29.
O Cebreiro - Triacastela
(21,3 kilómetros)
La lluvia repica en el cristal de la habitación, con un ritmo suave, una cadencia desnuda de melodías, como una forma de oleaje improbable. Con los ojos entreabiertos, con la sensación de sueño y fatiga, la llovizna me empuja a un duermevela en el que abundan las imágenes de una singladura en un mar proceloso. Es una sensación inquietante, llena de sonidos persistentes, como el eco de un sonar que gota a gota inunda el espacio infinito, como una señal intermitente anunciando la desdicha...
- ¡El despertador, …paga el despertador!, alcanza a mascullar Laura y me sacude firmemente rescatándome de las imágenes y los sonidos incorpóreos del sueño.
Cumplo las instrucciones y desconecto el móvil. Me levanto poco a poco; como comprobando que en la magia de la noche las cosas no se han deshecho de su gravedad. Luego, estiro los músculos, siguiendo rigurosamente el método descripto por Joseph Hubertus Pilates, en su libro Return to Life through Contrology (1945).Una vez despabilado, me acerco a Laura con el difícil cometido de ayudarla a iniciar su jornada. Coincidirán conmigo, amigos míos, en que para este objetivo no hay instrumentos perfectos. En algunos casos se impone la paciencia y la conversación, mientras que en otras ocasiones sólo queda apelar a la fuerza bruta, al batir del cucharón contra el fondo de una cacerola, al grito salvaje de 'Viva la Santa Federación' o alguna otra consigna similar. Para esta mañana, en los confines de Galicia, escojo la persuasión. Con mi dulzura característica, le enumero dichos y citas propicias para animar su despertar. Digo, entonces, que al erizo feo y bobo dios lo hizo, que quien tiene poco que ponerse rápido se engalana y otros buenos refranes, imprescindibles para esta nueva jornada.
Sin embargo, algo va mal en mi estrategia. Laura parece dar por bueno esos versos de Sabina que dicen
Ese momento
de la madrugada
cuando ya se
ha bebido todo el vino del mundo
y no queda en
el alma más que el terco deseo
de dormir
abrazado a un cuerpo conocido.
En otras palabras, mis refranes carecen de mayores efectos; más bien lo único que logran es que Laura entierre su cabeza bajo la almohada, con una determinación similar a la que mostraron los bárbaros al asaltar Bizancio. Pero, cuando ya todo parece ineficaz, cuando estoy a punto de darme por vencido, remato mi faena con el conocido al que madruga, dios arruga.
- ¿Cómo que dios lo arruga? ¿Por qué?
La errata en la cita cumple inesperadamente el objetivo. Laura se incorpora y quiere detalles sobre las arrugas y las maldiciones divinas. Yo me limito a recordarle que, en ocasiones, el creador supremo tiene más mala uva que el lobizón en una sesión de depilación láser. Para respaldar este punto de vista enumero algunos de los castigos bíblicos más conocidos: la expulsión del paraíso, el diluvio en la época de Noé, la aniquilación de los Cananeos, las hogueras de Sodoma y Gomorra, la sal que atrapó a la mujer de Lot, o la confusión de leguas en Babel. Añado que a todo ello, como retribución genérica por haber mordido la manzana del pecado, el creador impuso a las mujeres no solo la fatiga y los dolores del parto, sino también la temible celulitis.
Para apoyar esta idea señalo que hay un contundente material audiovisual relativo al tema, y basta con ingresar al sitio http://www.dailymotion.com/video/xiiqwe_dios-creo-la-celulitis_fun para convencerse del valor de mi argumento.
Finalmente, cerrando el círculo de represalias, plagas y enfermedades, apunto un padecimiento que muchas veces pasa desapercibido pero que, gracias los rollos esenios encontrados en Qumrán, junto al Mar Muerto en 1947, ya se sabe concluyentemente que Judith no degolló al general Holofernes para salvar a su pueblo de la tiranía sino que la decapitación fue una represalia por haber dado a entender públicamente que ella padecía del temible mal del 'brazo gordo'. Este último dato despabila completamente a mi compañera que masculla un rencoroso ‘idiota’, cuando pasa rumbo al lavabo.
La comunidad se reúne en un desayuno desordenado, pero contundente. Café, dulces, zumos, bocadillos, tortilla francesa y una serie de platillos que se acumulan en la reducida geografía de nuestra mesa. El bar está colapsado de gente que reclama atención, que ordena sus colaciones, paga sus estadías o intercambia información en distintos idiomas sobre una gama increíblemente diversa de cosas: el pronóstico del tiempo, el tratamiento de llagas y fiebres, los kilómetros pendientes, las paradas intermedias, etc. También hay algunos peregrinos que se atrincheran en un silencio apático, abúlico, a solas con sus dispositivos móviles, recuperando en la red sus mensajes de correo o las noticias de los periódicos, que insisten mayoritariamente en banalizar el padecimiento de los familiares de las victimas del tren Alvia 151.
Todo bulle en el Hotel O Cebreiro. En parte, la razón de tanto alboroto hay que buscarla en un autobús repleto que acaba de llegar y la mayoría de sus pasajeros han decidido desayunar en nuestro hotel. Casi todos son peregrinos que, al igual que Ramín, inician su camino en esta etapa. Esta muchedumbre marca una tendencia que, con el correr de los días, se irá haciendo más notoria: el añadido de nuevos grupos de peregrinos que se suman en la ruta a Compostela. Por supuesto, no hay nada que reprochar a quienes han decidido caminar desde Pedrafita, en lugar de iniciar el Camino en otros remotos lugares. Pero este continuo burbujeo de nuevos compañeros produce una cierta sensación de alienación, de cosas ajenas. Mientras que en el resto de las etapas ha sido fácil reconocer a los que han caminado con nosotros– aun cuando no hayamos cruzado jamás una palabra con ellos – ahora la formación de estos nuevos grupos dificulta esta identificación; los peregrinos se vuelven grupo, muchedumbre, anónimos, espesos, impenetrables.
Luego del desayuno salgo a dar una vuelta, decidido a impregnar mis sentidos de este rincón en el que todo parece, al mismo tiempo, remoto y cercano, camino y meta.
Voy recorriendo lentamente las pocas edificaciones del
caserío, examinando el crucero que señala el perímetro del viejo cementerio,
acercándome sin prisas a la iglesia románica de O Cebreiro. Me detengo a
sus puertas, dejando que el aire de la mañana me devuelva un escalofrío que
recorre el espinazo. Voy dispuesto a ver allí, en Santa María La Real, una
talla románica de la virgen y el niño que posee la serenidad que solo ese tipo
de arte, ese mundo ya perdido, ha conseguido plasmar. Los colores dependen del
azar de las restauraciones (sobre todo de la última de ellas realizada en
1971), pero las líneas de esa escultura en madera, del siglo XII, son puras y
delicadas. El niño bendice con su diestra mientras que en su izquierda sujeta
al mundo. A su vez, la virgen tiene la mirada triste y perdida, lejana,
ausente.
Hay muchas leyendas ligadas a Santa María La Real, pero la más famosa de todas ellas es, sin duda, la que cuenta que un invierno, tal vez del siglo XIII, un monje acudió a celebrar la misa vespertina, con ánimo tan destemplado como el tiempo que azotaba el caserío. No se extrañó que, a causa de la nieve y ventisca, nadie participase de la celebración. En ese vacío espeso y helado, en la oscuridad de la pequeña iglesia, dudó del sentido del rito entre tanta soledad e indiferencia. Pero, cuando terminó de preparar los elementos de la ceremonia, vio en la penumbra a Juan Sentín, un campesino proveniente del cercano caserío de Barjamayor, que desafiando el rigor del clima, había acudido a profesar su creencia. Este encuentro inesperado no fue suficiente aliciente para el monje sino más bien todo lo contrario ya que su presencia implicaba que no podría abreviar el rito y regresar rápidamente a su claustro. Sin embargo, cuenta la historia, esa sensación de rutina, de cosas sin sentido, quedó bruscamente interrumpida cuando, al momento de la consagración de la eucaristía, el pan y el vino se transformaron literalmente en carne y sangre.
Este milagro fue ampliamente comentado y difundido, llegando a ser una de las historias más conocidas de la Europa medieval. No sólo una multitud de peregrinos acudieron a la iglesia de Santa María, sino también muchos personajes ilustres trataron de acercarse a este misterio. Así, en 1486, los Reyes Católicos intentaron trasladar esas reliquias a su Corte, pero no tuvieron éxito ya que los caballos que las transportaban se negaron obstinadamente a emprender el viaje. Por ello, los Reyes donaron los relicarios de cristal de roca en los que actualmente se encuentran protegidos los elementos del milagro.
