26.
Rabanal del Camino - Ponferrada
(29 kilómetros)
En distintos poemas, Borges se pregunta - o tal vez se lamenta - sobre el
destino que acecha a esas formas mutiladas de nuestras vidas; a todos los
personajes que desaparecieron del escenario pero que aún vagan por allí, en
nuestras ambiciones, recuerdos, vergüenzas, o melancolía. Una moneda, el filo de una espada, el escudo
bruñido, el timón, el báculo son las consignas que recuerdan a Borges que hay
dimensiones de nuestra vida, otras formas de nosotros, que sobreviven al olvido
y nos interpelan con su lenguaje mudo de acontecimientos. Por ello, me
pregunto: ¿Qué hemos perdido de nosotros, mis amigos? ¿Qué hemos sido en esas
otras vidas venturosas? ¿Qué ha quedado de nosotros en tanto que ha quedado
pendiente?
Así, con esa sensación de balance, de ajustar cuentas, de clausurar
rencores y culpas, he iniciado la etapa que para mí es - ha sido - la más
espiritual del Camino. Allá, cerca de la mitad de la jornada, aguarda la subida
a Foncebadón, el Monte Irago y la Cruz de Ferro. Desde hace mucho tiempo, los
peregrinos han marcado ese lugar de manera especial; allí se cruza un límite
que define el impulso y la necesidad. Se deja el letargo de la meseta y se
multiplican los símbolos, dando al peregrino una sensación de inminencia, de
diálogo urgente con el entorno y con sus propias cosas. A partir del Monte
Irago, hay un cambio notable no solo en el paisaje sino también en el lenguaje
del Camino. Reaparecen las leyendas, las delicadas filigranas en la piedra, las
iglesias monumentales,los castillos, la herencia de los templarios, las huellas
culturales de un viaje que otros ya han emprendido hace miles de años. En
definitiva, la sensación de despertar y descubrir nuevamente el mundo. Tal vez
por eso, luego de emprender una subida hasta los 1500 metros sobre el nivel del
mar, los peregrinos saldan uno de los ritos más importantes del Camino. Allí,
en una encrucijada de rutas, en la frontera entre el Bierzo y la Maragatería,
cada peregrino añade un pedrusco a una inmensa parva de piedras.
El montón se
encuentra rematado por un tronco de roble de aproximadamente 5 metros de
altura, coronado por una cruz de hierro, conocida como Cruz de Ferro,
sin que se sepa muy bien por qué se utiliza la expresión en Galego y no
en Castellano. Antes del descubrimiento de la tumba del apóstol, en los siglos
de dominio romano, cuando el Camino era ruta iniciática que llevaba hasta el
fin del mundo, a Finisterre,
había un altar dedicado a Mercurio. Luego, ya en la época en que el
Camino se consolida como peregrinación al sepulcro de Santiago, el lugar es marcado por un mástil y
una oxidada cruz de hierro. Nadie sabe exactamente el origen de esta cruz, que
ya está documentada en escritos de finales del 1500 y tampoco hay datos
fehacientes acerca de la costumbre de añadir una piedra al montículo. Hay
diversas leyendas que se repiten con pasión, como si cada una de ellas fuese
exclusivamente la única verdadera. Por ejemplo, algunas asocian esas piedras con
aquellas que los peregrinos llevaban en su morral para contribuir a la construcción
de la catedral de Santiago. Otra recuerda que – en analogía con lo que dice el
evangelio de San Lucas 19:37-40 - el Día del Juicio será el momento en que ‘las
piedras hablen’ y ellas darán testimonio de que el peregrino ha pasado por
allí, rumbo a Compostela. En ese momento final, cuando haya que rendir cuentas,
el peregrino espera que esa piedra, depositada junto a la cruz de ferro, sea
capaz de inclinar la balanza a su favor.
Más allá de estas leyendas, la práctica es que al llegar a ese sitio, los
peregrinos arrojan una piedra - en algunos textos se indica que el rito se
cumple de espaldas a la cruz -, que representa simbólicamente su compromiso con
el Camino. En esa piedra se arrojan muchas más cosas que su peso específico;
allí se arrojael peso inútil con el que cargamos nuestra vida.
Hace varios días que he escogido mi piedra; va conmigo, en un bolsillo de la mochila, al
lado de una vieira, marcada con la cruz de Santiago. Va conmigo esa piedra y
con ella tantas cosas importantes que la vida me ha ofrecido y que, sin
embargo, han quedado desamparadas, desatendidas, olvidadas. Van allí las
culpas, los pecados que, como diría Silvio Rodríguez, 'no gasté, los que no
pude', los agravios que me esperaban juiciosos para llenarme de razones para el
conflicto, las deudas impagas pero que mi corazón anhela algún día cobrar, las
vanidades y el orgullo.
No tenemos prisas en la madrugada de Rabanal. Todavía palpitan en la
memoria y la voluntad de los peregrinos los excesos cometidos.‘Y con la resaca
a cuestas vuelve el rico a su riqueza, vuelve el pobre a su pobreza y el señor
cura a sus misas’ enseña Serrat y así encaro la mañana. Me cuesta desperezarme
y Laura tiene un poco de dolor de cabeza. Bajamos a desayunar con el mismo
desorden con el que nos fuimos a dormir y, en la sala encuentro a Julio dando
cuenta de una descomunal tostada con manteca. Habla con un peregrino que está
en una mesa cercana. Nuestro vecino es catalán, camina solo y está desanimado.
Julio escucha su lamento, su balance que se resumen en 'no sé qué salió mal, lo
intenté y no lo conseguí'. Esta será su última etapa y, en Ponferrada, buscará
un tren que lo devuelva al Mediterráneo. Siempre produce congoja ese tipo de
conversaciones y lo único que hay que hacer es ofrecer consuelo y apoyo; quitar
solemnidad, subrayar que siempre hay tiempo para decir 'basta'. Por ello, para
esos momentos, es importante que otro peregrino, Julio en este caso, escuche.
Luego de escuchar, de ese simple acto piadoso de mostrar humanidad e interés,
de sentir con pasión, de sentir compasión, es donde tiene sentido recordar que
el Camino se hace paso a paso, sin grandes objetivos. Solo paso a paso. Por
ello, por ellos, ultreia et suseia.
Poco a poco se suman Laura e Inés y después de dar cuenta de un desayuno
abundante, nos ponemos en marcha. La etapa es dura y un poco más larga que las
anteriores; ello hace recomendable marchar a buen ritmo para evitar el calor de
la siesta, pero, una vez más, mi recomendación es ignorada por mis compañeros
de comunidad. Al momento de armar los bolsos para la recogida de Jaco Trans,
Julio nos pregunta acerca del pronóstico del tiempo. ‘Bueno. Caluroso.
