martes, 30 de abril de 2013

2. Zubiri - Pamplona


2. Zubiri - Pamplona

      (20,4 Kilómetros)



Segunda jornada en el Camino. Nos levantamos a eso de las 7 horas, lamentando ligeramente esas copichuelas hasta altas horas de la noche anterior, charlando de todo un poco con otros peregrinos. A diferencia del caótico desayuno en Roncesvalles, hoy todo ha sido tranquilo, apacible, y no se sorprenderá nadie de saber que eso ayuda mucho en el comienzo de la jornada. También ayudan lo suyo las tostadas con mantequilla, el jamón crudo, el tomate para untar en el pan y el aceite de oliva. Además, hay dulces para el que prefiera una dosis contundente de azúcar, y no es extraño ver a los peregrinos combinar ambas cosas. A nuestro lado se sienta un grupo de cinco mujeres, aproximadamente entre 55 y 60 años, con bastante sobrepeso, que disfrutan tanto de sus desayunos como del hablar mal de sus maridos. La verdad es que me intriga el modo en que esas mujeres – y otros grupos similares – arman su viaje; qué las mueve a emprender un camino exigente, que seguramente dejará huella en el físico y el ánimo. De todos modos, no llego a preguntarles nada ya que Julio y Laura reclaman mi atención sobre un dilema: compramos las cosas para comer al mediodía o nos detenemos en algún pueblo cuando apriete el hambre. La disyuntiva tiene su punto de interés. En el bar donde desayunamos hay unos bocadillos estupendos, una charcutería de aspecto excelente y una mini-verdulería donde podemos comprar unas frutas. Todo hermoso, hasta que uno lo pone en su mochila y empieza a caminar con todo el avituallamiento a cuestas. El primer kilómetro es fácil, pero a partir de la tercera hora de caminata es como si las naranjas fuesen sandías y todo junto suma tanto peso que es como si uno estuviese llevando a Mercedes Sosa de incógnito en la mochila. Descartamos, entonces, las vituallas y emprendemos, con el sol tiñendo de rojo y naranja los tejados de Zubiri, otra etapa de nuestro camino.



Hasta Pamplona hay 22 kilómetros, aproximadamente, con un camino que va recorriendo diversos paisajes. Una de las presencias permanentes es el Arga, un río que se va ensanchando a medida que se llega a Pamplona. Para sortear el caudal hay muchos puentes desperdigados en la ruta; algunos son notables en su estructura y dimensiones como el que se encuentra a la entrada de Larrasoaña, conocido como 'puente de los bandidos', aunque nadie nos puede explicar el origen de ese nombre. 



En verdad, nadie nos puede explicar nada porque a esa hora de la mañana del domingo está todo cerrado y el pueblo parece atrincherado frente a la horda de peregrinos que recorren inútilmente las calles en busca de un bar. Hay otros puentes modestos, pero también entrañables. Todos nos ayudan a seguir, paso a paso, mostrando que allá, del otro lado todavía nos espera un poco más. La verdad es que, del otro lado, nos espera bastante más ya que Santiago parece eternamente remoto, casi como una estrella próxima,  vecina, pero definitivamente de otra galaxia.




Poco a poco, ganan importancia los que caminan con nosotros. Nos saludamos, preguntamos que ha sido de su jornada, intercambiamos información y, así vamos construyendo otros puentes que nos llevan a otros lugares, en el que los afectos y las confidencias tienen un espacio propio. Alla va, por ejemplo Juan Carlos que encara el camino con dificultad llevando consigo la promesa a Santiago por la salud de su hija o con otros peregrinos de Australia, Alemania, Italia y un largo etcétera. Julio camina despacio o apura su tranco según va encontrando peregrinos con los que compartir cosas. Hoy ha recorrido lentamente un par de kilómetros con unas muchachas de Canarias, que lo ilustraban sobre las bondades de las varas de avellano como bastón (o bordón) de caminante – mirando con suspicacia el báculo que arrastra mi hermano. 



Ellas son auxiliares sanitarias que se dedicaban a fisioterapia combinada con meditación zen. Eran un oasis de remanso y paz, irresistibles para mi hermano, que es una persona de increíble curiosidad por historias pequeñas, simples y directas. Laura y yo apuramos el paso y los dejamos atrás cuando se detuvieron a conversar con un hombre menudo y de apariencia centenaria, que custodiaba un rebaño en un prado cercano. No nos apartamos porque nos disgustasen la charla con el pastor o los temas de metafísica que sugerían las peregrinas de Canarias, sino porque Laura va con unos retortijones que amenazan con convertirse en urgencias inesperadas; así que ante los reclamos de la naturaleza ponemos pies en polvorosa. En fin, un triunfo de la materia sobre el espíritu. 

Más adelante nos alcanza Julio, en la entrada de Irotz, en un merendero denominado 'Horno de Irotz' porque se especializa en comidas en un horno de barro. El lugar es hermoso, junto a un pequeño puente, a la entrada misma del caserío. Hay buena sombra y mesas largas que comparten los peregrinos con buen ánimo. El bar tiene un único baño pequeño unisex, lo que explica que se haya formado una cola larguísima, como si en un colegio de adolescentes regalasen entradas para el concierto de Justin Bieber.  Comemos unos bocadillos de tortilla y unos pedazos de pizza. Julio me sorprende con una jarra de cerveza, de esas que en los dibujos animados hay que levantarla con las dos manos. Parecía la Copa de Europa, es decir, enorme.

Luego de ese refrigerio, con una pereza invencible, nos ponemos lentamente en marcha. La verdad es que una vez que se enfría el cuerpo y la sombra de la siesta va ganando terreno, el peregrino se siente tentado de… ¿rezar?; no mis amigos, se siente tentado de pedir un taxi y recorrer los restantes 12 kilómetros hasta Pamplona en un abrir y cerrar de ojos. 



Cuando Julio se percata que todavía queda la mitad de la jornada se desmoraliza y nos dice que no deberíamos haberlo dejado tomar ese balde de cerveza, aunque la sombra del mal humor se disipa a la salida del pueblo, cuando inesperadamente surge un puente hermoso, gótico, llamado de ‘las malas aguas’ porque tiempo atrás era el lugar del río donde los más pobres  lavaban y arrojaban desperdicios.

El sol se hace sentir en el camino, vertical, limpio. Si no apretase el calor, la sensación sería de bienestar, pero el Camino siempre esconde alguna sorpresa. Al kilómetro de reanudar la marcha nos enfrenta a una bifurcación inesperada, marcada en un cartel indicador que explica que la distancia a recorrer por cualquiera de las dos opciones es aproximadamente la misma. Sin embargo, alguna mano anónima ha pintado dos caritas en cada uno de los brazos del camino: una feliz y una triste. Nos  miramos con Laura y Julio y elegimos la ruta de la derecha, que bordea una iglesia del siglo XII, aunque un cartel indica que está cerrada. Nos preguntamos también por qué habrán dibujado una carita triste a la opción que hemos escogido. ¿Será porque no se puede visitar la iglesia? La respuesta se hace evidente con rapidez. Para llegar a la iglesia hay que remontar una subida de trescientos metros. Ustedes, mis amigos, estarán pensando que era una pendiente vertical, pero seguramente el adjetivo que están buscando es: ‘inaccesible’. Piedras sueltas, matorrales y espinos, sol generoso, un sendero de cabras. ¿Qué más pedir, ¿no? Pero allá vamos. Guardando el resuello hasta que coronamos el repecho. Allí encontramos a unos peregrinos haciendo un picnic al frente de la iglesia, y nos convidan con un queso de oveja del lugar. Son peregrinos de fin de semana; salen al camino una vez al mes, los sábados, y el domingo a la noche regresan a sus comunes afanes. Linda gente.



