martes, 12 de febrero de 2013

31. Sarria - Portomarín

31. Sarria - Portomarín

(22,5 kilómetros)




La magia del Camino se muestra, a menudo, en pequeñas contingencias, en detalles anecdóticos carentes de grandeza, pero indudablemente entrañables para los peregrinos. Muchas de estas incidencias están ligadas a la comunidad, a una palabra de aliento cuando aprieta el cansancio, a la marcha desordenada, pero siempre en la misma dirección, a la congoja palpable cuando alguno de los compañeros, vencido por la enfermedad o el cansancio, tiene que abandonar la senda, a las inesperadas confidencias, o la reunión de la tribu en pequeños poblados varias veces milenarios.
Al inicio de nuestra marcha, hace ya más de seiscientos kilómetros, en el amplio valle que se abre después de Roncesvalles, en los Pirineos, predominaba la sensación de espectaculo y que nosotros, como espectadores debíamos ganarnos un sitio (es decir, aprender un vocabulario, comprender los signos, dominar un lenguaje nuevo). En ese momento, el Camino aparecía como algo completamente ajeno y dado; los monumentos, las leyendas, las marcas oportunas en cada encrucijada, todo aparecía ya construido por otros a lo largo de miles de años. Sin embargo, paso a paso uno se despoja del turista y se transforma en un sujeto decisivo; en un personaje que le da sentido a todo este ritual, es decir, en peregrino. Poco a poco se va construyendo la certeza de que somos nosotros, los peregrinos, quienes sostenemos el Camino.  No es una idea extraña. En ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertium’, Borges recuerda que, en ciertos lugares, las cosas mantienen su (id)entidad tan solo por el esfuerzo de la memoria:

Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendingo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro

Algo similar ocurre con algunas sendas desdibujadas que transita el caminante a Santiago, con leyendas que se celebran una y otra vez o con un puñado de caseríos remotos, que de no haber sido por nosotros, los peregrinos, ya hubiesen desaparecido hace tiempo, consumidos por la ruina y el abandono. De este modo, como las cosas en Tlön, el Camino depende de las muchedumbres que trajinamos esta senda.
En nuestra peregrinación hacia Santiago, hacia el fin del mundo, también abundan los momentos de raras emociones individuales, esas que conmueven imprevistamente, sin mayores explicaciones, Seguramente cada peregrino tiene su propio relato y solo puedo hablar por lo que a mí me ocurre. Por eso, en mi caso, la comunión con el camino es una sensación producida tanto por la naturaleza como por la cultura. Los gastados puentes medievales, las piedras claves de las bóvedas de las catedrales, la plenitud del silencio cristalino de un bosque añoso, el aroma vegetal de los campos segados, los latidos apretados en la dureza de la subida, la niebla espesa desafiando las mañanas de verano, el bordón marcando el ritmo de la marcha, el final de la etapa divisado a lo lejos, desde lo alto de una pequeña colina. Todas esas cosas dejan el alma limpia, como cielo lavado por un aguacero imprevisto. Pueden creerme, mis amigos, que la lista de estos momentos mágicos es larga y mi memoria se encuentra repleta de ellos como esos zurrón de Reyes Magos de las buenas épocas.
Sin embargo, si tuviese que elegir solo uno de entre todos estos momentos maravillosos, si la memoria pudiese preservar únicamente a uno de ellos, escogería el que hemos vivido hoy, en Mercadoiro. El sol del verano nublaba la vista en la siesta del último día de Julio, en el ecuador del verano del Norte. La ausencia de brisas húmedas acentuaba el compás del bochorno. 



