27. Ponferrada – Villafranca del
Bierzo
(24,1
kilómetros)
A menudo se dice que hay imágenes
que valen más que mil palabras. Sin duda, hay que reconocer que un grano de
verdad está encerrado en ese lugar común. Una buena fotografía, una secuencia
de bocetos, partes de una película, o un reportaje en vivo ofrecen la
posibilidad de identificar no solo un objeto central de atención sino también
un contexto de cosas imprescindibles para extraer todo su significado. ¿De qué
otra manera se podría explicar la densidad de la tragedia del WTC si no es
recordando la silueta vertical e invertida de Jonathan Briely, en el vacío,
huyendo del fuego, con sus brazos entrelazados por detrás, sintiendo que la
vida se escapa como un animal salvaje en la espesura de la selva? ¿Cómo
transmitir mejor que con Pollock, Munch
o Rothko la angustia ante una naturaleza paradójicamente social, y a la
vez inexplicablemente ajena, que multiplica el miedo, el olvido y la
desolación? ¿Qué magia inexplicable transmite la mirada revolucionaria desde la
foto de Korda? ¿Qué nos dice la sonrisa imperceptible de Lisa Gherardini, el
cuerpo desnudo y atormentado de Kim Phuc, la inmovilidad agónica, florecida en
llamas, de Thich Quang, el grito mudo de María Vecchio junto a Jeffrey Miller?
No tengo dudas que en esas ocasiones
las imágenes valen más que las palabras.
De igual modo, tengo también la certeza de que muchas veces las
imágenes, por sí mismas, no son suficientes. Ciertas sensaciones o eventos solo
pueden ser comprendidos mediante otras formas de comunicación. Después de todo,
el significado de ciertas cosas como el velo inacabable de la oscuridad o la
alquimia espesa de la muerte no pueden
ser analizadas o mostradas sino únicamente narradas y repetidas una y otra vez,
junto al calor de la hoguera, en la reunión de la tribu.
Sin embargo, en aquellas ocasiones
en que palabras e imágenes coinciden se produce una rara sensación de
entendimiento; de haber logrado llegar hasta el mismo tuétano de los acontecimientos
y vivencias. Algo de esto ocurrió esta siesta, en las montañas azules del
Bierzo, ya a pocos kilómetros de Villafranca.
Caminábamos por una senda rural, áspera en su pendiente, cuando encontramos al final ya del repecho, un recodo que remataba un extenso valle con hileras serpenteantes de Godello y Mencía. Allí estaban Tito y Andrea, sentados en silencio, frente al infinito mar verde que se prolonga hacia abajo de la montaña como un delta crecido y abundante. Julio les pregunta:
- Che cosa state facendo?
Tito responde con calma, casi con dulzura:
- Stiamo guardando crescere il vino
Pocas respuestas pueden ser tan hermosas como aquellas que son de inadmisible veracidad y, a la vez, de irrenunciable significado. En sentido literal, 'ver crecer el vino' es una empresa quimérica, imposible, pero más allá de esa evidente limitación, hay una moraleja a extraer: escondidos en el tiempo; encerrados en las horas ingrávidas del porvenir, aguardan cosas hermosas y terribles. Sólo hay que prestar atención a la lenta evolución, a la transformación minuciosa, mineral, al progresivo nacimiento, a la fina trama que envuelve al génesis.
¿Cuánto tiempo hace que no miro las cosas con esa perspectiva atemporal, tratando de arrancarle al presente esas huellas imperceptibles del pasado y la palpitante dimensión de su futuro? No lo sé, pero esa frase de Tito me deja la urgencia de algo postergado. Entonces, mis amigos, seamos audaces, y veamos, aunque sea por un momento, la forma ausente de las cosas imposibles.
- Veo las aristas irregulares de las nubes y allí, atrapado en la invencible llamada de la causalidad, acierto a encontrar al aguacero de finales de Marzo, y en sus gotas densas descubro al caudaloso curso de un río que inundará las tierras húmedas en las que florecerá el lino;
- Veo el lento vaivén del arco del violín, la rotación de la muñeca, la presión firme sobre las cuerdas y sé que allí están quietas, inmóviles, las mismas notas menores, tímidas, difíciles que atormentaron a Sibelius en Helsinki, a comienzos del siglo pasado,
- Veo la fragilidad de mis huesos y la mutación deforme de mis células, germinando la enfermedad que me acompañará una tarde de invierno, al final de mi Camino, cuando la lluvia deje el aire teñido con los olores domésticos del tomillo y el romero;
- Veo la velocidad ciega de un tren en la periferia del lago de Varna y allí están los sonidos apagados de la caballería árabe, aguardando impaciente la madrugada del 10 de Noviembre de 1444, como presagio certero de la suerte de Constantinopla, en esos días en los que occidente se consumía como un cirio en la tormenta.
'Estamos viendo crecer el vino', nos dice Tito, con la certeza de que no es necesario explicar nada más; allí frente a un valle oscurecido por los frutos y la sombra alargada de una tormenta pasajera, el tiempo se consume en una urgencia de cosas simples.
Las cosas simples, con frecuencia, son aquellas que más cuestan. Por ejemplo, el ritual de ponerse en marcha, de despejar el velo de la modorra y emprender las cotidianas cosas. Hoy no ha sido una excepción. La etapa se inicia con las habituales quejas y querellas propias de un cuarto multitudinario. Nuestras compañeras peregrinas recuerdan un teorema, extraído seguramente de una revista de peluquería: ‘todos los hombres roncan’. Completan su acusación señalando que una riña de búfalos encerrados en un ascensor seguramente ocasiona menos ruido que la sinfonía nocturna de los Navarro. Bien pueden imaginarse amigos míos, que nuestra respuesta es precisa y contundente. Julio apunta razones científicas que descargan la responsabilidad. Señala que, al momento de inspirar, el gradiente de presión generado entre el interior y el exterior del tórax determina una presión menor a la atmosférica en el interior de la faringe y que ello, sumado al debilitamiento del velo del paladar y la vibración de las paredes laterales de la orofaringe conducen inevitablemente al ronquido. Es decir: no somos nosotros los responsables sino la naturaleza. Por mi parte, intento disminuir el reproche mediante un análisis filosófico y subrayo la cualidad inconsciente de la actividad de roncar. Solicito, por tanto, a un jurado imparcial, que absuelva de culpa y cargo a los imputados. Laura e Inés dan por buenas nuestras argumentaciones, aunque sospecho que ello no se debe a nuestros recursos persuasivos sino más bien al temor de que nuestras protestas las vuelvan a un estado de somnolencia incompatible con las urgencias del camino.