Probabilidad de lluvia o precipitaciones igual a cero’. Ese es el parte que
tenemos, tomado de internet y, por ello, empaquetamos nuestros chubasqueros y
salimos al Camino solo con las prendas mínimas e imprescindibles.
Sellamos las credenciales y ya en el Camino seguimos la flecha amarilla
hasta que la calle Real se convierte en una senda rural. Nos adentramos en un
bosquecillo reciente, con árboles poco más grandes que un arbusto y rápidamente
comprobamos que el desnivel de trescientos metros hasta el Irago nos dará una
buena batalla.
Con frecuencia, en la rutina de la marcha, para deshacer el
aburrimiento y la pereza, los peregrinos abordan complejas preguntas, grandes
desafíos del conocimiento. Por ejemplo, la solución de la conjetura de
Goldbach, la paradoja de la perfusión, la antinomia de la razón pura, los
caprichos de la antimateria, la asimetría del espacio,la fundamentación de la
geometría, la prioridad del huevo sobre la gallina, la desaparición de las
manos de Perón o la desconocida identidad del Llanero Solitario. Mi hermano
Julio, en esa mañana de Rabanal, añade con tono de drama griego, un
interrogante más:
- ¿Por qué les hago caso?, díganme, ¿Por qué les hago caso?
Al igual que Cicerón interpelando a Catilina en el senado romano, Julio
repite su lamento que será como un mantra a lo largo de la mañana. A cada
momento exclama: ‘No sé porqué les hago caso; no debería darles bola’. Por
supuesto, la naturaleza retórica de sus exclamaciones deja en claro que sus
interrogantes no surgen por una pasión epistémica sino más bien de la
decepción. Ello se debe a que, a los pocos minutos de iniciada la marcha, el
pronóstico de una jornada seca y calurosa se revela, por decirlo de alguna
manera, como osado. Por diferentes laderas de la montaña asoman densos
nubarrones, voluptuosos, enormes, que colapsan agónicamente, formando penachos
grises y blancos, semejantes al Santísima Trinidad o al San Agustín en
el momento de entrar en combate en la triste mañana del 21 de Octubre de 1805.
La queja de mi hermano tiene un origen concreto: él protesta porque su guía
menciona reiteradamente que, en las alturas del Irago, el clima es traicionero y que es conveniente
llevar siempre a mano el chubasquero y un abrigo. Por supuesto, descarga en
nosotros, en nuestra lectura del pronóstico, las responsabilidades propias.En
momentos como este, los peregrinos se miran con resignación, dejan a Julio
maldecir su suerte sin más interés que el que puede generar un individuo que
pelea contra las fuerzas de la naturaleza y, para desahogar su impotencia,
maldice a su mala suerte o al injusto destino.
Los peregrinos se desconsuelan con el mal tiempo. En esas circunstancias
todo parece costar un poco más; el viento en contra, la humedad, la subida
constante y el descenso de la temperatura conspiran contra la alegría de la
comunidad. Sin embargo, esas contingencias no alcanzan a ser un contratiempo y,
en verdad, nuestros humores tormentosos son centrífugos y se dispersan poco a
poco en la mañana. También ayuda el hecho de que Julio se olvida
rápidamente de sus quejas y retoma un
papel de narrador de documentales. Laura,que desde unos cuantos meses padece de
un zumbido interminable en un oído, que es un malestar denominado Tinnitus,
de causas inespecífica y, en ocasiones, extraordinariamente molesto, le
pregunta a mi hermano si conoce algo acerca de esta dolencia. La respuesta del
Dragón es impecable: ‘¡Todo y algo más, chiquitita!’ Comienza su exposición
señalando que una de las cosas más importantes es un diagnóstico correcto, una
identificación de la enfermedad que la distinga de otras con síntomas similares
como la Encefalopatía de Wernicke o el Síndrome de Korsakoff que, aclara
presuroso, tampoco debe confundirse con la salsa Strogonoff que era una de las
comidas que mi abuela siempre invocaba con la añoranza de quien ha vivido
tiempos mejores. A continuación, enumera las características distintivas del
Korsakoff, que básicamente son disminución de la memoria, del aprendizaje,
alucinaciones, confabulación, confusión y cambios en la personalidad. Laura,
que tiene cierta propensión a la hipocondría, palidece, las pulsaciones se le
disparan, y agoniza con la presencia inevitable de todos los síntomas. Por
ello, elabora con urgencia su testamento, legándome sus innumerables bienes
espirituales y comienza a buscar el número de teléfono del avión sanitario
porque no quiere morir en el extranjero como Ringo Bonavena, Rosas, Mariano
Moreno y tantos otros próceres nacionales. Julio, que ha proseguido su
explicación sin advertir el terror de su compañera peregrina, remata señalando
que el Korsakoff es casi inexistente entre quienes no abusan del alcohol. Ante
esa frase final, Laura exclama: ‘¡Menos mal. Ahora seguro que me salvo!’
Seguimos. A los 6 kilómetros, ya llegando a la cima de la montaña, el
aire se limpia, las nubes desaparecen, el riesgo del eventual chaparrón queda
definitivamente atrás y entramos a Foncebadón. Más que pueblo, Foncebadón es un
caserío, casi abandonado, que cuenta con una población estable de 8 habitantes.
Antiguamente era un lugar de pastores y su ubicación en el Camino favoreció su
desarrollo. Tuvo su hospital de peregrinos y su importancia pasada se destaca
en un cartel a la entrada del pueblo que menciona que, en el siglo X, fue sede
de un Concilio Episcopal. Ahora vive casi exclusivamente de lo que genera el
Camino; tiene un par de albergues y un café, a media mañana, atestado de
peregrinos. Aunque las pocas casas que quedan en pie tienen un encanto
particular, el pueblo no tiene ningún atractivo que nos reclame a
detenernos.Por ello, continuamos el faldeo de la montaña, divididos en grupos
de dos. Laura e Inés caminan un poco más atrás y yo voy conversando con Julio
acerca de cuestiones políticas, las dificultades de vivir en Argentina, las
consecuencias de las decisiones en materias de derechos humanos, las semejanzas
entre Venezuela y nuestro país. Nada demasiado trascendente, pero la charla es
amena, fraternal.
El paisaje es hermoso, definitivamente la meseta ha quedado atrás y ahora
las montañas se multiplican en el horizonte.