Caminábamos rápido, a buen ritmo, tratando de llegar pronto a Portomarín, al final de una etapa suave, sin mayores exigencias. Julio venía retrasado, caminando con Helen y Claire, mientras nosotros (Ramín, Inés, Laura y yo) marchábamos con Helga, una peregrina húngara que conocimos cerca de Brea. La senda va siguiendo un camino rural, que de momentos se estrecha y deja al desnudo la piedra de una vieja calzada de la época medieval. Faltan un poco más de cinco kilómetros para nuestro destino, casi nada, pero a la entrada del pequeño caserío, encontramos una casa rural con un amplio jardín, casi oculto por unas altas tapias. Las verjas abiertas del portón dejan ver unas cuantas mesas protegidas por sombrillas, sillones en los que se ofrecen masajes, una fuente y árboles robustos, es decir,  una antigua casa rural reciclada como albergue y bar. Allí están Tito, sus hijos, Paula, Penélope, y un puñado de otros peregrinos que nos han acompañado en todas estas etapas.
El interior del bar ofrece un espacio minimalista, reducido prácticamente a una barra de servicio de modestas dimensiones y pretensiones. En verdad, más que una barra de tragos, es el lugar donde César, el hospitalero, deja asentados los pedidos y escribe las incidencias cotidianas. La casa es de piedra y las paredes del interior dejan ver la roca desnuda, ya tostada por los años de reuniones al calor del fuego de una estufa de leña. Este pequeño espacio se prolonga con un salón espacioso, que seguramente ofrece buen refugio de los rigores del invierno. Sin embargo, el salón ahora se halla vacío, casi clausurado por un par de sillas, un cajón flamenco y dos guitarras. Pedimos cervezas, aguas y refrescos, que César despacha sin comentario alguno, pendiente de los reclamos de la cocina que continuamente va atendiendo las exigencias de los peregrinos que han decidido comer allí. Un par de banquetas altas sirve para sentarnos, pero son insuficientes. Helga, dando muestras de una notable resistencia, permanece de pie, atenta a su pinta de cerveza rubia, sin preocuparse demasiado por darle descanso a sus piernas. Ramín se sienta en el cajón flamenco y, de vez en cuando, deja que sus dedos resbalen, buscando una melodía. Intenta sin éxito un ritmo funky. Nos reímos del intento, sin malicia, simplemente felices. De vez en cuando, César mira a Ramín, con gesto imperturbable, indescifrable. Ramín advierte el mensaje e imitando el tono y vocabulario que los argentinos atribuyen a los gallegos, le dice:
- Pero, ¿qué pasa, hombre? Joder ¿Es qué no se puede tocar el cajón aquí?
Ante esa burla evidente y el evidente mal genio gallego, me preparo para lo peor. Inés y Laura también advierten que ese tono de farsa puede desencadenar un conflicto imprevisible, una suerte de repetición de las batallas de la independencia cuando los oriundos del Río de la Plata desafiaban el poder del agonizante imperio. Cruzamos miradas e inmediatamente tomamos precauciones. Nos desplegamos sigilosamente, como Aníbal en la madrugada del 19 de Octubre del 202 a.C., Laura sonríe maliciosamente; como lo hace cada vez que mete mano a su acero de Albacete. Inés explica rápidamente a Helga sobre la formación Tartaruga, que tan buen provecho nos produjo frente a los nativos de Rabanal del Camino, y le enseña la contraseña para entrar en combate. Pueden creerme, mis amigos, que si la húngara pelea de nuestro lado la victoria es mucho más que probable.  Toda ella es como un batallón acorazado, algo así como la 2a división Panzer. No deben mal interpretarme. Es una mujer hermosa, pero con un logrado e irreprochable volumen en sus dimensiones. No es grande, pero parece XL, extra large, con esa lozanía que solo otorgan los abundante potajes, el tocino ahumado, el yogur natural y el adiestramiento de caballos salvajes.
En el aire de 'El Albergue de Mercadoiro' todavía resuenan las palabras de Ramín, pero una vez más su sonrisa desarma el conflicto. En lugar de montar en cólera por la burla, César imita a un porteño y replica:
- El cajón pueden tocarlo... los que saben, pero a vos, pibe, parece que te falta un rato todavía.
La situación se distiende; todo queda en tablas y una nueva ronda de cervezas aligera las burlas y las bromas. Ramín pregunta, ahora con un tono natural:
- Pero, tú dices que aquí solo tocan los que saben; pero ¿quienes son los que saben?, ¿Toca mucha gente aquí?
- Claro. Como puedes imaginarte aquí, en Mercadoiro, toca Paco de Lucía y su grupo todas las semanas, añade el hospitalero con ironía, dando por sentado que la materia prima que suministra el Camino es insuficiente para entusiasmarse con la música.
Recuerdo entonces que Machado decía:

Guitarra del mesón
que hoy suenas jota,
mañana petenera
según quien llega y tañe
tus empolvadas cuerdas 