Seguimos adelante, faldeando un cerro y, lentamente descendemos hacia Pamplona. En esos momentos, nuestra pequeña comunidad va encerrada en sus propios pensamientos. Voy dándole vueltas a dos ideas pequeñas. La primera es una sensación de Babel, de una construcción inacabada y laboriosa de lenguajes comunes, que van más allá de nuestra capacidad para comunicarnos en un idioma. Claro, hay algunos que parecen que tienen el don de lenguas, como un peregrino madrileño que ayer, en su intención de seducir a algunas peregrinas de diferentes sitios, hablaba en todos los idiomas conocidos y aun por inventar. El resultado no ha sido satisfactorio por lo que he podido ver, pero ya sabemos mis amigos que aun hay mucho camino por delante.
La segunda idea es que hay que distinguir entre cosas que perdemos, cosas que abandonamos y cosas que se terminan. Todas tienen algo así como un aire de familia, pero son diferentes. Mi hermano Julio me decía que hace unas semanas murió, en Santiago del Estero, un amigo de mi padre que era el único que recordaba una canción que mi viejo compuso hace más de medio siglo. Para nosotros, esa canción, era y seguirá siendo desconocida. Esa es una cosa que se ha perdido. Hay cosas que en nuestra peregrinación se antojan innecesarias y los albergues del camino se van llenando de objetos que los peregrinos abandonan. Julio va dejando una cosa todos los días. Hoy, nos decía que una buena frase para decirle a una peregrina era: 'cosita de dios hoy no he dejado abandonado nada, salvo mi corazón'. Todavía no ha habido ocasión de ponerla en práctica, pero los mantendré al tanto por si descubrimos allí una receta infalible de la seducción. Finalmente, hay cosas que se terminan. Cerca el puente de las malas aguas, en Ioritz hay una cruz solemne que dice ‘Fin de camino’, recordando que allí falleció la peregrina Rossana, de la ciudad de Verona.
A la entrada de Villava, la comunidad sale de su ensimismamiento; la receta mágica que produce la transformación no es el hermoso puente de la Villa, sino … ¡el descubrimiento de un bar! 




Una copa de vino rosado, de Navarra, obra el milagro. Reponemos fuerzas, sellamos nuestras credenciales y enfrentamos el último tramo, ya en los suburbios de Pamplona, siguiendo la flecha amarilla que ayuda a no extraviar el rumbo. A decir verdad, es difícil perderse ya que el camino es recto y hay bastantes peregrinos que van por delante.


Los suburbios de la ciudad tienen su encanto, pero también lo tienen los autobuses que pasan uno tras otro con su promesa de ahorrarnos los 4 kilómetros de caminata hasta el centro. Para matar el tiempo, Julio recita, sin venir a cuento de nada, a José de Espronceda:

Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, el Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.

Nos pregunta si sabemos cómo sigue ese poema. Claro está, mis amigos, que si la respuesta fuese afirmativa ya hubiésemos ganado ‘Odol pregunta’ tres veces seguidas. Así que el intento de educar el soberano que mi hermano emprende, muere rápidamente por falta de material. De pronto, Julio recuerda que Pamplona es un lugar peligroso; y que hay que estar muy atentos por si las moscas. Todas esas ideas las saca de su guía de viaje cuyo autor fue atracado en esa ciudad, pero la verdad es que Pamplona no parece la barriada de Tepito, en México DF. De todos modos, Julio insiste en que hay que estar atento, y en ese preciso momento, tropieza y cae. La caída no es en etapas como la de Tony Mundine, cuando fue noqueado por Monzón el 5 de Octubre de 1974 en el Luna Park, sino más bien como la de Nino Benvenutti cuando el mismo Monzón gana el título mundial. Repetición en cámara lenta: el pie izquierdo se enreda en un reborde, se traba el bastón y el campeón se va al suelo, ayudado por los 13,8 kg de su mochila, con sus manos ocupadas por el báculo y el ipod; es decir: sólo queda ponerle el pecho a la caída. Literalmente, usando las técnicas aprendidas en su etapa de jugador de vóley, realiza una ‘secante’ o pirueta donde el pecho es el que absorbe el golpe y evita que la caída tenga mayores consecuencias. Luego de ese percance menor, entramos en Pamplona y nos encontramos con una fiesta lindísima en todo el centro de la ciudad. Es la llamada 'San Fermín chiquito', sin toros, pero con música y feria en la calle. Arrojamos nuestras mochilas en el cuarto del hotel y nos zambullimos en las últimas horas de la fiesta.


 

Hay algo de mágico en las fiestas en España, difíciles de desentrañar para los extranjeros que ocupan un lugar de expectativas y periferias, como si todo lo importante estuviese pasando en otro lugar que es imposible detectar sin pertenecer a la comunidad. Recorremos varios bares, probando pinchos, bebiendo el vino rosado de la tierra, buscando sabores, aromas y colores. Charlando de todo y nada, viendo armarse la tormenta que dejará teñida de gris la tarde y que nos obligará una búsqueda precipitada de un lugar para cenar. Eso ocurrirá después de una siesta reparadora, interrumpida por los cantos de una tuna universitaria que entona canciones típicas. Tal vez algunos de ustedes, mis amigos, hayan estado alguna vez en Plaza Garibaldi (México) y hayan tenido ocasión de beber unos tequilas en el mítico Tenampa, donde varias bandas de mariachis tocan simultáneamente diversas canciones frente a diferentes mesas, acompañados de trompetas y guitarrones, y coreando a voz en cuello canciones como ‘Si Adelita se fuera con otro’, o ‘México lindo y querido, ‘Jalisco, Jalisco’. Si han tenido oportunidad de estar en esa situación, seguramente recordarán que la sensación que impacta a quien llega al bar es la increíble sensación de desorden. El caos absoluto. Así era, mis amigos, el desempeño musical de la tuna que nos arrebató del merecido descanso de la siesta. Comparado con la afinación que mostraban esos jóvenes universitarios, pueden creerme que un duelo de hinchadas en un clásico entre Talleres y Belgrano parecería una disputa entre los coros de los niños cantores de Salzburgo y de Viena. Por ello, la comunidad de peregrinos huye apresuradamente hacia el centro de la ciudad, pisando charcos, curioseando algunos lugares inmortalizados por Hemingway y atracando finalmente en un bar, hermoso, en el que cenamos tranquilos y felices unas estupendas raciones de pimientos del padrón, pulpo a la gallega, pan con tomate, pimienta negra y aceite de oliva, jamón crudo y un par de botellas de Verdejo.





