sábado, 23 de febrero de 2013

28. Villafranca del Bierzo - O Cebreiro

28. Villafranca del Bierzo - O Cebreiro

(28,5 kilómetros)





Como granos de arena en la rutina de un reloj se acumulan los kilómetros y las jornadas de marcha. Uno tras otro, paso a paso, los peregrinos vamos convirtiendo los horizontes distantes en parte de nuestra biografía, en las cosas que luego alimentarán las nostalgias, los sueños, las memorias del camino. Allá están, prisioneras en su burbuja de recuerdos y pasado, las imágenes inolvidables de nuestra marcha hacia Compostela. Escojo, entonces, alguna de estas instantáneas, con la esperanza de compartir con ustedes, mis amigos, aunque sea una pequeña parte del misterio y la grandeza del Camino:

- Los bosques espesos de Navarra, en los que la niebla cegaba el camino y la humedad se adhería al cuerpo como el beso alcohólico de una prostituta,

- Las bandadas de garzas volando hacia el sur, ingrávidas en el marfil del cielo de Viana, ausentes de la grandeza de Cesar Borgia y de la lápida que da testimonio de su muerte a traición,

- Las aguas tumultuosas del Agra, agitando su caudal crecido, en las puertas de Pamplona, junto a los muros desnudos de la fortaleza de San Cristóbal, donde todavía resuenan los gritos de alerta del infame Alcázar de Velasco,

- La silueta taciturna, rencorosa, de los castillos abandonados de San Esteban, Castrojeriz y Belorado, custodiando el polvo fino del olvido y la nada,

- Los toneles repletos de endrinas, tiñendo de púrpura las calles de Logroño, rezumando un olor dulce y penetrante, que evocaba al caer la tarde la sustancia primaria del origen de la vida,

- Los soles melancólicos de otoño, más allá del primer punto de libra, en la meseta interminable de Castilla, rigiendo la geometría cóncava del viento, el espacio y el silencio,

Pero, de todas esas imágenes hay una que acude con frecuencia a dañarme de nostalgia: las vértebras apretadas y circulares de ciudades pequeñas como Santo Domingo de la Calzada o Puente La Reina, que hunden sus raíces en la edad media, en un pasado remoto. Ellas aun retienen el eco del golpe del bordón de quienes, muchos años atrás, ya han caminado hasta Compostela, las voces susurrantes de otros que ya han pasado por allí antes de que se descubriese que el fin de la tierra no era también el fin del mundo. En las calles intrincadas de estas ciudades, en sus mercados bulliciosos, en la noche agazapada que velan sus portales, he cerrado los ojos y he recorrido en sentido inverso el paso del tiempo. He viajado clandestinamente desde el presente al pasado, lentamente, girando la rueda de las cosas simples y olvidadas. He regresado a un mundo ya perdido de aromas y sabores, de distancias incomprensibles, de ausencias irreparables. Allí, mis amigos, volviendo a ese mundo en el que arrasaba la peste, en el que el lobo rondaba hambriento los caminos comunes, en el que las monedas de bronce mostraban el rostro de desconocidos gobernantes, en el que el idioma era una forma primaria de nuestra lengua, he sido extrañamente feliz.
En esas ciudades, al amparo del silencio y la imaginación, he vivido mil vidas y su laberinto de circunstancias. He sido alquimista y profeta, fraile entregado a un perpetuo voto de silencio, fugitivo de delitos inconfesables, panadero, verdugo, restaurador de reliquias, copista en los salones quietos de una abadía en los que la luz se filtraba tenuemente, he apuntado en un registro prolijo de boticario el exacto porcentaje de belladona que provoca los rituales de locura y muerte, he sido orfebre de filigranas leves en las que engarzaba delicadamente el ópalo y el zafiro, mendigo a las puertas de una taberna que despachaba vinos jóvenes, vendedor de pescado en mercados ambulantes y, cerrando el círculo de estas vidas remotas, de esas nostalgias ajenas, con la mano firme en el bordón, bajo la llovizna fina del verano, he llegado una y otra vez como peregrino a Santiago de Compostela.
Todas esas imágenes acuden a perturbar mi sueño en la madrugada de Villafranca y me dejan una sensación de espeso desorden, de confusión y melancolía. Con desánimo, veo por los resquicios de la persiana que la tormenta de las vísperas sigue presente. Nubes bajas y compactas tiñen la mañana de un gris opaco, rasgado solo por los ocasionales colores de los chubasqueros de algunos peregrinos madrugadores. La habitación diminuta del hostal está colonizada por objetos desperdigados: botas, bordón, sombrero, anteojos, filtro, teléfono, botiquín, documentos de viaje, credenciales, cantimplora y una buena cantidad de otras cosas que llevan inevitablemente a poner en duda la austeridad de nuestra peregrinación. Seguramente un oso famélico revolviendo un cubo de basura hubiese provocado menos estropicio que el que puedo apreciar apenas inicio la jornada. Recuerdo, entonces, que antes de las primeras luces del alba, busqué un analgésico que me ayudase con un leve dolor de garganta y allí están a la vista las consecuencias de revisar precipitadamente las entrañas de nuestro equipaje.