En verdad, no nos levantamos demasiado temprano. Muchos peregrinos inician su marcha a las cinco o seis de la mañana, con el objetivo de evitar el calor y conseguir sitio en los albergues. Nosotros, por lo general, comenzamos nuestra rutina a eso de las siete. Sin embargo, anoche, al regresar al hotel, descartamos forzosamente la opción de madrugar: el salón del desayuno recién se habilita a partir de las 8 y 30, nos informa la recepcionista. Demasiado tarde, incluso para nosotros. Por ello, protestamos como los ingleses frente a la célebre 'mano de dios' en el mundial de México 86. La muchacha promete gestionar un cambio, pero no nos asegura nada; y enfatiza que aun cuando consiga algo, es imposible desayunar antes de las 8:00 am. Con esa certeza, iniciamos nuestras actividades cerca de la hora señalada, pero rápidamente descubrimos que las prometidas gestiones no han llegado a buen puerto ya que no hay manera de desayunar antes de las 8:30.
Con Laura salimos en busca de un bar y un cajero automático. Encontramos, empotrada en un costado de un edificio desolado y anónimo, una pequeña máquina, un buzón, que, milagrosamente, tiene dinero. Un poco más allá, en verdad casi tres cuadras más allá, se adivina un cartel de 'Estrella Galicia' que sólo puede ser el anuncio de una cafetería. Apuramos el paso, ansiosos como un explorador perdido ante la visión de un oasis, pero al llegar constatamos que el bar abre recién a las 11,00 y prácticamente solo suministra bocadillos a los sufridos custodios de tanto inmueble abandonado en tierra de nadie.
Regresamos hasta el hotel y en el salón comedor encontramos una muchacha voluntariosa, pero con un alto grado de ineficiencia en la preparación del desayuno. Es imposible negar su amabilidad, aunque el servicio es tan tortuoso que los peregrinos se desesperan. Somos los únicos pasajeros, pero, por alguna misteriosa razón, cada vez que alguno pide algo, ella se dirige inmediatamente a comenzar la preparación. Así, cuando Julio ordena café expreso doble (que, por supuesto, no logrará obtener), agua con gas, jugo de naranja, una tostada con manteca y un omelette, nuestra camarera, sin preguntar cuántos más queremos algo parecido, nos abandona sin tener en cuenta reclamos o protestas. Por ello, el desayuno se parece más a una comida en fila india en un comedor social que a un evento comunitario. Pueden imaginarse que la cosa no mejora cuando aparecen tres pasajeros más con la esperanza de conseguir allí su primera comida del día. Un hombre de casi sesenta, y los otros - un muchacho y una chica - sustancialmente más jóvenes, de un poco más de veinte años. Su indumentaria es extraña; parecen peregrinos pero desconcierta la pulcritud del atuendo y el lugar donde nos encontramos. En verdad, no solo es que el hotel no sea el sitio donde abundan peregrinos sino que, aparte de nosotros, parece no haber nadie más hospedado allí, en el Celuisma Ponferrada.
Los nuevos huéspedes miran desconcertados nuestro desayuno, tratando de imaginar por qué razón Julio tiene panes, café, huevos, jugos y el resto apenas un poco de nada. Pero su desconcierto se transforma en furia cuando advierten que pasan los minutos y nadie viene a atenderlos. Esperan un rato, golpean las manos, reclaman a viva voz en italiano e inglés, pero no tienen suerte. ‘Hello’ ‘Scusi’ y otras expresiones similares son seguidas tan solo por un eco indolente, que surge del fondo del enorme salón como el bostezo destemplado de un animal mitológico. Finalmente, nos preguntan, mejor dicho le preguntan a Julio cómo ha logrado su ración abundante. Mi hermano, en su impecable italiano con acento de Brescia, les responde con el clásico:
- Lasciate ogni speranza, voi ch'intrate.
Luego, les explica con paciencia que la única regla es armarse de paciencia ya que la camarera aborda los pedidos de uno en uno. Eso provoca una consternada reacción de nuestros vecinos italo-americanos, que con impecable disciplina realizan una rápida inspección ocular, recorren exhaustivamente los vericuetos del salón tratando de detectar la cámara oculta, y, finalmente, hastiados del maltrato, abandonan precipitadamente el salón mordiéndose el nudillo del dedo índice, mascullando amenazadoramente 'vaffanculo' o 'porca miseria'.
Ante el desorden de nuestra primera colación, Julio sólo encara una ceja y recuerda que estos son los males que acechan a quienes se alejan de la senda apostólica y que los peligros aun no han cesado ya que todavía puede atacar la pediculosis o el temido colon irritable. Dejamos a mi hermano con su lamento de bardo nórdico y vamos a preparar nuestros equipajes. Constatamos el horario de recogida de Jaco Trans y la recepcionista amablemente nos dice que no hay prisa, que la furgoneta siempre pasa cerca de las 11 de la mañana y que ya está confirmado el acarreo hasta el Hotel San Francisco, en Villafranca. Ustedes, mis amigos, bien saben que algunas veces, sobre todo a primeras horas de la mañana, las palabras se abren paso lentamente hasta llegar a las zonas del cerebro donde la información se transforma en la premisa que mueve a la acción. En nuestro caso tardamos unos minutos hasta procesar que ese hotel de destino no tiene nada que ver con nuestro alojamiento al final de la jornada. 'No puede ser', reclamamos. Nuestro hostal se llama Casa Méndez y, un tanto desconcertados le preguntamos por el origen de la confusión. Ella no puede darnos mayor información ya que recién toma su turno y solo ha encontrado esa indicación. Con Laura dudamos sobre qué gestión es oportuna y decidimos simplemente hacer caso omiso ya que si algo ha quedado claro en todos estos días es que Jaco Trans es un ejemplo de las virtudes que el filósofo escocés, Adam Smith, en el libro IV, capítulo II de La Riqueza de las Naciones (1776) atribuía al mercado, es decir, una gestión invisible de un resultado socialmente eficiente. Pero, Inés mostrando una natural desconfianza con los postulados de la economía clásica, vota por llamar y reconfirmar nuestro destino. Nosotros insistimos en el postulado de mínima intervención y, citando al célebre Vincent de Gournay, respondemos lacónicamente: laissez faire, laissez passer.
