32.
Portomarín - Palas do Rei
(25
kilómetros)
Desde la madrugada he padecido una
sensación de urgencia y melancolía; de cosas que irremediablemente se acaban.
Falta ya un puñado de etapas para llegar a nuestra meta y poco a poco va
invadiéndome una sensación de desconcierto, de interrogantes sobre qué ocurre
luego de completar la marcha hasta Santiago de Compostela. Pero, también va
creciendo la certeza de que el final, cualquier final, es solo una etapa más
del juego; tal vez toda la moraleja de esta experiencia se resume precisamente
en completar los círculos vitales, cerrar etapas y comenzar otras. De este
modo, se va haciendo evidente una conclusión: todo es Camino.
Algo similar puede expresarse
diciendo que a Santiago solo se va. Esta frase fue subrayada por Julio en
Nájera, en el 2012. La habíamos encontrado por casualidad, apuntada por otro
desconocido peregrino y mi hermano, en el Bar El Mono, mientras cenábamos
estupendamente y preparábamos nuestra etapa hasta Santo Domingo de la Calzada,
insistía en que allí había una idea importante. Ciertamente, en ese momento, la
frase aportaba algo a lo que era necesario prestar atención, pero, en cierta
media, a esa altura de nuestra marcha, solo nos podíamos aferrar a sus aristas
más superficiales.
Las cosas obvias son las que se
incorporan sin necesidad de elaboración; son las que están expuestas sobre la
misma vía que uno recorre y, por ello, son evidentes. Al menos, esa es la
moraleja de su etimología (ob - vium, i.e., en la vía). De igual
manera, cuando se afirma que a Santiago solo se va, salta inmediatamente a la
vista que en el Camino los peregrinos marchan ritualmente en la misma
dirección. Otros senderos famosos (por ejemplo, en Inglaterra, la ruta de 117
kilómetros desde el Golfo de Solway hasta el estuario del Tyne), pueden ser
indistintamente recorridos desde, supongamos, el oeste hacia el este o
viceversa, sin que el lugar de origen modifique sustancialmente la experiencia.
Pero, en el Camino de Santiago las cosas son de otro modo: hay muchos puntos de
partida, muchos Caminos, pero siempre hay un único final.
Cuando cenábamos en Nájera, Julio
veía en esa dirección de los sucesos algo importante y ciertamente tenía razón.
Parte de la magia del Camino, la sensación casi inmediata y palpable de
fraternidad, está determinada por ese simple dato de que todos caminamos
siguiendo la dirección que indica la flecha amarilla. Por decirlo de otra
manera, no hay una ‘flecha amarilla al revés’, una indicación que marque el
rumbo desde Santiago hasta un improbable y alternativo punto final. En el 2012,
comprender el significado de este hecho nos llevó una buena cantidad de días y
casi doscientos kilómetros de marcha. Ahora ya casi al final del recorrido
tengo la certeza de que hay otra idea escondida, que sólo se puede entender
cuando se ha incorporado la anterior. En este nuevo sentido, la frase ‘A
Santiago sólo se va’ pierde su obviedad y se transforma en algo que no se detecta
en la superficie de los acontecimientos.
‘A Santiago solo se va’ también significa que
a Santiago nunca se llega, que el Camino es interminable.
Cada final es solo parte de un nuevo inicio. Alfa y Omega resultan así encadenadas en el ritual de buscar, poco a poco, las rutas nuevas, otros horizontes, en los que fatigar el corazón. Después de todo, como dice Juan Antonio Corretjer (Puerto Rico, 1908-1985), ‘en la vida todo es ir’. Este poema - musicalizado por Serrat - me lo destacó Inés hace ya algún tiempo y creo que vale la pena reproducir aquí algunas de sus estrofas:
‘En la vida
todo es ir
a lo que el
tiempo deshace.
Sabe el
hombre dónde nace
y no dónde va
a morir.
El hombre que
en la montaña
por la cruz
de algún camino
oye la voz
del destino,
se aleja de
su cabaña.
Y
prosiguiendo su hazaña
se dirige al
porvenir
una esperanza
a seguir.
Mas no ha de
volver la cara,
pues la vida
es senda rara:
en la vida
todo es ir.
...
No hay más.
Un solo camino
que se
quisiera tomar,
mas la suerte
del andar
maltrata y
confunde el tino.
Nadie niegue
su destino.
Es que ser
hombre es seguir
y un ideal
perseguir
por la vida
hacia delante,
sabiendo lo
que fue enante
y no dónde va
a morir.’
Vamos, entonces, amigos míos, sacudamos esta melancolía y dejemos el bordón a mano, las botas cepilladas y el morral listo. Dejemos un beso suave sobre la frente de nuestros hijos, o en la boca dulce de nuestra compañera y salgamos con las luces de la madrugada. Que no nos detenga el llamado de nuestras cotidianas faenas, mudas de espanto y desamparo ante la partida. Permanezcamos alertas y que el viento de levante agite nuestros corazones. Ya madura el vino en las panzas golosas de los toneles, el sol apura una nueva jornada y los almendros dejan ver, en el camino, la blanca luna de su primavera. Ultreia. Que el final de este viaje sea solo el inicio de otra nueva aventura, más amplia y generosa, en la que cada uno de nosotros sea, por fin, definitivamente feliz.
Así pensaba en la madrugada, viendo desde el amplio balcón de la habitación de la Pousada Portomarín a los valles sepultados por la bruma voluptuosa, espesa, del primer día de Agosto. Luego de permanecer allí un buen rato, bajé a desayunar.
El salón es enorme y es del tipo autoservicio, bien presentado, con quesos, embutidos, fruta y diversos panes. Ya están Laura, Julio y Ramín, ubicados junto a un hermoso ventanal, pero lejos de la mesa de vituallas. Cuando digo lejos tal vez piensen que es una exageración y, por ello, solo diré algo más natural: nuestra mesa está ubicada exactamente en la otra punta de la amplia área de servicio. Ello genera una suerte de desafío al momento de servirse: cómo hacer la menor cantidad de viajes para lograr acarrear el máximo de cosas posibles. Allá vamos, con el café en una mano, el vaso de agua, los panes, la fruta, acomodados de manera inverosímil, con el único propósito de recorrer la menor cantidad de veces este salón inmenso.
Ante esta dispersión geográfica, que seguramente añadirá algún par de kilómetros a nuestra etapa, les sugiero a mis compañeros que nos cambiemos de sitio, pero Julio mueve negativamente la cabeza. No es que no hubiese querido instalarme en otra mesa, aclara mi hermano, pero con un gesto de cabeza señala al encargado, un muchacho joven, rubio, que trasluce una palidez agónica, compatible solo con una enfermedad vergonzante. El encargado se halla enfrascado en un combate a muerte con la escala decimal y revela su profundo carácter obsesivo al acomodar una y otra vez, milimétricamente, la vajilla en una mesa grande, de casi treinta personas. Obviamente espera un contingente y se prepara cuidadosamente para ello, con una concentración que revela urgencias definitivas. Tenedores, platos y copas exhiben un dibujo perfecto, separados a una distancia que podría usarse como patrón de mediciones futuras de alta precisión y el encargado se aleja dos pasos, tres pasos hacia atrás, menea la cabeza, retoca un detalle, vuelve a tomar impulso y, por fin, sonríe satisfecho.