- ¡Qué quilombo!, murmuro, ratificando con esa frase culta mi depurada educación clásica. 
Voy a la ducha, a despabilar el ánimo y, de manera caprichosa, con ese azar opaco que rige a los recuerdos, mi mente se entretiene con el recuento de viejos reclamos publicitarios de mi infancia.Desfilan, entonces, ‘Al pan, pan y al vino Toro’, ‘Al trotecito, tecito llego, el burrito Cachamay’, ‘Entre pecho y espalda, pastillas Valda’, 'Se arregla con Poxipol' y otras agudezas inolvidables,que repetían la emisoras de radio en las siestas de fútbol. Antes de que esas memorias me provoquen un infarto cerebral, dejo que un chorro de agua fría despeje mi humor agrio y salgo a encarar el nuevo día.
Despierto a Laura, que se resiste de mal modo a abrir los ojos. Insisto, pero ella se refugia en sus cobijas, esconde su cabeza bajo la almohada y, con voz pastosa promete represalias, mutilaciones, venganzas horribles, y un sinfín de desgracias. Ustedes no me creerán, mis amigos, pero, a esas primeras horas de la mañana, yo he sido testigo de la rara metamorfosis que transforma a una persona dulce en un gremlin peligroso. Toco suavemente, pero de manera insistente, su hombro y, como Sheldon Copper cuando visita a Penny, repito tres veces, ‘Laura, Laura, Laura’. Coincidirán conmigo en que esa bondadosa forma de despertar a una compañera de camino no merece como respuesta una detallada mención a los oficios bíblicos que pueden haber desempeñado algunas de las mujeres de mi familia. Más aún, la capacidad de Laura para gruñir y maldecir en varias lenguas me inclina a pensar que su cuerpo y voluntad han sido colonizados por un obstinado incubo. No sé si ya he contado alguna vez que de niño he sido monaguillo del sacerdote Pier fils Pier - que evidenciaba su procedencia haitiana con un castellano incomprensible y un color retinto de la piel, más negra que la del célebre Héctor 'Chocolate' Baley. Este cura, precisamente, era un experto en demonología y, de esa época al igual que de la repetida visión de la saga de 'El Exorcista',  he obtenido mis conocimientos para reconocer cuando estamos frente a un claro caso de posesión diabólica. Por ello puedo asegurar que allí, en ese cuarto de Villafranca, aunque todavía el ambiente de la habitación no se hubiese espesado de azufre ni la víctima presentase la completa rotación de cuello, o el rechazo agónico al agua bendita, no tuve dudas de que debía enfrentarme con el maligno.
¡Qué encrucijada difícil! ¡Qué desafíos inesperados nos aguardan en el momento menos pensado! Bien se dice que donde hay pirañas hasta el yacaré nada de espaldas, y que ante el mandinga mejor es andar con tiento, pero, mis amigos, los que hemos visto en la noche de Huaico Hondo el rombo alucinado y rojizo de los ojos de la mujer-mula, tenemos la sangre espesa para enfrentar el peligro. Por ello, cumpliendo con mi destino, sellando mi suerte, con la estampita del apóstol siempre a mano por las dudas, doy volumen a mi móvil, dejo que la música de Manu Chao inunde la habitación, canto a media voz ‘qué hora son, mi corazón’, mientras prendo las luces y abro las persianas. Finalmente, Laura, asumiendo su derrota con la misma deportividad con la que Rattín aceptó su expulsión frente a Inglaterra el 23 de Julio de 1966, se resigna a emprender una nueva jornada.
El desayuno del hostal es correcto y Julio nos entretiene con algunos detalles de la vida de Helen y Claire. Nos cuenta que el amor ha quedado de lado; que Helen le ha asegurado que él sería su hombre preferido sino fuese porque está muy enamorada de un bombero de Nottingham. Aunque mi hermano insistía en que eso carece de importancia, lo cierto es que ha sido rechazado una y otra vez, definitivamente, como las tropas de Demetrio ante las murallas de Rodas. No hay remedio, pero tampoco demasiada pena. Le señalo entonces que no todo está perdido, que yo vengo a ofrecer mi corazón. Le recuerdo un conocido estratagema ya practicado de jóvenes, en las noches de la discoteca 'Safari', allá en el Sur, en el otro Santiago. Lo primero y fundamental es no errar en el diagnóstico. Por ello, solo cuando se ha confirmado que estamos frente a un caso claro de 'me gustas, pero tengo novio', lo mejor es simplemente encararse a la amiga (en este caso a Claire, que está más buena que sándwich de mortadela). Por supuesto, no hay garantías acerca del resultado, pero como bien reconocía una amiga de la juventud:
- Han sido muchas las veces que me he enamorado en cinco minutos... ¡los cinco minutos que no me dieron bola! 
Añado que esta estrategia no solo ha funcionado regularmente en el campo de batalla, sino que también es avalada por el reconocido pedagogo contracultural Miguel Ferroni , quien en su revolucionario texto 'Lo que cansa es la bajada' firma el famoso slogan: 'Lo fácil me molesta, lo imposible me cuesta un poco'.
Sin embargo, mi capacidad persuasiva no logra penetrar el cerco de incomprensión de nuestra pequeña comunidad. Mis compañeros - en especial Inés y Laura - me miran como si fuese un depravado y dejan pasar mi sugerencia sin mayores comentarios. Finalmente, Julio sonríe desmayadamente, recordando que lo suyo es solo sembrar el amor, ante lo que solo me queda susurrar por lo bajo un lacónico 'vos tenés menos sangre que rodilla de canario'. 
Rápidamente la comunidad deja sus equipajes listos para el acarreo. La llovizna es intermitente y hacia el oeste, más allá del viejo puente de piedra, se inicia un maravilloso arco iris que  tomamos como un augurio de la inminente finalización del temporal. Debatimos brevemente acerca de qué ruta seguir en nuestra etapa. La discusión es breve porque Julio declara que de ninguna manera seguirá la senda oficial, que bordea la carretera y desanima a cualquier persona de buen corazón. Él ya tiene decidido emprender una variante escarpada, exigente, pero de reconocida belleza, denominada 'Camino de Pradela'. Así que, concluye mi hermano dando muestra de su buena formación taurina, ‘que dios reparta suerte’, que hagamos lo que mejor nos parezca, que el último apague la luz y que cada carancho a su rancho. Para no ser menos en las citas célebres, lo acompaño con el clásico Oaxaqueño, ‘Ahí fue donde la puerca torció el rabo’, pero nadie manifiesta interés por el contenido semántico de mi contribución y rápidamente se pasa a la votación. En fin, me apunto a la ruta de mi hermano y Laura, sin pensárselo dos veces, también se suma a la comitiva. Inés duda un instante ya que ella prefiere la opción más breve - las llagas de sus pies aconsejan esa opción -, pero finalmente decide caminar con nosotros.
La variante que encaramos inicia a pocos metros de nuestro hostal. Mal señalizada, muchos se pierden y terminan en la senda tradicional. Eso le ocurre a un grupo de siete o diez peregrinos que buscan sin éxito la punta del ovillo. Julio ha estudiado la ruta la tarde anterior y encuentra rápidamente la callejuela a Pradela, encabezando así la marcha; guiando a la comunidad como pastor a su grey. La dureza de la senda se manifiesta de inmediato en un cartel pequeño, que advierte que la ruta es muy exigente y que requiere una buena condición física. No le sobra nada a la advertencia. Subimos, subimos, subimos. Con el corazón atrapado en la garganta, con el sudor en los ojos, con el bordón firme y el cuerpo inclinado hacia adelante. 





El grupo de peregrinos poco a poco se va espaciando, poniendo de manifiesto las aptitudes de cada peregrino. Allá, arriba, vemos a Inés, a Julio y otros compañeros que van desapareciendo en el contorno impreciso de unas nubes bajas. Laura camina sin dificultad, dando testimonio de un impecable estado, mientras que este cronista resopla y lo pasa mal.
Subimos.
Subimos.
Subimos.

En estas ocasiones el silencio se afianza y todo el aliento se guarda para el esfuerzo que impone el camino. Vamos por un vía rural, que se transforma poco a poco en senda estrecha y despareja. Después de un par de kilómetros llegamos a una encrucijada, conocida genéricamente como Altares. Allí, el repecho se convierte en suave meseta y, junto a la tregua inesperada que ofrece el camino, se abre un horizonte de valles escondidos y montañas desafiantes. El paisaje, mis amigos, es sencillamente hermoso.
Nos adentramos en una nube y allí se hace necesario buscar los chubasqueros ya que llueve desde todos lados. Es una sensación extraña, pero la humedad y el viento generan la ilusión de que la llovizna no cae directamente sobre nosotros sino que surge desde la propia tierra, golpea horizontalmente como si estuviésemos en la cubierta de un barco, recogiendo velas, perdidos en alta mar. 





Por alguna extraña razón, Laura no solo carece de chubasquero sino que tampoco tiene un abrigo impermeable. Yo, en cambio, voy preparado para diversas contingencias. Por ejemplo, tengo a mano una amplia bolsa de residuos de consorcio, extra large, enorme, que mi hija Clara empaquetó en mi mochila para enfrentar al mal tiempo. No posee glamour alguno, pero es indudablemente eficiente para evitar mojarse. Con mi mejor disposición le digo a mi compañera:
- Cosita de dios, su ruta es mi ruta y mi chubasquero es mi chubasquero. Pero, si le apetece tengo para usted esta bolsa de consorcio, premium, descomunal. Ahora no se ve muy elegante, pero le prometo que en el próximo pueblo aplicamos el know how desarrollado en la feria de los bolivianos de la ruta 20 y, con un marcador blanco pintamos el tilde de una conocida marca para que sea indistinguible de una prenda autentica.
Manrique, caminaba distraída, desatenta a estas circunstancias de intendencia, y voltea a mirar el atuendo que gentilmente le ofrezco, pero se ve que algo no encaja en su ideal de elegancia ya que suelta un grito penetrante, se persigna como si hubiese visto al lobizón, grita ‘las mujeres y los niños primero’ y pone pies en polvorosa. ‘No se asuste, mi prienda’ le digo a la distancia, mientras me acerco poco a poco. ‘Vade retro’, ‘Atrás, atrás’, ‘A mí la guardia civil’, refunfuña y con su bordón atiza el aire, dejando claro que si intento acercarme con la bolsa, me atravesará como a un chipirón en un pincho de mercado. Además, por si las defensas fuesen desarboladas, ya mete mano en su bolsillo derecho, dejando que el aire frío de la montaña del Bierzo despabile a su acero de Albacete. Finalmente, luego de promesas y garantías, logro convencerla de que tengo otras opciones para su beneficio y le ofrezco, entonces, mi preciado impermeable azul ‘Quechua’, guardando para mí el poncho de consorcio. Ya sé, mis amigos, que ahora ustedes repetirán las famosas palabras del adelantado Don Rodrigo Díaz de Carreras, ‘¡Oro por baratijas, qué abuso, qué trueque tan desigual!’, pero allí, padeciendo los rigores del Camino, alegremente cambie mis tesoros para ayudar a Laura en su desamparo.