Pagamos nuestra factura y preguntamos si era posible sellar allí nuestras credenciales. La recepcionista hurga en un cajón y nos muestra un sello plástico abominable, rectangular como un tupper de oficinista, blanco como elementos descartables en cumpleaños infantiles, inmenso y también inmensamente horrible. ¡Qué momento, mis amigos! ¡Aun me tiemblan las rodillas! Entre las peores alucinaciones que me atormentarán por el resto de mi existencia seguramente sobresaldrá esta visión de la recepcionista, con el sello en alto, sonriendo taimadamente como sólo podría hacerlo una enfermera viciosa con una jeringa en la mano. Ella se adelanta y pretende recoger nuestras credenciales. Nosotros tratamos de esquivarla. Ella embiste confiada, pero Inés trepa en la espalda de Manrique y con un giro impecable desbaratan la embestida. Luego perfiladas sobre el flanco izquierdo, dibujan el conocido 'par al violín', que dio justa fama al rejonero Bernardino Landete, la tarde de su debut en Las Ventas, el 13 de marzo de 1955. 'Ole', grito desde el burladero, y animado por ese espectáculo sin igual, recuerdo las palabras del matador Juan Belmonte: se torea como se es.
Sin embargo, mis amigos, en la suerte no todo siempre es fortuna. En un visto y no visto, como si fuese obra del mandinga, la recepcionista alcanza a asir la punta de nuestras libretas y eso exige una rápida intervención conjunta. Nos abocamos a la defensa de las credenciales con una convicción que seguramente hubiese generado la admiración del mismísimo Publio Cornelio Escipión Emiliano ante las murallas de Numancia. Piquete de ojos, doble nelson, sumbudrule y otras técnicas depuradas de combate salen a relucir en la igualada brega, en la que la protección del apóstol Santiago, el Matamoros, brilla por su ausencia (¡ya ven lo que pasa cuando uno se aleja del Camino!, lamentará Julio durante el transcurso de la mañana). Nos empeñamos en el tira y afloja como si de ello dependiese la última virtud, como si fuese el único remedio para mantener intacto el circulo carnal del pecado en una cama redonda. Finalmente, luego de rescatar agónicamente nuestras credenciales, emprendemos ordenadamente la retirada y nadie haga menoscabo de este recurso que si ya el General Belgrano, un 23 de Agosto de 1812, ordenó el éxodo al pueblo de Jujuy, no pondremos nosotros en duda ahora el valor oportuno de poner pies en polvorosa. Por ello, al grito de 'dale campeón, dale campeón', haciendo cuernitos y cortes de manga nos alejamos de la refriega. Menos mal que las puertas se abrían automáticamente ya que de otra manera, nuestras siluetas estarían aún dibujadas allí, como las sombras vacías, prisioneras de la nada, que quedaron en Nagasaki una mañana de verano de 1945.
A pesar del inicio poco auspicioso de la etapa, comprobamos con agradable sorpresa que nuestro hotel está ubicado a la salida de Ponferrada y, luego de atravesar una plaza - por supuesto, vacía - a pocas cuadras del hotel, encontramos la flecha amarilla que guía la marcha de los peregrinos. Nos vamos con la sensación de que en esa ciudad, en su castillo, sus recovas, sus leyendas medievales, había tanto para descubrir y que, sin embargo, ha de quedar atrás, pendiente para otro momento.
La etapa es accesible, con poco desnivel y salpicada por diferentes pueblos que aseguran descanso y alimentos. La salida de las ciudades grandes (Ponferrada tiene casi 70.000 habitantes) es siempre laboriosa; las señales se multiplican, la periferia se desborda en poblados satélites, abundan las vías giratorias y cruces de caminos, las avenidas amplias se llenan de vehículos a velocidad crucero y el peregrino tiene que espabilar para no perder su ruta o para evitar ser arrollado por autos, motos y bicicletas. Luego de proveernos de fruta y agua en un mercadillo avanzamos a buen ritmo y después de una hora y media entramos al pueblo de Fuentes Nuevas, donde la eremita del Divino Cristo (también llamada de la Vera Cruz), divide la calle principal.
A su derecha, un bar invita a detenerse a los peregrinos, que aprovechan para sellar credenciales, aliviar urgencias y reponer sus provisiones de agua. El pueblo, en verdad un suburbio de Ponferrada ya que se encuentra tan solo a 7 kilómetros del centro de esta villa, tiene -sobre su calle principal - una iglesia desproporcionada en su tamaño. El templo carece de mayor interés, pero aquí se materializa un gesto que luego se repetirá ritualmente en otros poblados: el reclamo de la gente que atiende los centros parroquiales para que los peregrinos acudan allí a sellar sus credenciales. No es claro a qué se debe este gesto, pero allí están, en general, personas mayores que llaman, estampan los documentos y registran la procedencia de los que caminan hacia Santiago.
A la salida del pueblo encontramos a Paula, la peregrina catalana que nos advertía del 'puto puente' de Astorga. Nos alegra ver que sigue a buen ritmo, que el calor no la ha vencido y que allí va, encorvada bajo el peso de su mochila, pero a un paso seguro. Nos desea buen camino y nos promete que la subida a O Cebreiro es maravillosa cuando toca buen tiempo. Su comentario nos lleva de lleno a la planificación de nuestra próxima etapa, la más significativa de todo este tramo. También nos sirve para recordar que, en la cubre de esa montaña, mañana por la tarde, nos aguardará Ramín. Ambas cosas nos llenan de expectativa, la intriga de incorporar un nuevo miembro a nuestra comunidad y el cumplimiento de la etapa más larga y exigente de nuestro Camino.