Julio dice, entonces,
- Cuando bajé, nuestra mesa ya estaba lista.
- Ah, respondemos al unísono, dando por sentado que a nadie en su sano juicio se le ocurriría deshacer ese arreglo tan meticulosamente preparado.
Ahora el joven, pálido como la muerte, se dispone, con la tensión de un matador de toros bravos, a lidiar con las servilletas. Arma un decorado pequeño y cursi, y se regocija con una media sonrisa cuando el resultado le parece especialmente logrado. Voy a buscar café y, al pasar le digo:
- Demasiada faena, ¿no? Usted solo, sin ayuda, preparando el desayuno para este contingente tan grande.
Me sonríe con cortesía, pero sin afecto y contesta
- Esto es para mañana a la noche, pero me gusta tener las cosas listas con tiempo suficiente
Me quedo pensando acerca de cuándo un lapso es suficiente, y estoy tentado de volverme a continuar la conversación, pero él ya se encuentra otra vez en su mundo de milímetros perfectos, enseñando a las sillas su sitio correcto. Laura, que siempre desayuna infusiones, equivocadamente se sirve café y al girarse para buscar la jarra correcta tropieza conmigo que venía atento a los diversos tipos de panes. ¡Ay, ay, ay! La taza de café se proyecta al suelo, rompiéndose primorosamente en mil fragmentos, desparramando el petróleo de la café de la mañana.
El encargado da un respingo, como si le hubiesen tocado arteramente el traste, y sus ojos enfocan la escena, que parece la copia exacta de la marea negra generada por el hundimiento del Prestige, el martes 19 de Noviembre del 2002. Se puede suponer que el joven, pálido como la pupila de los que agonizan, está procesando qué tormento nos infligirá como represalia y rápidamente va acortando distancias para llegar al lugar del desastre. Laura levanta las manos como Sensini luego de derribar a Klinsmann, la triste tarde del 15 de Junio de 1990. Pero, el encargado viene al galope como el granadero Juan Bautista Baigorria en el combate de San Lorenzo. Yo le digo a Laura que apliquemos la estrategia del sindicalismo argentino.
- ¿Qué? - dice Laura - ¿Hacemos paro? ¡No creo que vaya a servir de mucho declararnos en huelga!
‘Nada que ver’, respondo y adoptando la posición de firmes entono el clásico ‘Oid mortales, el grito sagrado’, que era lo que hacían Saúl Ubaldini y los muchachos de la CGT para tratar de frenar la carga de la policía en las últimas épocas de la dictadura. Pero, tal vez por ignorancia de las costumbres argentinas, el encargado, pálido como el sol de los normandos, no detiene su marcha y cuando está a punto de estrangular a quien tiene más cerca, veo que Laura improvisa la solución perfecta: deja que dos lagrimas asomen a sus ojos y eso desarma la embestida de la bestia furiosa. Pueden creerme, mis amigos, aunque ya la sabiduría popular previene contra las lagrimas de mujer y la renguera de perro, no hay estrategia más efectiva en esas situaciones que el llanto femenino. El joven, pálido como la melancolía de una adolescente, que ya estaba dispuesto a hacer tronar el escarmiento, suspira hondo, recupera el aliento, le ruega a Laura que no se preocupe; que él ya se encarga de arreglar todo y que, por favor, tome asiento; que ya le sirve inmediatamente lo que ella prefiera para su primera colación.
Vuelve a reinar la calma. Inés se suma al desayuno y señala que no sabe si podrá caminar; no puede ponerse las zapatillas y sus llagas le dan un dolor horrible. No hay muchas cosas que se puedan hacer en momentos como esos, pero tratamos de alentarla un poco y finalmente le decimos que se lo tome con calma; siempre se puede buscar un taxi y esperarnos en el final de la etapa. No sé si esa era la respuesta que Inés esperaba, pero aprieta los dientes y señala que se pondrá en marcha, poco a poco, que nosotros vayamos a nuestro propio ritmo y que ella nos encontrará cuando pueda. La conversación se distiende cuando Ramín nos muestra un video que acaba de recibir, con el backstage de una producción que hizo en Miami para su empresa. Luego de holgazanear un poco, sellamos nuestras credenciales y nos ponemos en marcha.
La niebla se sigue espesando en el horizonte. La iglesia de San Nicolás, custodiada por una estatua de un peregrino medieval, indicando la dirección para retomar el Camino, casi se evapora en la bruma y, al pasar junto a ella, me esfuerzo por reencontrar la silueta de los Templarios, custodiando desde las sombras a la caravana de peregrinos. La ciudad mantiene intacta su misterio, que no se puede descifrar sin comprender la naturaleza de sus puentes. Antiguamente, los romanos fueron los primeros en construir un paso estable sobre el río, y en el Codex Calixtino, la ciudad de Portomarín es identificada como Pons Minea, es decir: ‘Puente del Miño’. Este cruce era custodiado por la Orden de los Caballeros de San Juan, que exigían un peaje a los que vadeaban por allí las aguas del Miño.
Lamentablemente, este puente medieval fue derribado por la reina Doña Urraca I de León. Tiene cierto interés indagar en el por qué de esos acontecimientos y va un resumen apretado de la historia. Antes que nada, mis amigos, debo señalar algo evidente. A cualquiera de nosotros, en un mal momento y por un ‘quitadme esas pajas’, se nos ha destemplado el ánimo con nuestras parejas. Así, ¿quien no ha escuchado alguna vez en boca de su compañera o compañero algún ‘voto a dios’, ‘cáspitas’ o, incluso cuando la sangre amenaza con llegar al río, alguna expresiones hiriente que se refiere al modo en que hemos sido paridos en este valle de lagrimas? Pues bien, doña Urraca, la reina de León estaba casada con Alfonso I de Aragón, conocido como ‘El Batallador’, y este sobrenombre no se lo había ganado en los conflictos de alcoba sino en interminables luchas durante la reconquista. La unión de ambas coronas consolidaba un imponente poder político en el norte de España y en las capitulaciones se dejaba claro que el primogénito de este matrimonio heredaría los dominios de ambos reinados. Dado que Doña Urraca ya tenía un hijo de un anterior matrimonio, los estudiosos de esa época señalan a las intrigas sucesorias, lideradas por los nobles gallegos, como causa de una profunda desavenencia matrimonial, aunque no hay que descartar que la verdadera razón del conflicto sea que la Reina Urraca se había conseguido otro pajarraco (el Conde de Candespina) para consolarse en las numerosas ausencias que las batallas contra los árabes imponía a don Alfonso.
A nuestro campeón, el rey batallador, no le hacía mucha gracia esa familiaridad entre Urraca y el Conde de Candespina. De hecho, la gota que colmó el vaso parece ser que una tarde, nuestro héroe de la reconquista, pensativo y melancólico, le confeso a su amanuense
- Hoy me dijeron viejo cornudo.