El camino lleva y trae, mis amigos. Me gustaría que hubiesen estado aquí, caminando con nosotros, recorriendo ese paisaje de cosas e historias comunes, compartiendo esta noche de tapas y bares en Pamplona. Un brindis por ustedes. Salud y buen camino!

23 de Septiembre

lunes, 29 de abril de 2013

3. Pamplona – Puente La Reina


3. Pamplona – Puente La Reina

(24,3 Kilómetros)




Hoy ha sido una jornada jodida. De Pamplona a Puente la Reina hay una buena cantidad de kilómetros. Un poco más de dos docenas, aunque en el calor de este final de verano parecen un millón y más todavía. Nos levantamos temprano y Julio se queja con su cortesía habitual (que es similar a la embestida de los turcos cuando asaltaron Constantinopla) de que anoche, antes de dormir, dejamos un rato la televisión en un canal en el que proyectaban una película sobre la guerra de Vietnam (‘Full Metal Jacket’). En verdad, un peliculón. Pero, en cierto momento sentía como que los rotores de los helicópteros retumbaban de modo excesivo y por más que apretaba el botón del volumen no lograba disminuir el impacto auditivo. Finalmente, descubrió que el ruido no provenía del televisor sino de mis ronquidos y no tuvo más remedio que acudir a sus tapones de silicona de última generación (algo así como del tamaño de una empanada, pero que se ajustan maravillosamente al oído).
El desayuno ha sido un tanto desorganizado; Julio ha elegido el bufet del hotel – Hotel Maisonnave - por la variada oferta de frutas, huevos y panecillos. Es un hotel nuevo, en la calle Nueva, en el centro mismo de Pamplona; es de un estilo impersonal, de esos que se podría llamar ‘un hotel para gente de negocios’, y ello evita la habitual aglomeración de peregrinos. De todos modos, uno que otro de los compañeros de ruta también está alojado en el mismo lugar. Julio desayuna con Juan Carlos, que se queja del mal tiempo y de sus rodillas. Dice que tal vez no logre llegar hasta Logroño. La queja no es ociosa ya que, en esta madrugada, llueve tanto que parece que lo más prudente fuese empezar la construcción del arca en lugar de armar las mochilas y emprender el camino. Eso predispone al humor taciturno y un tanto agorero. Julio lo anima a continuar, aunque señala algo sobre lo que volverá a insistir una y otra vez a lo largo de diferentes jornadas: el Camino te busca los puntos débiles, te pone a prueba todos los días y, en cuanto te confías, en el momento en que te sientes seguro de que has superado las dificultades, zas... da el zarpazo. Así que lo mejor es hacer de tripas corazón, apretar los dientes y encarar la senda una vez más, dejando atrás los inevitables pesares e inconvenientes que nos acechan.
Con Laura hemos bajado a desayunar un poco más tarde, justo en el momento en que abren el bar y nos conformamos con un par de expresos, unas tostadas con aceite de oliva y jamón y agua con gas. La verdad, nada mal. Luego de armar nuestras mochilas, bajamos para el check out y preguntamos si allí podíamos sellar nuestras credenciales. La recepcionista nos dice que por supuesto, y saca un sello rectangular, de plástico, moderno, de esos que se apoyan en el papel, se empuja hacia abajo con un ‘chack- chack’ y listo. En el sello solo destacan las letras del hotel, que forman una especie de logotipo, con una M y una N entrelazadas. Horrible. Abominable. La empleada se acerca con el sello en la mano y su visión nos produce el mismo impacto que el que una enfermera con una jeringa en la mano puede producir en un niño pequeño. Sonríe, la malvada. Nos miramos consternados, con la convicción de que ese sello es claramente inapropiado. Así que nos disponemos a resistir; como se dice en las novelas de caballería: no quedará más que batirse. Alzamos los bastones, gritando ‘Vade Retro’, ‘Santiago, Santiago’ y espalda contra espalda nos disponemos al combate. Uno para todos y todos para uno. No pasarán. La muchacha nos mira con cara de comprender perfectamente la situación. Creo que murmura algo acerca de los argentinos y sugiere que vayamos al albergue de peregrinos, que está enfrente de la Catedral, y allí encontraremos un sello de madera, con almohadilla, y alegorías propias del camino.
Afortunadamente, la lluvia densa se ha transformado en una llovizna pertinaz; molesta, pero abre las esperanzas de que el pronóstico del tiempo se revele acertado y que a partir de las 10 haya sol. Recorremos las calles de Pamplona en el mismo sentido en que lo hacen los toros en el encierro de San Fermín, curioseando tiendas todavía cerradas, comentando fotos que permanentemente recuerdan las fiestas de principios de Julio, asombrándonos ante el tamaño descomunal de los astados y tratando de adivinar las razones que llevan a multitud de personas a saltar delante de esas bestias.




En el albergue encontramos a otros compañeros y el tema excluyente es el estado del tiempo; allí vemos una especie de cesto en el que los peregrinos abandonan diversas cosas, especialmente bastones y báculos. Le insisto a Julio en que cambie su bordón por otro más liviano y recto; pero no hay caso. Señala que eso sería como traicionar a un buen amigo, como dejar atrás a alguien entrañable sólo porque no satisface los estándares de estética vigentes. Tal vez sean las proteínas ingeridas en el desayuno lo que pone en su boca tanta densidad de conceptos, pero es demasiado temprano como para iniciar una discusión sobre la naturaleza de la amistad y su analogía con los bastones de los peregrinos. Seguimos nuestro paseo, viendo como la ciudad se despereza. Esperamos hasta que abren las tiendas ya que Julio y Laura quieren comprar en la farmacia una suerte de artilugios para ampollas y dolores varios. Mientras ellos se ocupan de las cremas y potingues, yo cruzo la calle para procurar unos bocadillos para el almuerzo. Unas baguettes de jamón crudo.  Más que para comer serían para exponer en un museo por lo fino de las vetas blancas y el oscuro corazón rojo, por el aroma suave del tomate y el olor picante del aceite virgen de oliva. Buenas provisiones.
‘El que quiere celeste, que le cueste’, decía mi padre y, a  juzgar por los comentarios de Julio, su visita a la Farmacia le ha costado bastante ya que señala que un trasplante de hígado hubiese sido más económico que la banda de silicona para proteger su talón. Pero ya estamos en marcha; caminamos media hora, lentamente, por los parques que rodean Pamplona. Una ciudad bella, que conserva una buena parte de murallas y permanentes referencias a los peregrinos y al Camino hasta Santiago.
Una larga hora de caminata, en subida, nos lleva hasta Cizur, donde descansamos un momento en el pórtico de una iglesia del siglo XII; charlamos un rato con el Hospedero (encargado del albergue) del lugar, que es un francés jubilado que ha decidido trabajar de voluntario un tiempo en el Camino. Allí, el cielo se limpia definitivamente y se perfila un día diáfano. El paisaje es hermoso, amplio hacia el oeste, abierto en valles y suaves colinas, mientras que hacia el este se distingue nítidamente la silueta de Pamplona, casi al pie de las cumbres de los Pirineos. Inevitable pensar que hace un par de días estábamos allí, iniciando nuestro Camino.