Decido, entonces, hacer verdad esos versos y compruebo el estado de una de las guitarras (la otra, de mejor sonido, carece de dos cuerdas). La afinación es casi correcta y solo hay que corregir levemente la tensión de las cuerdas para obtener un sonido decente, firme, pero sin delicadeza ni matices inesperados. Es una guitarra de bar, sonadora y amiga, básicamente leal. César contempla mi intervención todavía con más desconfianza que los intentos de Ramín con el cajón. Sin embargo, las guitarras de bares y el canto entre amigos, no se me dan mal y en muchas ocasiones he tenido desafíos más complicados. Inicio el ciclo de canciones con unas cuantas estrofas de ‘Alfonsina y el Mar’, y, para nuestro asombro, comprobamos los alcances casi universales de esta historia ya que tanto Helga como César están familiarizados con la melodía.  Ruedan los versos: ‘...y si llama él no le digas nunca que estoy, di que me he ido’, y allí, en ese remoto lugar de Galicia, tenemos la certeza de que, de un modo u otro, todos nos hemos ido y vamos persiguiendo nuestros sueños sin regresar jamás.
Luego seguimos con otras canciones del folklore argentino, cantos de la tierra, que recuerdan el mineral amargo de la distancia. Cada canción va acompañada de una pequeña explicación, de las historias subyacentes, de las regiones que representan. De La Poma y el increíble Nevado de Cachi, de los carnavales en Santiago del Estero, del latido de los legüeros, de las noches de Jujuy. Poco a poco se van sumando compañeros a esta improvisada reunión y un punto especialmente emocionante surge con los compases de ‘Solo un momento’:

Cuál es aquel camino
que tengo que tomar
si solo hay un destino
al que quiero llegar..
... Solo un momento
solo una mirada y saber
cuál es el camino
y así nada mas...

Esos versos parecen, en ese bar de Mercadoiro,  haber sido escritos especialmente para cada uno de nosotros; para quienes vamos caminando sin saber qué ocurrirá después, cuando desde la cima de Monte do Gozo, veamos ya al alcance de la mano el fin de nuestra peregrinación.
Llega Julio, con Helen y Claire. Se adueña de  la guitarra, se renueva el repertorio y el entusiasmo de nuestros compañeros. 


Pasamos un buen rato con música, poemas, relatos, canciones, y Julio enseña a todos los parroquianos a colocarse el sombrero con una pirueta divertida e inocente. Más cervezas y raciones acompañan este estupendo momento. Entre las muchas virtudes de mi hermano hay que destacar una especial sensibilidad para transmitir a las personas que algo especial puede sucederles de manera inminente. Así, le dice a Tito que va a dedicarle una canción y entona Luci a San Siro ('Luces de San Siro'), que recuerda vagamente a una historia de amor, pero, sobre todo, relata cosas que el tiempo se ha llevado implacablemente.

Milano mia portami via, fa tanto freddo,
ho schifo e non ne posso più,
facciamo un cambio prenditi pure
quel po' di soldi quel po' di celebrità
ma dammi indietro la mia seicento,
i miei vent'anni e una ragazza che tu sai
Milano scusa stavo scherzando,
luci a San Siro non ne accenderanno più.

Tito se emociona hasta las lágrimas y nos abraza conmovido, agradeciendo en italiano este gesto tan simple y entrañable de compartir una buena canción. Cerca de las cuatro de la tarde llega el dueño del bar y conversa rápidamente con César. Nos propone quedarnos a dormir allí; asar unos chuletones y seguir de parranda. Su propósito es claramente comercial, pero la oferta tiene un atractivo diabólico. Ay, mis amigos, era la voz del mandinga queriendo apartarnos de la senda. ¡Qué poco faltó para extraviarnos definitivamente! Dudamos un rato con la oferta, pero Inés recuerda que nuestro equipaje ya ha sido acarreado a Portomarín. Nuestro hospitalero desarma rápidamente el argumento:
- ¿Quien os lleva equipaje, Jaco Trans?
- Si
- Pues nada, llamamos a Paco y le decimos que os lo vuelva a subir
Cuando la idea de hacer noche allí parece instalarse definitivamente, vemos que poco a poco los demás peregrinos comienzan a preparar sus mochilas y sabemos, entonces, que el Camino da y quita. Y allí, en Mercadoiro, con nuestra comunidad presta a partir, todos juntos, con los dientes apretados y abundantes lagrimas, tuvimos la certeza de que se hace camino al andar.