Y el secretario le responde:
- Tranquilo, mi señor, yo no lo veo para nada viejo.
Así que, en lugar de iniciar una terapia de pareja, Alfonso le declaró la guerra a Doña Urraca - cosas de reyes, ¿no? - y en 1112 el Puente Medieval fue destruido por la reina para frenar el paso de las tropas de su marido. Ocho años después, apuntan los cronistas, el puente fue reconstruido y actualmente, su primer arco es el que recibe a lo peregrinos cuando llegan a Portomarín. El resto del monumento yace en el fondo del embalse, perdido para siempre.
Afortunadamente, para salir de la ciudad del ‘Puente sobre el Río Miño’, no hay que cruzar el viaducto infinito que recorrimos la tarde anterior, sino una melancólica y maltrecha pasarela de hierro, que rápidamente nos deja en el inicio de un fuerte repecho por la ladera del monte San Antonio. Allí, Inés vuelve a repetir que ella caminará a su propio ritmo y quedará más atrás, cerrando el grupo. El camino carece de encanto. Continuamente la senda abandona la pista de tierra y sigue por un arcén consolidado junto a la carretera. Conversamos con Julio acerca del universo y algunos problemas metafísicos del origen de las cosas, pero rápidamente la charla científica pasa a un tono más jocoso, donde Julio cuenta varias anécdotas de los personajes actuales de la física y la cosmología contemporánea.
A los pocos minutos, cerca de Toxibo alcanzamos a Tito, que va distraído, disfrutando de una mañana calurosa y limpia. A lo lejos vemos un incendio en un campo, que parece acercarse velozmente a la dirección que marca el Camino. Julio se desentiende del problema, diciendo que el apóstol no abandona a sus peregrinos. Con Tito y Laura dudamos de la sensatez de esta actitud, pero afortunadamente una acequia impide el paso del fuego y podemos continuar nuestra marcha sin percances. Nos divertimos en un improvisado juego de la oca, hecho con piedras y palos, cerca de un área de descanso, poblada de árboles jóvenes.
Tito nos pregunta por Inés y respondemos que viene un poco más atrás, por los dolores que le causan las llagas de sus pies y él decide esperarla para darle aliento y caminar con ella.
Luego de 8 kilómetros, llegamos a Gonzar, y nos detenemos en el ‘Café-bar Gonzar’, que tiene un amplio jardín en el que los peregrinos buscan algún refuerzo para su café de la mañana.
Al poco tiempo, llegan Tito e Inés. Alegres, contentos. Tito declara:
- Estoy agotado de practicar sexo oral. ¡Hemos hablado de sexo todo el camino!
‘No ha de ser para tanto, Matador’, responde la platea, pero el comentario deja un ambiente distendido. Pregunto a Inés cómo van sus llagas y su respuesta es desoladora. Ya no sabe bien qué estrategia usar para no dañarse más. Ramín, atento a la conversación dice:
- ¡Tengo una solución mágica para tus pies. Directamente desde New York al camino de Santiago!
Revuelve su morral y extrae un aerosol pequeño, de color verde fluorescente, que promociona como la octava maravilla del mundo. Con la misma técnica persuasiva de un vendedor de televisión, como si estuviésemos en una publicidad de Sprayette, Ramín asegura que nuestra vida dará un vuelco luego de probar los mágicos efectos de las micro-partículas del ‘Fresh Fogger’. Dado mi rudimentario inglés, entiendo que nuestro compañero, el Turco, ofrece un remedio llamado ‘Friend Frogger’ y me imagino que le recomendará colocarse un sapo en el pie, así como nuestras abuelas colocaban un bife crudo para aliviar el dolor de golpes y chichones. Pero no, el producto que promociona Ramín es un artículo de última generación; sofisticado, que en su apasionada publicidad parece tener conexión wi-fi y una cámara de fotos incorporada. Convence a todos de quitarse las botas, sentarse en fila, como si estuviésemos esperando el autobús, y aplica a los pies de cada uno un ‘disparo fresh’, que es una suerte de nube imperceptible, con fragancias delicadas, vaporosa. El efecto refrescante es inmediato y divertido, pero le digo,
- Turco, ¡esto es un desodorante para pies!
- No, señala Ramín, horrorizado con
la comparación.
Insiste en los beneficios de su elixir de la felicidad, y rápidamente logra persuadir a todo el mundo para una segunda ronda de disparos del spray. Luego, filmamos un pequeño video, con el móvil de Ramín, en el que todo el mundo dice ‘Fresh Fogger’, como si ese artefacto fuese la última coca cola que un vagabundo puede encontrar en el desierto. Luego de este buen momento, con pena inevitable, nos aplicamos a calzarnos, sellar las credenciales y emprender el camino.
Tito e Inés siguen su marcha personal, apartados, aunque caminan a buen ritmo. Quedamos en encontrarnos 5 kilómetros más adelante, en Ventas de Narón. Avanzamos por senderos sin mayor atractivo, en un grupo compacto. Ramín y Julio van adelante y, muy cerca de ellos, cerramos la fila con Laura. Vamos dejando atrás monolitos que indican - de manera poco precisa, en verdad - la distancia final a Santiago.
Insiste en los beneficios de su elixir de la felicidad, y rápidamente logra persuadir a todo el mundo para una segunda ronda de disparos del spray. Luego, filmamos un pequeño video, con el móvil de Ramín, en el que todo el mundo dice ‘Fresh Fogger’, como si ese artefacto fuese la última coca cola que un vagabundo puede encontrar en el desierto. Luego de este buen momento, con pena inevitable, nos aplicamos a calzarnos, sellar las credenciales y emprender el camino.
Tito e Inés siguen su marcha personal, apartados, aunque caminan a buen ritmo. Quedamos en encontrarnos 5 kilómetros más adelante, en Ventas de Narón. Avanzamos por senderos sin mayor atractivo, en un grupo compacto. Ramín y Julio van adelante y, muy cerca de ellos, cerramos la fila con Laura. Vamos dejando atrás monolitos que indican - de manera poco precisa, en verdad - la distancia final a Santiago.
De manera imprevista, Laura señala que desde hace un largo rato viene luchando con un ohrwurm (earworm en inglés), o ‘gusano de oido’, que es la manera en que se describe a aquellas canciones horribles que se nos quedan pegadas irremediablemente.
- Es una que decía a cada rato ‘Attenti al lupo’
Ramín exclama:
- NOOO. ¡Qué tema!
Todos lo miramos con suspicacia ya que después de castigarnos con ‘Nene malo’ en Triacastela, el capital musical del Turco se ha visto seriamente disminuido. Pero, sigue muy convencido de su idea y luego añade que en Córdoba se escuchaba mucho en una versión remixmada por Dj Lelewel. Con Julio, obviamente, miramos con desconcierto a este interludio musical y mi hermano, luego de estrujar sus neuronas un rato, dice:
- Ya se de qué me suena. Es una
canción de Lucio Dalla
Efectivamente, mis amigos, el tema que Laura y Ramín recordaban en su versión de discoteca es una adaptación de una conocida canción que dice:
Efectivamente, mis amigos, el tema que Laura y Ramín recordaban en su versión de discoteca es una adaptación de una conocida canción que dice:
Amore mio non devi stare in pena,
questa vita è
una catena,
qualche volta
fa un po' male,
guarda come
son tranquilla io
anche se
attraverso il bosco
con l'aiuto
del buon Dio,
stando sempre
attenta al lupo.