Bien pueden imaginarse que esta historia está estrechamente emparentada con la leyenda del Grial, que en esa época iba cobrando fuerza a partir de las obras de Wolfram von Eschenbach, Chretien de Troyes y Robert de Boron (siglo XIII), forjando también a finales de la edad media, la harina con la que siglos después se amasaría el romanticismo. Este vínculo entre Santa Maria La Real y el grial no sólo fue literario y no es casualidad que un buen puñado de iglesias de la región (e.g., la iglesia de Valcarce) sean consagradas al culto de un personaje central en la historia del cáliz: María Magdalena. De esta época son también los primeros armoriales (como, por ejemplo, el Segar's Rolls, de finales del siglo XIII) en las que se incluyen representaciones de cálices y eucaristías en los símbolos gallegos. Actualmente, el escudo oficial de esa comunidad autónoma sigue exhibiendo esos testimonios del milagro de Santa María y es probable que la misma palabra 'Galicia' derive de la palabra 'Cáliz'.
La verdad es que la leyenda es tan inverosímil que, con frecuencia, no despierta mayor atención y queda en simple anécdota. Sin embargo, la moraleja es bastante más importante ya que alude una y otra vez a una pieza central en el alfabeto del peregrino: quien emprende la ruta a Compostela tiene que transformarse. Ulteria et suseia. En este sentido, el Camino es 'sublime' (sub limis), algo sutil, oculto por las formas comunes de la superficie. De allí la importancia de la transformación personal, ya que de otra manera no es posible acceder a las cosas ocultas. Sin esa transformación, el peregrino solo permanece en la superficie de las cosas.
Nadie permanece indiferente en O Cebreiro. En este rincón del mundo, como en ningún otro lugar del Camino, se presenta la dualidad eterna, fundamental de tener y carecer. Esta ambigüedad es el nudo central de tensiones vitales, que en el Camino se manifiestan de muchas maneras diferentes. Para mí, esta tensión es la que determina la clase de individuos que somos: errantes o sedentarios. Tal vez algunos de ustedes, mis amigos, prefieran las raíces, la serenidad del paisaje familiar, las labores imprescindibles de la rutina y las cosas comunes. Tal vez, otros - al igual que me ocurre a mí - sientan la urgencia del mundo, la necesidad de recorrer espacios, de asumir al Camino como forma de vida. Quien toma conciencia de su condición efímera, de peregrino, se ve empujado inexorablemente a una lucha entre la abundancia que ofrece echar raíces y la pobreza que acompaña a la vida errante. Para quienes hemos elegido el Camino, los caminos, hay una indefinible sensación de cosas imposible de lograr. Tal vez por ello, en unos famosos versos, el poeta señala:
Hay muchas leyendas ligadas a Santa María La Real, pero la más famosa de todas ellas es, sin duda, la que cuenta que un invierno, tal vez del siglo XIII, un monje acudió a celebrar la misa vespertina, con ánimo tan destemplado como el tiempo que azotaba el caserío. No se extrañó que, a causa de la nieve y ventisca, nadie participase de la celebración. En ese vacío espeso y helado, en la oscuridad de la pequeña iglesia, dudó del sentido del rito entre tanta soledad e indiferencia. Pero, cuando terminó de preparar los elementos de la ceremonia, vio en la penumbra a Juan Sentín, un campesino proveniente del cercano caserío de Barjamayor, que desafiando el rigor del clima, había acudido a profesar su creencia. Este encuentro inesperado no fue suficiente aliciente para el monje sino más bien todo lo contrario ya que su presencia implicaba que no podría abreviar el rito y regresar rápidamente a su claustro. Sin embargo, cuenta la historia, esa sensación de rutina, de cosas sin sentido, quedó bruscamente interrumpida cuando, al momento de la consagración de la eucaristía, el pan y el vino se transformaron literalmente en carne y sangre.
Este milagro fue ampliamente comentado y difundido, llegando a ser una de las historias más conocidas de la Europa medieval. No sólo una multitud de peregrinos acudieron a la iglesia de Santa María, sino también muchos personajes ilustres trataron de acercarse a este misterio. Así, en 1486, los Reyes Católicos intentaron trasladar esas reliquias a su Corte, pero no tuvieron éxito ya que los caballos que las transportaban se negaron obstinadamente a emprender el viaje. Por ello, los Reyes donaron los relicarios de cristal de roca en los que actualmente se encuentran protegidos los elementos del milagro.
Bien pueden imaginarse que esta historia está estrechamente emparentada con la leyenda del Grial, que en esa época iba cobrando fuerza a partir de las obras de Wolfram von Eschenbach, Chretien de Troyes y Robert de Boron (siglo XIII), forjando también a finales de la edad media, la harina con la que siglos después se amasaría el romanticismo. Este vínculo entre Santa Maria La Real y el grial no sólo fue literario y no es casualidad que un buen puñado de iglesias de la región (e.g., la iglesia de Valcarce) sean consagradas al culto de un personaje central en la historia del cáliz: María Magdalena. De esta época son también los primeros armoriales (como, por ejemplo, el Segar's Rolls, de finales del siglo XIII) en las que se incluyen representaciones de cálices y eucaristías en los símbolos gallegos. Actualmente, el escudo oficial de esa comunidad autónoma sigue exhibiendo esos testimonios del milagro de Santa María y es probable que la misma palabra 'Galicia' derive de la palabra 'Cáliz'.
La verdad es que la leyenda es tan inverosímil que, con frecuencia, no despierta mayor atención y queda en simple anécdota. Sin embargo, la moraleja es bastante más importante ya que alude una y otra vez a una pieza central en el alfabeto del peregrino: quien emprende la ruta a Compostela tiene que transformarse. Ulteria et suseia. En este sentido, el Camino es 'sublime' (sub limis), algo sutil, oculto por las formas comunes de la superficie. De allí la importancia de la transformación personal, ya que de otra manera no es posible acceder a las cosas ocultas. Sin esa transformación, el peregrino solo permanece en la superficie de las cosas.
Nadie permanece indiferente en O Cebreiro. En este rincón del mundo, como en ningún otro lugar del Camino, se presenta la dualidad eterna, fundamental de tener y carecer. Esta ambigüedad es el nudo central de tensiones vitales, que en el Camino se manifiestan de muchas maneras diferentes. Para mí, esta tensión es la que determina la clase de individuos que somos: errantes o sedentarios. Tal vez algunos de ustedes, mis amigos, prefieran las raíces, la serenidad del paisaje familiar, las labores imprescindibles de la rutina y las cosas comunes. Tal vez, otros - al igual que me ocurre a mí - sientan la urgencia del mundo, la necesidad de recorrer espacios, de asumir al Camino como forma de vida. Quien toma conciencia de su condición efímera, de peregrino, se ve empujado inexorablemente a una lucha entre la abundancia que ofrece echar raíces y la pobreza que acompaña a la vida errante. Para quienes hemos elegido el Camino, los caminos, hay una indefinible sensación de cosas imposible de lograr. Tal vez por ello, en unos famosos versos, el poeta señala:
… Por más que
la dicha busco
vivo penando
y cuando debo
quedarme, viday
me voy
andando.
Es mi destino
piedra y
camino
de un sueño
lejano y bello viday
soy
peregrino.
Las puertas cerradas de Santa María disuelven el conjuro y regreso al hotel en el momento en que cesa la llovizna. Mis compañeros ya están preparados para emprender la marcha, así que pagamos nuestro alojamiento, sellamos las credenciales, posamos para la primera fotografía en la que está el grupo completo, acomodamos las mochilas y salimos al Camino. La niebla envuelve el paisaje y deja una sensación de ingravidez, de caminar en una burbuja que rueda junto con nosotros, por una senda forestal en la que ocasionalmente se adivinan helechos y castaños al borde del camino. Le digo a Julio:
Las puertas cerradas de Santa María disuelven el conjuro y regreso al hotel en el momento en que cesa la llovizna. Mis compañeros ya están preparados para emprender la marcha, así que pagamos nuestro alojamiento, sellamos las credenciales, posamos para la primera fotografía en la que está el grupo completo, acomodamos las mochilas y salimos al Camino. La niebla envuelve el paisaje y deja una sensación de ingravidez, de caminar en una burbuja que rueda junto con nosotros, por una senda forestal en la que ocasionalmente se adivinan helechos y castaños al borde del camino. Le digo a Julio:
- Malgrat la boira cal caminar
Julio asiente en silencio y programa esa canción de Lluis Llach en su reproductor de música. Caminamos en silencio, enfrentando un pequeño repecho que nos lleva hasta el punto más alto de la senda en Galicia, a 1370 metros sobre el nivel del mar.