Augurios a los compañeros, abrazos entrañables con los hospitaleros, sellado de credenciales y nos ponemos en movimiento. Vamos buscando la senda en silencio, dejando que las sensaciones vividas decanten en la memoria, custodiando las emociones, recuperando las defensas necesarias para ponerse otra vez en marcha. Recuerdo, entonces, las incidencias de esta jornada, que arranco puntualmente a las siete de la mañana en Sarria.
Ha sido un extraño despertar. Podría decirse que fui acechado por la muerte. Durante la madrugada he soñado que recorría en tren pueblos lejanos y desconocidos. Dejaba atrás estaciones polvorientas, con letreros descoloridos que anunciaban nombres completamente ajenos. Viajábamos en silencio y los pasajeros miraban inexplicablemente impasibles cómo los vagones se detenían y reanudaban su marcha. Nadie descendía. Ocasionalmente, subía algún viajero con aire fatigado, o un niño ingenuamente sorprendido. Sentado cerca de mí un hombre lloraba en silencio. Supe con alucinada certeza, que era un sacerdote que, de manera infame,  había malogrado sus votos. Tuve miedo. Cruzaba pueblos calcinados por el árido viento de la meseta, remontando páramos desolados en los que sólo se adivinaba la esquiva tenacidad de quienes enajenan su vida procurando sangrar una veta de mineral noble. El viento era lacerante y dejaba una sensación de presagios, de bestia que acecha en la oscuridad. El tren avanzaba lentamente hacia un destino desconocido y, como ocurre en los sueños, pude ver que viajaba hacia la muerte, que en la última estación me esperaba el final de mi camino.
Desperté con palpitaciones y un dolor de cabeza que me hizo lamentar hondamente los excesos de la noche de Sarria, junto con Julio y Ramín. Alcohol y madrugada son buenos compañeros en muchas ocasiones, aunque para el peregrino es una combinación peligrosa. Me levanto con esfuerzo, pero luego de de un analgésico y una larga ducha ya comienzo a recuperar la forma humana. Ahora solo falta una buena cantidad de cafeína para activar las funciones básicas del entendimiento y ya estaré listo para emprender el Camino. Mientras acomodo mi equipaje, Laura se ducha y bajamos al bar para el desayuno. Inés y Julio ya están procurando un par de cafés y, apenas mi hermano me ve exclama:
- ¡Cómo toman ustedes. No sé para qué les hago caso!
Julio, al igual que yo, se ha levantado un tanto perjudicado por los excesos, pero lentamente se va poniendo en forma. A los pocos minutos llega Ramín. Impecable en su atuendo azul, con una bandana roja, anudada a la manera de turbante, dejando la sensación de que caminamos junto a un jeque árabe, de incognito en las tierras de Galicia. 


El Turco, nuestro compañero, es el único de los tres que parece inmune a los alcoholes y el poco sueño. Alegre, entusiasta, saluda a todos los compañeros, celebra el inicio de una nueva etapa y atribuye su buen estado de forma al masaje del día anterior.
Arrancamos y, casi inmediatamente perdemos la senda. La niebla espesa de la mañana no ayuda mucho a nuestra orientación, pero desandamos el medio centenar de metros erróneos y nos aplicamos a seguir escrupulosamente la flecha amarilla. Esa marca rudimentaria es, junto con el sellado de las credenciales, una de las cosas más preciadas para los peregrinos. Su principal función es geográfica, pero a lo largo de las etapas, se va transformando en algo propio; en una marca que indica mucho más de lo que señala. No es antigua, sino que fue un invento de Elías Valiña Sampedro, párroco de O Cebreiro, quien en 1984, siguiendo con la mayor fidelidad posible al trazado original, comenzó a delimitar una senda fiable para quienes peregrinaban a Santiago. Elías Valiña fue un apasionado estudioso del Camino y, a principio de los años 60, escribió su tesis doctoral 'El Camino de Santiago: un estudio histórico-jurídico', que fue defendida en la Universidad de Salamanca en 1965. La labor de este sacerdote fue inmensa y nada de lo que es actualmente el Camino - una unión de culturas y creencias, una ruta de compañerismo y exigencia personal, una fusión del pasado y el presente - se comprende sin esa síntesis final que representa la flecha amarilla.
La flecha acompaña al ritmo del bordón durante casi mil kilómetros, que se inicia en Francia, antes de los Pirineos. Para lograr esa demarcación fija y estable se trabajó mucho en la recuperación de trazados, se convocaron a los ayuntamientos y gobiernos, se busco el patrocinio de instituciones y organismos no gubernamentales y, coronando todo ese esfuerzo, poco a poco, pero de manera constante, comenzó a incrementarse el número de peregrinos y, en 2012, fueron caso 200.000 personas quienes obtuvieron su compostelana.
En una entrevista relativamente reciente, Pilar Valiña, sobrina del sacerdote, señala que su tío, "en sus conversaciones con los peregrinos, recibía quejas sobre lo difícil que era no perderse, por lo que decidió tomar cartas en el asunto. Compró a bajo precio pintura sobrante de las obras de señalización de carreteras, cargó los botes en sus dos caballos Citroën y partió hasta Roncesvalles. Luego, desde Saint Jean Pied de Port, regresó por el Camino Francés, parando en todos aquellos lugares donde uno podía dudar y tomar la senda equivocada. En ellos, pintaba una flecha amarilla".
(El reportaje completo 'Historia de una flecha amarilla puede leerse en el sitio http://elpais.com/diario/2010/05/15/galicia/1273918702_850215.html).