La paz vuelve a la comunidad; las nubes de disuelven en la altura y dejan al descubierto un bosque de árboles majestuosos. Allí están, ya en los linderos de Peña Roldán, unos castaños viejos, como centinelas insomnes, con sus troncos desfigurados y sus ramas retorcidas, llamando a los peregrinos como una madre saluda desde la vera del camino al hijo que regresa. Recuerdo, entonces, que en su libro Elevación, Juan Crisóstomo Ruiz de Nervo y Ordaz (1870-1919), escribe:

El castaño no sabe que se llama castaño;
mas al aproximarse la madurez del año,
nos da su noble fruto de perfume otoñal...

Laura, acusando en su sensibilidad la emoción de la poesía añade, con mirada de concentrado ensueño, unas líneas famosas:

... ¿Cuál mayor culpa ha tenido
en una pasión errada:
la que cae de rogada,
o el que ruega de caído?

¿O cuál es más de culpar,
aunque cualquiera mal haga:
la que peca por la paga,
o el que paga por pecar?

Protesto inmediatamente ya que ese poema no tiene nada que ver con el contexto; que no se trata ya de castaños sino tan siquiera menciona a los árboles o al bosque. Mi compañera descarta esos argumentos con un leve ademán, y exige respuestas a sus preguntas fundamentales. Yo, que he sido formado en el estudio de Séneca y Virgilio, que he fatigado mis pupilas con las traducciones de Homero y Sófocles, respondo con otro clásico:

... Que culpa tengo yo
del crimen y el castigo,
de creer que por amor
dejamos de ser amigos

Si te fijaste en mi
no fue por ser un santo.
Lo que te gusto de mi,
hoy te provoca llanto

¡Qué cumbre literaria, mis amigos! Hubiese continuado así el día entero, pero Laura remata mi sentencia con una frase lapidaria, que establece una correlación irreversible entre mi cita de Arjona y el mal gusto de mi poncho impermeable. 'Haya paz', digo y seguimos juntos, felices, en ese bosque inmenso, imaginando en la madera de los castaños el incierto apoyo del báculo, la circunferencia del timón o el testimonio de la cruz.




Hemos quedado separados del resto de la comunidad, aunque ocasionalmente alcanzamos a divisar a Julio o algún que otro peregrino, que siguen a buen ritmo. Ya llevamos un buen rato de Camino y dejamos de lado el reclamo del bar, A Focara, a 500 metros de la senda. Precisamente, en este punto, la variante se aparta de la carretera a Pradela y desciende hasta Trabadelo, un lugar que antiguamente fue refugio de forajidos y malhechores, que asaltaban a los que caminaban rumbo a Santiago por la vía tradicional y aprovechaban la escarpada geografía del lugar para refugiarse en estos parajes remotos.
Casi a la entrada del pueblo sentimos a nuestras espaldas a Inés. Con Laura pensábamos que caminaba delante nuestro y por eso nos sorprende comprobar que la habíamos adelantado sin tan siquiera advertir ese hecho. Nos cuenta, entonces, que se extravío un par de veces en las encrucijadas y que con ayuda de un peregrino holandés pudo recuperar el camino correcto. 



En general, aunque la senda está estupendamente marcada, los peregrinos casi nunca necesitan mirar las flechas amarillas ya que es más fácil guiarse por otros compañeros que van adelante, indicando el sendero. Sin embargo, en casos de mala visibilidad, las cosas se complican y si a esto se suma el hecho de que las sendas alternativas no tienen el mismo alto estándar de señalización que el camino tradicional, es bastante comprensible que Inés haya extraviado su senda.
- El apóstol no abandona a sus peregrinos, comento y remato la idea con el refrán ‘a dios rogando y con el mazo dando’.
Mis compañeras se entusiasman con las frases hechas y aportan una variada gama de ocurrencias para la ocasión. Desde el clásico ‘Estoy rodeado de animales, dijo Noe’, o el inspiradísimo ‘Me encanta firmar autógrafos en pelotas’ atribuido unánimemente a Maradona.
Bajamos al pueblo con cierta melancolía, con la certeza de que luego habrá que remontar una vez más esta pendiente. Bajamos sin más preocupación que sentir en la cara el viento de la mañana, cargado de humedad, lleno de presagios. Canturreo, entonces, '... how does it feel to be without a home, like a complete unknown, like a rolling stone?' Así, rodando hacia abajo, entre los castaños y el ganado que mira impasible la rutina de los peregrinos, finalmente, llegamos a Trabadelo



El pueblo posee actualmente 420 habitantes y su cercanía con Galicia es tan evidente que en este sitio, el Galego es mayoritariamente la lengua común. Reponemos fuerzas en un café junto al albergue, mientras la lluvia vuelve a arremeter con furia. La esperanza de que el tiempo mejorase, de que el arco iris de Villafranca fuese una anuncio venturoso, ha quedado en el olvido. Más bien, la perspectiva es sombría. Ha descendido bastante la temperatura y todo sugiere que las espectaculares vistas, que son una suerte de recompensa espiritual en la dura subida que nos aguarda, permanecerán ocultas por la lluvia. Damos cuenta de un buen par de bocadillos, mientras nos apretujamos en una galería con Tito Jr. y  el peregrino holandés que ha auxiliado a Inés cuando extravió la senda. Cuando amaina el temporal, sellamos nuestras credenciales y nos convocamos a reunirnos en Herrerias (diez kilómetros más adelante) para planificar debidamente la última etapa, la más difícil, la mítica subida a O Cebreiro.
Vamos a buen ritmo, ya que todavía falta bastante para finalizar la jornada. Atrás, bastante más lejos, cierran la marcha Julio y Tito Jr. La permanente amenaza de la llovizna, como adolescente inquieta y caprichosa, pone a prueba nuestra paciencia con ocasionales chubascos que exigen detenerse, buscar el abrigo, empaquetar las mochilas y reemprender la marcha justo en el momento en que ya ha cesado la tormenta. Dejamos atrás Ambasmestas, un caserío que conjuga un ambiente bucólico, olvidado, con colonias de vacaciones y residencias de veraneo. El nombre del lugar - que significa ‘mezcla de aguas’ por la unión del Valcarce y el Balboa –  da testimonio de los numerosas corrientes que recorren la comarca y lo convierten en un lugar frecuentado por veraneantes y ecologistas.