Vamos disfrutando de la sensación extraña de avanzar en la niebla, con una brisa llena de humedad que deja el rostro limpio y los pulmones renovados. Casi una hora después de emprender la marcha llegamos a Liñares, que nos tienta con su bar y su vieja iglesia pre-románica, del siglo VII. Pero es demasiado pronto para detenernos. Seguimos y pronto llegamos al Alto de San Roque.
Aquí el paisaje se hunde en una diversidad de valles, dejando la
sensación de que estamos en la cima del mundo. Aunque las nubes grises y
compactas ensucian el paisaje, los claros dejan ver un intenso espejo verde,
entrecruzado por carreteras rurales, con animales pastando, con algunos
manchones de bosque y pueblos diminutos, casi caseríos en la nada. En esta
encrucijada de vientos y nubes se impone
la estatua de un peregrino medieval que, sujetando el ala de su sombrero, avanza contra el viento (obra del artista José
María Acuña, 1993).
El camino nos lleva hasta Hospital da Condesa, donde Tito, Tito Jr. y Gigi están tomando un café, preparados ya para emprender la ruta. Los saludamos a la distancia y seguimos a buen ritmo. La etapa es relativamente corta (¡solo un poco más de 21 kilómetros!) y todo indica que llegaremos a almorzar a la tierra de los tres castillos, es decir: Triacastela. Seguimos, formando un grupo compacto, hablando de todo y nada. A los pocos kilómetros el grupo se estira, Inés se retrasa, mientras nosotros vamos avanzando, con la certeza de que nos reuniremos otra vez más temprano que tarde. A los 8 kilómetros de marcha llegamos a Padornelo, donde nos encontramos con un pequeño templo cuyo nombre (Iglesia de San Juan o San Oxan) es el mismo que el de otras iglesias - Hospital y Fonfria - separadas por unos pocos kilómetros en la misma senda jacobea. Por supuesto, la explicación de esta coincidencia no es una devoción extraordinaria hacia el autor del apocalipsis, sino la influencia que en esta comarca ejerció desde el siglo XII la Orden de Malta, conocidos también como 'Orden Hospitalaria de San Juan'.
El camino nos lleva hasta Hospital da Condesa, donde Tito, Tito Jr. y Gigi están tomando un café, preparados ya para emprender la ruta. Los saludamos a la distancia y seguimos a buen ritmo. La etapa es relativamente corta (¡solo un poco más de 21 kilómetros!) y todo indica que llegaremos a almorzar a la tierra de los tres castillos, es decir: Triacastela. Seguimos, formando un grupo compacto, hablando de todo y nada. A los pocos kilómetros el grupo se estira, Inés se retrasa, mientras nosotros vamos avanzando, con la certeza de que nos reuniremos otra vez más temprano que tarde. A los 8 kilómetros de marcha llegamos a Padornelo, donde nos encontramos con un pequeño templo cuyo nombre (Iglesia de San Juan o San Oxan) es el mismo que el de otras iglesias - Hospital y Fonfria - separadas por unos pocos kilómetros en la misma senda jacobea. Por supuesto, la explicación de esta coincidencia no es una devoción extraordinaria hacia el autor del apocalipsis, sino la influencia que en esta comarca ejerció desde el siglo XII la Orden de Malta, conocidos también como 'Orden Hospitalaria de San Juan'.
Aunque el templo carece de los atractivos de las iglesias pre-románicas (la construcción es del siglo XV), nos fijamos en una lápida empotrada en uno de sus muros que señala: 'Aquí yace Álvarez'. Decidimos esperar a que llegue nuestra compañera Álvarez (i.e, Inés), que ha quedado rezagada, para hacernos una foto junto a su lápida. En la iglesia encontramos a un sacerdote joven, vestido con hábito franciscano, que termina de arreglar el templo y continua con sus labores sin prestarnos atención. El retablo del altar, de factura barroca, tiene una imagen de una santa, que parece sostener algo que no se alcanza a divisar bien desde la nave. Pregunto al sacerdote, mientras sello la credencial, si la talla representa a Santa Catalina de Siena, doctora de la iglesia y, por ello, retratada usualmente con un libro. La respuesta es un tanto desganada, apática. Simplemente se encoge de hombros y murmura, 'puede ser'. El tono de voz delata un origen extranjero y cuando le pregunto sobre su procedencia, responde que viene desde el monasterio de O Cebreiro y que los pocos frailes que todavía viven en la parroquia se turnan para atender las diferentes iglesias de la comarca. Le vuelvo a preguntar, ahora específicamente acerca de qué país proviene. 'Ah', exclama. Luego responde, sin mayor pasión, que es de Brasil, de Belo Horizonte, mientras ordena milimétricamente unas hojas parroquiales, justo a la entrada del templo. Ramín también se acerca a sellar su credencial y el sacerdote es aún más apático y brusco que conmigo. Esta suerte de desinterés es inentendible, casi una forma oblicua de maltrato. Por ello, vuelvo a examinar con detenimiento al párroco. Mi adiestrado ojo clínico advierte en su rostro apagado, en el temblor de sus manos y su abdomen dilatado los síntomas de los padecimientos intestinales; los trastornos del estreñimiento. Me acerco a susurrarle las ventajas de la técnica de estimulación por tracción del conjunto nervioso estomacal, ya descriptas en la antigua Roma por Aulio Cornelio Celso como ‘pellem extendere’ y actualmente conocida como 'tirar el cuerito'. Pero, para mi sorpresa veo que el cura, con una sonrisa deslumbrante, abandona su postración y recibe alegremente a dos jóvenes peregrinas que acaban de entrar. El padecimiento desaparece de su rostro, la oscura noche de Mordor se transforma en alborada; ahora todo es fraternidad, paz y bien, don de lenguas, manos que bendicen y una voz que se dulcifica como solo pueden lograr los años de seminario mayor. Todo aleluya y ultreia. Obviamente, en ese paraíso recién descubierto no hay lugar para estos peregrinos. Por ello, luego de mascullar rencorosamente a espaldas del cura, salimos lentamente de la pequeña iglesia, rubricando nuestra decepción con el clásico pareado, 'Dos tetas tiran más que cien carretas'.
La consigna era esperar a Inés, pero a la salida de la iglesia, advertimos que ella nos ha dejado atrás, caminando a un ritmo endiablado, apurando infructuosamente su marcha para darnos alcance. La vemos a casi 300 metros por delante de nosotros. Gritamos, pero no nos oye y se pierde a lo lejos, en un recodo del sendero. Llamamos a sus teléfonos, pero no responde y ya no la encontraremos más hasta el final de la etapa.
Apenas dejamos atrás al caserío de Padornelo nos espera una subida corta, pero laboriosa, que nos sitúa en el Alto do Poio, a 1335 metros sobre el nivel del mar. La senda desemboca en la carretera LU-633 y a ambos lados de esa ruta se encuentran sendos albergues que ofrecen alojamiento, comidas, desayunos, etc. Es buen momento para detenerse, recuperar fuerzas con un café y calentar los huesos al sol que, a estas horas de la mañana, ha deshecho en jirones diminutos a la niebla y llovizna de la madrugada.
Sin embargo, las soleadas mesas de la terraza del bar 'Puerto O Poio' están ocupadas por nuestros enemigos naturales, los 'bicigrinos', que seguramente tendrían que ser incluidos entre los castigos que dios ha distribuido caprichosamente en sus seis días de creación del universo. Estridentes, competitivos, ajenos al valor espiritual y cultural del Camino, desaprensivos, desbordantes de testosterona, peligrosos, irresponsables y, para añadir males a la desdicha, invariablemente ataviados con ajustadas calzas similares a las de un torero en decadencia. Ante ese espectáculo que el repecho impedía advertir y prevenir, Julio se conmociona y deja escapar un lamento de agonía. Grita que no quiere verlos y gira para emprender la retirada. En su desesperación veo la tragedia de Edipo, en su disposición a arrancarse los ojos como forma de mitigar tanto padecimiento encuentro otra vez al drama del Rey de Tebas. Por ello, para estar a la altura de las circunstancias, sujeto las manos de mi hermano y represento ante las mesas del bar el momento clave de cegar su vista. Alzo los brazos al cielo y exclamo:
"En la
noche para siempre, no veréis más a los que nunca deberíais haber visto, ni
reconoceréis a los que ya no quiero reconocer..."