Nuestra comunidad viaja distraída; intercambiando compañeros, conversando ocasionalmente con alguno que otro peregrino que se cruza con nosotros. El temperamento, el nervio de esta región, se advierte en diferentes carteles y anuncios que dejan en claro el papel central que ocupa el vino. Por ello, decido – decidimos, en verdad – recuperar una buena tradición del año pasado: el ‘buche del peregrino’, una justa medida de vino tinto que sirve para recuperar impulso en momentos exigentes. Para ello hay que cargar en alguna de nuestras cantimploras un caldo decente, que sirva para evitar que, en esos instantes difíciles, la sangre se vuelva agua. No sabemos exactamente qué vino buscar; pero vamos tranquilos ya que en nuestra etapa se acumulan pueblos y caseríos en los que seguramente encontraremos buen consejo sobre las virtudes de las cepas locales.
Atravesamos Camponaraya, una ciudad sin encanto y que parece interminable en sus veredas apretadas, su falta de árboles, sus paredes despintadas, sus indicaciones ambiguas, sus calles en las que acecha un tráfico impaciente y peligroso. En definitiva, una de esas ciudades que viven para ser periferia de otras más importantes y atractivas. Dejamos atrás una y otra vía giratoria, guiándonos más por la silueta de otros compañeros que por las escasas marcas del camino. Finalmente, encaramos un repecho suave que nos aleja del bullicio, bordeando un área de descanso, poblada con árboles autóctonos y desconocidos para mí, pero en el que distingo ocasionalmente robles y chopos. Ya a la salida de la ciudad, en la base de un paso peatonal que permite salvar la autopista A-6, destella el amarillo gastado de una frase:
'Laurix, Pablo, JFN, fue un placer tenerles en mi camino. OBL'.
La frase es de Olga, con quien compartimos, en el 2012, el
trayecto desde los Pirineos hasta León. En esa ocasión, ella siguió adelante y
completó su peregrinación a Santiago. Cuando en la noche del 12 de octubre del
2012, nos despedíamos frente a la catedral de Santa María, la pulchra
leonina, arrasados de nostalgia por las cosas que ya no sucederían, Olga
prometió dejarnos un mensaje de aliento, para cuando reemprendiésemos el Camino. Puedo decir con orgullo que, mientras la vida
lleva y trae, ella sigue siendo una amiga entrañable, una hermana del Camino, mi
hermana en el Camino. Por eso, encontrar ese mensaje, allí perdido en el medio
de tantos kilómetros de nada, me conmueve, me deja una sensación parecida a la
eternidad. No es vanidad. Para nada. Pero es una sensación difícil de explicar.
El hecho de que nosotros seamos los destinatarios del mensaje es
importante pero está lejos de ser decisivo. Mis emociones, los pensamientos que
surgen con ellas, van en otro rumbo. Pienso en que esas palabras están allí
aguardando con paciencia a las únicas miradas que podrían darles pleno sentido;
han permanecido fieles en la intemperie, velando el camino, esperando por
nosotros, acechando nuestros pasos. Pienso, entonces, amigos míos, en las cosas
que he dejado para otros; en los mensajes que otros verán cuando encuentren mis
huellas en su Camino. No sé que quedará de mí en otros, que habrán recogido de
mis cosas en las encrucijadas en las que debían aligerar el equipaje, pero tal
vez sea apropiado repetir las palabras del poeta:
"...
Quizás tú no recuerdes
quién fui,
mas en ti suenen
los anónimos
versos que un día puse en ciernes.
Quizás no
quede nada
de mí, ni una
palabra,
ni una de estas
palabras que hoy sueño en el mañana..."
Espero, así, que no me juzguen, por mis pecados abundantes, minuciosos, sino con indulgencia y compasión. Ulteria et suseia.
La hoya del Bierzo, sus suaves laderas, su bosque incipiente, sus latigazos de verdes viñedos, ayudan a mitigar la nostalgia. Julio nos entretiene con distintos relatos. Comienza señalando que siente todavía la inevitable disociación del amor perdido para siempre en la jornada pasada; nos interpela sobre los secretos mecanismos de facebook con la esperanza de algún día encontrar nuevamente a Helen, y finalmente, nos cuenta de su última entrada al blog que mantiene sobre el Camino en un rincón de su página web. Allá van sus palabras, como pájaros mansos en la mañana húmeda y calurosa del Bierzo, allá van como mensajes de esperanza, volviendo a encontrar en el Camino la motivación necesaria para hablar del amor. Sin embargo, el resultado no deja satisfecho a mi hermano, que ven en esa primera entrada una manera de aproximarse a la empresa de escribir; como el calentamiento previo de un deportista antes de una competición exigente. Sabe que tiene cosas para decir, pero no acierta aun con el ritmo y el tono. Finalmente, se lamenta con una frase de improbable verosimilitud: 'Es que el año pasado hemos puesto la vara muy alta'.
Laura se divierte con esos comentarios. Sabe que para Julio - y para mí - el hecho de escribir forma parte de un ritual complejo; de una suerte de toma de posiciones ante las cosas que vivimos, como si fuese necesario que entre los hechos y nosotros siempre se interponga el escudo de las palabras. Ella, por el contrario, se limita a vivir sin preocuparse acerca de cómo sentir lo que es vivir. Por ello, quizás por indulgencia con nuestras obsesiones, aprovecha siempre que puede las ocasiones para quitar solemnidad a lo que escribimos, como una manera de ayudarnos a padecer menos con el tormento de nuestras cosas desarticuladas.