El camino serpentea, junto a diversos arroyos, y el rumor del agua, corriendo montaña abajo, hacia el valle, deja una sensación de fugaz eternidad, de cosas que van perpetuamente sucediendo sin que nada pueda impedirlo, como la rotación de la tierra, la sombra alargada de las mareas en el Norte, o el solitario e interminable viaje del Capitán Beto. En este estado de ánimo, con esa sensación de que la vida fluye sin pausas, me encuentro con un letrero, casi oculto por el follaje de un árbol centenario, que dice ‘Tramo libre de muerte’. Me sorprende ese anuncio de inmortalidad, este inesperado encuentro con el secreto mayor del universo. Recuerdo, entonces, que esta es una tierra pródiga en misterios y que en el Camino, disfrazados de peregrinos, enmascarados en el ritmo asimétrico del bordón, hubo muchos que buscaron la fórmula de la sustancia incorruptible de la vida. Pienso que seguramente fue aquí, en este sitio de mágica quietud, de fina sintonía con los elementos primarios, con el azufre, la sal y el mercurio, donde Nicolas Flamel puso en práctica los secretos del grimorio que recibiese en una librería de París en 1355. En este tramo, imagino, urdió el secreto de su alquimia inverosímil, de las cosas que no padecen el paso del tiempo, de la inmortalidad. Por ello, llamo a mis compañeras que han pasado sin prestar atención y les muestro el cartel, les propongo que acampemos ahí, en ese  mismo lugar, y que busquemos el conjuro para evitar la muerte. Inés y Laura me miran con intriga, comprueban mis constantes vitales, examinan mis pupilas y mis oídos, se aseguran de que el golpe de calor no ha secado mis sesos y que el café del bar no contenía sustancias alucinógenas. Finalmente, con displicencia, con un dejo de velada ironía, Inés señala:
- Espabile, Navarro, que usted parece ser de los que no ponen en duda ni siquiera la existencia del Yeti. No crea todo lo que los carteles dicen ya que ellos no dicen todo lo que usted cree. Espabile, mi amigo que el cartel se refiere a la pesca; en este tramo del río hay que devolver las capturas.
‘Ah’, digo, con la inquietud propia de quien posee datos concluyentes para iniciar un debate sobre las conexiones entre el abominable hombre de las nieves, los australopithecus sediba y las células eucariotas. Pero, rápidamente me rehago. Protesto la interpretación canónica; recuerdo que el mundo se divide en Hombres Sensibles y en Refutadores de Leyendas y que seguramente la falta de fe de mis compañeras tendrá consecuencias horribles, que les saldrá un orzuelo y cosas parecidas como castigo por su falta de audacia para develar la última frontera moral que acecha en la inmortalidad. Cerrando mi alegato, exclamo:
- A bove ante, ab asino retro, a muliere undique caveto, que en nuestra legua común viene a ser algo así como ‘Cuidado con el buey por el frente, con el burro por detrás, y de la mujer por todos los lados’. Mis compañeras, que no han leído a los clásicos, pero conservan un buen latín por sus estudios de derecho romano, replican inmediatamente: ‘Non calentarum largum vivirum’.  
El debate no perturba la armonía de la comunidad. Seguimos con buen ritmo, tanto es así que Julio y Tito Jr. han desaparecido de nuestro horizonte. Otros caseríos se estiran junto a la senda, salpicando el paisaje de rutinas rurales, de graneros y corrales, de olor a tierra y abono. Les cuento a mis compañeras una leyenda menor del Camino, genéricamente llamada ‘Los conejos de San Froilán’, ambientada en esos parajes. En ese relato se señala que un hombre santo vivía retirado en la montaña, dedicado a la penitencia por los muchos pecados cometidos en su juventud, reflexionando sobre los libros sagrados y consumiendo sus días en la oración y la vida contemplativa. Lo único que perturbaba su retiro era la constatación de que sus códices eran diariamente ultrajados, roídos, desgastados, sin una explicación adecuada. Una noche, desde un escondrijo, San Froilán veló sus libros y así descubrió a unos conejos, que se deslizaban desde una guarida imperceptible y se daban un banquete con los textos bíblicos. El santo varón montó en cólera y los maldijo. Desde entonces, aunque esos animales son fáciles de encontrar en otros rincones de la península, desaparecieron de esta comarca.
La leyenda es rudimentaria, pero las moralejas ocultas son ciertamente interesantes. El conejo es un animal que no ha pasado desapercibido en distintas culturas. Es asociado con la fertilidad y la longevidad, pero también es temido como plaga incontrolable, como un ejemplo del descontrol en cosas vitales, como un presagio de la destrucción y el desequilibrio. Por ello, Juan Atienza, al comentar esta leyenda en su libro Leyendas del Camino de Santiago (p. 215)afirma:

… el hecho mismo de encontrarlo aquí devorando los códices de un santo hasta provocar su ira y su condenación entra a formar parte de su misma ambigüedad, pues tanto podría señalar al conejo como destructor de las fuentes de sabiduría que como devorador de esa misma sabiduría en beneficio de su propio carácter sagrado.

Como corolario surge una ulterior hipótesis: el conocimiento no se puede detener, se multiplica y crece descontrolado y en esa dinámica inexorable se advierte el peligro de su propia destrucción, la paradoja de lo inadmisible, la tensión entre el conocimiento y sus límites, es decir la línea sagrada de lo que no se puede conocer.
Mis amigos, a pesar de que Aymeric Picaud sostiene que 'Navarro equivale a no verdadero', ustedes ya saben que estas crónicas recogen solo y únicamente la verdad. Por ello, debo señalar, con honda congoja, que mis compañeras de camino no manifiestan mayor entusiasmo por el relato. Ni siquiera reaccionan cuando menciono que mi símbolo en el horóscopo chino es precisamente el conejo y que se lleva bien con la cabra, el perro y la serpiente. Pero que tiene muchas dificultades con el dragón. Inés comenta que ella también tiene querellas pendientes con el dragón y la leyenda, pero que ella es tigre y ello asegura una buena relación con los conejos. Laura se desentiende de la astrología y vuelve a la leyenda de San Froilán, al que vagamente asocia con un reconocido lutier de bombos de Santiago del Estero. Le recuerdo, entonces, que el ‘Patio de Froilán’ está cerca de La Banda, en el camino que lleva a Santiago. Allí – apostillo -sirven unas empanadas de vizcacha, que están criminales de buenas y, así en ese giro inesperado, en la imagen especular del relato, constatamos que lejos, en el camino hacia el otro Santiago, lo que es santo se vuelve profano, lo que es objeto se transforma en sujeto y aquellos animalitos que cerca de Ruitelán devoraban los códices de San Froilán, se transforman en ese otro Santiago en la comida favorita del patio de Froilán.
Luego de casi 20 kilómetros, a la entrada de Ruitelán, encontramos un hotel con una amplia terraza, un salón comedor y una vista hermosa hacia las montañas que debemos superar. A pesar de la dura cuesta que encaramos al principio de la marcha, el descenso a Trabadelo nos ha situado prácticamente al mismo nivel sobre el mar que teníamos en Villafranca (530 metros). Dado que en los últimos 8 kilómetros se asciende hasta los 1350 metros, nadie duda que ese último tramo sea harto exigente. Nos sentamos en la terraza, a descansar y comer una empanada gallega, bocadillos y ensaladas. Enviamos un mensaje de texto a Julio ya que estamos ubicados en un lugar desde el que no tenemos contacto visual con el camino y el acuerdo era reunirse un poco más adelante, en Herrerías. Poco tiempo después el recado cumple su cometido y Julio, junto con Tito Jr., se reúnen con nosotros. Llegan contentos, en buena forma, bajo una llovizna pertinaz. Pedimos unas raciones y conversamos un rato con un peregrino alemán, que viaja con su hijo y está sentado a un par de mesas de distancia. Es un poco mayor que nosotros, y lo reconocemos porque también se han alojado la noche anterior en el Hostal Casa Méndez, en Villafranca. En un correcto inglés, nos cuenta que ellos caminan muy de prisa; que tienen un gran ritmo de marcha, que acarrean su propio equipaje y que están bien preparados. Toda esta retórica es acompañada con una sonrisa de autocomplacencia, canchera, suficiente, similar a la de Dante Caputo, cuando el 14 de Noviembre de 1984, en el debate con Vicente Leónidas Saadi, el senador peronista acusaba al canciller de extraviarse en las nubes de Úbeda.
Cuando un peregrino se comporta como el compañero alemán, lo coloco inmediatamente en mi lista negra. En general me desagrada la exhibición de vanidad, pero en el Camino esos comentarios me molestan particularmente  ya que reflejan una naturaleza personal competitiva y hostil. Ellos son los que se esfuerzan y se empeñan en que se note, hacen cuentas de quién llega primero, quién carga más kilos o quién recorre más kilómetros. Para desentendernos de ellos tenemos la famosa frase: 'a nosotros no nos pasa nadie', que normalmente desconcierta a todos ya que nuestra marcha es tan parsimoniosa que nadie pensaría que somos la infantería de Godwindson acudiendo presurosos a sellar la suerte sajona, el 25 de Septiembre del 1066, en la batalla de Stamford Bridge. No importa. Nos desentendemos del alemán, que comprueba desolado cómo pierde la atención del auditorio y pretende impresionarnos con algún que otro comentario, cada vez más esporádicos, cada vez más intrascendentes.
Luego de un par de jarras de cerveza, es momento de reunir fuerzas y encarar el último tramo. Pagamos las consumiciones y empezamos a ultimar los detalles de la marcha. En ese instante se descarga un aguacero importante; de esos que hacen globitos en el piso cuando se estrellan las gotas de lluvia. Nos quedamos indecisos; sin saber qué hacer. Nos refugiamos en el bar ya que las sombrillas amplias de la terraza no ofrecen reparo suficiente y vemos durante un largo rato por el ventanal a una buena imitación del diluvio universal. Finalmente, el cónclave se avoca a una decisión. Inició la ronda de opiniones con una arenga motivacional. Entono las primeras estrofas del himno; argumento a favor de movilizarse inmediatamente como batallón en campaña y combino ingeniosamente mis opiniones con apropiados refranes populares como 'No arrugue que no hay quien planche' o  'El que tenga cochino que lo amarre y el que no, que no'. Las reacciones de mis compañeros muestran un alto grado de homogeneidad: Tito Jr. mira a todos lados, pide la traducción simultánea, o al menos que vuelva el alemán; Laura e Inés ponen cara de éramos pocos y parió la abuela. Finalmente, Julio interrumpe aterrorizado mi arenga y dice que no escuchaba nada tan absurdo desde la tarde en que una novia de juventud, leía en voz alta el famoso texto 'El psicoanálisis de niños' (Londres, 1932) en el que Melanie Klein grafica la etapa esquizo - paranoide con la famosa distinción entre la teta buena y la teta mala. Debo confesar que este giro del debate me atrae particularmente, ya que al igual que Víctor Heredia soy fanático de senos, cosenos y tangentes, aunque no creo que mi formación académica - obtenida a partir de una cuidadosa lectura de las obras completas de Sexhumor - me permita algún aporte de relevancia. De todos modos, zanjo el asunto con el clásico y nunca tan pertinente refrán: '¡Lo que la mano no cubre, no es teta sino ubre!'.
Ajustamos nuestros abrigos e impermeables, programamos nuestras listas de música para distraer el esfuerzo, reconfirmamos nuestro próximo alojamiento, nos deseamos suerte, mandamos un mensaje de texto a Ramín - que ya debe estar en O Cebreiro - y emprendemos nuestra marcha por el arcén de una carretera provincial. La lluvia machaca a la comunidad, que se desperdiga rápidamente, asumiendo tácitamente que ahora hay que dar la talla y que el juego exige un intransferible esfuerzo personal. 