Como si hubiésemos ensayado este papel durante toda la vida, Ramín y Laura se unen a la representación y completan las líneas del clásico texto de Sófocles:
"¡Oh
sufrimiento espantoso para ser contemplado, el más atroz de cuantos hasta ahora
he podido ser testigo! ¿Qué locura se abatió sobre ti, infortunado? ¿Qué dios
vengador ha puesto el colmo a tu fatal destino, abrumándote con males que
sobrepasan el dolor humano? ¡Ah!, ¡ah desgraciado!"
El público se pone de pie y aclama la representación; pide un bis, pregunta por el precio del DVD, llaveros y remeras, pero nosotros permanecemos indiferentes a la fama, sacudimos el polvo de nuestras sandalias y, cruzando la carretera, nos adentramos en el bar rival, en el café del albergue 'Santa María de Poio'.
Nuestra elección resulta, por decirlo de alguna manera, desacertada. ¡Ay, mis amigos!, el bar es viejo, sucio, oscuro y maloliente. El contraste de claridad y penumbra nos impide ver que estamos entrando a un lugar más feo que la parte de atrás de una heladera. Pero, Julio se resigna a lo inevitable y santiguándose murmura que a lo hecho, pecho. Ante ese conocido refrán, aporto otro lugar común: 'todo árbol es madera, pero el ocote no es caoba'. Mi cita intriga a Ramín y Laura, cordobeses de alcurnia. No aciertan a darle sentido al enunciado y preguntan qué tiene que ver el ocote con todo esto. Mi respuesta es laboriosa porque tengo que remontarme hasta las raíces nauathl de la palabra ‘ocote’, que no se refiere a ningún corte especial para el puchero, a una parte de la anatomía femenina, o a la buena o mala suerte. Mi explicación, sin embargo, queda interrumpida porque a traición, a contraluz, surge el hospitalero desde el fondo del local.
Las formas y modales del dueño del bar siguen invariablemente el rumbo marcado por el Código Calixtino, es decir, 'iracundo y litigioso'. Hirsuto, bronco y un tanto reñido con la higiene. Por ello, apunto a mis compañeros:
- A este
seguro que le dicen 'barco nuevo'
- ¿Por qué?
- ¡Porque hay
que empujarlo para meterlo al agua!
Aunque a mí me hace gracia, el chiste es tan malo que mi comunidad amenaza con amordazarme al igual que al bardo de Asterix. El hospitalero nos pregunta, de manera áspera, qué deseamos. Con Ramín nos apuntamos a un café chico, Laura pide un té con leche, Julio se lo piensa y yo añado un agua con gas al pedido. El dueño resopla, refunfuña y protesta en galego ante la diversidad. Laura se dirige al baño y cuando va a entrar al lavabo, el hospitalero le grita que no, que ese es el de hombres - aun cuando ningún signo exterior permita identificarlo. Dado que los baños son individuales, Laura le contesta que no importa y el hombre vuelve a la carga señalando que claro que importa. Ante tanta vehemencia, la peregrina se dirige al que corresponde a las mujeres.
El hospitalero deja nuestro pedido en la barra. Los cafés y el té vienen acompañados de un sobre de azúcar. Le pedimos, por favor, que nos alcance un edulcorante.
- ¿Cómo?, responde el dueño
- Edulcorante, Estivia, Sacarina, algo así.
- ¡Pero, eso tiene que decirlo antes! Uno aquí ya tiene todo preparado. Si no se pide antes, aquí se sirve con azúcar.
- Pero, ¿nos puede poner edulcorante?, implora Ramín
- Claro, hombre. ¡Pero se pide antes!
Mientras damos cuenta de nuestros pedidos, una pareja joven entra al bar. Él es de un color oscuro indefinido, con rasgos faciales casi orientales y habla inglés. Por alguna razón se me ocurre que es de Filipinas, aunque - salvo una bandana fluorescente horrorosa que utiliza para enjugar el sudor - su indumentaria tiene una estética similar a la que se luciría en un campus americano. Ella tiene aspecto de universitaria de Harvard, aunque se nota a la legua su procedencia hispánica. También habla un inglés fluido, con un acento encantador y recuerda vagamente a Penélope Cruz. En otras palabras, mis amigos, está más buena que una chocotorta. Por ello, de allí en adelante, para nuestra comunidad, ella será Penélope.
Vuelvo entonces a los acontecimientos.
Penélope y su chico entran al bar en una conversación animada, ella saluda con un escueto y genérico buen día y se dirige al baño. Pero no sabe a lo que se enfrenta. Otra vez, desde detrás de la barra, ruge el hospitalero, pero ahora con argumentos diferentes.
Mientras damos cuenta de nuestros pedidos, una pareja joven entra al bar. Él es de un color oscuro indefinido, con rasgos faciales casi orientales y habla inglés. Por alguna razón se me ocurre que es de Filipinas, aunque - salvo una bandana fluorescente horrorosa que utiliza para enjugar el sudor - su indumentaria tiene una estética similar a la que se luciría en un campus americano. Ella tiene aspecto de universitaria de Harvard, aunque se nota a la legua su procedencia hispánica. También habla un inglés fluido, con un acento encantador y recuerda vagamente a Penélope Cruz. En otras palabras, mis amigos, está más buena que una chocotorta. Por ello, de allí en adelante, para nuestra comunidad, ella será Penélope.
Vuelvo entonces a los acontecimientos.
Penélope y su chico entran al bar en una conversación animada, ella saluda con un escueto y genérico buen día y se dirige al baño. Pero no sabe a lo que se enfrenta. Otra vez, desde detrás de la barra, ruge el hospitalero, pero ahora con argumentos diferentes.
-¿Adónde va?
- Al lavabo
- ¿Y se cree que esta es su casa? ¿Qué no sabe que hay que pedir permiso? Esto es un bar, así que no se pueden usar los servicios si no se consume algo.
- ¿No puedo ir al lavabo?
- Que no, mujer. Que primero hay que consumir.
El chico filipino pregunta que ocurre y Penélope le informa de los contratiempos. Luego enfrenta al hospitalero y, sin mediar disculpa alguna, le pide, con una mueca de desprecio, una coca cola. Luego de regresar del lavabo, da un sorbo a su bebida, paga la consumición y continúan la marcha. Una vez que quedamos solos, el hospitalero se queja - con cierta razón - de los modales de los peregrinos, que no piden permiso, que creen que todo es público y gratis, pero que él es quien tiene que pagar la luz y el agua, y que a ver si ellos harían lo mismo en su casa. Mientras desarrolla esa retahíla, nos sirve un líquido turbio, en unas copas que usualmente se utilizan para anís.
- De parte de la casa. Que aquí tratamos bien a todo el mundo que se lo merece.
Imposible rechazar la cortesía y no queda más remedio que echar valor y probar el brebaje. Laura y Julio se resisten al mero contacto con los recipientes y preparan sus equipajes para seguir la marcha. Con Ramín, en cambio, sacamos pecho y vamos a por el enemigo. Lo agito y luego lo huelo. 'Ay mamita', pienso. Dulce y alcohólico. Por lo bajo susurro a Ramín que vaya con cuidado, que esta copichuela es más peligrosa que muleta con rueditas. La curiosidad de mi cuñado, su entusiasmo por la gente, por sus modos de vivir, es inagotable. Por ello, echa un sorbito al garguero y, sin una mueca que delate su impresión, pregunta:
- Que no, mujer. Que primero hay que consumir.
El chico filipino pregunta que ocurre y Penélope le informa de los contratiempos. Luego enfrenta al hospitalero y, sin mediar disculpa alguna, le pide, con una mueca de desprecio, una coca cola. Luego de regresar del lavabo, da un sorbo a su bebida, paga la consumición y continúan la marcha. Una vez que quedamos solos, el hospitalero se queja - con cierta razón - de los modales de los peregrinos, que no piden permiso, que creen que todo es público y gratis, pero que él es quien tiene que pagar la luz y el agua, y que a ver si ellos harían lo mismo en su casa. Mientras desarrolla esa retahíla, nos sirve un líquido turbio, en unas copas que usualmente se utilizan para anís.
- De parte de la casa. Que aquí tratamos bien a todo el mundo que se lo merece.