Los colores verdes de mitad de
verano se ven salpicados por las manchas oscuras de alguna nube rezagada. La
humedad del ambiente y una brisa fresca renuevan los ánimos y, casi sin darnos
cuenta, de manera inesperada, al completar un giro en la senda, llegamos al
punto más alto de todo el Camino (en verdad, el más alto de la llamada ruta
francesa): la cruz de ferro, en la cumbre del Irago. Cumplimos el ritual de
los peregrinos, arrojamos nuestra piedra y compartimos ese momento de genuina
alegría con otros compañeros que están allí elaborando el balance de sus cosas,
viviendo la magia de la ruta a Compostela. Encontramos a Francesca y el
peregrino catalán. Julio los reúne, los presenta y luego de un rato, al ver que
se encuentran estupendamente, los deja solos, cumpliendo su destino de sembrar
el amor en el Camino.
El lugar tiene una magia especial. El paisaje es transparente y limpio. Hacia un lado queda la meseta maragata, que se prolonga en sus infinitos campos de cereales. Desde allí venimos; de esas tierras castigadas por el viento y el polvo, con el girasol centellando en sus rotaciones imperceptibles, con la cebada y el olor de la tierra, con la memoria de sus ríos (el Arga, el Oja, el Ebro…), y sus puentes, de las acequias y los pueblos abandonados, de iglesias diminutas y extensiones inesperadamente interminables. De allí venimos, kilómetro tras kilómetro acumulados para siempre, como una inolvidable experiencia de vida. Hacia el otro lado, hacia poniente, se dibuja el Bierzo, con sus desniveles ásperos donde la vid reaparece mágicamente, con la sombra mítica del monte Teleno como guardián de sueños invencibles, con la certeza de que un poco más allá está no solo Compostela sino también el fin del Camino, el fin del mundo.
Vagabundeo un poco; trato de descifrar el desafío diabólico que encierra el funcionamiento del reloj analemático que han construido recientemente junto a la ermita de Santiago. Allí, para mi regocijo, en la parte posterior del panel que explica el funcionamiento del reloj, están grabados en letras góticas, el canto de los peregrinos:
Herru
Santiagu, (¡Oh Señor Santiago!)
Got Santiagu, (¡Buen Señor
Santiago!)
E ultreia, e
suseia, (¡Ultreia!¡Euseya!)
Deus adiuva
nos (¡Protégenos, Dios!)
Sin duda, estos versos – tomados del Canto de los Peregrinos Flamencos –
es uno de los himnos más populares del Camino, aunque eso, por supuesto, no
asegura que su conocimiento sea masivo. Les comento a mis compañeros sobre los
diferentes ritos del camino y conversamos un poco sobre el montículo de piedra
y sus significados. Les cuento que, al arrojar mi piedra, he dejado atrás las
deudas que han cargado mi vida y mi hermano se ríe sin piedad, señalando que
como argumento parece bueno, pero ¡habrá que ver qué opinan mis acreedores!
Seguimos. Julio se retrasa, despidiéndose sin prisas del grupo de
peregrinos con quien la noche anterior compartió comida y bendiciones. Con
Laura e Inés vamos a buen ritmo, con el ímpetu que da el camino cuando es
cuesta abajo. Media hora más tarde llegamos a Manjarín, un pueblo abandonado,
pero que sorprende con un albergue multicolor, con una concentración de
banderas que más evoca a la Asamblea General de las Naciones Unidas que a un
refugio para peregrinos. Allí, a la entrada, se amontonan en un desorden
caótico una increíble cantidad de pequeños (o grandes) carteles, rematados como
flechas, que señalan la distancia al lugar de donde provienen los caminantes.
Carteles de Barcelona, Tel Aviv, Cognac, Trondhem, Munich, Trento y miles
referencias más traen hasta el peregrino la melancolía de las cosas que ha
dejado atrás, el recuerdo de su casa, su familia y sus amigos. Nos sentimos
tentados de dejar allí la indicación de donde provenimos: Bahía Blanca, Córdoba
y Santiago del Estero, pero, sin embargo, conscientes del exhibicionismo de ese
acto, de las ganas de dejar una huella propia, resistimos el impulso y nos
dedicamos únicamente a curiosear un poco.
El albergue de Manjarín ocupa el lugar de una escuela ya hace tiempo
abandonada y es atendido por Tomás Martínez, el último templario del Camino.
En
1986, como peregrino, Tomás descubrió su vocación y se unió a la multitud de
personas que viven en y para el Camino. Dejó su familia y trabajo y se unió a
los Templarios. Durante un tiempo, mientras completaba su preparación
espiritual para ingresar a la orden del Temple, fue pastor en una granja de
montaña. Allí contrajo la Fiebre de Malta (o Brucelosis, denominada
de ese modo en honor a David Bruce, que en el año 1887, mientras ocupaba el cargo
de Cirujano Capitán de la armada británica en la Isla de Malta, identificó el
origen de la enfermedad). Las fiebres obligaron a Tomás a convalecer durante
tres meses en el albergue de Jato, en Villafranca del Bierzo. Allí le
comentaron que había un tramo del Camino sin atención y desde 1993 vive en
Majarín, con otros compañeros siguiendo un ritual monástico, acogiendo
gratuitamente a los peregrinos que siguen su ruta a Compostela.
Inés comenta, a la entrada del albergue, que un café vendría más que
bien. Tiene razón, pero cuando entramos al jardín, nos detiene una sensación de
cacofonía de objetos, de acumulación de cosas en la cotidiana tarea de
subsistir. Laura sugiere que el desorden del lugar parece crónico, como si no
se ordenase desde el infausto viernes 13 de Mayo de 1307. Me entusiasmo con la
referencia y murmuro para mí que seguramente aquí, en este rincón apartado de
todo, está escondido el mítico tesoro de los templarios. Comienzo a imaginar un
largo verso, épico, en el que un joven monje abandona presurosamente París y,
disfrazado de peregrino, se dirige al fin del mundo con un mensaje urgente para
el principal de la iglesia templaria más lejana, la de Santa María de
Finisterre. Allí en un documento cifrado y custodiado por el lacre se anuncia
la disolución de la orden, la traición consumada, la necesidad de preservar
algo único y secreto ante el inminente fin del mundo. Recito, entonces:
... En la
oscura bruma del Irago,
junto al
fuego incierto de una hoguera
sueña un
templario con otras llamas
consumiendo
el mundo que conociera.