Una vez que se deja atrás Herrerías - un pueblo hermoso de casi 600 habitantes - se abandona la carretera provincial y hay que internarse en un sendero estrecho, pero bien marcado por los incontables pasos de otros peregrinos. La senda transita por frondosos bosques que ayudan a disminuir el impacto del diluvio, pero las piedras sueltas y mojadas del sendero, casi escondidas en los charcos que forma la tormenta, son más peligrosas que el cataclismo que el 27 de Agosto de 1883 hundió para siempre a Krakatoa en la oscuridad del mar. En definitiva, voy a los tropezones,  cansado, transpirado, mojado, destemplado, apretando los dientes, con el resuello entrecortado y, cerrando el círculo de palabras y la fila de peregrinos, voy último. 
Estoy rezagado, pero eso en verdad no me molesta. Lo que me molesta, en cambio, es la subida, esa pendiente casi vertical, demoledora. O Cebreiro no es el punto más alto del Camino, ni el lugar donde la senda es más empinada. De hecho, a lo largo de más de 700 kilómetros, desde Saint Jean en los pies de los Pirineos hasta la 'Puerta del Perdón' en Villafranca, hay muchas ocasiones para el malestar, para los dolores en los ligamentos, las llagas, la postración, los desarreglos intestinales, las fiebres, y el desaliento. Pero en la subida a O Cebreiro hay una combinación de ansiedad, de urgencia, una suerte de frontera material y espiritual. Como si hubiese en esta pendiente algo que es necesario superar y, allí, escondida en la raíz de ese verbo se encuentra también la consecuencia. En esta etapa, en el hecho de superar estas dificultades, hay también una superación, o dicho de otra manera: dejar atrás esta dura cuesta aporta un elemento de purificación.
A lo largo de todo el camino el valor del esfuerzo está presente una y otra vez, pero recién en esta etapa se cuenta con el lenguaje y los recursos suficientes para darle sentido al valor del sacrificio y el sufrimiento.
'Animo',
'Ultreia'

Estas frases - frecuentes en el Camino - son especialmente abundantes en esta etapa. Están multiplicadas en cada punto del paisaje: escritas en piedras, en el ocasional pavimento, en el contorno de un tanque de agua, etc. También abundan los mensajes personales - como los que Olga dejó para Julio -, animando a seguir, a no cejar ante la dificultad, a vencer el desaliento.