Imposible rechazar la cortesía y no queda más remedio que echar valor y probar el brebaje. Laura y Julio se resisten al mero contacto con los recipientes y preparan sus equipajes para seguir la marcha. Con Ramín, en cambio, sacamos pecho y vamos a por el enemigo. Lo agito y luego lo huelo. 'Ay mamita', pienso. Dulce y alcohólico. Por lo bajo susurro a Ramín que vaya con cuidado, que esta copichuela es más peligrosa que muleta con rueditas. La curiosidad de mi cuñado, su entusiasmo por la gente, por sus modos de vivir, es inagotable. Por ello, echa un sorbito al garguero y, sin una mueca que delate su impresión, pregunta:
- ¿Cómo se llama?
- Jesús, para servirle
- No, mi amigo. La bebida.
- Pues, aquí le decimos orujo, si es que no tiene hierbas.
- ¿Y si tiene?
- Entonces, le decimos orujo de hierbas
Ante el rumbo que va tomando la conversación, es conveniente apurar la retirada. Voy al lavabo, que el hospitalero indica que corresponde a los caballeros, y descubro consternado que es una letrina mugrienta. Lo peor que he visto en mi vida y puedo asegurarles que en el norte argentino, como decía Atahualpa Yupanqui, hay ciertos sitios con tanta miseria que parece que por ahí dios no pasó. Pero este lugar supera con creces toda experiencia previa.
Salimos otra vez a la senda, que ahora va paralela a la carretera.
Comentamos acerca del temperamento, del genio de los gallegos, con la certeza
de que hay algo que se nos escapa en la comunicación con ellos, como si todavía
no tuviésemos las claves para entenderlos correctamente. Recordamos a nuestros
amigos con raíces gallegas; los comparamos con la gente que hemos visto en
estas tierras y detectamos algunos rasgos comunes, algo que nos hace pensar que
los estereotipos poseen un relativo valor - pero valor al fin - en la
explicación de ciertos caracteres. Nuestra conversación se centra en Ramín. A
pesar de que hace muchos años que él está casado con mi hermana, nunca hemos
tenido oportunidad de conversar tanto tiempo y de manera tan relajada como
ahora. Por ello preguntamos por sus orígenes, su familia, sus costumbres, sus
buenos y malos momentos. Ramín es un buen narrador y deja un fluido relato de
su infancia, de los barrios de Córdoba en los que ha vivido, de los compromisos
de su familia con el bahaísmo y su emigración a Argentina, de su aprendizaje de
la lengua persa como si fuese una lengua materna y su correlativa sorpresa
cuando comprobó que en el jardín de infantes no entendían muy bien su
castellano. Miles de anécdotas van tejiendo un relato apasionante.
Para caracterizar a Ramín es útil echar mano a una distinción que Julio trazó algún tiempo atrás. En ese momento, Julio dijo que había un tipo de personas que nos molestaban sin que ellos hiciesen cosas incorrectas o reprochables; simplemente nos producen una suerte de fatiga, como si con ellos las relaciones personales fuese algo laborioso. Para rematar su idea, Julio señalaba que esas personas eran 'como una subida'. Las subidas, los repechos, no admiten quejas; son así y así hay que vivirlos, pero molestan lo suyo cuando toca emprender el ascenso. Como pueden imaginarse, Ramín es básicamente lo contrario. Ramín es todo cuesta abajo. Gran compañero. Alegre, solidario, inquieto, curioso, amable. Sin dudas, el peregrino del año. Sin embargo, a causa de su formación en la religión de los Bahaí tiene un conocimiento superficial de las cosas elementales de la religión cristiana y, cuando de manera maliciosa le advertimos que en Santiago, hay que aprobar una prueba de catecismo para obtener 'La Compostelana', logramos preocuparlo por su eventual desempeño ante la mesa examinadora.
Llegamos a Fonfría un poco después de mitad de mañana. Es un caserío hermoso, con 41 habitantes, colgado prácticamente sobre los valles, en los que se alcanza a adivinar, a los lejos, diez kilómetros más abajo, el pueblo de Triacastela.
Para caracterizar a Ramín es útil echar mano a una distinción que Julio trazó algún tiempo atrás. En ese momento, Julio dijo que había un tipo de personas que nos molestaban sin que ellos hiciesen cosas incorrectas o reprochables; simplemente nos producen una suerte de fatiga, como si con ellos las relaciones personales fuese algo laborioso. Para rematar su idea, Julio señalaba que esas personas eran 'como una subida'. Las subidas, los repechos, no admiten quejas; son así y así hay que vivirlos, pero molestan lo suyo cuando toca emprender el ascenso. Como pueden imaginarse, Ramín es básicamente lo contrario. Ramín es todo cuesta abajo. Gran compañero. Alegre, solidario, inquieto, curioso, amable. Sin dudas, el peregrino del año. Sin embargo, a causa de su formación en la religión de los Bahaí tiene un conocimiento superficial de las cosas elementales de la religión cristiana y, cuando de manera maliciosa le advertimos que en Santiago, hay que aprobar una prueba de catecismo para obtener 'La Compostelana', logramos preocuparlo por su eventual desempeño ante la mesa examinadora.
Llegamos a Fonfría un poco después de mitad de mañana. Es un caserío hermoso, con 41 habitantes, colgado prácticamente sobre los valles, en los que se alcanza a adivinar, a los lejos, diez kilómetros más abajo, el pueblo de Triacastela.
Nos demoramos con unas fotos y ello da tiempo a una mujer mayor, casi octogenaria, a salir a nuestro encuentro y agasajarnos con 'leche frita', que es una suerte de panqueque, aderezados con azúcar. La verdad es que no son de mi agrado, pero agradezco el gesto. Nos pregunta desde dónde venimos y cuando le respondemos que somos de Argentina, nos cuenta que algunos de sus parientes han emigrado allí hace muchos años.
- ¿Y usted?
- Nooo, responde. Yo nunca he ido. ¿Quién se quedaría a cuidar los
animales?
En esa respuesta simple hay también una manera compacta de ver el mundo. Nos muestra el arraigo a un lugar hermoso, pero exigente en su clima; abundante en sus campos y sus posibilidades agrícolas, pero extraordinariamente castigado por la pobreza. Le dejamos unas monedas, como agradecimiento por su hospitalidad y cuando seguimos, se queda en mitad del camino, con su bandeja de tortillas, saludándonos con la mano.
El camino inicia un descenso de varios kilómetros, hasta el fondo de los valles. Aquí y allá el paisaje se multiplica como una copia de sí mismo. El aire reverbera bajo el sol de verano, inundando todo de un silencio en el que resuena ocasionalmente el leve sonido de la trashumancia de animales en busca de buenos pastos. Dado que todo es cuesta abajo, la marcha es rápida y cada peregrino va ausente en sus propios pensamientos. A diferencia de Ramín, que recién comienza su camino, a nosotros nos va ganando poco a poco una melancolía dulce y amarga, de cosas que se van acabando irremediablemente, del final de una gran aventura.
Nos detenemos en O Biduedo, en un bar casi en frente de la iglesia pre-románica de San Pedro, tal vez, la más pequeña de todo el Camino. Tiene una sola nave, pero su atrio con tres arcos de entrada le da una elegancia especial.
En esa respuesta simple hay también una manera compacta de ver el mundo. Nos muestra el arraigo a un lugar hermoso, pero exigente en su clima; abundante en sus campos y sus posibilidades agrícolas, pero extraordinariamente castigado por la pobreza. Le dejamos unas monedas, como agradecimiento por su hospitalidad y cuando seguimos, se queda en mitad del camino, con su bandeja de tortillas, saludándonos con la mano.
El camino inicia un descenso de varios kilómetros, hasta el fondo de los valles. Aquí y allá el paisaje se multiplica como una copia de sí mismo. El aire reverbera bajo el sol de verano, inundando todo de un silencio en el que resuena ocasionalmente el leve sonido de la trashumancia de animales en busca de buenos pastos. Dado que todo es cuesta abajo, la marcha es rápida y cada peregrino va ausente en sus propios pensamientos. A diferencia de Ramín, que recién comienza su camino, a nosotros nos va ganando poco a poco una melancolía dulce y amarga, de cosas que se van acabando irremediablemente, del final de una gran aventura.
Nos detenemos en O Biduedo, en un bar casi en frente de la iglesia pre-románica de San Pedro, tal vez, la más pequeña de todo el Camino. Tiene una sola nave, pero su atrio con tres arcos de entrada le da una elegancia especial.