Seguimos una senda que discurre en medio de campos segados, ya amarillos de otoño. Poco a poco nos vamos acercando a Zariquiegui, un caserío con pórticos blasonados, con estilo y señorío, podría decirse. Medio kilómetro antes nos encontramos con Alex, un holandés que también inició su camino con Julio, allá el día del equinoccio en Saint Jean. Alex es alto, joven, flaco, de tez oscura y una sonrisa deslumbrante. Tiene una simpatía natural, que allana las barreras del lenguaje y hace fácil entablar dialogo con él. Junto con él va una italiana, que tiene como meta caminar al menos 40 kilómetros por día. Nosotros, obviamente, no tenemos ese propósito. Nos detenemos a enjugar el sudor junto a un árbol raquítico, bajo cuya sombra minúscula hay una cruz y una leyenda que recuerda que allí, el peregrino belga Koks Frans, encontró el final de su camino. 



Con Laura seguimos adelante, mientras Julio, Alex y la peregrina italiana van más atrás practicando inglés. Julio les enseña algunas sutilezas de gramática; nada muy divertido, pero todo sirve para pasar el rato y disimular el esfuerzo de un camino que es casi todo subida.
Al llegar a Zariquegui nos acomodamos en una iglesia vieja, que tiene un pequeño jardín en uno de sus costados. Laura compra unas gaseosas mientras tratamos de encontrar un buen sitio para descansar un rato. El jardín está lleno de peregrinos, franceses en su mayoría, que de buen humor por el sol, reponen fuerzas. Encontrar sitio no es tarea fácil ya que hay diversas variables en juego. Por un lado, el sol ayuda a calentar un poco la ropa húmeda por el esfuerzo de la subida, pero a los poco minutos se está mejor a la sombra ya que el sol castiga de lo lindo. Sin embargo, unos minutos en la sombra y la brisa en la cima de esa colina impone un abrigo, o buscar otra vez el sol. Además, las abejas vienen permanentemente a curiosear nuestra comida y bebida. Por fortuna nuestros bocadillos son estupendos. Pero, así y todo, es un almuerzo breve, impaciente, ya que además de los vaivenes del clima, todavía queda un duro repecho hasta ‘Los altos del perdón’, una subida en la que todos aconsejan ahorrar el aliento. La italiana ha partido hace un buen rato, y Alex prefiere echar una cabezadita antes de arrancar. Volvemos al camino y Julio muestra su buena forma adelantándonos por un buen trecho; lo perdemos de vista a la media hora y poco a poco vamos saboreando con Laura el rigor de ese monte. Nos acompañan durante un buen rato un par de ciclistas, que en ese sendero empinado y lleno de piedras sueltas, no tienen más remedio que acarrear su bicicleta. Uno de ellos se llama Manolo y va con unas calzas que, más tarde, Julio señala como un pecado nefando, como una prenda infame que si él fuese presidente del mundo prohibiría de manera definitiva. Cuando le digo que yo tengo unas calzas de Vitnik, y que estoy esperando un día de frío para usarlas, responde secamente que será el día en que el comenzará a caminar en sentido  opuesto.
Manolo conversa con algarabía, dejando bien claro que es del sur, de Almería y que tiene un bar en el que nos espera para invitarnos a una copa de vino blanco de su tierra, que son mucho mejor, en su opinión que los rosados de Navarra. Hay que ver, pienso yo, pero sobre todo lo que hay que tratar es de no desfallecer porque la cuestita empieza a tocar un poco las partes íntimas. La subida es larga como una primera hora de biología en el último año de bachillerato. Casi llegando al final, nos encontramos con la ‘Fuente de la Renegada’. 


Cuenta la leyenda que allí, el diablo tentó a un peregrino a renegar de dios, la virgen y Santiago (aclaro que renegar de Santiago es como buscarse la ruina eterna) por un poco de agua. El peregrino en esa ocasión se negó al diablo y brotó la fuente de manera mágica. Se ve que el rito se renueva todos los años, porque la fuente estaba rigurosamente seca. ¿Y si aparecía el diablo y me tentaba? ¿Qué puedo decirle mis amigos? Todos saben que yo resisto poco, pero en esa subida, con un calor de casi 35 grados, con la certeza de que todavía había más de 14 kilómetros por delante, con muchas ganas de quedarse en la orilla del sendero esperando que baje un helicóptero para el rescate,  yo resistí. Raro, pero lo siento así. No sabría decirlo de otro modo.
Afortunadamente, un poco más allá de la Fuente de la Renegada, se llega a los Altos del Perdón. 




El paisaje es hermoso, aunque la paz se ve alterada por el zumbido permanente de los molinos de viento de un parque eólico instalado justamente en ese lugar maravilloso. También hay una escultura que representa una caravana de peregrinos en diferentes épocas de la historia. Es linda, pero daña irremediablemente el entorno. En definitivamente, uno se imagina que al llegar a la cumbre espera un momento de sosiego, pero la verdad es que no es así. Los peregrinos que se agolpan para hacerse fotos con la escultura, el permanente ruido de las aspas de los molinos, la carencia de sombra, la oferta de refrescos, un tanto de basura desperdigada y, sobre todo, la certeza de que faltan aún muchos kilómetros impulsan a detenerse sólo un breve momento.
La bajada permite una charla más distendida, aunque hay mucha piedra suelta y es una pendiente respetable; los bicigrinos (Manolo y otros más) miran con desconfianza el desafío, hasta que finalmente se deciden y adelantan camino. Allá abajo, se abre un paisaje salpicado de manchones verdes de bosques y los ocres, amarillos, de los campos segados. Parece el muestrario de una tienda de telas, con diversos cortes y colores, como un mantel desplegado para un inmenso picnic. También se ven a lo lejos unos cuantos pueblos y caseríos (Uterga, Muruzábal, Obanos), pero nuestro destino, Puente la Reina, se hace rogar y permanece oculta a nuestro escrutinio.




Vamos acumulando kilómetros y nos va ganando la impaciencia de llegar. Sin embargo, Julio anuncia que en Muruzábal emprenderá el desvío a Eunate, a visitar Santa María de Eunate (Eunate quiere decir ‘cien puertas’ en euskera y se refiere a los diferentes pórticos de esta iglesia octogonal). Ésta eremita es una de las más bellas del camino. Románica, del siglo XII, atribuida a los templarios, aunque los años han ido ocultando ese origen y en los folletos y explicaciones sólo se menciona a los hospitalarios de la orden de San Juan.