Sueña que los
caminos se ensanchan
en la hoguera
apretada de la huida
su alma apura
el sabor del vino,
del alba, el
exilio, la despedida
¿Qué infierno
aguarda más allá del sueño,
más allá del
mar de su destino?
Nada queda ya
de su pasado,
solo tierra y
polvo, solo camino
...
Laura sacude mis ensueños y declara que este desorden no oculta nada de valor especial; que tal vez sean restos caprichosos de los festejos vespertinos dedicados al Apóstol, o el caos subsiguiente a la atención de los romeros que subieron hasta la Eremita de Santiago, en la Cruz de Ferro, para conmemorar al patrón de España. De cualquier modo, decidimos seguir y procurar un café en la próxima población, que nos aguarda siete kilómetros más adelante.
La marcha es esforzada; nos queda no solo una buena cantidad de kilómetros sino que la senda es pedregosa, con pendientes pronunciadas y la piedra suelta amenaza peligrosamente a cada momento con un esguince.
Para
evitar esos males emprendo la marcha por el arcén de la carretera; con la
sensación de que en cualquiera de los puntos ciegos de las muchas curvas puede
esperarme una sorpresa mucho peor que la de una torcedura. Inés y Laura, por el
contrario, mantienen el sano juicio y siguen la flecha amarilla.
Vamos bajando lentamente, como en espiral por una montaña que se enrosca
y despliega sobre sí misma. Ocasionalmente, algunos serbales acompañan la
caminata, pero sus frutos, unas pequeñas bayas rojas, todavía se muestran como
diminutos capullos. Poco a poco nos reunimos nuevamente, impacientes por llegar
a descansar en algún sitio, pero nuestro reposo se hace esperar. Finalmente,
luego de un cruce con la LE-142, se abre el valle, dejando entrever allá, mucho
más allá, a Ponferrada. Por fortuna, casi oculto en la hondonada, a unos pocos
centenares de metros, cerca de cumplirse los quince kilómetros de marcha,
aparece El Acebo, el primer pueblo de la comarca del Bierzo.
El pueblo es hermoso, diminuto, típicamente de montaña y con una larga
historia vinculada al Camino. En su libro El Acebo: Privilegios (2012),
Hernán Alonso señala que, por indicación de los Reyes Católicos, en un
documento firmado en Medina del Campo, el 21 de Mayo de 1489, los habitantes de
este pueblo estaban eximidos de impuestos o de acudir a la guerra a cambio de
mantener un hospital, un refugio de peregrinos y colocar, en las épocas de
nevada, 800 estacas como marca para que los peregrinos no se extraviasen.
Actualmente, El Acebo sigue fielmente su tradición, ofreciendo
seguridad, comida y alojamiento a los peregrinos.
Desde lo alto de la cuesta, el pueblo reluce como una dormida mamba
negra, con sus tejados de pizarra oscura y la sinuosa silueta del puñado de
casas que se desperdigan a lo largo de su única calle principal. Llegamos
demolidos y nos desmoronamos en la terraza del primer bar, en la misma entrada
del pueblo. Tratamos de acomodar nuestras (pequeñas) mochilas y bordones en un
sitio en el que no molesten a otros peregrinos. Justo en ese momento, muy cerca
nuestro, un autobús enorme, repleto de turistas, maniobra en un reducido
espacio peligrosamente próximo, intentando enfilar la salida del pueblo. Para
evitar complicaciones o accidentes, nos acercamos un poco más a la mesa vecina,
ocupada por dos hermosas peregrinas. Julio, intuyendo que el Apóstol le envía
un mensaje, pregunta cómo están, si acaso necesitan algo, que solo digan lo que
precisan y un servidor, la joya del camino, cumplirá inmediatamente con sus
deseos. Ellas responden en inglés que están bien, un poco doloridas en los pies
y las pantorrillas, pero que han tenido un buen camino. En verdad, si el estado
físico, como decía mi abuela, se juzga por el apetito, entonces estas muchachas
están más saludables que una manzana ya que dan cuenta de unos bocadillos
inmensos, descomunales, de tomate, atún y pepinos. Inés mira con codicia
semejante banquete, casi lista para pedir un mordisquito, pero se abstiene:
hemos decidido comer más adelante ya que todavía nos falta una eternidad para
llegar a destino.
Julio lleva el peso de la conversación y rápidamente encuentra en Helen y
Claire, las peregrinas de Nottingham, un aire de complicidades, de bromas y
sutilezas que solo da un buen dominio del idioma y la fraternidad que traza el
Camino. Mientras que Helen es increíblemente pecosa y pelirroja, Claire es de
una tez blanca, pálida, como solo las inglesas pueden serlo en España. Ambas
son hermosas y ejercen con impunidad el juego de la seducción. Pero, claro,
diría Inés, esas chicas 'cazan en un zoológico' y ciertamente, Julio juega
impecablemente el papel de presa fácil. Mi hermano entretiene al auditorio con
anécdotas varias;rápidamente asocia Nottingham y Sherwood y recuerda que en el
año 1290 nació allí, el famoso Robin Hood. Compara el arco y las flechas del
mítico forajido inglés con las de Cupido y asegura que esos dardos, los del
amor, ya han atravesado su corazón en el pasado y que 'el pasado ha pasado y no
volverá el pasado'. Pero, de pronto, de manera casual, Helen menciona que entre
sus actividades habituales, se cuenta el jugar al netball. Ay, mis
amigos, ¡qué momento!, ¡qué vueltas extrañas da la vida para hacernos tropezar
una vez más con la misma piedra! Julio, que ya ha descartado el amor como cosas
del pasado, siente una conmoción. Le dice a Helen que el netball es
conocido en Argentina como pelota al cesto, y que fue introducido por Enrique
Romero Brest en el Club Femenino Atlanta, consolidándose reglamentariamente en
1920. Por ello, señala con lógica incontestable, que hay ya una unión
espiritual inquebrantable entre ellos porque entre 1290 y 1920 solo hay una
ligera trasposición del orden de los números, y que en su juventud la pelota al
cesto fue determinante ya que su primer amor, mejor dicho: su único amor, era
una mujer de Santiago que se dedicaba a ese deporte. Y ahora, allí, caminando a
Santiago vuelve a encontrar el amor. De Santiago a Santiago. De la netball
a la pelota al cesto. De 1290 a 1920. Todas esas cosas son coincidencias que sería arriesgado
ignorar sin enfrentar graves consecuencias. Para ilustrar su comentario,
enumera entre los peligros mortales a las pirañas del amazonas, la rana
coralina, el Gila Monster y remata su ejemplo con los riesgos que acechan en la
combinación de sandía con vino tinto, o el chancho con cerveza. Yo apunto que
también hay que cuidarse del golpe de calor, pero mis compañeros peregrinos una
vez más descartan mis advertencias sobre el calor y la salud. De hecho, Laura e
Inés intercambian una mirada en la que se lee algo así como la determinación de
amordazarme si vuelvo a mencionar el peligro del calor.