Inés comenta, como al pasar que ella también escribe y Julio le pide que nos lea en algún momento esas cosas, pero su pedido no parece encontrar una respuesta favorable. Conozco a Inés hace muchos años y creo que protege sus sentimientos y emociones en un nivel muy profundo, casi inaccesible e inmanejable, incluso para ella misma. Por ello, solo se limita a asentir genéricamente, sin tomar un compromiso definitivo con la actividad lúdica y literaria. Laura insiste e interpela a Inés acerca de qué tipo de cosas apunta en su libreta de viajes: tal vez una crónica del día a día, tal vez poesía, acaso un diario... 'No, no sé, que sé yo', responde Inés. 'Son como pensamientos, frases sueltas, imágenes que tengo en la cabeza'. Laura, sin malicia - o tal vez con un poco de malicia -, con un tono jocoso, le señala las semejanzas entre ese estilo y el que supo cultivar un famoso escribano bonaerense, devenido poeta. Declama, entonces, con el bordón en alto, como si estuviese en un acto escolar del 9 de Julio:
- Dile a tu amada que si bien ella no es la única mujer, es realmente
única.
- Confía en tu latido. El te hará reconocer la voz del amor, entre mil
voces.
Me sumo rápidamente a este momento de altas letras y añado, con la inspiración que caracteriza mis mejores momentos, el estribillo de la célebre obra de Sergio Dennis, 'Dame luz, dame luz'. Esta comparaciones, que insinúan una pasión por la literatura menor o, en el mejor de los casos, tan poco interesante como un repertorio de jurisprudencia, duelen a Inés que, por supuesto, disimula su justo desencanto y nunca compartirá con nosotros nada de su prosa o poesía que haya nacido allí, en el Camino.
Hemos avanzado a buen ritmo y un poco después del mediodía, bajando desde la cima de una colina, por la calle - nunca mejor llamada - Cimadevilla, entramos a Cacabelos, ya en el corazón de la comarca.
Me sumo rápidamente a este momento de altas letras y añado, con la inspiración que caracteriza mis mejores momentos, el estribillo de la célebre obra de Sergio Dennis, 'Dame luz, dame luz'. Esta comparaciones, que insinúan una pasión por la literatura menor o, en el mejor de los casos, tan poco interesante como un repertorio de jurisprudencia, duelen a Inés que, por supuesto, disimula su justo desencanto y nunca compartirá con nosotros nada de su prosa o poesía que haya nacido allí, en el Camino.
Hemos avanzado a buen ritmo y un poco después del mediodía, bajando desde la cima de una colina, por la calle - nunca mejor llamada - Cimadevilla, entramos a Cacabelos, ya en el corazón de la comarca.
La ciudad, con sus casi 6.000 habitantes, tiene sus orígenes en diversos asentamientos paleolíticas, en la ribera del río Cúa, que se consolidan definitivamente en un poblado conocido como Bergidia, luego renombrada por los romanos como 'Bergidum Flavium'. Ya Ptolomeo, en su Geographia o 'Atlas del Mundo', sitúa a esa ciudad en un enclave que coincide aproximadamente con el actual cementerio de Cacabelos. La ciudad actual indudablemente se estira a lo largo del Camino, pero su larga historia y su actual compromiso con la elaboración del vino muestra claramente que sus recursos van más allá de la atención a los que van hasta Compostela. No hace falta recorrer mucha distancia para encontrar sobre la misma senda a 'La Moncloa de San Lázaro', un pequeño hotel con encanto, que ocupa el solar de un antiguo hospital de peregrinos. El lugar es bello, con un despliegue de piedra y madera en el que el buen gusto reluce de manera impecable. Patios, salones, jardines reclaman nuestra atención, pero - como bien pueden suponer - elegimos el bar para descansar del sol de la jornada, apurar un trago y comer algún bocadillo. El bar es impecable y la oferta de comidas es atractiva. Ordenamos unas copas de vino blanco, que llegan extraordinariamente bien de temperatura, acompañada de unos pinchos descomunales de tortilla.
Es fácil entusiasmarse con las cosas buenas que ofrece inesperadamente la vida. Nuestro descanso se prolonga un rato, con más pinchos de tortilla, una ración de pimientos, una ensalada con mariscos y rodajas generosas de pan cocido en horno de leña.
Frente a nuestra mesa encontramos a nuestros vecinos de
desayuno; Julio se acerca y conversa un poco con ellos - con Tito Mazzetta y
sus hijos, Tito Jr. y Giuliana - iniciando lo que será, a partir de allí, una
amistad entrañable. La pereza de reemprender la marcha es insuperable y, por
ello, nos demoramos un momento más en una tienda de artesanías, alimentos y
souvenirs, que el hotel ha instalado en una palloza, en el costado del patio
principal. Preguntamos por distintos vinos y nos decidimos por un Losada
2009, un varietal de Mencía, limpio, brillante, de un rojo intenso con un
complejo bouquet de frutas rojas. Un vino redondo, sedoso y noble, que gana su
temperamento en barricas francesas y americanas. Claro, sus 14% de graduación aconsejan
prudencia. Por eso, el responsable de la tienda nos invita a beberlo con
tranquilidad y, para cumplir con ese objetivo, nos regala unas pequeñas copas
de degustación, que se engarzan en unos estuches descartables, en el que reluce
el logo del hotel. Finalmente, con nuestras copas colgando de las mochilas,
junto a los otros elementos típicos de quienes peregrinan a Compostela,
reiniciamos nuestra marcha.
La salida de Cacabelos es morosa, desganada. A los pocos minutos de iniciar la marcha nos detenemos para visitar la Iglesia de Santa María, del año 1108. Este templo, uno de los más antiguos del Camino, aún conserva un buen ábside románico, pero sus sucesivas intervenciones y su enquistamiento en el reducido espacio del centro lo han privado de belleza y prestancia.
La calle principal de la ciudad es todo bullicio; se amontonan los negocios y reluce el sol en las terrazas de las tabernas y los patios de las bodegas. Finalmente, salimos de la ciudad y, apenas dejamos atrás el cauce del Cúa, nos topamos con la Eremita de la Quinta Angustia, que regentea un albergue de peregrinos, pero que además esconde entre su curiosidades a una imagen del niño Jesús jugando a los naipes con un fraile. Sin embargo, la iglesia está cerrada y no queda más opción que continuar la marcha. A los poco minutos encontramos a Tito Jr y Giuliana - o, simplemente Gigi -, que ajustan sus cordajes en una parada de transporte público. El chiste es fácil y le recordamos que la compostelana se obtiene sólo por peregrinar a pie, en bicicleta o a caballo, pero que todavía no se admite a los que peregrinan en autobús.