Además del sentido obvio que transmiten estos mensajes, hay en el Camino mismo otro significado más profundo, que se podría resumir del siguiente modo. No es posible una transformación sin superar las dificultades más exigentes, sin dejar atrás la meseta de las cosas más preciadas, o el camino llano de los momentos fáciles. No podemos emprender nuestro Camino con el peso de las cosas que nos definen, nos espesan, en la vida cotidiana; hay que viajar ligero de equipaje, libre de las ataduras que nos impiden avanzar en los cambios personales. Por ello, en un sentido más radical: no es posible la transformación sin estar dispuesto a abandonar todo, una y otra vez.
En cierto sentido, esta idea es paradójica, irracional. El sufrimiento es una pérdida de bienes valiosos, pero en este caso, el desprendimiento que impone el Camino, se ve como un requisito indispensable para 'estar bien', para el bienestar. Se pierden bienes para ganar bienes; el casillero de llegada es solo el comienzo en un nuevo juego. Por ello, en la interpretación evangélica, el que inicia la senda debe ser capaz de abandonar los oficios, los afectos, la hacienda y emprender el Camino. En los relatos ejemplares de las vidas piadosas abundan este tipo de decisiones; la tensión entre iniciar la senda que conduce a una vida plena y el deseo de aferrarse a la seguridad de lo poco o mucho con lo que ya hemos aprendido a vivir. Con frecuencia en el evangelio se encuentran exhortaciones al despojo de las formas ordinarias, se reclama con urgencia un cambio, se anima a emprender el viaje espiritual  (Como ejemplos escogidos casi al azar entre muchos otros se puede señalar a la famosa frase de Juan XIV, 6, 'Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida', o en el libro V, capítulo VIII del Códice Calixtino cuando señala: 'Porque conviene que entremos en el reino de Dios mediante muchas tribulaciones').
Otras interpretaciones menos comprometidas con la visión religiosa apuntan en la misma dirección. Por ejemplo, la ruta de la alquimia es también el Camino de la transformación. De allí la larga tradición de alquimistas que han peregrinado hasta Santiago de Compostela buscando en el lenguaje del Camino el secreto de las cosas valiosas. Para ellos, para nosotros, el Camino es una ruta de conocimiento que requiere impecabilidad, sustancia, transformación. Pero sobre todo, el Camino exige sacrifico personal: 'No pain, no glory'.
En la entrada de La Faba me reúno nuevamente con Laura. De nuestros otros compañeros no hay noticias; ya han desaparecido en el horizonte. El caserío, con sus 25 habitantes, ofrece un albergue y una tienda para buscar reparo o alimentos; también parece un buen lugar para descansar. Sin embargo, nosotros seguimos adelante. La lluvia ha menguado, pero las nubes siguen vertiginosas y no hay garantías de que no vuelva a precipitar otro aguacero. Vamos en silencio, custodiados por castaños y el rumor del agua escurriéndose laderas abajo. Aunque las guías remarcan la belleza del paisaje, la llovizna impide ver otra cosa que no sea la ocasional claridad del cielo; hacia abajo solo vemos nubes compactas que se engullen vorazmente al valle.
Dos kilómetros y medio más adelante, ya cerca de la cumbre, aparece un diminuto caserío, Laguna de Castilla, que nos tienta a detenernos en un bar, al abrigo de la llovizna que nuevamente se ha ensañado con los peregrinos. Laura prefiere seguir ya que intenta evitar el enfriamiento y, además, en virtud de que no conocemos exactamente donde estamos, tampoco sabemos cuánto nos resta caminar o si la pendiente diabólica ya ha finalizado. Por ello, no le parece prudente un descanso fuera del programa establecido. Sin embargo, veo a las puertas del Albergue La Escuela, bajo un alero, la mochila y el bordón de Julio. Convenzo a Laura de tomar un café allí con el argumento de que al menos podremos consultar en la guía cuál es exactamente nuestra posición.
Mi hermano, con gesto preocupado, está conversando con el peregrino holandés del bar de Trabadelo y con una mujer, un tanto mayor, que hemos visto en otras ocasiones, pero con quien nunca habíamos conversado previamente. Es noruega y está desolada ya que no tiene alojamiento en O Cebreiro; está demasiado cansada para seguir más allá de ese pueblo, pero, en Laguna la última plaza del albergue privado - regenteado por Luz Divina e Isidro - ha sido ocupada por el peregrino holandés, quien al estarse festejando con una jarra de cerveza y un plato descomunal de patatas con huevos fritos deja claro que tampoco él dará un paso más esa tarde. La peregrina se muestra desconcertada y sin capacidad de reacción. Simplemente no se le había cruzado por la mente que no hubiese lugares disponibles en los albergues y hostales. Por supuesto, admite que debería haber previsto esa posibilidad ya que esta región es de alta ocupación por el auge del turismo rural, y, como un dato no menor, hay que apuntar que es fin de semana, en plenas vacaciones de verano.
¿Qué puedo añadir mis amigos? Ya en documentos del siglo XIII, el cuidado adecuado a los peregrinos es destacado como un compromiso ineludible para los que ofrecen hospedaje en el Camino. De hecho, en esos documentos se enumeran múltiples desdichas que el Apóstol - un tanto rencorosamente hay que reconocerlo - ha enviado a quienes no prestaban debida atención y albergue a los peregrinos. Por ello, nuestro hospitalero cumple fielmente con su misión y se dirige a la peregrina con una mezcla de galego y castellano - que debe suponer que es una forma prosaica del inglés ya que la nórdica no conoce ninguna de estas dos lenguas de la península. El buen hombre es bondadoso, pero un tanto rudimentario en sus rasgos y gestos; podría decirse que parece un clon de Manolo, el padre del célebre personaje de la tira 'Mafalda'. Isidro habla a los gritos desde detrás de la barra y al comprobar que la mujer lo mira con desconcierto; asume que es un tanto dura de oído porque repite su comentario casi con un alarido, como si fuese la encarnación de la tribuna de Boca Juniors cuando el xeneise aparece por la boca del túnel. Deja la barra y se acerca a la mesa de la peregrina, invadiendo el perímetro imaginario en el que los escandinavos se sienten seguros. Él se inclina hacia adelante y ella hacia atrás, como en un sube y baja metafísico. Él, mirando continuamente a derecha e izquierda (es decir, hacia donde están el peregrino holandés y mi hermano), dice en voz alta que tiene un amigo que conoce al cuñado del primo del tío del alcalde de un pueblo que está cerca a O Cebreiro que puede ayudarle en sus tribulaciones.
La noruega mira al hospitalero con terror, como la caballería egipcia al avance de los catafractos de Antíoco III en la batalla de Panion en el año 198 antes de Cristo. Mis amigos, no miento si les digo que también yo hubiese sentido un leve cosquilleo de inquietud ante la visión próxima de Isidro, esa mole hispánica, todo chorizo colorado, todo toro bravo, que invade el espacio de intimidad personal y que deja escurrir un hilo de saliva en su apasionado alegato. Además, su continuo mirar hacia los costados, buscando apoyo lingüístico en Julio y el holandés, compone una curiosa imagen, como si hablase simultáneamente desde tres lugares. El contraste de luz y sombras lo convierte en un ser articulado, un transformer, tridimensional, en definitiva: un sujeto con tres cabezas. Ante esta visión del hades, la noruega solo atina a santiguarse y a exclamar:
- Cerbero, Cerbero

Nuestro hospitalero no está familiarizado con la mitológica figura de tres cabezas y riñe con poca paciencia a la peregrina, corrigiendo su pronunciación.
- Mujer, se dice Cebreiro. No Cerbero. Cerbero, no. Ce-brei-ro, Ce-brei-ro.

Con Laura hemos presenciado estupefactos la escena, pero ahora veo que es el momento preciso para que haga buen uso de mis siete años de estudios clásicos. Carraspeando para atraer la atención del respetable señalo que el nombre 'Cebreiro' probablemente deriva del pueblo celta de los Séburros, que ocuparon en tiempos inmemoriales estos parajes, como señala Von Harff en su guía, escrita en 1496 y lamentablemente recién publicada en 1860 con el título Die Pilgerfahrt des Ritters Arnold von Harff.  Continuo con mi alocución ante un público que - debo reconocer - no se encuentra todavía cautivado por mi comentario. Añado que 'Cerbero' significa en griego clásico 'demonio del pozo' y, precisamente, la función de ese animalito encantador era proteger al inframundo. Termino señalando que Cerbero era hermano de Ortro, un perro que tenía solo dos cabezas. Ante mis especificaciones del linaje, Laura reflexiona maravillada:
- ¿Del Orto?, y luego remata:
- Cerbero sí que era, lisa y llanamente, un hermano del Orto.
El comentario de Laura interrumpe mi fluidez narrativa ya que tengo que hacer una pausa para desenredar el equívoco. El hospitalero aprovecha la ocasión para advertirle a mi hermano que su propuesta es inmejorable, mientras Julio trata de involucrar al holandés en el problema y este último, un pecho frío, da aliento a la noruega con una cortesía incompatible con la pasión que requieren las circunstancias. La peregrina que sólo ha entendido los números ‘tres’ y ‘dos’ nos pregunta qué ocurre, el pueblo quiere saber de qué se trata, y que si es cosa de compartir habitación con dos o tres personas, añade, ella no tiene problemas. Todos los que de niños han jugado al teléfono descompuesto pueden darse fácilmente una idea de la situación. Finalmente, le recuerdo a Julio que, al momento de programar nuestro viaje, hicimos reserva on line de dos habitaciones para tres y dos personas en un hostal de O Cebrerio y, luego, conseguimos otro alojamiento en uno de los hostales que recomendaba su guía. Aunque intentamos varias veces cancelar la reserva previa nunca conseguimos comunicarnos con el número de celular de contacto. Julio ve rápidamente la solución al alcance de la mano. Isidro dice que seguramente esas habitaciones no están disponibles y nos pregunta por el número de teléfono.  Mi hermano le dicta el número y el hospitalero, luego de una breve comunicación en la pregunta por una reserva a nombre de Navarro y le explica acerca de la situación de la nórdica, dice triunfalmente:
- No hay sitio. No hay ninguna reserva a nombre de Navarro. Pero puedo llamar a un amigo del primo de mi parienta, Divina Luz, que tiene un taxi para que los lleve a un pueblito que está aquí nomás, a casi diez kilómetros, y allí tenemos un amigo que conoce al cuñado del primo del tío del alcalde que seguro que les consigue sitio para todos.
La peregrina noruega ve la negra sombra de la desdicha avanzando inexorablemente y se imagina que su próxima morada será más bien la última morada; a la intemperie, devorada por los lobos como ya le ha ocurrido a algún otro peregrino, según el clásico relato del clérigo de Bolonia Domenico Laffi (1673). Nos reunimos en conclave, sobre todo para aplacar a Julio que ha quedado pasmado ante la noticia de que nosotros tampoco tenemos alojamiento. Antes de que empiece con su letanía de lamentos, Laura señala que la reserva del hotel al que ha llamado Isidro está a su nombre y que ha sido reconfirmada cuando salíamos de Ruitelán; que la reserva a mi nombre está en el otro alojamiento, y que, por lo que se alcanza a ver, aquí el problema es el hospitalero que mueve sus fichas en beneficio de amigos y parientes. Mi hermano respira aliviado ante la explicación de los equívocos; nosotros decidimos reemprender el Camino para confirmar nuestra situación personalmente y dejamos a Julio el final de la gestión de la crisis.
La llovizna aparece y desaparece, como si su única intención fuese mantener alerta a los peregrinos, evitar que se relajen en estos últimos kilómetros. Pero ya hay poca fuerza para otra cosa que no sea caminar mecánicamente, paso a paso. A un centenar de metros de Laguna, encontramos a Tito Jr., que descansa apoyado en el mojón que marca la entrada a Lugo, en Galicia, la última de las comunidades autónomas que recorre el Camino.