Con Laura ya hemos estado en esa iglesia hace unos cuantos años y aunque queremos volver a verla, no tenemos mucho entusiasmo en la parte extra de recorrido. Se me ocurre una idea genial y le proponemos a Julio llegar primero a Puente La Reina y – como dirían los mexicanos – luego luego ir hasta allí en taxi. La propuesta es rechazada airadamente, como si le hubiésemos ofrecido un trato carnal inconfesable, como si le hubiésemos mostrado el rostro de Belcebú. De ninguna manera, responde. El peregrino camina hacia su destino. Cuenta de su proyecto a Alex, que se ha sumado a nuestra comunidad a reposar un poco en la sombra de la plaza de Uterga, pero el holandés dice que está destrozado, que no puede más. Dice algo así como ‘Pido gancho y el que me toca es un chancho’, pero en holandés que suena mucho más fino.
Seguimos nuestra senda y luego de sellar nuestras credenciales en el bar y albergue del pueblo vamos hacia los últimos kilómetros. En Muruzábal nos separamos de Julio y seguimos hacia Obanos, un pueblo sorprendentemente hermoso. Con arcos, una iglesia bella (aunque está cerrada en esas horas del final de la siesta), una plaza monumental, pero todo parece detenido en el tiempo en ese momento. Nada se mueve. Hace tanto calor que parece que zumban los oídos y parece extraño ver nada más que un par de cruces de peregrinos que han encontrado en ese tramo el final de su camino, ya que lo duro de la etapa haría pensar más bien en una legión de caminantes fallecidos. En verdad, la cosa se ha puesto peliaguda. Mucho sol, muchos kilómetros, muchas ganas de llegar. Laura ya está desesperada por el dolor en las plantas de los pies y pide la eutanasia. Le digo que resista. Ella a veces piensa que los Navarros son impíos y que todo esto es una conjura de la que no puede escapar. ¿Qué podemos decir, entonces? La respuesta es fácil. Mis amigos, para mi es un placer y un orgullo caminar con ella. No sé si llegaremos a Compostela, pero no importa tanto eso como la sensación de estar allí, juntos, sin otra cosa más que dar un paso y otro más.
Tenemos reserva en el hotel Jakue y, obviamente, no tenemos idea de dónde queda. Pero, para nuestra sorpresa está justo en la entrada misma del pueblo. Creo que un beduino ante un oasis tendría menos satisfacción que la nuestra cuando llegamos a nuestra habitación. Linda, moderna, espaciosa, en una especie de altillo que obligaba a estar atento para no golpearse la cabeza, con unas ventanas corredizas en el techo y decorada con buen gusto. Arrojamos nuestras mochilas y bajamos al bar. Encontramos allí a Patrick, Olga y Eva. Patrick es un francés que se embarca en el Camino cada dos años. Viene desde cerca de París y demora algo así como dos meses en completar la ruta. El camino, nos dice, pasa literalmente frente a la puerta de su casa. Habla un castellano fatigoso, herencia de su abuela española, pero suficiente para una conversación fluida. Se nota en sus palabras, sus silencios, y algún que otro comentario su experiencia en el camino. Le preguntó si hay alguna recomendación especial para quienes, como nosotros, recién comenzamos, pero su respuesta es, simplemente, ‘no’. Ninguna. No añade nada más, pero deja la sensación de que el camino dará y quitará sin que las experiencias ajenas puedan influir mucho. Olga es una madrileña que emprendió el Camino en Saint Jean y que, en el bar de Zubiri, charló un largo rato con Julio. Eva es de un pueblo cerca de Girona, habla poco, pero transmite una sensación inmediata de buena gente. Preguntamos en el hotel por un taxi para ir hasta Santa María de Eunate, pero el único taxi del pueblo está en el taller. Mala suerte.
Llega Julio, contento con la visita a la Eremita, pero destrozado por el esfuerzo. Nos dice que allí encontró a Alex, que había quedado dándole vueltas a lo que contábamos de la eremita y los templarios. En resumen, que no quería perderse el resto de la historia. Julio se queda descansando un rato y con Laura bajamos hacia el pueblo. Aunque bastante machacados por los kilómetros recorridos, nos damos un buen rato para deambular por una ciudad pequeña, pero con mucha tradición en el Camino. Allí es donde se unen las dos rutas más importantes que bajan desde los Pirineos y su nombre – Puente La Reina – refiere inmediatamente a un puente espectacular, de piedra, que a pesar de sus reformas y restauraciones, mantiene intacto su misterio. 





Más de mil años de testimonio del camino están allí, en sus piedras relucientes, en sus arcos, en su pórtico que es también una de las puertas de entrada a la ciudad. Luego encontramos a Julio y vamos a tomar una cerveza, como quien espera el momento de cenar. El hotel ofrece un menú carente de interés; por ello, optamos por una fonda al lado de nuestro alojamiento. Comemos bien; Julio encara a un bistec enorme y con Laura damos cuenta del pescado del día y unos calamares en su tinta. Dos botellas de vino de Rueda obran una vez más el milagro de la alegría y las confidencias. Hablamos un largo rato sobre cosas del Camino, repasamos las fotos, confirmamos que hay gente que se va haciendo entrañable poco a poco, les cuento de una canción que he redondeado hablando del camino, y una multitud de cosas más. Mis amigos, todavía falta muchísimo y eso aconseja a los peregrinos retirarse a sus aposentos. Es tarde y mañana hay mucho por andar. Pero vamos todos a Compostela. Vamos todos. Esta última copa de vino rosado de Navarra, helado y simple, aunque ligeramente peleón, va por ustedes. Salud y buen camino.

24 de Septiembre

domingo, 28 de abril de 2013

4. Puente La Reina - Estella


4. Puente La Reina - Estella

    (22 Kilómetros)

         


Una mañana limpia y fresca, linda para caminar. El desayuno en el hotel ha estado bien, pero un poco desorganizado. Hemos bajado los tres por separado, y eso ha demorado un poco el rito de preparar el equipaje para nuestra etapa diaria. Otra cosa que nos retrasa es el cuidado de los pies. Laura ha sufrido mucho en la etapa anterior, el dolor en la planta de sus pies la ha tenido a maltraer y está un poco atemorizada por lo que vendrá. Trata de improvisar una plantilla con una banda de silicona, pero el aspecto que ofrece su arreglo provisorio es desolador. Se parece más al vendaje de la momia al enfrentar a Karadagian que a un artilugio para aliviar dolores. No creo que la solución pueda verse como definitiva.

Revisamos nuestras mochilas para ver qué podemos abandonar y así aligerar nuestra carga. Comprobamos, con cierta sorpresa, que lo más pesado son los elementos de higiene personal. Jodida disyuntiva, entonces. Si abandonamos esos objetos corremos el riesgo de que, dentro de unas cuantas jornadas, nuestro aspecto sea peor que el de Lázaro cuando, después de tres días en su tumba, volvió al mundo de los vivos. En otras palabras, que hasta el mismo Santiago Apóstol saldría despavorido ante la mugre peregrina, pero acarrear las cremas y ungüentos en la mochila pasa inevitablemente su factura. Julio comprueba que su excursión hasta Santa María de Eunate ha costado lo suyo. Anoche se quejaba ligeramente de diversos dolores, pero dijo que una amiga suya está rezando para que no se lastime. Hoy comprueba que tiene dos ampollas inmensas un poco más arriba del talón. Redondas y relucientes. Tan grandes como los cascarudos que encontrábamos en nuestra infancia y pueden creerme que exagero sólo levemente cuando digo que un Fiat 600 era apenas un poco más grande que esos insectos que aterrorizaban a los niños en las noches de verano en Santiago del Estero. Así son las ampollas de Julio. Desmoraliza un poco a los peregrinos el cariz del asunto y con Laura dudamos del énfasis en las plegarias de su amiga. Julio responde que es una muchacha de probada integridad y que, como decía nuestra abuela – aunque sin citar la Ética a Nicómaco de Aristóteles -, ‘una golondrina no hace verano’. Añade que la misma idea está en Sabina cuando recuerda que no hay que caer en la tentación de condenar definitivamente por un mero traspié (‘… apenas dos minutos, mala fama’ cantaba Joaquín en ‘Pájaros de Portugal’) y antes de que Julio recite todos los refranes alusivos al tema, le concedemos el punto y nos encomendamos a las oraciones y hechizos que puedan ayudarnos a soportar lo que nos aguarda.