La salida de Cacabelos es morosa, desganada. A los pocos minutos de iniciar la marcha nos detenemos para visitar la Iglesia de Santa María, del año 1108. Este templo, uno de los más antiguos del Camino, aún conserva un buen ábside románico, pero sus sucesivas intervenciones y su enquistamiento en el reducido espacio del centro lo han privado de belleza y prestancia.
La calle principal de la ciudad es todo bullicio; se amontonan los negocios y reluce el sol en las terrazas de las tabernas y los patios de las bodegas. Finalmente, salimos de la ciudad y, apenas dejamos atrás el cauce del Cúa, nos topamos con la Eremita de la Quinta Angustia, que regentea un albergue de peregrinos, pero que además esconde entre su curiosidades a una imagen del niño Jesús jugando a los naipes con un fraile. Sin embargo, la iglesia está cerrada y no queda más opción que continuar la marcha. A los poco minutos encontramos a Tito Jr y Giuliana - o, simplemente Gigi -, que ajustan sus cordajes en una parada de transporte público. El chiste es fácil y le recordamos que la compostelana se obtiene sólo por peregrinar a pie, en bicicleta o a caballo, pero que todavía no se admite a los que peregrinan en autobús.
La comunidad se disgrega. Laura nos adelanta, ratificando en el largo
repecho una envidiable capacidad pulmonar. Inés se ha demorado en reforzar su
protección contra las llagas, así que, para esperarla, retrasamos el paso con
mi hermano y vamos despacio, tranquilos, felices, al sol de la siesta. Seguimos y casi en la
entrada de Pieros, un caserío de 35 habitantes, encontramos un bar hermoso, con
una terraza amplia, resguardada del sol, custodiada por helechos y abundantes
macetas con flores y planta, al que un rumor permanente de aguas cristalinas le
confiere un toque mágico. Las mesas están orientadas hacia la montaña, donde se
adivinan unas nubes bajas, laboriosas y una muchacha deslumbrante, de una
eterna cabellera negra - la camarera de esta especie de jungla exótica llamado Terraza
Bar Arroyo - nos saluda y nos llama en inglés y castellano. 'Ey, peregrinos, good coffee, wine, tapas',
nos dice la voz de Belcebú. Julio voltea hacia el bar y luego me mira, pero -
ay mis amigos - sus ojos estaban ya velados por el maleficio, por la pérdida de
voluntad. Como un autómata gira, siguiendo la voz del mandinga, una voz que le
susurra en sus ensueños la melodía monocorde de un tiempo ingenuamente feliz,
las delicadas hebras del amor antes del pecado original, el dulce sabor de un
mundo sin dolores o urgencias. Un paso y otro más llevan a mi hermano hacia el
punto exacto del universo en donde todo es agujero negro, donde ya nada puede
escapar jamás. Busco, entre los objetos a mi alcance, al tizón ardiendo que
utilizó Tomás de Aquino para liberarse de la trampa de la lujuria, en una
escena inmortalizada por el gran Velázquez en 1631. Camina Julio sin voluntad
hacia el nudo del mundo, murmurando ciego y ya perdido:
As far as my eyes can see
There are shadows approaching me
And to those I left behind
I wanted you to know
You've always shared my deepest
thoughts
You follow
where I go
Finalmente, con la ayuda de las estampitas del Apóstol Santiago y de Ceferino Namuncura, logro amarrar a mi hermano, que grita como Ulises, irremediablemente perdido y, a la vez, irremediablemente atado al mástil de un barco sin nombre. Para consolar sus desdichas nos sentamos en una acequia que deja correr solo un hilo de agua y allí, con la certeza de que toda nuestra vida es el resultado de un inexplicable azar, bebemos nuestro buche del peregrino, esperando la llegada de Inés.
Luego de 17 kilómetros de marcha llegamos al cruce de San Clemente, donde se bifurca el camino. Reunión de comunidad para decidir la marcha: Inés, en minoría, vota por la senda oficial, que bordea la carretera; Julio y yo nos apuntamos a la alternativa, hacia Valtuille de Arriba, mientras que Laura permanece neutral. Le repetimos a Inés que ella puede seguir el trazado original, que es un poco más corto, pero descarta esa opción y se une al grupo, que encara la montaña con la certeza de que en poco tiempo habrá llegado al final de su etapa. Vamos recorriendo un paisaje de belleza bucólica: viñedos, bosques, campos de labor, y de vez en cuando, un puñado de gente esforzándose en el trabajo agrícola.
Aunque el desnivel de la etapa se anunciaba como mínimo, el trazado alternativo impone un esfuerzo considerable; el tiempo desmejora y ocasionalmente una fría ventisca deja una sensación de inquietud. Pero todas estas comodidades están compensadas con creces por la belleza serena del paisaje. Allí, en lo alto de la montaña, con todo el valle desbordado de viñedos, están Tito y Andrea, sentados, mirando crecer el vino. Aunque el lugar en el que están sentados - la vera del camino - es extraordinariamente público, la escena es casi individual. Por ello, decidimos seguir un poco más adelante, buscando nuestro propio reparo, nuestro lugar en el mundo desde donde adivinar el vino en los racimos maduros. Un centenar de metros más adelante, ayudados por el reparo de una caseta de labor, nos acomodamos para descansar, tranquilos, casi en silencio.
Unos cuantos minutos
más tarde aparecen Tito y Andrea, y los sumamos
a nuestra reunión. Sin duda, lo que ha determinado su voluntad de unirse
a nuestro grupo son las copas que venimos acarreando desde Cacabelos y el Losada
2009, que ayuda a que la sangre siga espesa y fuerte. Andrea es psicólogo
social y Tito es abogado, se han conocido hace pocas horas y caminan este
trecho juntos, charlando de muchas cosas distintas, pero en los últimos minutos
han debatido sobre los castigos y, en especial sobre la pena de muerte. Cuando
Tito advierte que Laura y yo también somos abogados y que Inés estudia Derecho,
menea la cabeza compasivamente, apiadándose de Julio, tratando de imaginar qué
pecados está purgando con semejante compañía en su peregrinación a Compostela.