Atrás, a lo largo de 600 kilómetros, han quedado Navarra, La Rioja, Castilla y León. Sacamos fotos de este momento tan particular, pero no hay demasiado tiempo ni entusiasmo para más distracciones. Seguimos. Nos entretenemos con los mensajes en clave que Olga ha dejado para Julio el año pasado, tratando de adivinar su significado, imaginando cómo fue su peregrinar en estas tierras. Al poco rato aparece mi hermano, a buen ritmo, como si no hubiese padecido la pendiente diabólica. Nos cuenta que ya ha arreglado el alojamiento de la nórdica y que Isidro, el hospitalero, todavía no entiende cómo encontramos la solución del entuerto. Rápidamente, Julio pone a Tito Jr. en antecedentes del problema de la peregrina noruega y nos felicitamos de tener alojamiento en O Cebreiro. Tito no está seguro de cuál es el nombre de su hotel, busca entre sus papeles y confirma que está el único hotel del lugar, en Hospital. Julio frunce el ceño y añade que mal lo tiene entonces el muchacho ya que le faltan casi 6 kilómetros para llegar a su destino. Tito niega la verdad evidente, insiste en que Hospital y O Cebreiro es casi lo mismo. Julio refuta sus afirmaciones y, por último, Tito revisa sus anotaciones, el mapa y la guía. Se impone el silencio, como cuando de niño veíamos cruzar una pelota desviada de su trayectoria, dirigiéndose irremediablemente al ventanal de nuestro vecino. Finalmente, el lamento de Tito en varios idiomas confirma el peor de los presagios.
La senda es estrecha y no deja mucho espacio para caminar juntos, así que apretamos el paso y de manera imprevista, de la nada, envuelta en la niebla, azotada por el viento y la llovizna, aparece la iglesia románica de Santa María La Real, uno de los grandes íconos del Camino, en el corazón de Pedrafita de O Cebreiro. A pesar de la fatiga, de las prisas por llegar a nuestro alojamiento, encoge el corazón la sensación de simple eternidad que transmiten las piedras gastadas de esta iglesia, de tres naves sencillas, construida en el año 853 por los monjes benedictinos y custodiada por las formas severas del hospital de peregrinos, que actualmente sirve de albergue. La lluvia arremete contra la comunidad y nos libra del impacto de este conjunto medieval. Afortunadamente no hay que caminar demasiado para encontrar nuestro alojamiento. Al frente de la iglesia, en un viejo edificio medieval, de piedra clara y tejados de pizarra oscura, que fue antiguamente cárcel, ayuntamiento, y una vasta serie de otras cosas mundanas, se encuentra nuestro alojamiento: el Hotel O Cebreiro.
Entramos precipitadamente a la recepción, huyendo de la lluvia. La combinación de piedra, madera y una estufa encendida que proyecta sombras y luces sobre una multitud de peregrinos produce la impresión de haber ingresado al túnel del tiempo, al momento inmediatamente posterior al derrumbe de Babel, a la confusión de lenguas, a la urgencia de encontrar consuelo antes de la diáspora. La recepción está integrada al bar del hotel, atestado de peregrinos, que prácticamente no dejan un resquicio en el que acomodarse. La niebla de la montaña parece haberse instalado también dentro del lugar; una densa humedad blanca envuelve todo el espacio, velando rostros y esparciendo los sonidos como sirenas de barcos que se cruzan en la oscuridad de alta mar. No se ve nada y, mientras reflexiono sobre este curioso fenómeno, sobre esta forma impenetrable del vacío, Laura me dice
- Se te empañaron los anteojos.
En fin, mis amigos, estaba a punto de replicar a mi compañera peregrina con la famosa frase del zorro en el libro sobre el pequeño príncipe, la que dice: ‘He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos’, pero justo en ese instante un grito desde el fondo del salón nos arranca del ensimismamiento:
- ¡Bienvenidos, compañeros!
El acento cordobés lo delata inmediatamente. Es Ramín, ‘el turco’, nuestro compañero peregrino que se nos une justo en esta etapa. Se abre paso en la multitud, sale de la penumbra a nuestro encuentro y nos recibe con la algarabía de los buenos reencuentros. Un poco más atrás está Inés, que ha llegado ya hace un buen rato, y parece que tuviese energías suficientes como para bajar y volver a subir la montaña mágica. Ellos están bebiendo un vino de la tierra, sentados en una mesa amplia, en un lugar en el que el espacio cotiza como un papel líder en una bolsa emergente. Dejamos nuestras pequeñas mochilas y mientras Laura trata de entrar en calor con un té, voy a iniciar el proceso de registro. Me acerco al mostrador, que también es la barra del bar, y espero pacientemente a que una mujer de mediana edad termine de atender a otros peregrinos. La hospitalera se encuentra al borde del colapso por las dificultades de dar servicio a un bar repleto y atender simultáneamente al registro del Hotel. Apenas puedo atraer su atención le digo que soy Pablo Navarro, pero antes de que pueda añadir nada, la mujer me atraviesa con una mirada de fuego incompatible con la hospitalidad jacobea y, con un dedo acusador, me dice:
- ¡Usted es la noruega. Ya le he dicho a Isidro que no tenemos sitio!
Como bien pueden imaginarse, protesto semejante afirmación. Le aseguro que yo no soy la noruega, que ese es asunto de mi hermano y que, después de todo, hace una hora yo he hablado por teléfono con  José Luis para reconfirmar la reserva.
Mi argumento se pierde en el desorden. Ustedes, mis amigos, seguramente se han enfrentado alguna vez con los diagramas de trayectoria de los sistemas de Lorenz. Por ello, bien pueden recordar que, como enseña la Teoría del Caos, pequeñas modificaciones en las condiciones iniciales de sistemas dinámicos pueden resultar en grandes variaciones impredecibles. En este caso, allí, en Pedrafita de O Cebreiro, la realidad superaba a la teoría. Es decir, todo era caos. La hospitalera, en cuanto escucha el nombre de José Luis, interrumpe mi alegato y grita a un hombre un poco mayor, que está a mitad de camino entre la cocina y una mesa de peregrinos.
- José Luis, José Luis, joder, qué atiendas un poco. Aquí está la noruega que dice que ha hablado contigo, así que vienes tú y le dices que aquí no hay más sitio.
- Yo no soy la noruega, grito para dejar constancia del equivoco, justo en el momento en que se hace uno de esos raros silencios en las muchedumbres.
La mujer me mira con el mismo cariño con que miraría a un zombi en un ascensor y replica:
- Si usted no es la noruega, entonces: ¿qué quiere?
- Tenemos una reserva. Fíjese en Manrique
- Ah, usted es Manrique. Entonces, ¿por qué dice que es la noruega?