Helen y Claire se ríen con desparpajo, y ese ritual podría continuar toda
la tarde, pero recuerdo a mis compañeros que es necesario reiniciar la marcha.
Julio le dice a Helen, cosita de dios, seguro que su ruta es su ruta y que
estaría encantado de invitarla a ella y a Claire a cenar un chuletón como dios
manda. Añade que seguramente después de haber conocido a laJoya del Camino sus
vidas ya no serán nunca jamás lo que eran. Helen nos pregunta acerca del final
de nuestra etapa y le respondo que vamos hasta Ponferrada. Ellas se miran y
suspiran en el mismo momento. Su desencanto es similar al que podría padecer
Penélope si Ulises le dijese 'salgo un rato con los muchachos, pero vuelvo en
seguida'. Helen y Claire, lamentándose, nos dicen que ellas van hasta
Molinaseca, que está unos cuantos kilómetros antes que nuestra ciudad. Julio
rápidamente responde que no hay problemas que nosotros también vamos a
Molinaseca, como recomienda su guía – que es la misma que tienen las muchachas
de Inglaterra -, pero le repito que no; que nosotros vamos hasta Ponferrada.
- No puede ser, eso está lejísimos, ruge mi hermano.
Una vez que Laura e Inés ratifican mi sentencia, Julio vuelve a los
grandes interrogantes de la vida y el universo, a las preguntas impostergables:
‘¿Por qué les hago caso? ¿Por qué les doy bola?’. Finalmente, resignado a
suerte, Julio se suma al ritual de sellar las credenciales y seguir adelante.
Recorremos todo el pueblo, discurriendo sobre una variada gama de
opciones que ofrece este tramo de camino. Vamos bajando hacia Ponferrada, que
apenas se adivina en el espejo de vapor que el calor dibuja en el valle.
Podemos distinguir entre las curvas que ofrece la carretera unos cuantos atajos
y debatimos sobre la conveniencia de evitar el sendero de piedras sueltas y
acortar un poco por el pavimento. Sin embargo, a la salida de El Acebo,
encontramos la estatua de una bicicleta adornada con la calabaza de peregrino,
obra de Eulogio Pisabarros, que conmemora el lugar donde falleció el bicigrino
alemán Heinrich Krausse.
Esta escultura nos recuerda que el Camino encierra
peligros evidentes y que es mejor minimizar los riesgos. Por ello, evitamos los
atajos y retomamos la senda, siguiendo siempre hacia el oeste, hacia el fin del
mundo, hacia Santiago.
Julio ha abandonado su lamento sobre el destino malogrado y ahora insinúa
un desasosiego incierto, una fragilidad, una suerte de ser y no ser al mismo
tiempo. Inés y Laura se desentienden del asunto como
ejercito en desbandada y continúan su camino. Yo, en cambio, me quedo en la
adversidad como el Sargento Cabral. Le digo a mi hermano, entonces, que el
destino está allí para romperlo y volverlo a construir. Le recuerdo el grafiti
de la facultad de medicina, en aquellos días del mayo de 1968, cuando nada era
imposible:
'Las jóvenes (peli)rojas, cada vez más hermosas'
Así enumeramos un tras otra las consignas de ese tiempo, encontrando en
ellas las claves para sacudir la indolencia.
'Es necesario explorar sistemáticamente el azar'
'No es el hombre, es el mundo el que se ha vuelto anormal'
Nos prometemos, como subraya Miquel Marti i Pol, 'que todo está aún por hacer y que todo es posible'. Así que, le digo a mi hermano, no hay que darse por vencido, sólo hay que acertar con el mensaje de las cosas.
- ¡Eso es. Dejaré un mensaje!, exclama Julio
Decirlo y hacerlo fue una misma tarea. Una vez que reunimos piedras, palos y despejamos el área de trabajo, mi hermano trata de redondear una idea. Yo le sugiero frases que han dejado honda huella en la literatura universal. Por ejemplo,
'Lejos un trino. El ruiseñor no sabe que te consuela'
Mi hermano me mira con grave concentración. Como Jack Swigert el 13 de Abril de 1970. Finalmente, con la elegancia de argumentos que lo caracterizan, menea la cabeza firmemente y declara con razón:
Mi hermano me mira con grave concentración. Como Jack Swigert el 13 de Abril de 1970. Finalmente, con la elegancia de argumentos que lo caracterizan, menea la cabeza firmemente y declara con razón:
- No se entiende un carajo.
Por ello, descartando las citas de los clásicos en griego y latín, sugiero otra frase memorable e irresistible:
'¿En qué hondonada esconderé mi alma para que no vea tu ausencia que como un sol terrible, sin ocaso, brilla definitiva y despiadada?'
Otra vez una rotunda negativa y otra vez con razón. El argumento: si tenemos que escribir ese mensaje con palitos es probable que en el 2062, el cometa Halley incendie las noches boreales antes de que terminemos con la mitad del texto. Presa ya de la desesperación sugiero, entonces, el clásico 'cosita de dios, tu ruta es mi ruta'. Pero, Julio ya se ha adelantado con una frase secreta, en inglés. Créanme, mis amigos, cuando la fe mueve la mano del hombre se producen cosas de indescriptible belleza. Nuestra obra no se podía comparar con el Taj Mahl, pero casi que igualamos la perfección de la Abadía del Dulce Cor, en Dumfries. Seguimos, entonces, dejando pulcramente dispuesto en medio del Camino un mensaje, como la botella que un naufrago lanza al mar, como una apuesta a un contacto remoto, con la fe intacta en el milagro, del mismo modo en que, a pesar que ya han pasado 40 años, seguimos esperando respuestas al mensaje que lleva la Pioneer X en su viaje hacia Aldebarán, en la constelación de Tauro, a donde llegará dentro de un millón y medio de años.
El calor se hace dueño de la situación. Tiene tanta presencia que es casi como un objeto que embiste despiadadamente. A medida que vamos bajando, el bochorno se siente de manera más nítida, tridimensional. Nos reunimos con Laura e Inés justo a la entrada de Riego de Ambrós.