Seguimos, apurados por una tormenta que cada vez es menos llovizna y más aguacero. A la entrada de Villafranca las despedidas son presurosas, descuidadas ya que cada cual tiene que encontrar su alojamiento en un pueblo al que la lluvia ha vaciado sus calles y terrazas. Tito nos dice que ellos han reservado en el Hotel San Francisco, en el centro, y, en ese momento, nos miramos con Laura e Inés, certificando el origen de la confusión con el acarreo de equipajes. Por el contrario, nuestro hostal está en las afueras de la ciudad, ya sobre la salida hacia O Cebreiro.
Seguimos, apurados por una tormenta que cada vez es menos llovizna y más aguacero. A la entrada de Villafranca las despedidas son presurosas, descuidadas ya que cada cual tiene que encontrar su alojamiento en un pueblo al que la lluvia ha vaciado sus calles y terrazas. Tito nos dice que ellos han reservado en el Hotel San Francisco, en el centro, y, en ese momento, nos miramos con Laura e Inés, certificando el origen de la confusión con el acarreo de equipajes. Por el contrario, nuestro hostal está en las afueras de la ciudad, ya sobre la salida hacia O Cebreiro.
Inés se adelanta, acuciada por la preocupación de que Jaco Trans hubiese confundido las coordenadas, y cuando llegamos al Hostal Casa Méndez, ya tiene organizado el alojamiento. Completamos el registro y bajamos a beber una cerveza, indolentes, dejando que la pereza vaya reclamando unas horas de sueño, una siesta bien ganada después de casi 26 kilómetros de marcha.
El hostal está integrado a un comedor, de respetable prestigio en la ciudad. Sin dudas, el hostal es una construcción posterior y ocupa cuatro plantas sin ascensor en el edificio adyacente. Ya pueden imaginarse, mis amigos, que nuestras habitaciones están el cuarto piso y que hay que vérselas moradas para lograr izar el equipaje hasta las cumbres del alojamiento. Jaco Trans ha cumplido impecablemente con su parte, pero ha depositado los bultos inmensos al pie de la escalera y allá vamos, con la lengua afuera, ayudando a Inés con su bolso descomunal, a descansar un rato antes de salir a explorar esta ciudad de 3.500 habitantes.
La siesta de los peregrinos carece de contornos precisos. No hay mayores urgencias que atender y, por ello, bajamos con Laura, cerca ya de las siete de la tarde. Para nuestra sorpresa, al llegar a la planta baja, encontramos a Inés, descompensada de frío, hambrienta, hastiada en su decepción con mi hermano que ha salido a la ciudad y ha llevado consigo la llave, dejándola fuera de la habitación, indignada con las hospitaleras que niegan que exista una llave maestra con la que abrir la puerta de su cuarto para recoger un abrigo, ansiosa por conectarse a internet pero sin encontrar una señal apropiada. En definitiva, un panorama harto complicado. Ofrecemos toda la ayuda que podemos, en especial abrigo y alimentos, y sugerimos salir al centro de la ciudad, a caminar un rato y dejar que el mal humor se disipe, a encontrar a mi hermano y recuperar la llave, a curiosear los muchos monumentos que guarda esta ciudad.
Finalmente, Inés decide acompañarnos. Va contrariada y, aunque intenta superar su estado emocional adverso, su lenguaje corporal transmite un enfado que desanima. Tal vez sea ese lenguaje corporal, la distancia que generan las cosas que se manifiestan pero que no se dicen, lo que Julio advierte cuando lo encontramos, junto al estupendo convento de San Francisco. Inés reprocha educadamente a Julio su descortesía. Julio explica las razones del desencuentro, pero no se disculpa. Un dialogo breve, educado en las formas, áspero en su contenido, que concluye con Inés recogiendo la llave y apartándose en busca de un bar con internet. Se abre así entre ellos una brecha de la que nuestra comunidad no se recuperará jamás.
Con Laura y Julio vamos a explorar este jalón del Camino, declarado Conjunto Histórico Artístico en 1965, pero un aguacero nos obliga a buscar refugio en un portal y allí, conversando de todo y nada, mirando llover, dejando que el tiempo pase, los ánimos va recuperando su pulso tranquilo. Cuando escampa vamos hasta la 'Puerta del Perdón', en la Iglesia de Santiago.
Esta pequeña iglesia, de factura románica
tardía, edificada a finales del siglo XII, se alza en la cima de una de las
colinas que flanquean a Villafranca, oponiéndose a otra colina en la que se
alza un castillo monumental. La Iglesia de Santiago es sencilla, de una sola
nave, con un ábside típicamente románico. La puerta norte, la llamada 'Puerta
del Perdón', es de una simplicidad y belleza que conmueve. Allí se encuentra,
talladas en la piedra, desde hace más de mil años, no sólo la iconografía
religiosa clásica - la huida a Egipto, los reyes magos, la crucifixión - sino
también una serie de imágenes de animales que ahora nos parecen fantásticos,
pero que la imaginación de la edad media encontraba con frecuencia en la niebla
del invierno, la espesura de los bosques, o en los relatos de naufragios en las
costas del fin del mundo.
En esta puerta, los peregrinos enfermos, aquellos demolidos ya por el rigor del Camino, encontraban consuelo. Allí, a los pies del monte O Cebreiro, de su subida inacabable, obtenían su bendición y su indulgencia como si hubiesen cumplido toda su marcha hasta Compostela. Juan Atienza en la página 213 de su libro Leyendas del Camino de Santiago añade:
Cabe pensar
que este rito sagrado fuera señal de que, al llegar a este enclave, el
caminante había adquirido ya el grado de iniciación imprescindible para
considerar que había vencido las pruebas principales que planteaba la ruta: que
el tramo probático había sido vencido y que, si no podía alcanzar la meta,
habría alcanzado al menos una parte fundamental de lo que inicialmente vino a
buscar.
