapas y bares en Pamplona. Un
brindis por ustedes. Salud y buen camino!
23 de
Septiembre