Es un caserío de 42
habitantes; parece desierto pero esa sensación de vacío es solo una impresión
falsa generada por el abandono que las cosas tienen a la hora de la siesta. Nos
mojamos la cabeza y los brazos en la fuente de la plaza. Sin necesidad de mucha
palabras confirmamos lo que todos tenemos en mente: esta etapa es interminable.
El pueblo tiene apenas 6oo metros de extensión, y cuando ya las hemos recorrido
casi completamente, Inés le advierte a Julio que ha dejado su bordón. 'Noooooo'
exclama mi hermano. En general, el bordón es un objeto imprescindible, pero ese
bastón, recogido el año anterior en las afueras de Viana, tiene una historia y
tradición. Debe cuidarlo y devolverlo una vez que hayamos llegado a
Santiago.Por tanto, con toda la pereza que supone regresar unas cuantas
cuadras, Julio vuelve hasta la plaza de San Sebastián, donde abandonado a su
suerte, apoyado en la fuente, espera su fiel compañero.
Seguimos bajando. Desde los 1500 metros de la cruz de ferro del Monte
Irago bajamos hasta los 580 metros de Molinaseca. Esta pequeña ciudad de
casi mil habitantes recibe a los peregrinos con el Santuario de la Virgen de
las Angustias y junto a ella se alza el Puente de Peregrinos, sobre el río
Meruelo, que franquea la entrada al pueblo. El puente es hermoso; en verdad uno
de los más bellos de todo el Camino. No tiene la extensión del de Órbigo ni la
elegancia del de Puente la Reina, pero sus seis arcos romanos, sus gastadas
piedras, la estructura medieval de la ciudad que inicia inmediatamente, la
silueta de la catedral que se adivina apenas un poco más allá, el rumor del río
y la transparencia de sus aguas, dejan una inmediata sensación de bienestar y
alegría; de haber llegado a un lugar donde los peregrinos han encontrado
refugio y consuelo desde hace más de mil años.
Buscamos la sombra de una taberna junto al río, mirando el puente que duplica su silueta en el Meruelo y allí, con la algarabía de niños que juegan en las aguas calmas, descansamos un largo rato. Nos sentamos en el Mesón Puente Romano, donde intentamos ubicarnos al cobijo de unas sombrillas que custodian las mesas. La operación es complicada ya que la dimensión - y el peso - de las sombrillas es descomunal. Seguramente, hacer virar a un galeón cargado de oro en medio de una tormenta en el Caribe es más simple que maniobrar la vela de esos objetos. Una camarera se acerca y acomoda nuestras sillas de manera tal que casi entramos todos, pero Inés queda a la intemperie. Por tanto, cuando se va la muchacha, Inés se adueña de la mesa vecina y ello provoca la ira de la mesera, que acude rápidamente a regañarnos, a reclamar que estamos usando dos mesas y que eso no puede tolerarse de manera alguna. ¡Ay, mis amigos, bien se lo imaginan!. Si por un quítame esas pajas los aqueos sitiaron Troya durante una década, cómo pueden ser menos los peregrinos ante una ofensa mayúscula, gratuita e innecesaria. En definitiva, nada como una buena trifulca para despejar el sopor de la siesta. Mientras que Julio e Inés se despliegan a los flancos como los granaderos a caballo en el Combate de San Lorenzo, Laura pide calma, pero no para firmar una tregua sino para conseguir el tiempo necesario para dar con su acero de Albacete. Por mi parte, trato sin éxito alguno que el valor de la fraternidad reluzca nuevamente en la siesta de Molinaseca, pero por si acaso ya tengo preparado los versos inmortales con que Borges, exaltando el coraje y la esperanza, despide a Jacinto Chiclana. En esta ocasión sería fácil decir que había una alta probabilidad de que la sangre llegase al río ya que prácticamente estábamos con los pies en la frías aguas del Meruelo, pero afortunadamente la aparición de un camarero vestido con un atuendo de arlequín, portando unas descomunales jarras de cerveza descomprime la tensión.
Finalmente, ocupamos las dos mesas, pero prometemos dejar libre una de ellas en caso de ser necesario. Así, con esa simple regla de coordinación nos disponemos a almorzar en paz un plato de papas fritas, ensaladas, mariscos y pimientos del padrón. Bebemos tranquilos, bajando de vez en cuando hasta el río para refrescarnos antes de continuar el camino. Inés se duele de una llaga en su pie, yo vuelvo a señalar los peligros del calor (lo que provoca el piadoso comentario de mis compañeros, seguramente extraído del Codex Calixtino, 'Pedicabo eam, hic futuit Guido cum insoloribus', que puede traducirse aproximadamente por 'La puta madre, cómo jode este muchacho con el calor').
En general, estamos bien. Cansados, pero bien. Ya pueden imaginarse lo que cuesta reemprender la marcha luego de una larga hora de descanso. Con los músculos relajados y fríos, con la moral un tanto menguada por lo que aun nos resta caminar y con la certeza de que este pueblo era nuestro destino natural.
Salimos por la calle real, también llamada - ¡cómo no! - del Camino de
Santiago. Hacia el infinito y más allá nos repetimos mientras acumulamos horas
de camino, dejando atrás urbanizaciones y cruces de sendas que confunden y
desmoralizan. Ponferrada está ahora a la derecha y ahora inesperadamente a la
izquierda; se mueve con malicia en el horizonte compacto del calor de la tarde.
La sombra escasa de los chopos que encontramos a la salida de Molinaseca han
desaparecido y como camino solo queda una silueta gris y fea, polvorienta,
desgajada de todo, con alguna nave industrial abandonada. La verdad, mis
amigos, es que en ese momento comprendí perfectamente la sensación de querer
quedarse en la lona, de tirar la toalla y no salir a combatir nuevamente. Pero,
como decía mi abuela, citando a Sófocles en 'Edipo Rey', no hay mal que dure un
siglo ni cuerpo que lo acomode. Y así, meditando sobre las vueltas de la vida,
poco a poco, como sin darse por aludida, la ciudad de Ponferrada se abre a los
peregrinos.