Attenti al
lupo. Attenti al lupo.
Y así, casi sin darnos cuenta llegamos a las Ventas de Narón, un pequeño caserío en el que se libró una batalla en la que fue derrotado el Emir de Córdoba, en el año 825, cuando intentaba conquistar Galicia. Se destaca la pequeña iglesia de la Magdalena (nótese otra vez la importancia de la leyenda del Grial), que antiguamente estaba asociada a un hospital de peregrinos ya desaparecido.
La capilla es muy modesta, de una sola nave rectangular, cubierta con losas de pizarra a dos aguas, con su puerta tallada con símbolos eucarísticos y la vieira del peregrino. Está ubicada sobre el camino, custodiada por unos árboles añosos y el lugar podría servir para meditar sobre tantas cosas que han pasado en este lugar, pero la irrupción de un contingente de nuestros naturales enemigos, los bicigrinos, nos impulsa a emprender rápidamente la retirada.
Mientras Inés y Tito buscan un lugar para tomar un café, nosotros seguimos a buen ritmo y luego de poco más de media hora, llegamos a Os Lameiros, donde nos detenemos en su célebre crucero, colocado en 1670, con una rica simbología referente al camino y al calvario. Ciertamente, mis amigos, hay buenas razones para unir ambas historias, pero no será este el momento en que desenredaremos esta madeja. Seguimos adelante y a los 16 kilómetros llegamos a Ligonde, un pequeño pueblo ya documentado en el siglo IX, con 205 habitantes según el último censo.
El ingreso es más bien precipitado ya que la entrada del caserío, un rebaño de vacas lecheras, que viene caminando cansinamente, se espanta y emprende un medio galope, obligando a los peregrinos a correr por las estrechas callejas, dejando la sensación de que estamos en una suerte de improvisado San Fermín. Desembocamos en una plaza, pequeña, junto a un albergue y una fuente.
El lugar se llama ‘La Fuente del
Peregrino’ y es atendida por dos niñas de 17 y 18 años, bellas como la luna de
madrugada, que inmediatamente acaparan la atención de Julio y Ramín. Ellas son
voluntarias de una parroquia en Valencia y han dedicado una semana de sus
vacaciones de verano a ayudar a los peregrinos. Nos atienden estupendamente,
llenas de una espiritualidad contagiosa, pero también rebosantes de curiosidad,
de conocer quienes son los que fatigan el Camino, de donde vienen y qué esperan
conseguir. Ofrecen ayuda para conseguir albergues, sugieren que nos quedemos
allí, que siempre hay lugar para otros voluntarios y nos ofrecen refrescos,
café y otras bebidas que guardan en una heladera. Ramín pregunta cuánto cuesta
cada bebida y le responde que es gratis, pero que si quiere dejar un donativo
también es bienvenido. Mientras Julio sigue charlando con ellas y les cuenta de
su época de voluntario, en Santiago, en la parroquia del cura Juan Manuel,
Ramín revuelve la nevera y dice
- Bingo
Saca de allí un Speed, casi en su punto de congelación, con lo que nos despedimos felices de las hospitaleras de Ligonde, conversando sobre las diferentes ocupaciones de la juventud. Ramín nos cuenta que a esa edad, él comenzó a trabajar armando vidrieras en Córdoba (i.e., vidrierista). Un trabajo en el que él derrochaba creatividad y que rápidamente fue dejándole buen dinero.
- ¿Qué hacías con el dinero? le pregunto
- Me lo gastaba todo en joda, responde Ramín.
Viajaba el viernes al mediodía a Buenos Aires, a las discotecas de allá y regresaba a trabajar el lunes al mediodía.
Cuenta de los excesos de esa época, pero también de las enseñanzas que ha recogido y así, conversando durante una larga hora, dejamos atrás a Portos (kmt 19,5) y nos encontramos con un extraño albergue, llamado ‘A Paso da Formiga’, con una hermosa terraza, en la que se destacan unas esculturas enormes de hormigas, que sirven también para protegerse del sol.
El interior también es acogedor y escogemos una mesa larga, regocijándonos con el fresco y la penumbra. Allí nos encontramos con las peregrinas portuguesas, que están ahora acompañadas de una peregrina japonesa que no entiende absolutamente nada de los platos que se ofrecen en el menú. Las saludamos y charlamos brevemente con ellas y nos cuentan que su madre finalmente desistió de esta etapa y que probablemente vuelva a sumarse en alguno de los próximos días.
Bocadillos, cervezas y ensaladas son nuestro pedido y al poco tiempo se suman Tito e Inés. Nos tomamos el almuerzo con calma y allí Tito nos convida con sardinas y un trozo de Pecorino de sabor deslumbrante. Un solo pedazo bastaba para llenar la boca de aromas picantes y densos; con sabores voluptuosos, irrepetibles. Tito suspira y añade que solo falta un buen vino de la Toscana. a raíz de ese comentario, allí, en ese mismo momento, nos prometemos organizar una semana de caminata por esa región de Italia, donde Tito tiene una vieja casona.
Retomando una conversación de la noche de Sarria, le pregunto por Pavarotti, de cómo era el gran tenor en la vida común. Tito nos cuenta que ellos se veían con relativa frecuencia, cuando Pavarotti viajaba a USA y que habían desarrollado una amistad adulta, exenta de confidencias, pero simple y leal. Nos cuenta de que era indudablemente un divo, que tenía un mal genio proverbial cuando trataba con periodistas, pero que en ambientes relajados era una persona extraordinariamente sencilla, buen jugador de póquer y un amante de la buena mesa y los buenos caldos. Pueden creerme, mis amigos, esa conversación podría haber durado un largo rato más, pero no queda otra que sellar las credenciales y retomar la ruta.
Ya hemos atravesado el meridiano y el ecuador de la siesta y el final de nuestra etapa se hace rogar. Tal vez nos habíamos confiado en nuestras pausas y ahora ya tenemos ganas de dejar las mochilas y descansar hasta el día siguiente.
A la media hora de marcha, encontramos un cartel que anuncia nuestro ingreso a Palas do Rei. El cartel está justo junto a un enorme albergue municipal para peregrinos y es una construcción nueva, pero bastante deficiente en su logro estético. Parece más un polideportivo reciclado que un alojamiento. Pero, unos pocos metros más allá, esta el complejo La Cabaña; que es un lugar hermoso, una construcción con maderas nobles, amplia, piscina, restaurante, y un largo etcétera de comodidades por las que suspira cualquier turista o peregrino. Tito nos dice que él tiene alojamiento allí, mientras que nosotros comprobamos con decepción que nuestro hotel está todavía a un kilómetro de marcha, en el corazón de la ciudad.