Actualmente, el rito del perdón sólo se cumple los domingos de los años jacobeos (i.e, cuando el 25 de Julio cae en domingo) y, durante todo el tiempo restante, la puerta permanece cerrada. Aunque no he obtenido perdón alguno, igualmente me detengo a pensar un momento acerca de acerca de la preparación que he logrado, de lo que he encontrado en el Camino. En cierto modo, creo, haber adquirido lo necesario para comprender el sentido general; un juego inescapable donde no hay final ni ganadores; en el que la letanía del camino prepara para una transformación personal interminable; un ritual en los que las detenciones momentáneas - al igual que ocurre con los casilleros de la cárcel o la muerte en el tablero templario de la oca- son sólo exigencias de iniciar otra vez el juego. En este sentido, mis amigos, nunca llegaré a Compostela.
Bajamos hasta el pequeño centro, a buscar consejo acerca de un lugar para
cenar. Encontramos en la extraña plaza central - en verdad, más un lugar común
que una plaza - un conglomerado de tabernas, bastante concurridas, en las que
los peregrinos han buscado entretenimiento en una tarde de tormenta. Elegimos
una de las primeras, un bar que, en su terraza ofrece mesas protegidas de los
traicioneros aguaceros por amplias sombrillas impermeables. Tratamos de decidir
acerca de la mejor ubicación y una camarera se acerca a ofrecer su ayuda.
Interpela a Julio de manera directa:
- ¿Qué busca?
Julio responde, sin dudar un segundo:
- El amor. ¿Y usted?
Ella, que ha visto ya mucho peregrino en su vida, replica inmediatamente:
- Clientes.
Nos reímos y la mujer nos deja unas cartas para que decidamos qué ordenar
y se marcha a atender otras mesas que la reclaman. De repente, un rayo de luz
se abre paso en una tarde de confusas emociones y climatología desfavorable:
allá, a dos bares de distancia de donde estamos sentados, casi al alcance de la
mano, engullendo una pizza enorme, están Helen y Clarie. Le digo a Julio que no
sé si la camarera encontrará clientes, pero que a él seguramente le sonríe el
amor. Le indico donde están las peregrinas de Nottingham, Julio se frota los
ojos, y luego, como Johnny Bravo en su mejor momento, extrae un peine 'pantera'
de su bolsillo, repasa su tocado, se alisa las cejas, y se dispone a enfrentar al
destino. '¡Ay, qué hermoso!' dice Laura conmovida y, asociando al amor
recuperado con la tormenta pasajera, recuerda que William Shakespeare decía:
El amor consuela como el resplandor del sol después de la lluvia.
Para no ser menos, apunto entonces la famosa sentencia del bardo de
Cuenca, que en su disco Tiempo de Otoño (Hispavox, 1979) canta:
Por supuesto, Julio huye precipitadamente, no tanto por la llamada del
amor, sino más bien aterrorizado por el pobre rumbo literario de los
acontecimientos. A los pocos minutos regresa la camarera y mira la silla vacía
que ocupaba mi hermano, menea la cabeza, murmura algo indescifrable por lo
bajo, pero sospecho que es una suerte de letanía acerca de los caprichos del
azar y el imbatible erotismo del camino.
Julio pasa al lado de Tito, que está intentado encontrar un tema de
conversación para acercarse a Helen y Claire y mira admirado cómo mi querido
hermano se presenta directamente frente a las muchachas de Nottingham, bloque
la huida, arrima una silla y hace buena la exhortación de Augustin Louis Marie
de Ximénès, quien en su poema L´ere des Français (1793), clama:
'Attaquons dans ses eaux la perfide Albion'
Por ello, mi hermano, luego de las cortesías indispensables, se sienta en la mesa y lucha. ¿Por el amor?... No. Aunque desde nuestra posición podemos ver razonablemente bien el desarrollo de los acontecimientos, nos perdemos los detalles. Solo puedo decirles que Julio parece inmerso en un reñida disputa por conseguir un pedazo de pizza ya que en este caso es estrictamente verdad que se han juntado el hambre con las ganas de comer y las peregrinas inglesas - como ha quedado claro en El Acebo - tienen más hambre que termita de mecánico.
A decir verdad, Julio no es el único con hambre y es preciso resolver qué hacer. Inés nos encuentra - estaba tomando un café con leche en la trastienda del mismo bar en que estamos nosotros - y decidimos volver a cenar a nuestro hostal. No se trata de una opción apresurada o irreflexiva ya que el restaurante del hostal, llamado incomprensiblemente 'El guardia', es una de las recomendaciones consistentes que hemos recibido acerca de la gastronomía del lugar. Por ello, sin prisas, pagamos nuestra consumición, saludamos de lejos a Tito, Julio, Claire y Helen y con las sombras largas de las primeras horas de la noche, luego de cruzar el río Burbia, llegamos a nuestro hospedaje y nos sentamos en el comedor del hotel. El lugar está prácticamente desierto y no es difícil encontrar un buen sitio junto a un ventanal. Nos atienden con mucha cortesía y esmero, explicándonos con detalle las opciones para cenar. En la carta hay diversos entrantes, carnes de ave, cordero, chuletón del bierzo, perdices estofadas, truchas rellenas, merluzas acompañadas de diversas salsas y una larga lista de postres en la que, por supuesto, no falta la famosa 'Tarta de Santiago'.
Cenamos tranquilos, comentando las incidencias de la jornada, desentrañando el conflicto entre Inés y Julio, insistiendo en que nadie debe tolerar lo que parece equivocado y que la mejor manera de afrontar esas crisis es conversando. Inés, sin embargo, minimiza la situación y señala que no hay mucho más para añadir; que no pasa nada. Al poco rato regresa Julio y se suma a nuestra cena. Un par de botellas de Verdejo desequilibran la melancolía, y allí, en la noche profunda y húmeda del Bierzo, sentí la nostalgia de mis cosas, de mi casa y sus objetos, del globo terráqueo y las piezas de ajedrez labradas en madera de boj, de un cuenco repleto con monedas de diferentes países, de los instrumentos de música, de los libros de cocina y las laminas de arte. Allí, cenando junto al Burbia, con la felicidad de una vida simple, con el deseo de que el Camino no se acabe jamás, sentí la llamada de mis afectos dispersos, de ustedes, mis amigos. Por ello, en el reflejo pálido y verdoso del vino de Rueda encontré una razón más para brindar otra vez a vuestra salud. ¡Buen Camino!
27 de Julio
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