Aunque ya hemos recorrido bastantes kilómetros queda todavía una cantidad increíble de pasos por delante. ¿Seguimos? La respuesta es unánime: avanti siempre avanti. No dejaremos a nadie atrás; salvaremos al soldado Ryan. Así que, haciendo bueno el dicho ‘ante la duda, la más peluda’ (o la más tetuda, si el lector es mayor de edad), arremetemos.  Con las mochilas bien amarradas, enfrentamos esta nueva etapa con buen ánimo, caminando por la calle del Crucifijo, despidiéndonos de esta pequeña ciudad que es ícono del Camino, del lugar donde se reúnen los peregrinos que vienen desde Aragón y Navarra, de su puente maravilloso, que en horas tempranas de la mañana refleja sus arcos en las aguas del Arga, creando la ilusión de otro puente simétricamente perfecto.




A poco de arrancar la etapa hay que esforzarse para llegar a Mañreu. Julio ha caminado delante nuestro con un peregrino que parece estar en buena forma ya que tiene un tranco descomunal y rápido nos dejan atrás. Recién lo volveremos a encontrar en Lorca, a la hora de comer, donde nos contará de que el peregrino veloz era un militar de grupos especiales y que había encarado el camino como una manera de mantenerse en forma; para que no se le oxiden las rodillas. Hay gente para todo, ¿no? El sol ha comenzado a castigar lindo cuando dejamos atrás Mañreu. Voy imaginando unos versos mientras descendemos por campos segados, donde todavía se adivinan los cereales que ya se han recogido hace unas cuantas semanas. El camino va serpenteando y muestra una fila de peregrinos que van hacia Cirauqui – aparentemente significa ‘nido de víboras’ en euskera -, que se destaca a lo lejos, en la cima de una colina. La pendiente es suave y no es extraño encontrarse con peregrinos – como Alex – que en ciertos tramos cortos camina al revés, de espaldas, como los cangrejos, buscando aliviar el dolor de rodillas. Se nota que también ha pagado su buen precio por los kilómetros de más para conocer Santa María de Eunate.
Hay muchas cosas en esos paisajes que llevan a mirar sin fijar la vista en nada, como si todo fuese horizonte. No es necesario prestar atención acerca de la traza del Camino. Al igual que en otros lugares, las flechas amarillas, los mojones con las conchas grabadas en piedra, los carteles azules marcando la ruta, son constantes. Por si eso fuese insuficiente es fácil seguir en esta etapa el rastro de los compañeros que van delante de nosotros. Y si eso fuese insuficiente, en este tramo no hay más que este camino rural que nos va acercando poco a poco a distintos pueblos. 


Y paso a paso, en el surco, en el resplandor incierto del mediodía, van apareciendo viñedos y olivares. Como en una competencia de la tierra y las raíces. A mí, mis amigos, me gustan los olivos. Son un poco como yo: retorcidos y ásperos, pero - a diferencia de mis humores inciertos - ellos tienen una serena certeza, una dignidad de años de velar la sombra de los peregrinos en su ruta a Compostela.
Cirauqui es un lugar estupendo para un café, para recuperar fuerzas y reagrupar emociones. Es un pueblo que conserva sus trazas medievales y una plaza vieja, porticada, donde el sol se demora varias horas al día. 



Pero la suerte no nos acompaña y el bar del pueblo está lleno, no hay mesas dentro del local ni fuera, en el calor de la plaza. No queda, entonces, más alternativa que seguir. Hay momentos en que todo es comunidad. Alex, Olga, Eva y otros que van con nosotros vuelven a aparecer en nuestro horizonte. Los vemos aquí y allá. A lo lejos, con la certeza de que en algún momento volveremos a encontrarnos. Pero hay otros momentos en que todo es mirar hacia adentro, silencio y camino. En esos momentos, el mejor compañero, el único, es el bastón. Laura y yo caminamos con unos bastones italianos de diseño ergonómico, que hacen un ruido horrible con su punta de aluminio. Un ‘pic’, ‘pic’ que destroza los nervios, pero todo muy cool, high tech. Julio, en cambio, ha elegido un garrote que asusta. Rustico, podría decirse; como para ensañarse con el sendero cuando te cabreas. No importa. Todos vamos a Compostela.
Caminábamos siguiendo a una calzada romana que machacaba las rodillas con sus formas irregulares, en un mediodía perfumado por el laurel y el romero, y me entretenía afirmando mi bastón en unas piedras blancas y extrañas. Cuando dabas un golpe seco sobre ellas se partían y dejaban al descubierto un corazón de colores alucinados. Como el incendio de Cartago, como los gritos en un naufragio. Violetas, rojos, verdes. Piedras para llevar si no fuese porque el Camino no admite excesos. Todo pesa. Todo cuesta.
Antes de llegar a Lorca nos detenemos un momento en el puente medieval sobre el río salado.


El contraste entre la piedra blanca y ocre y las aguas verdosas del río es hermoso. Es un curso de agua pequeño, agotado por la sequía que ha castigado fuerte la zona, condenado en el Codex Calixtino con la lapidaria frase: ‘De ese río no bebas tú ni tu caballo, pues sus aguas son mortíferas’. Después de un pequeño repecho llegamos a la entrada de Lorca. Allí, en una pequeña explanada encontramos a un grupo de  New Orleans, que va cargando una pequeña guitarra e improvisan música. Divertidos. Linda gente. Ya en el pueblo me maravilla una veleta con la silueta de un peregrino, pero más me maravilla el bar del albergue ‘La bodega del camino’. Allí encontramos a Julio y nos entretenemos con unas cervezas y varios bocadillos de tortilla y de queso.


Después de sellar nuestras credenciales seguimos nuestra ruta. El camino pesa a esa hora de la siesta, pero nos divierte llegar a Villatuerta, que tiene una iglesia dedicada a San Veremundo. ¡Qué pareja!, dice Julio. Ver el mundo y la villa de la tuerta. En verdad, el contraste no tiene desperdicio, pero el lugar se gana nuestro respeto cuando bebemos de la fuente en frente de la iglesia. Allí, un cartel reza, que el peregrino debe saciar su sed en esa fuente, pero debe dejar ansias suficientes como para beber un buen vaso de vino al final de su jornada. Nosotros, que estamos empeñados en incorporar una buena dosis diaria de vino para que la sangre no se nos vuelva agua, compartimos plenamente la recomendación. 