Damos cuenta de unos bocadillos de tortilla francesa con unas jarras de cervezas, dejando que la pereza vaya haciendo su trabajo. Intentamos nuevamente contactar con Inés y arreglar el almuerzo comunitario, pero sus teléfonos siguen sin responder. Sellamos nuestras credencias y continuamos nuestra marcha. A los pocos minutos nos alcanzan las jóvenes peregrinas que habían capturado la atención del párroco en Padornelo. Son Gema y Nuria, de Tarragona y han comenzado el Camino en O Cebreiro. Tienen un aire juvenil y despreocupado, como de quien tiene todo el mundo por descubrir todavía. En este sitio, el sendero es ancho y podemos caminar todos juntos, pero, con la incorporación de las jóvenes peregrinas, la conversación se apaga. Aunque esos momentos pueden ser incómodos, nadie debe entrar en pánico, que como decía el buen Cervantes en su inmortal Quijote, para todo hay remedio menos para la parca. Dado que una década atrás he leído cuidadosamente 'El libro de las habilidades de comunicación' de Carlos J. Van-der Hofstadt Roman (Madrid, 2005), me hago cargo de la situación y formulo a nuestras jóvenes compañeras preguntas que inmediatamente me aseguran un lugar privilegiado en sus corazones. En situaciones como estas, donde la llegada de nuevas personas impone el silencio en un grupo, nuestro autor recomienda formular a los que recién llegan preguntas abiertas y neutrales, es decir, que sirvan para desarrollar una historia y no exijan una toma de posición personal. Por ello, evito cuidadosamente temas complejos como la configuración un router inalámbrico, o crípticos como el célebre debate sobre el origen de las líneas de Nazca. Más bien, a efectos de causar una buena impresión inicial, les pregunto a nuestras compañeras algo completamente novedoso:
- '¿Por qué están haciendo el Camino?'
Las jóvenes me miran con cierta cautela, como calibrando la seriedad de la pregunta. Dado que el autor del libro de la comunicación, aconseja reformular la pregunta inicial a efectos de dejar en claro las diversas posibilidades hermenéuticas, rápidamente añado:
- ‘¿Tienen alguna especial motivación religiosa, pecadillos que redimir o algo así?
A pesar de la originalidad de mi intervención, inexplicablemente, las peregrinas no se sienten motivadas a responder y sus contestaciones son más bien desganadas. Solo señalan que están allí sin ninguna razón especial para compartir.
Debo admitir que el dialogo no progresa con facilidad. Más bien, es un hueso duro de roer. Pero, una vez que se ha establecido la comunicación, el autor reseñado aconseja profundizar en la biografía del interlocutor, a efectos de mostrar el interés que el prójimo tiene para nosotros. Por ello, añado una pregunta retórica con la que he tenido incontables éxitos en bares y discos
- Ustedes, seguramente estudian, ¿no?
Respuesta lacónica, en verdad ultra-lacónica: ‘No, ya terminamos la universidad’
- 'Aja', exclamo, y poniendo en marcha mi poderoso motor de inferencias lógicas, les digo que, entonces, seguramente emprendieron el camino porque están desempleadas, en el paro.
- No, hombre, que no, responden precipitadamente y, a decir de algún observador imparcial, ya un tanto mosqueadas por ese interrogatorio. Con reticencia, añaden que están de vacaciones, que Gema es administrativa y, a su vez, Nuria trabaja en la universidad.
- Claro, claro, respondo con el tono paternalista que los especialistas recomiendan para dar consuelo a los afligidos y, para dejar claro que yo estoy de su lado, que un buen consejo vale una fortuna, les señalo:
- '¿Por qué no estudiaron Derecho? ¡Es la carrera del futuro!
En ese momento, Julio y Ramín se retiran precipitadamente, seguramente apabullados por mis virtudes retóricas. Lo que todavía no acierto a explicar es por qué razón también Gema y Nuria se retiran rápidamente, mejor dicho, Gema lleva a Nuria a la rastra mientras esta última masculla ‘¡Que pesat! No m'agafis, xiqueta, que a aquest tio vull donar-li una pallissa’. A mi lado, sólo permanece Laura, intrigada por las infalibles recetas del libro de Van-der Hofstadt Roman.
Nuestro sendero está permanentemente custodiado por la sombra del Monte Oribio (1440 mts) y discurre por bosques y prados de un verde reluciente en donde pastan las célebres 'rubias de galicia', unas terneras con las que se producen cortes de afamada calidad. Los pueblos y caseríos se suceden continuamente hasta Triacastela.
En ese momento, Julio y Ramín se retiran precipitadamente, seguramente apabullados por mis virtudes retóricas. Lo que todavía no acierto a explicar es por qué razón también Gema y Nuria se retiran rápidamente, mejor dicho, Gema lleva a Nuria a la rastra mientras esta última masculla ‘¡Que pesat! No m'agafis, xiqueta, que a aquest tio vull donar-li una pallissa’. A mi lado, sólo permanece Laura, intrigada por las infalibles recetas del libro de Van-der Hofstadt Roman.
Nuestro sendero está permanentemente custodiado por la sombra del Monte Oribio (1440 mts) y discurre por bosques y prados de un verde reluciente en donde pastan las célebres 'rubias de galicia', unas terneras con las que se producen cortes de afamada calidad. Los pueblos y caseríos se suceden continuamente hasta Triacastela.
Ya estamos muy cerca de nuestro destino. En este tramo se multiplican las pequeñas iglesias, que con su milenario aire de desamparo ejercen un peculiar magnetismo y nos impulsan a pensar en una vida más despojada de cosas inútiles. Dejando atrás Pasantes, el camino se puebla de mesas con pequeñas cestas descartables rebosantes de frutos rojos. Nadie las custodia y están allí para que los peregrinos den cuenta de ellas. A su lado, una caja reclama un donativo y cada uno de los que recoge una cesta cumple con el pedido, depositando una moneda. En Ramil, ya casi unido con Triacastela, en mitad del camino, se yergue un viejo castaño. Impresiona la dimensión de su tronco, los pliegues de sus ramas, su espeso follaje y su dignidad de árbol centenario. A un costado hay una fuente y el entorno invita a sentarse a descansar allí, sintiendo las voces de otros que ya han pasado por este sitio durante todo el siglo.
Sin embargo, el calor golpea y el esfuerzo del día anterior, de la subida a O Cebreiro comienza a pasar factura. Decidimos apurar los últimos setecientos metros y, cerca de las dos de la tarde, llegamos a Triacastela.
Nuestro alojamiento, Pensión Casa David, está a la entrada misma del pueblo. Es una construcción relativamente nueva, de varios pisos y la recepción está en el bar que se llama, por supuesto, ‘O Peregrino’. Frente al hotel, cruzando la calle, hay una explanada en la que se despliegan unas mesas, protegidas del sol por unas enormes sombrillas. Inmediatamente después, comienza un prado, de casi doscientos metros, con una cierta pendiente, atravesado por un caminito que desemboca allá abajo en el Albergue Municipal de Peregrinos.
Sentados en la mesa del bar están Inés y Tito. Besos y abrazos. Ellos nos comentan que las llaves hay que pedirlas en el bar y una de las empleadas nos acompaña amablemente hasta nuestras habitaciones. Su esfuerzo tiene mérito. La entrada del hotel es por la parte posterior, y el rodeo requiere superar una pendiente agotadora y luego, para llegar a nuestras habitaciones, hay que subir tres pisos sin ascensor. La empleada insiste en ayudarnos con nuestro equipaje, que Jaco Trans ha depositado cobardemente en el bar y no en la entrada misma del hotel. Le decimos a la mujer de buena voluntad que su ayuda no es necesaria, pero ella responde que no tiene problemas y que, después de todo, nuestro equipaje pesa bastante menos que el bolso de Inés, que ya ha cargado un rato antes.
- No sé qué lleva ahí esa niña - suelta la mujer - que más que una peregrinación parece que lleva todo el ajuar para buscar marido
Con el resuello entrecortado llegamos a nuestras habitaciones dobles ya que Inés ha ocupado la pieza individual, que estaba reservada para Ramín. Por supuesto, Ramín acepta con deportividad el cambio imprevisto, dejamos nuestras cosas en la habitación e inmediatamente bajamos a cumplir con nuestro ritual inmediato de final de etapa, es decir: beber un par de jarras de cervezas.