Inés se desconsuela con el dato y nos urge a continuar antes de que los músculos vuelvan a enfriarse, pero Tito - ay, mis amigos, la voz del mandinga - nos invita a una ronda de cervezas. Ustedes bien saben que el año 2012, en la Fuente de la Renegada, ya coronando los Altos del Perdón, pensaba en qué respuesta daría si el diablo me tentase con hacer brotar agua de esa fuente reseca. En ese momento pensaba en mi coraje para resistir las tentaciones y en el vano orgullo que subyace a nuestra complacencia por elegir correctamente. Tal vez haya cambiado mucho en tan poco tiempo, pero allí, ante la invitación de Tito, hubiese renegado de lo sacro y lo profano por esa jarra de cerveza helada, por la sombra abundante y fresca del bar, mientras afuera el calor estiraba la cuerda del agobio y reverberaba el verano a la vera del Camino.
Nos sentamos en el bar, en una galería en la que cuesta encontrar sitio y un camarero con la proverbial mala uva gallega nos regaña porque nuestros bordones no están simétricamente amontonados debajo de la mesa. Inés no quiere tomar nada y se acomoda en una silla; cierra sus ojos y duerme, mientras nosotros reiniciamos nuestro ritual de cervezas. Me parece que Inés la está pasando mal, y me admira su temple. Está deshecha, pero aguanta. Es una compañera que no se rinde fácilmente, pero que tampoco puede dejar de lado una competencia feroz consigo misma y el resto del mundo. Cuando a duras penas reiniciamos la marcha, le digo:
- Inés, hoy tocaste fondo
- No. ¿Por qué dices eso?
- Porque no puedes más. Estás
demolida por las llagas y el cansancio. Te quedaste dormida en el bar. No sé,
no pasa nada, pero tocaste fondo.
- No, no. Nada que ver. Claro que me
duelen los pies, pero es solo eso nada más.
Aunque Laura también trata de consolarla en sus desdichas, Inés se cierra en banda y rechaza de plano la posibilidad de que estuviese fundida. En el Camino de Santiago, hay un momento en el que todo es ruina; en el que ciertos pasos son más exigentes que los anteriores, el calor es más molesto y los compañeros son más banales. Todo es, en ese momento, decepción, padecimiento y contrariedad.
Tocar fondo.
Es lo que podemos llamar la ‘etapa de la muerte’ y tiene un papel imprescindible en la transformación del peregrino, para saldar cuentas con lo que resta y en asumir que siempre habrá, más temprano o más tarde, otros momentos similares. Al igual que en el juego de la oca, la ‘muerte’ aquí significa la oportunidad de comenzar nuevamente, de volver al casillero de inicio y ver las cosas con una perspectiva nueva.
Llegamos a Palas do Rei y nos instalamos en el hotel Casa Benilde, en la calle Mercado. La atención de los hospitaleros es delicada y entrañable. Nos hacen sentir que ellos saben el esfuerzo que significa ser peregrino y que harán todo lo posible para que podamos recuperarnos. Nos enseñan nuestras habitaciones y Ramín mira con suspicacia el tamaño diminuto de su pieza individual ya que le parece sospechosamente familiar a la celda de un establecimiento penitenciario.
Trato de levantarle el ánimo a mi compañero y le recuerdo ese viejo dicho:
- Bueno es que haya ratones para que no se sepa quien se come el queso
- ¿Qué? ¿Que pasa con el queso?, ¿Qué tiene que ver?, responde Ramín.
- Ni puta idea, le digo, pero es lo primero que se me ocurrió. Arriba el ánimo, compañero, que al menos tiene aire acondicionado.
No sé si tengo mucho éxito en mi arenga, pero dejamos nuestro equipaje en las habitaciones y vamos a buscar un lugar donde completar nuestro almuerzo, aunque Inés prefiere directamente quedarse en la habitación. Intentamos primero en el bar ‘Central’, pero nos contesta la encargada, de manera brusca y sin ningún tipo de miramiento, que no hay nada para almorzar, que se han acabado los bocadillos y que, tal vez, con suerte, en el comedor, que está en la planta baja y se accede por otra entrada, por la Travesía de la Iglesia, podamos conseguir algo de alimentos. Bajamos y entramos al comedor, que está desierto de clientes y, al fondo del local, hay una mesa en la que están sentadas, a punto de comer, las cocineras y las encargadas del salón. En cuanto nos hacemos cargo de la situación pedimos disculpas y damos vuelta para buscar otro sitio, pero la encargada se levanta y nos dice que podemos quedarnos; que si el pedido es sencillo puede darnos algo rápidamente.
Aunque Laura también trata de consolarla en sus desdichas, Inés se cierra en banda y rechaza de plano la posibilidad de que estuviese fundida. En el Camino de Santiago, hay un momento en el que todo es ruina; en el que ciertos pasos son más exigentes que los anteriores, el calor es más molesto y los compañeros son más banales. Todo es, en ese momento, decepción, padecimiento y contrariedad.
Tocar fondo.
Es lo que podemos llamar la ‘etapa de la muerte’ y tiene un papel imprescindible en la transformación del peregrino, para saldar cuentas con lo que resta y en asumir que siempre habrá, más temprano o más tarde, otros momentos similares. Al igual que en el juego de la oca, la ‘muerte’ aquí significa la oportunidad de comenzar nuevamente, de volver al casillero de inicio y ver las cosas con una perspectiva nueva.
Llegamos a Palas do Rei y nos instalamos en el hotel Casa Benilde, en la calle Mercado. La atención de los hospitaleros es delicada y entrañable. Nos hacen sentir que ellos saben el esfuerzo que significa ser peregrino y que harán todo lo posible para que podamos recuperarnos. Nos enseñan nuestras habitaciones y Ramín mira con suspicacia el tamaño diminuto de su pieza individual ya que le parece sospechosamente familiar a la celda de un establecimiento penitenciario.
Trato de levantarle el ánimo a mi compañero y le recuerdo ese viejo dicho:
- Bueno es que haya ratones para que no se sepa quien se come el queso
- ¿Qué? ¿Que pasa con el queso?, ¿Qué tiene que ver?, responde Ramín.
- Ni puta idea, le digo, pero es lo primero que se me ocurrió. Arriba el ánimo, compañero, que al menos tiene aire acondicionado.
No sé si tengo mucho éxito en mi arenga, pero dejamos nuestro equipaje en las habitaciones y vamos a buscar un lugar donde completar nuestro almuerzo, aunque Inés prefiere directamente quedarse en la habitación. Intentamos primero en el bar ‘Central’, pero nos contesta la encargada, de manera brusca y sin ningún tipo de miramiento, que no hay nada para almorzar, que se han acabado los bocadillos y que, tal vez, con suerte, en el comedor, que está en la planta baja y se accede por otra entrada, por la Travesía de la Iglesia, podamos conseguir algo de alimentos. Bajamos y entramos al comedor, que está desierto de clientes y, al fondo del local, hay una mesa en la que están sentadas, a punto de comer, las cocineras y las encargadas del salón. En cuanto nos hacemos cargo de la situación pedimos disculpas y damos vuelta para buscar otro sitio, pero la encargada se levanta y nos dice que podemos quedarnos; que si el pedido es sencillo puede darnos algo rápidamente.