Llegamos. Llegamos. Al menos hay un cartel que indica que entramos en el
área urbana y justo al lado de una vía giratoria, en la divisoria del campo y
la ciudad, nos encontramos con un bar. Nos apresuramos a llegar hasta las mesas
de su terraza como si huyésemos de los fuegos de Mordor y, para recuperar
fuerzas, ordenamos una ronda de jarras de cerveza y un par de cocas light para
las chicas. La comunidad se ha vuelto taciturna, con las palabras medidas y
justas. En verdad, parecemos un ejército derrotado. Pero el Camino enseña de
manera simple que siempre hay alguien que va detrás o adelante tuyo; siempre
hay alguien peor o mejor y, por ello, a los pocos minutos de nuestro descanso
vemos acercarse a una pareja.Llegan muy desmejorados, casi sin fuerzas. Nos
preguntan cuánto falta y le decimos que ya están; que ya han llegado. Les invitamos
a sentarse con nosotros y allí se derrumban. Son de Bogotá y ella tiene los
pies muy dañados, con unas llagas enormes que la hacen sufrir a cada momento.
Recomendamos un par de paliativos, pero la cosa tiene mala pinta. Han comenzado
a caminar en Astorga, con unas mochilas pesadas, contundentes, sin medir
realmente el esfuerzo que su acarreo requería y están tentados de abandonar.
Han enviado ya su equipaje a Santiago y es posible que tengan que quedarse unos
días en Ponferrada para ver si pueden reemprender el Camino. Nos deseamos
suerte, los animamos a continuar, pero no los volveremos a encontrar nuevamente
en nuestra ruta.
Laura siente el inicio de una jaqueca y necesita un analgésico. Por ello,
decide continuar hacia el hotel, para buscar en el camino una farmacia. Inés da
apoyo a su amiga y la acompaña, mientras que Julio y yo seguimos conversando
con los chicos de Colombia. Una hora más tarde, cuando ya el ocaso se hace
inminente, decidimos avanzar hacia la villa de Ponferrada. Si hay ciudades en
las que se puede claramente dividir entre centro y periferia, Ponferrada
parece, a los fatigados peregrinos, todo periferia.
La entrada es inacabable y
de repente, como surgido de la nada, como un regalo inesperado, aparece un
castillo impresionante, cuyos orígenes se pierden en los tiempos de las
fortificaciones celtas. Su estructura actual, sobre todo la parte norte, deriva
de las diversas tareas de consolidación y defensa emprendida por los templarios
en el siglo XII, aunque floreció durante el período inmediatamente posterior al
asalto por parte de los Reyes Católicos, en 1486. Estos, además de arrebatar la
fortaleza a Rodrigo de Osorio, compraron la villa de Ponferrada a doña María de
Bazán, por 23 millones de maravedíes. Ello permitió numerosas intervenciones en
las que el castillo original sufrió diversas transformaciones. Actualmente es
un polígono irregular, con un perímetro de aproximadamente una hectárea. Su
belleza radica en la piedra, como testimonio inquebrantable de un pasado remoto
y complejo. Es fácil imaginar que allí, más allá de su foso, tras sus altos
muros, había un espacio de intrigas, misterio y poder; un mundo que todavía no
había conocido el miedo ante la muerte negra, las trasmutaciones de Nícolas
Flamel en busca de la inmortalidad, las delicadas líneas del hombre de
vitruvio, o la agonía del círculo del reloj en las noches de insomnio.
Lamentablemente, el castillo ya está cerrado y no se puede visitar. Conmovidos y maravillados buscamos la plaza principal, con la certeza de que allí, a pocos pasos nos aguarda nuestro alojamiento: el Celuisma Ponferrada. Sin embargo, nuestras preguntas por este hotel, perteneciente a la cadena Hotusa, son vanas. Nadie lo conoce. Nadie tan siquiera parece recordar un alojamiento con nombre parecido. Julio me pregunta acerca del modo en que gestionamos la reserva y le contesto que conseguimos el hotel a través de internet. Mi hermano ruge, como el leviatán herido por el arpón del capitán Ahab, y me interpela para que jure como que es cierto que no hemos buscado el hotel siguiendo la guía. Respondo que la verdad, y solo la verdad, es que no; lo hemos gestionado a través de la empresa Booking. Así es, mis amigos, que Julio vuelve nuevamente a enfrentar a las grandes incógnitas del universo, a declamar por su suerte incierta y su segura perdición:
- ¿Por qué les doy bola? ¿Por qué les hago caso?
Inmediatamente delinea un teorema que nos acompañara a lo largo de nuestra ruta: nada bueno puede ocurrirte cuando abandonas el Camino. Los peregrinos se desconciertan en las ciudades y si a eso se le añade un abandono del camino - continúa mi hermano - seguramente surgen catástrofes, apocalipsis. Ahora nos aguardan cosas terribles como la melancolía, la calvicie o, peor que nada, las temidas hemorroides. Así hubiese continuado, desgranando su pena, si no hubiese sido porque en ese mismo momento, suena su móvil. Laura e Inés nos llaman para advertirnos que el hotel está más allá de cualquier coordenada imaginable. De hecho, ellas todavía no han llegado, pero confiesan que siguen caminando solo porque les parece innoble dejarse morir, como Pedro Navaja, en cualquier esquina.
Ya es de noche. Con Julio sabemos cuándo ha ganado la banca y es hora de emprender la retirada. Así que decidimos lo obvio: ¡taxi, taxi! En cinco minutos nos adentramos en un sector de la ciudad que parece extraído de la realidad virtual, de algún averiado juego de ordenador. Se multiplican los edificios, parques y bulevares sin presencia humana. Nada en la noche de Ponferrada, nada más que el silencio estupefacto de los peregrinos irremediablemente perdidos; nada más que la combinación roja y verde de los semáforos a tono con el reloj del taxi, que implacablemente factura un viaje más caro que los últimos asientos del arca de Noé. Luego de un viaje más extenso que una era geológica llegamos frente a una mole negra; incompleta en sus formas, hermosa en su maldad. Todo lujuria, todo pecado. Pagamos el viaje. Julio suspira y murmura para sus adentros esa conocida canción:
... He spends his evenings alone in
his hotel room
Keeping his thoughts to himself he'd
be leaving soon
Wishing he was miles and miles away
Nothing in this world nothing would
make him stay...
Pero, después de todo, venimos de Santiago del Estero y eso es decir que hay mucho de apretar los dientes, que soles y arenales han dejado en nuestros genes una capacidad infinita de ironía como terapia frente a lo dañino, lo irremediable. 'Feo el bicho', me dice mi hermano, señalando con la barbilla a un edificio vecino al Celuisma Ponferrada.
El hotel es de una cadena de hoteles de negocios, que esconde su cuerpo sin alma, en una impecable entrada, con
luces graduadas y una cortesía artificial en la recepción. Nos identificamos y
la muchacha que nos recibe indica que nuestras compañeras ya se han registrado.