Nos reunimos nuevamente con Inés, Tito y Tito Jr, que acaba de llegar. Gigi también ya está en Triacastela, pero ha decidido quedarse en el Albergue, con Penélope y otro pequeño grupo de jóvenes peregrinos. Tito lamenta su decisión, pero entiende perfectamente que para una chica de veinte años es mucho más interesante seguir el Camino junto a otros chicos de su edad, que junto con su padre. De todos modos, ha prometido unirse al grupo a la hora de la cena. En el bar, la oferta gastronómica es lamentablemente pobre y hay que arreglarse con unos bocadillos, unas tapas de jamón y poca cosa más. Mientras esperamos nuestra magra pitanza, Ramín, dando muestras de una diplomacia que hubiese envidiado el Cardenal Samoré en los momentos álgidos de la navidad del 78 mientras mediaba en el conflicto entre Argentina y Chile, le dice a Inés:
- ¡Cómo me cagaste con la pieza, guachita!
Inés es una persona especial, con un inagotable afán competitivo y, por ello, esa esgrima verbal no le presenta dificultad alguna. Su respuesta es rápida como una centella:
- Anoche dijimos que había que ver qué se hacía con esa habitación y como yo llegué primero…
Esa intrascendente conversación podría haber durado un rato más, pero en ese momento la camarera grita:
- Coged las cosas de la mesa. Cuidado, cuidado
Con Julio miramos hacia derecha e izquierda, recordando nuestra infancia en Santiago cuando esos gritos anunciaban la temible visita de la plaga de langosta, o la cercanía de algunos vándalos tucumanos mundialmente conocidos por su afición a los objetos del prójimo. En ese momento, un ruido de fondo, al que no habíamos prestado atención, se hace más insistente y, casi rozando los árboles, nos sobrevuela un helicóptero.
- Va a aterrizar aquí. Cuidado, cuidado.
- ¿Dónde va a aterrizar?, grito aterrado por si acaso el piloto decide descender justo en el centro de la mesa y comerse las papas fritas.
- ¡En el prado!, grita la camarera.
En ese momento, el helicóptero regresa volando muy bajo y, como si fuese un abejorro descomunal, queda suspendido en el aire, a menos de cien metros de donde estamos sentados y con una suavidad inverosímil, se posa lentamente cerca del albergue municipal.
En ese mismo momento, una camioneta de la guardia civil llega al lugar y esquivando de milagro a un auto estacionado cerca de la esquina, bloquea el caminito de entrada al albergue. Nos quedamos pasmados. Por lo inesperado de la situación, por la adrenalina que genera la llegada a toda velocidad de la camioneta y el descenso del helicóptero.
- Seguro que son narcotraficantes. Atentos que aquí se arma la balacera, les digo a mis compañeros, ilustrándolos sobre el hecho de que en Galicia operan sofisticadas bandas del crimen organizado.
Sin embargo, unas grandes cruces rojas pintadas en los costados del aparato desmienten mi interpretación de los hechos. Una vez que las aspas dejan de girar bajan cinco personas del helicóptero y comienzan a correr cuesta arriba, en nuestra dirección. Los rumores crecen y la camarera, que está justo a nuestro lado, nos cuenta que vienen a asistir a un vecino que ha caído en un pozo de cinco metros. Lo que no se entiende bien de la situación es por qué el coche de la guardia civil no se acerca a recoger al personal sanitario y deja que ese grupo cargue esforzadamente con el equipo de rescate durante toda la pequeña cuesta. Ya casi al final de nuestro almuerzo, regresa la camioneta y baja el cuerpo médico, con una camilla en la que llevan estabilizado al desafortunado vecino y, luego de asegurarlo en el helicóptero, parten hacia el hospital de Lugo. A la tarde sabremos que, a pesar de sus tres fracturas, contusiones varias y una leve conmoción cerebral, está fuera de peligro.
La calma regresa a la comunidad y Tito le dice a Ramín que él puede demostrar que todos están a favor de la pena de muerte.
- ¿Qué?, dice el Turco, extrañado ante el giro de la conversación
- Claro, responde Tito y, englobando a todos con el giro de su brazo en el aire, señala que nadie duda en justificar la legítima defensa y que, por ello, también, en ciertos sentidos, apoyan la pena de muerte. ¿A que tú también estás de acuerdo?, remata Tito.
Pocas cosas interesan menos a Ramín que esa discusión filosófica abstracta y le dice a Tito que corte el rollo, que no sea cenizo y rápidamente se distrae con lo poco que queda de la picada compartida. Ante el fracaso de su argumento, Tito cambia de tema de conversación y nos dedicamos a intercambiar información sobre el alojamiento previsto para la próxima etapa.
Alarmados por la precariedad de la comida decidimos buscar donde proveernos de fruta, pan y algún trozo de queso para la tarde. Nos indican un supermercado casi al final del pueblo, pegado a la carretera. Vamos hacia allí y en una esquina, ya llegando al lugar señalado, veo en una calle lateral, a veinte metros de distancia, a una mujer, tocada por un sombrero de paja blanca, que habla por su móvil, distraída al calor de la tarde, absorta en su conversación. Aunque está demasiado lejos para distinguir nítidamente sus rasgos, tiene un encanto indudable, un aire de mujer capaz de producir hondo desconsuelo. Es una imagen perfecta de una mujer perfecta. Como un devoto en penitencia, murmuro:
- Claro, responde Tito y, englobando a todos con el giro de su brazo en el aire, señala que nadie duda en justificar la legítima defensa y que, por ello, también, en ciertos sentidos, apoyan la pena de muerte. ¿A que tú también estás de acuerdo?, remata Tito.
Pocas cosas interesan menos a Ramín que esa discusión filosófica abstracta y le dice a Tito que corte el rollo, que no sea cenizo y rápidamente se distrae con lo poco que queda de la picada compartida. Ante el fracaso de su argumento, Tito cambia de tema de conversación y nos dedicamos a intercambiar información sobre el alojamiento previsto para la próxima etapa.
Alarmados por la precariedad de la comida decidimos buscar donde proveernos de fruta, pan y algún trozo de queso para la tarde. Nos indican un supermercado casi al final del pueblo, pegado a la carretera. Vamos hacia allí y en una esquina, ya llegando al lugar señalado, veo en una calle lateral, a veinte metros de distancia, a una mujer, tocada por un sombrero de paja blanca, que habla por su móvil, distraída al calor de la tarde, absorta en su conversación. Aunque está demasiado lejos para distinguir nítidamente sus rasgos, tiene un encanto indudable, un aire de mujer capaz de producir hondo desconsuelo. Es una imagen perfecta de una mujer perfecta. Como un devoto en penitencia, murmuro:
'... Estoy
mirando, oyendo,
con la mitad
del alma en el mar y la mitad del alma
en la tierra,
y con las dos
mitades del alma miro al mundo'.
Al pasar le digo a Julio que esa chica, que en la distancia se adivina muy joven, pertenece al tipo de mujeres capaz de cambiar la historia. Julio mira distraídamente y deja pasar mi comentario sin respuesta alguna.
Luego de nuestras compras, decidimos dar una vuelta por el pueblo, aunque Inés prefiere regresar al hotel. Una de las cosas llamativas de Triacastela es que no solo no tiene tres castillos sino que ni siquiera es seguro de que haya tenido tan solo uno en alguna época ya remota. Con sus 750 habitantes, luce desierto a la hora de la siesta, en una calma atormentada por el calor del verano. Nos detenemos un momento en la Iglesia de Santiago, de indudable factura románica, aunque una torre posterior, del siglo XVII, le quita su encanto primitivo. Con Laura, vagabundeamos por la callejuela principal, siguiendo la flecha amarilla que marca el Camino. Llegamos prácticamente hasta el final del caserío y nos detenemos frente al tablero de anuncios del ayuntamiento, curioseando los bandos del alcalde, tratando de imaginar la vida del pueblo. Unos gritos de Ramín nos devuelven a la realidad. Está sentado con Julio, en la terraza de un bar, llamado 'Xacobeo', y llegamos justo cuando se acerca el camarero con un par de jarras de cerveza y unas raciones de pimientos del padrón. Esos pimientos, verdes, pequeños, preparados a la sartén, con un dejo de aceite de oliva, a fuego vivo y con sal de escamas son únicos en el mundo. Su mayor gracia, luego de su sabor incomparable, es el hecho de que algunos son bastante picantes, pero la mayoría son completamente inofensivos. Mientras damos cuenta de nuestro manjar entablamos conversación con un señor que está sentado en la mesa contigua, casi a los rayos del sol. Claramente es un peregrino, aunque es inclasificable a primera vista. Está solo, es relativamente mayor y mantiene una discreta elegancia, algo así como un porte de caballero. Ramín y Julio rápidamente entablan conversación. Él es de Sevilla. Lo invitamos a tomar una cerveza con nosotros, pero la rechaza cortésmente ya que se está festejando con una copa de ron 'Santa Teresa', con hielo. Se duele de sus pies, con algunas llagas, y de la dureza de la subida a O Cebreiro. Sus pies dañados nos sugieren inexperiencia, una preparación insuficiente. Pero esa impresión es falsa. Ésta es la tercera vez que su Compostelana ya que antes ha realizado el Camino en bicicleta desde Roncesvalles y a Caballo desde Ponferrada. Esta revelación nos impone contemplar a nuestro compañero con otros ojos ya que este pedazo de su biografía deja claro no solo un amor por el Camino sino también mucha clase personal. Indudablemente, tiene estilo. Nos cuenta que al día siguiente, en Sarria se unirá su compañera, y desde allí seguirán juntos hasta Santiago.