-¿Qué puede ser?, pregunta Ramín
- Unas tapas, una ensalada, una
chuleta
Encargamos unas raciones de tortilla y un par de chuletones con ensalada para compartir; con la esperanza de que fuese suficiente para tres personas ya que Laura ha saciado su apetito con la ensalada de ‘A Paso da Formiga’. Una vez que hemos dado cuenta de nuestros platos, Ramín se levanta y va hasta la mesa del personal. Conversa animadamente con ellas; pregunta qué es lo que están comiendo, y luego de un rato de conversación sobre la comida gallega, el Turco les dice:
- La tortilla ha estado muy buena, pero ayer hemos comido algo insuperable. Un manjar. Una tortilla de papas de pimientos del padrón
Mis amigos, ustedes saben que después del asunto de Babel hay cosas que son irremediablemente intraducibles. Por ejemplo, luego de casi 800 kilómetros, Julio no ha conseguido todavía un café expreso doble, o a nadie le pasa desapercibido la sorpresa que genera en España cuando algún argentino pide un ‘té de hierbas, o de ‘frutos rojos’. Simplemente no entienden ya que en la península el té es siempre únicamente té y el resto son infusiones. De igual manera reaccionan las mujeres ante la afirmación de Ramín sobre la tortilla de papas de pimientos del padrón. Las cuatro mujeres (cocinera, ayudante de cocina, camarera y encargada) lo miran con extrañeza, intercambian unas cuantas frases en galego, y dando muestras de un pensamiento homogéneamente unidireccional le responden, casi al unísono:
- ¿Cómo puede ser una tortilla de papas de pimientos? Es imposible. La tortilla de papas se hace solo con huevos y papa. Y si quiere una tortilla francesa es solo de huevo batido.
Encargamos unas raciones de tortilla y un par de chuletones con ensalada para compartir; con la esperanza de que fuese suficiente para tres personas ya que Laura ha saciado su apetito con la ensalada de ‘A Paso da Formiga’. Una vez que hemos dado cuenta de nuestros platos, Ramín se levanta y va hasta la mesa del personal. Conversa animadamente con ellas; pregunta qué es lo que están comiendo, y luego de un rato de conversación sobre la comida gallega, el Turco les dice:
- La tortilla ha estado muy buena, pero ayer hemos comido algo insuperable. Un manjar. Una tortilla de papas de pimientos del padrón
Mis amigos, ustedes saben que después del asunto de Babel hay cosas que son irremediablemente intraducibles. Por ejemplo, luego de casi 800 kilómetros, Julio no ha conseguido todavía un café expreso doble, o a nadie le pasa desapercibido la sorpresa que genera en España cuando algún argentino pide un ‘té de hierbas, o de ‘frutos rojos’. Simplemente no entienden ya que en la península el té es siempre únicamente té y el resto son infusiones. De igual manera reaccionan las mujeres ante la afirmación de Ramín sobre la tortilla de papas de pimientos del padrón. Las cuatro mujeres (cocinera, ayudante de cocina, camarera y encargada) lo miran con extrañeza, intercambian unas cuantas frases en galego, y dando muestras de un pensamiento homogéneamente unidireccional le responden, casi al unísono:
- ¿Cómo puede ser una tortilla de papas de pimientos? Es imposible. La tortilla de papas se hace solo con huevos y papa. Y si quiere una tortilla francesa es solo de huevo batido.
Ramín, que a esa altura de la conversación ya las trata con familiaridad y confianza, les responde,
- Si, pero si a la tortilla de papa le agrega un picado de pimientos del padrón...
- Entonces ya no es tortilla de papas. Será tortilla de pimientos
Ramín, que sabe perfectamente cuando un argumento está perdido, ve la posibilidad de avanzar hacia sus verdaderos objetivos:
- Tiene razón, toda la razón. Claro que sí. Es una tortilla de pimientos. Y, entonces, mamita,... ¿podría prepararnos una tortilla de pimientos?
La cocinera pone cara de que el asunto no la convence y de que mejor sería servir un café y dar por cerrado el episodio. Pero, Ramín añade un sutil golpe de gracia
- Se lo pregunto porque hace dos días, antes de llegar a Sarría, probamos una tortilla de pimientos deliciosa, pero nos dijeron que era una creación única, que no volveríamos a encontrar algo semejante. Creo que es una exageración ya que una cocinera guapa como usted seguramente puede preparar diez veces mejor ese plato. ¿O me equivoco?
Ay, mis amigos, la vanidad es siempre un compañero que produce desdichas y la cocinera, impulsada por el deseo de mostrar sus buenas y mejores cualidades, se levanta a preparar la dichosa tortilla. Julio se suma a la tertulia, mientras que con Laura seguimos en nuestra mesa, perplejos ante el desparpajo de nuestros compañeros. La conversación ahora gira en torno a dos cuestiones: las labores usuales de las mujeres de ese grupo y el temperamento de las mujeres gallegas. Ellas cuentan de su día a día, del papel que los hombres desempeñan cotidianamente encargándose de las labores rurales.
- Y ustedes, dice Ramín, ¿no se ocupan del campo?
- Solo un poco, pero trabajamos afuera, atendemos la casa y preparamos la comida.
- Pero, entonces, ¡son como esclavas, dominadas por los hombres!
Todas se ríen, y responden conjuntamente
- ¡Hala, tío!, ¡Qué va! Somos nosotras las que decidimos todo
- ¿Por qué? Ponme un ejemplo. ¿Qué es lo primero que una mujer gallega le dice a su hombre?
- ¡A trabajar! Y con cara de mucha mala leche
Julio aprovecha entonces para comentar que él está perdidamente enamorado de una mujer gallega y pide recomendaciones de qué debe hacer para lograr conquistarla y qué puede esperar de una mujer gallega.
- Pues lo que te he dicho - responde la encargada - mucha mala leche
En ese momento, regresa la cocinera con la tortilla de pimientos y se interrumpe la conversación. Les pedimos que compartan con nosotros esta comida, pero tienen prisa por recoger y dejar las cosas listas para la noche. Damos cuenta del plato, que tiene poco que ver con el que habíamos degustado en la ‘Arroceria A Guiada’, un par de días atrás. El sabor es agradable, pero la textura y sutileza de la elaboración dejaba bastante que desear. Los trozos de pimiento son demasiado evidentes y la proporción es exagerada respecto de la papa. Una pena. Al momento de pagar la consumición, la encargada nos dice que la tortilla de pimientos era un regalo de la casa. Un gesto delicado, sencillo y emocionante. Besos con todas las mujeres del local y promesas de regresar más tarde.
Luego de dejar la ropa en la lavadora, nos internamos a dormir la siesta (ya más bien la tarde). A las siete y media, mientras espero que la secadora complete su ciclo cuelgo en mi página de facebook la crónica de la jornada. Luego, me voy con Julio a tomar un café en el bar Central. Allí está Tito, con Helen y Claire. Los invitamos a cenar con nosotros, pero declinan la invitación. Tito tiene que regresar un kilómetro hasta su alojamiento; ha quedado en cenar con sus hijos, ya que es la víspera del cumpleaños de Tito Jr. A su vez, Helen y Claire han quedado con otros amigos y desaparecen rápidamente.