Sólo restan cinco kilómetros para nuestro objetivo de la jornada y ello empuja a la comunidad de peregrinos hacia delante. Dejamos atrás la eremita de San Miguel y nos quedamos un rato en silencio ante el pequeño monumento que recuerda a la peregrina canadiense, Mary Catherine Kimpton. En ese lugar, a las 16,00 hs del 2 de Junio de 2002, mientras descansaba con su marido y un amigo español a la vera del camino, encontró el final de su ruta cuando un coche se despistó y la atropello. 


Tenía 61 años y la placa de su monumento conmueve cuando recuerda la canción de Sting ‘Fields of Gold’. Nos vamos cantando en voz baja

… I never made promises lightly
and there have been some that I' ve broken
but I swear in the days still left
we'll walk in fields of gold
we'll walk in fields of gold
Many years have passed since 
those summer days
among the fields of barley
see the children run as the sun goes down
among the fields of gold

(Fields of Gold, Sting)

Al poco rato, después de 22 kilómetros se llega a Estella, una ciudad importante en el camino, fundada en el siglo XII y engrandecida por gremios de oficios y mercaderes que se asentaron allí, protegidos por fueros especiales. El cielo se ha encapotado y amenaza tormenta. También desmejora el humor de Julio cuando llegamos al Hostal que habíamos reservado y nadie sale a atendernos. Nos miramos desconcertados; me preocupa el cansancio de Laura y el decaimiento de Julio. Acudo a la regla de oro de estas situaciones: comer y beber, que en la guerra, dicen, todo hueco es trinchera. Nos sentamos en un bar, en la plaza principal y comenzamos a llamar por teléfono –tanto Julio como Laura tienen móviles españoles -  a diferentes alojamientos. Encontramos un Apart- Hotel, a veinte metros de donde estamos tomando unas cervezas. Voy a recibir las llaves y Julio y Laura se quedan en el bar con las mochilas. Me encuentro en la puerta con una mujer que, con seguridad, proviene de Europa Central. Un castellano fatigoso, pero suficiente. Me enseña lo básico del departamento. Está realmente hermoso, con una habitación con cama matrimonial, un living comedor inmenso con un sofá que se convierte en cama. Lavadora, freezer y conexión a Internet. Me cobra un precio especial, por ser peregrinos. 70 euros. Aunque la mujer provenga de Serbia, su poca disposición a entregar factura sugiere que tiene un adiestramiento latinoamericano impecable. Me da miedo insistir ya que en la puerta del Departamento están las tarifas y se indica que la tarifa es 90 euros por noche. Volvemos con Julio y Laura, directamente a reposar, una siesta tardía pero reparadora. Descubrimos que el agua caliente funciona de manera errática, pero ya es tarde para reclamos. Así que, como pueden suponer, este cristiano valiente, que en su juventud enfrentó al Alma Mula en una noche oscura en Huaico Hondo, no puede arrugar ante esa minucia y maldiciendo las tretas del destino, se arroja a las aguas heladas que bien vienen para fortalecer la circulación de la sangre.  A la tarde, después de poner la lavadora de ropa en funcionamiento, salimos a dar una vuelta. Pero la lluvia se ha hecho presente y nuestro recorrido es breve. Compramos en una tienda gourmet un par de botellas de vino blanco (un Chardonnay y un Verdejo), que ponemos a enfriar cuando regresamos a colgar la ropa.