Cambiamos la cerveza por un vino blanco de Rueda y nos entretenemos con el relato, típicamente sevillano en sus giros idiomáticos, de cómo se ve el Camino en el papel de 'Equigrino'. En esos momentos se acerca lentamente, por la calle principal, una peregrina que tiene un aire ausente, como cuando buscamos algo que de pronto no recordamos qué es. También la invitamos a sentarse con nosotros. Acepta, y la copa de vino blanco gira en sus dedos un instante más de lo necesario. Sus palabras, en verdad, llegan unos segundos más tarde, como cuando hablamos por teléfono con alguien en otro rincón del mundo. Es de Europa Central, su edad es indefinida pero estará cerca de los 50 años y su inglés es más bien básico, aunque suficiente. Sin embargo, hay algo que no encaja. Es como si el lenguaje fuese laborioso, con independencia del idioma en que se expresa. Poco a poco se van manifestando las razones de su extraño comportamiento. Nos cuenta que es artista y que ha tenido algunas crisis y depresiones. Añade que el Camino y las pastillas tranquilizantes la ayudan a encontrarse a sí misma. Luego se pierde en extrañas historias en las que Andy Warhol es su amante secreto y ella confiesa que sabe que eso no está nada bien.
En ese momento, con una mirada cargada de fina ironía, nuestro buen amigo sevillano se despide de nosotros. Laura susurra 'too much' y se apresura en la retirada. Por el contrario, yo le pregunto si de verdad ha conocido a Warhol. Ramín y Julio escuchan perplejos mi pregunta y ya dudan acerca de quién está más chiflado en esa reunión. Por eso, para evitar extraer dolorosas conclusiones, Ramín paga la cuenta, promete al camarero regresar a la noche a probar el pulpo y nos vamos a dormir una bien ganada siesta.
Pocas cosas hay para hacer en el Camino una vez que se ha cumplido con la etapa programada. Algunos dan vueltas por el pueblo, toman fotos, se conectan a la red o, la mayoría, simplemente bebe y conversa con otros peregrinos. Nosotros celebramos un pequeño conclave para decidir la ruta de la etapa siguiente. Hay dos opciones. Una nos acerca al monasterio de Samos, mientras el recorrido oficial va siguiendo la carretera y acorta en 6 kilómetros la distancia a recorrer hasta Sarria. No hay consenso. Mis compañeros no lo ven claro, pero de todos modos, yo anuncio que ellos pueden hacer lo que mejor les parezca ya que yo no perderé la ocasión de visitar el monasterio. A eso de las 7 y 30, se suma Tito a nuestro grupo y arreglamos para cenar a las 8 en el mismo bar que descubrimos esta siesta.
Puntualmente, nos reunimos en el bar ‘Complejo Xacobeo’. Somos un grupo numeroso, pero el comedor es grande y nos acomodan una mesa para 9 personas sin dificultad. Pedimos diversas cosas, en las que se destacan especialmente las raciones de pulpo y bistecs de la afamada 'rubia gallega'. Bebemos un discreto vino tinto de rioja y un par de correctos –como siempre- vinos de rueda. Brindamos y poco a poco nos vamos sintiendo como parte de una familia. El idioma de conversación es el castellano y el italiano, aunque ocasionalmente, Gigi y Tito Jr recurren a su lengua materna: el inglés. Tito nos cuenta de su infancia en Italia, de sus matrimonios y divorcios, de su profesión de abogado, del justificado orgullo por sus hijos. A su vez, Gigi y Tito Jr nos cuentan de su vida cotidiana, de sus amigos e intereses, de sus otras experiencias en el Camino, ya que años antes han recorrido el llamado Camino Portugués. Nosotros contamos de nuestras cosas y, como ocurre en una mesa grande, la conversación se fragmenta en distintas direcciones. Tito retoma el argumento de la mañana y, junto con Laura, nos trenzamos en una discusión de filosofía jurídica sobre la legítima defensa y la pena de muerte. Por su parte, Julio conversa con Gigi ya que ella al igual que mi hermano también vive en Canadá, aunque ella está, en la otra punta del país, estudiando en la universidad McGill, en Montreal. Julia le cuenta que está enamorado, que el amor y el Camino van siempre juntos, pero que ha sufrido una decepción, que no ha tenido suerte, que tal vez su papel sea solo sembrar para que otros cosechen. Gigi tiene poco más de veinte años, pero una sabiduría y malicia que solo confiere el género, la pertenencia al sexo femenino. Le da un par de recetas más que atinadas y sobre todo señala que mi hermano no parece estar muy interesado en concretar ninguna de las historias mencionadas. Por supuesto, mi hermano niega esa acusación, aunque admite que en el caso del dragón, cuanto menos se lo ve, más crece la leyenda.
Ramín, Inés y Tito Jr se entretienen hablando de bandas e intérpretes absolutamente desconocidos. El momento álgido llega cuando Ramín busca en su móvil la música de 'Nene Malo', que debe ser una de las peores pistas de la historia de la música. Seguramente, en sus orígenes, ese tema fue parte de un experimento desarrollado por un ejército del Imperio para desmoralizar a los enemigos ya que bien puedo entender que frente a dos acordes de esa canción los soldados del adversario sintiesen más terror que frente a un bombardeo nocturno. El dueño se acerca y, con modales bruscos, similares a tantos otros gestos que abundan entre la gente de estas tierras, regaña a Ramín.
-Aquí no se puede poner música. Eso molesta a los otros clientes; así que, por favor, baje el volumen que aquí todos tienen que estar tranquilos.
El argumento tiene su miga y Ramín pide educadamente disculpas, aunque no deja de apuntar que, a esas horas, nosotros somos los únicos comensales. Aunque nuestra comunidad está alegre y feliz, ese gesto destemplado del dueño nos impulsa a pedir la cuenta. La hemos pasado bien, pero son casi las diez de la noche y, entre otras cosas, Gigi tiene que regresar al albergue antes de que traben la puerta.
Recorremos las pocas cuadras que nos separan de nuestro hotel, bajo un cielo incendiado de estrellas. Es una noche de verano que invita a las confidencias y al amor. Tal vez algo de eso ocurre con Inés y Tito, que caminan aparte, contándose mutuamente en inglés las cosas de su vida. Quizás el amor y el Camino, como Julio recuerda continuamente, van inextricablemente unidos. Finalmente, llegamos a nuestro hotel y decido quedarme un largo rato contemplando el increíble espectáculo del universo. Tal vez a ustedes, mis amigos, también les dé una suerte de congoja ese interminable abismo, sus distancias inimaginables, la soledad de su vacío, el desconsuelo de ser, acaso, los únicos seres vivos en tanta inmensidad. Pero además, en esa noche de Triacastela, en esas remotas estrellas, me pareció encontrar reflejada, como obra de un extraño espejo, la imagen ya irremediablemente perdida de tantos otros que han caminado hasta Compostela. Y me sentí de todos ellos un hermano del Camino, de sus desdichas y sus venturas, de sus esfuerzos y fracasos. En los profundos colores del vacío y el silencio, pude ver las formas nudosas y ásperas de tantas manos empuñando firmemente el bordón y de su abandonada suerte cuando ya se ha cumplido el Camino. En el incierto parpadeo de las estrellas vi los rostros desdibujados de tiempo de tantos otros que han peregrinado por este mismo sendero. Por ello, con el corazón apretado de sensaciones extrañas, en su memoria alzo una copa en el silencio de la noche y, con la certeza de que también ustedes, mis amigos, van siempre conmigo, brindo una última vez. ¡Salud y Buen Camino!
29 de Julio
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