Subimos al segundo piso y al entrar en la habitación, nuestras compañeras nos
reciben con un entusiasmo desbordante. Pero rápidamente se dan cuenta de que
hemos acortado el viaje en taxi. Entonces, Inés puntualiza que eso es algo más
prohibido que el incesto y que seguramente no nos darán la Compostelana.
Proclama una y otra vez que ellas han caminado casi cuatro kilómetros más, que
lo sepamos bien; que conste en actas, que lo sepa el pueblo. También deja en
claro que los muchachos de Ponferrada se habían ofrecido a compartir con ellas
el largo camino, a cargar con sus mochilas, llevarlas a caballito y otras cosas
más que, en virtud de su explícito contenido sexual, no corresponde reproducir
aquí. Inés remata la faena dejando claro que, por supuesto, ellas han hecho
caso omiso al canto de las sirenas y, un paso tras otro, han completado la
etapa como prescribe el ritual.Con Julio hacemos lo único que corresponde en
esas situaciones:la felicitamos y le preguntamos si quiere una medalla. Esa
respuesta desapasionada de sus compañeros vence la adrenalina de Inés, que ya
solo quiere una ducha y descansar sin fin.
Dicen una máxima benedictina:
'Vita Communis Maxima Paenitentia'. Acaso eso también sea aplicable a
nuestra comunidad que por primera y única vez comparte una habitación para
cuatro personas. Los arreglos de intendencia no son poca cosa en esas
ocasiones. Julio exige que mis botas sean depositadas junto a la puerta, del
lado de afuera.Recuerda que luego de 28 kilómetros de caminata, el calzado del
peregrino acumula más material tóxico que el que liberó Union Carbide,
en el luctuoso accidente de Bophal, el 3 de diciembre de 1984. Luego se decide
el orden de la ducha y Manrique arranca con el primer turno. Yo me anoto en
último término, pero no es porque prefiera seguir la tradición de mis antepasados
Navarros - reconocidos en el Codexpor su poco apego al jabón - sino
porque me he empeñado en lograr que el aire acondicionado funcione. Nada.
Finalmente, luego de comunicarme con la recepción, me informan que debo
previamente cerrar la ventana ya que hay un sensor que impide el funcionamiento
del aire en esas condiciones. La habitación condensa ya los vapores de la ducha
y tenemos más calor que Batman en la playa. Por ello, el dilema no es de fácil
solución: ventilar, pero sin enfriar el cuarto, o viceversa. Mientras estoy
meditando sobre esta disyuntiva, Inés exclama: 'Me vendría bien un masaje en
los pomelos'. Dado que nuestra compañera peregrina tiene unos hermosos pechos,
yo me anoto inmediatamente y le digo:
- Cosita de dios, yo fui boy
scout en mi infancia de Santiago y, por ello, mi lema es 'siempre listo'.
¡Cuando usted quiera comenzamos!
Para ilustrar mi buena
disposición, hago con mis manos dos garras a la altura de los pechos y le digo
'Ñongui ñongui'. Pero, ¡ay, mis amigos!, ¡qué cosas tiene el destino!, ¡cómo en
un segundo se eclipsan las más maravillosas esperanzas! Inés no reacciona con
pasión ni furia ante mis palabras y gestos sino más bien con desdén e
indiferencia. Con voz neutra, al estilo de una operadora de call center
que nos anuncia que nuestro reclamo no podrá ser procesado porque el sistema no
está disponible, señala:
- Dije que me vendría bien un
masaje en los gemelos, los GEMELOS, LOS GE-ME-LOS. ¿Entiendes ahora?.
Lo dice así, enfatizando en la
separación de silabas. Pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, así
que respondo rápidamente que si se trata de gemelos la cuestión se complica
porque Julio y yo somos solo hermanos naturales y no productos de embriones
univitelinos, y que donde vamos a encontrar ahora unos gemelos en este rincón
del mundo, olvidado incluso de la mano del Apóstol.
Julio se hace cargo de la
situación y le dice a Inés que el golpe de calor finalmente ha afectado mi
razonamiento, que no se preocupe, que ya se me pasará. Este giro de los acontecimientos
me deja perplejo, y me lleva a reflexionar sobre la fugacidad de la felicidad y
la quimera del destino. Para compartir mis pensamientos, les recuerdo a mis
compañeros aquellos inmortales versos de pie quebrado:
... Pues si vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.
No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar
lo que espera,
más que duró lo que vio
porque todo ha de pasar
por tal manera.
No me dan bola. No sé por qué. Julio, que insiste en que tiene amplios conocimientos quirúrgicos, interviene con un alfiler de gancho sobre una ampolla de la que se queja Inés. Mala cosa porque una vez que el esfuerzo del Camino se asienta sobre nuestra querida compañera el humor se le descompensa. Poco a poco va cayendo en un duermevela intranquilo, afiebrado, malvado como los componentes masculinos de los desastres. Nosotros nos dedicamos a holgazanear. Comprobamos con decepción que la conexión a internet es, por decirlo de alguna manera, caprichosa y ello impide una búsqueda en Facebook de las peregrinas de Nottingham. Julio se lamenta y antes de que arremeta con su letanía de los grandes interrogantes, propongo arrancar hacia el centro, a recorrer un poco la ciudad y cenar en algún lugar decente. Inés no logra enderezar su ánimo; no sabe si se suma. Tal vez sí, pero probablemente no. Al dolor de su pie, al que no puede calzar por la ampolla, le suma una sensación de destemplamiento, como de frío inexplicable. Sugerimos ibuprofeno, como remedio al dolor y el afiebramiento. Finalmente, cuando creemos que ya hemos perdido a nuestra compañera por esta noche, Inés, haciendo - como diría mi abuela - 'de tripas corazón', se suma a la comitiva. Un taxi atraviesa el portal vacío de espacio y tiempo de la periferia de Ponferrada y nos deja en el centro. Vagabundeamos por las callejas de esa hermosa ciudad y anclamos en una recova cerca de la plaza mayor, en una pizzería que ofrece mucho más de lo que parece. Dos botellas de Verdejo y unas cuantas cervezas hacen fácil las confidencias. Con Julio narramos episodios extraños de nuestra infancia, de épocas de privaciones y también de libertades inauditas. Así, con la melancolía del pasado, con la convicción de que mañana nos espera otra vez el Camino, con la fraternidad de estar juntos en un lugar al que tal vez nunca jamás regresaremos, alzamos nuestra copa y brindamos. Como siempre, mis amigos, con ustedes en el corazón. A la salud de todos. Buen camino.
26 de Julio
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