Va anocheciendo en Estella. Es un momento extraño, pero que será crucial para nuestro viaje. Hay dos temas que se ha ido perfilando y ha llegado el momento de abordarlos explícitamente. La primera es la decisión de buscar hoteles en cada etapa. Al principio, Julio insistía en alternar hotel y albergue. Le parecía que de ese modo la peregrinación era más auténtica. Pero con el paso de los días va renunciando a una concepción tan rígida y decide seguir compartiendo hotel con Laura y conmigo. A partir de esta etapa ya no se volverá a plantear el tema de alojarse en Albergues. El otro tema es más complicado: el peso de las mochilas. Se impone cirugía mayor, es decir: aligerar bastante equipaje. Sobre todo Julio, que con sus 13,8 kg está demolido. Claro, mi querido hermano lleva una notebook ultraliviana, bellísima, pero entre el cargador, el transformador y otros enseres diversos, parece que viajase con el caballo del apóstol Santiago en la mochila. Vemos qué se puede abandonar. Le sugiero a Julio que deje el limpia-lenguas que lleva en su neceser. ¿Han visto alguna vez ese instrumento? Es como una pinza para cubitos de hielo y yo pensé, la primera vez que lo vi, que Julio quería asegurarse de que cada etapa concluyese con un trago de whiskey. Pero no era eso. Cuando le pregunté, entusiasmado y esperanzado, con el objeto en la mano, donde estaba el scotch, se rió y me dijo que era un instrumento imprescindible para que, por las mañanas, al momento de levantarse, el aliento no fuese como el fuego de un dragón. Así que ni hablar de dejarlo. Piensa en despachar por correo a Madrid una parte de las cosas de su mochila, pero decirlo y hacerlo son cosas muy diferentes. Se le ocurre también que podríamos contratar un taxi que nos llevase el grueso del equipaje. Seguro que se consigue fácil, sugiere, pero no resulta tan sencillo encontrar en Internet un número de teléfono propicio. Laura, mostrando una vez más su enorme sentido práctico, baja al vestíbulo del edificio y vuelve con una tarjeta, que dice ‘Jaco-Trans’. Cuando desentrañamos de qué se trata es como si hubiésemos descubierto la piedra filosofal, el secreto de la felicidad, la chispa de la vida. Jaco-Trans es una empresa que transporta puerta a puerta los bultos que los peregrinos despachan. Basta indicar a qué lugar hay que llevarlo, dejar en un sobre 7 euros por bulto y ellos recogen el equipaje a media mañana y lo entregan antes de que el peregrino llegue a su siguiente etapa. Para poder confirmar el servicio de transporte hay que indicar de manera precisa el destino. Aunque las guías recomiendan una etapa de 29 kilómetros hasta Torres del Río, nos decidimos por una caminata menor en virtud de una mejor oferta de alojamiento. Decidimos caminar hasta Los Arcos, a 21,7 kilómetros de Estella.
El debate sobre el alojamiento y el transporte de equipaje divide, en dos grupos irreconciliables, a los peregrinos, cualquiera sea su nacionalidad, edad o recursos. Por un lado, están los Puristas y por otro lado los Pragmáticos. La distinción es similar a la que se produce en muchos otros ámbitos de la vida. Por ejemplo, supongamos que llegamos a una fiesta en casa de algún amigo y, ante la ausencia de DJ oficialmente contratado, cada uno de los participantes intenta que suene la música de su preferencia. Al margen de sutilezas, normalmente se forman dos grupos, que Laura ha bautizado, en alguna ocasión como ‘Conceptuales’ y ‘Cachengues’. Los Conceptuales son serios, exigentes, prefieren música en inglés o instrumental; para ellos el verdadero encuentro con la música es individual ya que no hay canciones para cantar ni melodías para compartir. Todo consiste en una suerte de trance, de estado alfa que proporciona un placer único e intransferible. Por otra parte, la Cachengues son fiesteros, sociales, entusiastas de firuletes y vueltas que adornan los bailes, se emocionan con la coreografía de YMCA y cantan a voz en cuello ‘Dancing Queen’;  saben temas de todos los tiempos: cuarteto, salsas, rock, guarachas y miles de canciones más que suenan usualmente en radio y televisión. En ese espacio reducido de competencia, los Cachengues escuchan el arranque de ‘Una calle me separa’ de Néstor en Bloque y ya levantan la mano derecha, indicando con su juego de cintura el ritmo de cumbia. Los Conceptuales inmediatamente abandonan el escenario y son capaces de renegar para siempre de amigos de la infancia que salen a bailar esas canciones que (casi) todos conocen. A su vez, cuando los Conceptuales toman el poder – siempre por vía revolucionaria ya que en esos espacios hay poco lugar para alternancias democráticas – se instalan sets de música de Satoshi Tomie o algún otro gurú contemporáneo. Se miran entre los conocedores, se aprueban con ligeros gestos de cabeza y bailan con un minúsculo movimiento del cuerpo, con los brazos siempre abajo y repudiando cualquier intento de hacer el trencito. En definitiva, dos visiones irreconciliables del mundo. Así es también el debate entre los Puristas y los Pragmáticos. Los primeros exigen sacrificio y penitencia. El Camino, dicen, implica transpirar la camiseta y todo intento de disminuir el esfuerzo es reprobado estruendosamente. A su vez, los Pragmáticos conciben al Camino como un horizonte común, donde prima la diversidad, en el que todos vamos a Santiago, peregrinando de modos tan diferentes que es inútil tratar de imponer una única concepción. Nosotros nos ubicamos en el lado de los pragmáticos moderados (también llamados ocasionalmente como Peregrinos Premium), marcando un único límite inviolable: siempre haremos las etapas a pie. Por más difícil que resulte el camino, por aburrida que sea la ruta, por enajenante que sean las entradas en los polígonos industriales de las grandes ciudades, no hay vuelta atrás. No hay, para esa decisión un plan B. Solo vale caminar.
Con la resolución del alojamiento y el transporte volvemos a zambullirnos en la ciudad. La lluvia sigue sin dar tregua y caminando por la recova de la plaza encontramos a Olga y Eva, que están alojadas en un albergue cercano. Vamos a tomar un vino, mirando la plaza y contándonos de las cosas que el Camino ha dejado. Julio reelabora una idea que ha leído sobre el Camino y el amor. Arma una frase ingeniosa y Olga se queda con ella, masticándola, tratando de obtener de esas palabras un significado profundo. Es un lindo momento. Esas mujeres comienzan a ser entrañables y es fácil compartir con ellas esos momentos de lluvia y descanso. Pero, la suerte de los que se alojan en los Albergues de Peregrinos está echada. A las diez de la noche hay que estar de regreso ya que el hospedero, como si fuese un progenitor celoso de una hija quinceañera, monta en cólera cuando se hace tarde y es capaz de cerrar con llave la puerta de calle. Nos despedimos de nuestras amigas y vamos a buscar un lugar para cenar. Estella es un lugar célebre por su gastronomía, ya celebrada en el Codex Calixtino y también en el libro de Paulo Cohelo, El Peregrino (tal vez alguno de ustedes tenga paciencia con este autor, pero a mi el libro me pareció un bodrio insuperable). Con estos datos empezamos a dar vueltas por el centro, pero la lluvia y una cierta sensación de fatalidad se impone en el grupo. La verdad es que desde que hemos llegado a Estella ha sido difícil encontrar un lugar donde nos hayamos sentido cómodos. Más bien, todo lo contrario. Cada vez que hemos tomado un café, el camarero se ha apresurado a cobrarnos como si fuésemos a desaparecer ante sus propios ojos; la información que recabamos sobre dónde comer es tan apática que parece que hubiésemos ofendido a los progenitores de quienes nos responden. Mal asunto.
Llegamos a una suerte de bar, pero que tiene una carta relativamente variada. Entramos y la dueña advierte nuestra duda ante el panorama deprimente del lugar: televisor encendido a todo volumen; mesas sin mantel, parroquianos que parecen tan deprimidos como los pinchos varios que adornan la barra. Nos dice la dueña que si queremos cenar hay que subir al primer piso. Encaramos la escalera con el ánimo renovado. A lo mejor solo es cuestión de frotar la lámpara para que un cachivache se transforme en un prodigio. Pero no funciona. Nos atiende un mozo que indica que solo nos podemos sentar en una mesa determinada, aunque el lugar está casi todo vacío. Luego desaparece. El Triángulo de las Bermudas. Como si se lo hubiese tragado la tierra. Julio dice que es una premonición, un presagio de males mayores que nos acechan. Sugiere lisa y llanamente la retirada. Como en el despegue del Apolo 11, contamos de diez a cero para arrancar todos juntos, pero a la mitad de la cuenta regresiva aparece el mozo con dos cartas. Somos tres, pero eso no le importa demasiado. Vemos la carta y es tan triste como el menú. Nos anotamos a tres menús, pero le decimos que no queremos el vino que viene incluido en esa opción, sino algún otro que haga justicia a la fama de los vinos de esa tierra. No dice nada, pero es un silencio rencoroso el que preside su retirada. Nos miramos perplejos y nos disponemos a filmar la segunda parte de El Triangulo de las Bermudas. Casi cuando estamos por reiniciar nuestra cuenta regresiva aparece con dos vinos y nos da a elegir. No importa cuál es la marca, ya sabemos que nos arrepentiremos. Julio está convencido de que algo malo es inminente y quiere irse ya mismo, lejos del restaurante, lejos de esta ciudad que se le ha atravesado de mal modo. Ensalada para Julio y Laura y sopa para el que suscribe. Mi plato tiene el mérito de estar caliente y poca cosa más: la ensalada de Julio y Laura ni siquiera puede anotarse ese tanto. El segundo plato es clásico. Para Julio un pollo con papas y para el resto de los comensales un par de bacalaos. Lamentablemente al bacalao había que encontrarlo debajo de una salsa espesa y un tanto agria, pero si lograbas rescatar algo del menjunje, podías comer con una (muy) precaria sensación de ingerir un alimento. El pollo de Julio se parece, por el contrario, más a las presas de plástico que suelen acompañar a los juguetes que usan los niños cuando simulan ser cocineros. Es jodido lograr que un pollo esté tan mal. Julio lo abandona sin probarlo, convencido de que Estella nos ha tendido una trampa mortal y que amaneceremos en el Hospital, aquejados del denominado ‘Mal de Moctezuma’. Regresamos al Apartamento, con los ojos bien abiertos para no resbalar en los charcos que ha formado la tormenta, y allí, una vez que cerramos las puertas de nuestro castillo, nos dedicamos a beber los vinos adquiridos a la tarde en la tienda gourmet. Suaves, untuosos, limpios, ligeramente verdoso uno y ambarino el otro. Desde la ventana se ve la silueta de Estella. Una ciudad hermosa, aunque ligeramente indiferente. También merece un brindis. Salud, entonces, mis amigos. Buen camino
25 de Septiembre