Cerca de las nueve de la noche nos reunimos en el lobby del hotel y vamos rumbo a una pulpería, llamada ‘Taberna Nosa Terra’. Ramín nos cuenta que al llegar al hotel, desanimado por el tamaño de su habitación, preguntó sobre la posibilidad de darse un masaje. Debo confesar, mis amigos, que la vida ofrece ciertas sofisticaciones de las que no se me ocurre disfrutar. Una de ellas es la práctica de los masajes. Tal vez este desinterés tenga que ver con el hecho de que, en mi infancia, el único masajista de Santiago del Estero fuese el ‘Burro Suárez’, una suerte de Guru en la cura de esguinces, desgarros, contracturas y otras dolencias óseas o musculares. Este buen paisano era más grande que Trucus y más feo que el lobizón, algo así como un amuleto contra la lujuria. Por esa razón, quien acudía a la consulta del ‘Burro’ era porque se encontraba ya en una situación terminal, en una antesala de la extremaunción. De allí que cada vez que alguien me nombra que acude a una sesión de masajes, inmediatamente me recorre un escalofrío, un miedo atávico e infantil, algo así como si de manera imprevista apareciese el viejo de la bolsa. Ramín, por el contrario, es un hombre con capacidad hedónica y lúdica suficiente para enfrentar nuevamente a una masajista del camino, sin preocuparse por la mala experiencia de Sarria.
Fue al Centro de Fisioterapia Outeiro, cercano al hotel, donde lo atendió una mujer dulce y definitivamente hermosa. Mientras ella dejaba en condiciones cada uno de sus músculos, fue contando historias simples, de su infancia, de los peregrinos que el Camino lleva y trae, del modo en que ella cultivaba sus propias verduras, del amor por la tierra. En ella hay algo que conmueve; una voz dulce y una sensualidad de mujer completa. Ramín nos cuenta, entonces, que quedó maravillado ante tanta belleza y simplicidad. En ese momento le digo al Turco que peguemos la vuelta, que el apóstol nos ha puesto en el camino de esa mujer y que no hay que desatender los mensajes celestiales. Pero, mis amigos, las amarguras llegan pronto a nuestra comunidad. Ramín me dice que la mujer hermosa está en pareja, definitivamente emparejada con otra mujer, sin espacio posible para un acercamiento heterosexual. Por ello, no queda más que seguir nuestro Camino. Adiós, entonces, mujer hermosa, que seas feliz en tu casa con ‘jardines y madreselvas’, donde puedes mirar la lenta evolución del verano, vigilar el fermento milimétrico del pan casero, gozar de la amplia redondez de los vinos de la tierra, manchar tus manos en las conservas de dulces y hortalizas, conversar con tu compañera en la galería, mecidas por el viento de la tarde y dejar que la vida pase trayendo cada tanto un racimo de bienestar. Adiós, adiós.
Llegamos a la pulpería, un local pequeño, pero bonito. Con mucha madera oscura y paredes cubiertas con mapas de distintas épocas, reflejando imágenes de la peregrinación a Compostela. El restaurante está lleno y nos ubicamos en la barra, junto a unos peregrinos de Badajoz, que también esperan su oportunidad para la cena. Mientras nos festejamos con unas jarras de cerveza, vuelvo a preguntarle a Inés acerca de cómo se encuentra. Ella sigue con aspecto contrariado, triste. Me responde con una suerte de indiferencia, como quitándole importancia al asunto. Sin embargo, yo insisto en que hoy la ha pasado mal, que hay que ver cómo mejorar, que ha tocado fondo y no pasa nada con ello.
- No, no he tocado fondo, es la respuesta inmediata de Inés.
Mientras ella y yo seguimos enfrascados en nuestra conversación, se libera una pequeña mesa para solo tres personas (ya que hay que dejar libre el paso a las camareras). Se la ofrecen a los peregrinos de Badajoz, pero ellos han decidido comer directamente en la barra y nos ceden el lugar. El problema es que la mesa es insuficiente para cinco. De igual manera, no renunciamos a ella y nos ponemos en campaña para mejorar nuestra situación. En una mesa contigua a la nuestra hay una señora de un poco más de cincuenta años, que está sola y acaba de empezar con su cena. Ramín le dice:
- Perdone, señora, usted, ¿es peregrina?
- Si
Ante esa respuesta Ramín ensancha su sonrisa y le dice:
- Los peregrinos comparten todo lo que haga falta así que vamos a juntar nuestra mesa con la suya.
Sin darle tiempo a réplica alguna, Ramín acerca nuestra mesa a la de esa buena mujer, que queda presidiendo la reunión desde una cabecera. Yo ocupo la otra punta y a mi diestra se sienta Inés, frente a ella está Laura y cerca de la generosa peregrina - llamada Laura y proveniente de México - se ubican Ramín y Julio. Con Inés prosigue nuestro debate sobre física y metafísica. No entiendo por qué se niega a admitir que puede haberla pasado mal en la etapa de hoy. Su respuesta es de un notable sentido común.
- Porque no fue así. Si hubiese estado mal, lo hubiese dicho
Hay algo en mi obstinación que es malsana. Podría dejar pasar ese tema y buscar otras cosas para elaborar o compartir. Pero no. Quiero atravesar ese muro que Inés levanta y que mi querida compañera se reconozca en, al menos, un momento de fragilidad. Ahora, escribiendo estas crónicas, me avergüenza profundamente mi conducta, molesta, inútil y falta de caridad. Pero la gota que colma el vaso es cuando menciono que en el facebook, al hacer un repaso de las generalidades de la etapa, he puesto que Inés tocó fondo. Los ojos se le llenan de lágrimas y reproches. Se nos destempla el ánimo en las querellas de lo que se dice y no se dice. Finalmente, ella se desconecta de la reunión, triste, dolida y seguramente agraviada.
Ordenamos nuestra comida: pulpo para Laura y para mí, Inés prefiere una ensalada, Julio apunta un chuletón y Ramín se anota con una ración de pulpo, pero la camarera le señala que solo quedaban dos y que ya la hemos solicitado Laura y yo. Le ofrecen una especialidad de la casa: raxo. Al principio, el Turco duda, pero los de Badajoz que están sentados muy cerca de nosotros le animan con la elección de esa comida típica del norte de Galicia. Finalmente, ordena ese plato y queda deslumbrado por los sabores. El raxo es lomo de cerdo en trozos adobados durante un día en ajo, perejil, aceite y pimentón dulce; se dora y termina de cocer con vino blanco, se sirve en cazuela de barro con patatas fritas cortadas en cuadraditos. Muy bueno. Nos felicitamos de nuestras elecciones, aunque Inés apenas prueba su ensalada, descompensada por las llagas de sus pies, el cansancio del día y la discusión conmigo. Finalmente, se levanta y vuelve al hotel.