Afortunadamente, Ramín está a mis espaldas y, mostrando un enorme arte social, una virtud que manifestará una y otra vez a lo largo del Camino, dice:
- Mamita, no se me enoje que le saldrán arrugas. Estamos todos juntos. Y, una vez que termine de acomodarnos, ¿nos puede traer unos pinchos de tortilla?
¿Qué puedo decirles, mis amigos? Si no lo hubiese visto no lo hubiese creído. Nuestra hospitalera se transforma instantáneamente ante la intervención de Ramín. Su mirada de basilisco y su voz de pendenciero de barrio bajo, se vuelven dulzura y cariño. Se convierte en Sarah Kay y le entrega a Ramín las llaves de las dos habitaciones que nos tocaban, añadiendo que ya mismo le alcanza los pinchos solicitados. En ese momento llega Julio... ¡con la noruega! Ella se resiste al infortunio, pretende forzar el milagro, pero no tendrá más alternativa que buscar su alojamiento en otro hostal, un centenar de metros más abajo, en donde seguramente otra hospitalera le dirá que ella es Pablo Navarro.
Luego de completar la subida a O Cebreiro, unos pinchos de tortilla son un plato mágico. Nos ayudan a recomponer el ánimo y, al calor del reencuentro, comentamos las diferentes incidencias de la última parte de nuestra etapa. También Ramín nos cuenta de su viaje; eterno ya que viene desde New York, con una noche en Madrid, tren a Ponferrada y, finalmente, un enloquecido viaje en taxi hasta O Cebreiro, que le ha costado más caro que si lo hubiese trasportado Juan Manuel ‘el chueco’ Fangio con su mítico Mercedes-Benz W196.
Este buen momento de conversación, este ambiente festivo, relajado, del bar se resiente por una trifulca entre la hospitalera y José Luis. Una escena curiosa, que se desarrolla principalmente en la cocina, fuera de la vista de los peregrinos. Ella recrimina a José Luis alguna trapisonda. Lo hace a viva voz, y esto - créanme mis amigos-   significa que, luego de sus gritos, los sensores sísmicos de Hawai deben haber lanzado una alerta por posible tsunami.
- Tú, tú, tú... eres un hijo de la mismísima gran puta. Que ya no te aguanto más y que me voy. Sí, ya mismo. Y no me busques. No vuelvo. No vuelvo más. Ni me hables. Joder. Que te vas a tomar por culo. Que eres un capullo. Un capullo, eso es lo que eres.
José Luis trata de ofrecer sus argumentos y le recuerda cosas hermosas, con el ánimo de apaciguar el conflicto. Así, le dice que todo es culpa de ella, que es una muerta de hambre y otras sutilezas que seguramente ha extraído del clásico texto de  Sir Ernest Mason Satow, ‘A Guide to Diplomatic Practice’ (1932). Por supuesto, el bar se sume en el silencio. Todos permanecen atentos, consternados, como niños cuando riñen sus padres detrás de una puerta cerrada. Nos miramos sin saber qué hacer ya que los gritos se suceden y nada parece indicar que habrá pronto una tregua. Todo el mundo contiene la respiración y, de pronto, ‘bam’, la puerta vaivén se golpea y aparece la hospitalera con un par de platos y unas jarras de cerveza. En ese momento, como escolares sorprendidos en el momento exacto de copiar en un examen, todos tratamos de disimular y retomamos nuestras bebidas y conversaciones. Cuando ella vuelve a entrar a la cocina se repiten allá los gritos y aquí el silencio. ‘Bam’. Otra vez se abre la puerta y ahora es José Luis el que aparece y otra vez todo el mundo a ocuparse de sus cosas. Finalmente, sin nada que lo explique, vuelve a reinar la calma. Tal vez, lo único que valga la pena añadir es que Aymeric Picaud, en el libro V, capítulo VII de su Codex Calixtino, señala que los gallegos son ‘iracundos y litigiosos’.
Vamos a descansar un rato. La habitación está en el primer piso; es hermosa, de madera noble, espaciosa, con una vista al valle que, de no ser por la lluvia que vela el horizonte, sería seguramente impactante. Aunque la larga marcha nos ha dejado demolidos, cuesta trabajo conciliar el sueño. Finalmente, ayudados por la banalidad de un programa de televisión, dormimos una reparadora siesta. Nos despertamos casi para la hora de la cena. Bajamos otra vez al bar y no encontramos a ninguno de nuestros compañeros.
Salimos a recorrer el caserío de Pedrafita, a reconocer las formas impecables de su iglesia románica, de sus calles intrincadas, las pallozas, los establos, los fantasmas del pasado del pasado. La llovizna ha dejado paso a una niebla tenue, pero molesta. 





Vagabundeamos un rato, pero el clima es desapacible y, por ello, rápidamente buscamos otra vez refugio en el hotel. En el bar encontramos a Ramín e Inés; de Julio sólo hay vagas referencias; Inés nos cuenta que estaba tomando una cerveza con los italianos y que, una vez más, se ha llevado las llaves de la habitación. Tenemos que decidir el lugar de la cena. Hay un sitio recomendado en algunas guías de viaje, pero Inés asegura que ya ha realizado una cuidadosa inspección y que parece mejor opción quedarse en el comedor del hotel. Al menos, la carta es extensa, variada y con un razonable perfil de precios. Dado que el horario de cierre de cocina se acerca inexorablemente, Ramín se precipita en la búsqueda de Julio y en comprar en la tienda del pueblo, un bordón para su caminata.
Una vez que nos reunimos en el comedor descubrimos que las opciones gastrónomicas prometidas por la carta tendrán que esperar un mejor momento. No hay prácticamente nada de lo que se ofrece. Por supuesto, nos quejamos, amagamos con retirarnos y buscar otro lugar ya que el dato decisivo que inclinó la balanza por ese lugar era su extenso menú. El camarero se limita a contestar que hagamos lo que mejor nos parezca, pero que en diez minutos cierra la cocina. Las opciones son encargar un chuletón de Galicia con papas o un pescado con arroz y ensalada. Para alegrar la disyuntiva nos propone unos pimientos y un pulpo para degustar de entrada. Aceptamos las sugerencias y encargamos el bistec para todos los hombres; las chicas se apuntan a unas ensaladas. Ramín se une y nos cuenta que Julio va a cenar con los italianos, así que cancelamos su plato. Nos quejamos de mi hermano, del poco apego a su comunidad de origen, pero sabemos que la suerte está echada y no tiene mucho sentido lamentarse. También nos cuenta que ha comprado un dedal como souvenir para su hija Anita, y que nuevamente ha tenido oportunidad de comprobar el mal genio gallego. En la tienda preguntó por el precio de los dedales y le responden que cada uno cuesta tres euros. Ramín, que desciende de una milenaria tradición de mercaderes, duda, amaga irse, pone un rostro de decepción, se lamenta, se mesa la barba, se tira los pelos, y finalmente le dice a la mujer que regentea la tienda:
- Si llevo dos, ¿me lo deja en cinco euros?

La respuesta es fulminante:

- No. Si cada uno cuesta tres, entonces dos dedales son seis euros.
La mujer enfatiza el precio total como si el origen de la propuesta de Ramín hubiese sido una dificultad en la aritmética de la suma. Finalmente, Ramín, mi cuñado, el Turco, vuelve con un único dedal con una diminuta inscripción de O Cebreiro.
La cena se desarrolla en la penumbra ya que el temporal arremete con fuerza y a cada momento se va la luz. Ello no nos impide disfrutar del los realmente muy buenos entrantes (pulpo y pimientos del padrón) y cuando nos disponemos a enfrentar nuestros platos de carne, llega Julio que pregunta con inocencia qué le hemos ordenado. Ramín mira con desconcierto, pero antes de que logremos responder se acerca el camarero con los platos principales y les puedo asegurar que el famoso ‘chuletón de Galicia’ es descomunal. Se dice que el mana llovido del cielo alimentó al pueblo elegido durante cuarenta años en el desierto. No sé si eso es verdad, pero puedo asegurar que no exagero cuando digo que uno solo de estos chuletones hubiese alcanzado tranquilamente para toda una década. Sin embargo, hay un problema: la plancha de cocción es eléctrica y nuestros platos están prácticamente crudos. Por ello, reenviamos una y otra vez nuestros platos a una mejor cocción y ello implica que otra vez nos quedamos en penumbras porque salta la térmica. Finalmente, hartos ya de esa dinámica de comer de vez en cuando, nos dedicamos a beber un par de botellas de verdejo, como una suerte de garantía de felicidad, recordando las cosas increíbles que hemos vivido en esta jornada. Así, con la sensación de que hoy hemos cumplido una parte definitiva de nuestro plan, con la convicción de que tenemos algo más que llevaremos para siempre en nuestro corazón, brindamos por nosotros y por ustedes. Una y otra vez. Salud y buen camino. 

28 de Julio

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