Nuestra anfitriona, Laura de México, es buena conversadora y tiene muchas cosas para contar. Es propietaria de una imprenta en uno de los mejores barrios de México y hace un mes que está de viaje por Europa. Cada tres o cuatro años abandona su negocio y se dedica a viajar por Francia, Italia o España. En esta ocasión su viaje fue más extenso ya que recorrió durante una semana los fiordos de Noruega. Le pregunto si tiene hijos o marido, y dice que no; que no tiene hijos y que maridos ha tenido un buen par, pero que prefiere estar sola. Todos los hombres son una porquería, añade, sin que ninguno de nosotros se atreva a desmentirla. Conversamos sobre México, de lugares para comer y beber tequila; del mítico Tenampa y otras cantinas más oscuras. Nos confiesa que, de joven, ella se movía con fluidez en el ambiente de los músicos y artistas y que recuerda grandes momentos con cantores y mariachis. Con Julio entonamos, a media voz, un par de rancheras inmortales de José Alfredo Jiménez (1926 - 1973), que aprendimos con nuestro padre. Vamos con ‘El Rey’, ‘Cielo Rojo’ y otras que ella conoce.
- Pero la que a mí más me gusta - añade - es una que se llama La misma.
Nosotros no la conocemos y ella inmediatamente replica que no podemos no conocerla, que es la más bonita de todos, híjole, que chingadera; que aunque la miel no se hizo para el hocico del asno tenemos que ir todos a México lindo y querido para remediar esta carencia. Viendo nuestro desconcierto, entona, con mucha corrección y sentimiento, un par de estrofas de esa famosa canción de Vicente Fernandez.
Con el alma
herida por un mal cariño
Que sin
condiciones le entregue mi amor
Llevo ya dos
días en esta cantina
Dos días,
encerrado tomando licor.
Un mariachi
toca, yo sigo tomando
Y vuelvo a
pedirles la misma canción
Esto que me
pasa no es nada envidiable
Ni al peor
enemigo se lo deseo yo.
Tóquenme
mariachi otra vez la misma
Esa que me
llega hasta el corazón
El
abandonado, tóquenla de nuevo
Tóquenme diez
veces la misma canción...
Laura, nuestra compañera, que ha vivido un año en México, dice que a ella le gusta mucho ‘Para morir iguales’, mientras que mi favorita es un Huapango (‘Cuando sale la luna’). Ramín conoce casi todas estas canciones porque también son parte del repertorio de Luis Miguel y otros cantantes más contemporáneos. A su vez, Julio dice que para él, la mejor es:
Acaba de una vez de un solo golpe
por
qué quieres matarme poco a poco
si
va llegar el día que me abandones
prefiero
corazón que sea esta noche
(José Alfredo Jiménez, ‘Amarga navidad’ )
- Es una canción hermosa - concede Laura de México - pero hay que estar muy enamorado para que esa canción tenga de veras sentido.
- Yo estoy más que muy enamorado, aclara Julio. Pero no tengo suerte. No sé que ocurre, pero parece que el amor no está hecho para mí. Mi tarea es hacer amor el Camino, sembrar y sembrar amor. Otros cosecharán.
- No se me disminuya, campeón - apuro desde la cabecera para rescatar a mi hermano de la melancolía
- Pero, ¿qué te pasa hijo? pregunta Laura de México, desconcertada por el repentino arranque escéptico de mi hermano.
Julio responde que una peregrina le ha hecho daño para siempre.
- Pero, ¿qué te hizo?
- Simplemente se fue. Nada más. Pero es más que suficiente.
¿Qué más puedo decirles, mis amigos? Solo añadiré que el amor es imbatible y para celebrar ese evento, les digo que aquí, en esta región, está ambientada la única leyenda de amor gentil de todas las historias del Camino de Santiago: las dos hermanas del Castillo de Pambre, que es una bella construcción en forma de fortaleza, levantado en el siglo XIV, próxima a Palas do Rei.
En este castillo vivían el señor feudal y sus dos bellas hijas. Ellos tenían por costumbre alojar a nobles peregrinos que se dirigían a Santiago y, en cierta ocasión, acogieron a un caballero francés que estaba gravemente enfermo. Las hijas fueron las encargadas de cuidarlo y ambas se enamoraron de él. Una vez recuperado, el caballero cortejó a una de ellas, mientras que la otra callaba sus sentimientos para no interferir en el romance de su hermana. Después, el caballero pidió al señor feudal la mano de su hija, se casaron en la catedral de Santiago y se fueron a vivir a Francia.
La otra
hermana nunca perdió la esperanza de que el caballero, su único y verdadero amor
volviese otra vez, recorriendo nuevamente el Camino de Santiago. Sus días se
consumían en la torre del castillo, esperando el regreso del amor. Una
madrugada, de recia helada, la encontraron allí, muerta, con la mirada pérdida
en el Camino.
Luego de un momento de silencio,
Julio se ríe y dice:
- ¡Eh, qué porquería de leyenda!
En verdad, la narración es extraordinariamente austera, pero la historia tiene el poder de recordar una fuerza decisiva, sustancial, definitiva como la misma muerte. En ese momento podría también haber añadido que esta leyenda tiene una semejanza formal la historia de María García Granado, de quien el poeta inmortal, en el número IX de sus Versos Sencillos, dijo:
‘... Ella dio al desmemoriado
una
almohadilla de olor
el volvió,
volvió casado
ella se murió
de amor...
Ella por
volverlo a ver
salió a verlo
al mirador
él volvió con
su mujer
ella se murió
de amor...
Como de
bronce candente
fue el beso
de despedida
era su frente
la frente
que más he
amado en mi vida...
Se entro de
tarde en el río
la saco
muerta el doctor
dicen que
murió de frío
yo se que
murió de amor...’
Pero dejo pasar la ocasión y volvemos a emocionarnos con las casualidades de esta noche. Brindamos por ello, por esa magia tan particular que une al amor y el camino. Y retomamos las canciones de José Alfredo, aquellas en las que el poeta de Guanajuato promete el último brindis con una reina, que ve la tristeza del amor perdido desde el cristal roto de una copa que desmayadamente cae de una mano sin fuerzas ya para sostenerla. Creo, mis amigos, que sería justo decir que poco a poco nos íbamos embriagando y también que allí, en Palas do Rei, sentíamos que eso no importaba tanto. Después de todo, como dice José Alfredo,
Si te cuentan que me vieron muy borracho,
orgullosamente
diles que es por ti,
porque
yo tendré el valor de no negarlo,
gritaré
que por tu amor me estoy matando
y
sabrán que por tus besos me perdí
(José Alfredo Jimenez, ‘Pa todo el año’)
¡Qué lindo momento, mis amigos! La simplicidad de una canción, las desdichas que ha dejado la vida transformadas por el liquido azulado de la melancolía, el amor por la patria, los propósitos malogrados y cumplidos, el calor del verdejo, la fraternidad del Camino, la sensación de que todavía el amor nos aguarda para hacernos sentir maravillosamente felices, el desconsuelo de saber que dentro de dos días habremos llegado al final de este viaje, la urgencia de aceptar de una vez por todas, aquello que decía Miquel Pol, ‘que tot està per fer i tot és possible’. Por todo ello, por ustedes, salud y buen camino.
1 de Agosto
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