El principio de la marcha es desordenado. Rápidamente el grupo se estira. Ramín se retrasa ajustando su tocado, Laura busca en una tienda de deportes un repuesto para el cordón de sus botas, mientras que Julio e Inés van ya un centenar de metros por delante de nosotros. Sarria es una ciudad de 9.000 habitantes, que se divide claramente en dos partes bien diferentes: Abajo, donde estuvimos alojados nosotros, está la parte nueva, desarrollada en el margen del río, mientras que arriba se estira y retuerce la ciudad medieval, con tabernas y albergues, que a esta hora de la mañana lucen los estragos de la noche anterior. Podemos suponer que la vida en la parte de arriba es sustancialmente más divertida, con otro encanto para los peregrinos, pero la verdad es que no imaginábamos semejante contraste y, por ello, no buscamos albergue en ese sector.
Sarria es una ciudad ligada al Camino, aunque no es mencionada en el Codex Calixtino. Su estructura medieval reluce en la torre de defensa de su castillo, en sus casas blasonadas, en  sus hospitales de peregrinos, el lazareto y sus esplendidos monasterios. Con Laura nos quedamos maravillados frente a la pequeña iglesia de El Salvador, ya mencionada en el siglo XI, con sus delicadas líneas románicas, sus esculturas todavía bien conservadas y el herraje de su puerta principal. 




Cerca está el Convento de la Magdalena - ratificando la línea hermética que emparenta el Camino con el Grial -, célebre por la hospitalidad con que los Mercedarios reciben a los peregrinos. Desde allí, bordeando el cementerio, nos despedimos de esta ciudad, envuelta en una nube impalpable de la bruma de la mañana. En un pequeño crucero nos  reencontramos con el resto de nuestra comunidad y vamos en fila, un hilera de peregrinos, cruzando el Ponte Aspera, que es un arco medieval que permite vadear el Oribio. A los dos kilómetros cruzamos rápidamente Barbadelo, y luego lamentaremos amargamente no haber prestado atención al desvío que indicaba cómo llegar a la iglesia del pueblo, llamada todavía 'El Monasterio', ya documentada en el siglo IX, y célebre por sus dimensiones, sus capiteles y su belleza.
Seguimos. 


A media mañana, a 108 kilómetros de Santiago, en el amplio jardín del albergue Casa Barbadelo, nos encontramos con Tito, Tito Jr., Gigi, Penélope, Helen y Claire. El reencuentro con Helen y Claire, a quienes no veíamos desde Villafranca del Bierzo nos produce un auténtico regocijo.

- ¡The Jewell of the Way!

Con esta expresión alborozada reciben a Julio las peregrinas de Nottingham. Aunque Tito ya sabía que nos conocíamos, el resto (Tito Jr., Penélope, etc.) no terminan de dar crédito a las coincidencias. Del mismo modo en que nosotros conversamos sobre ellos, haciendo conjeturas sobre su vida y sus motivaciones en el Camino, ellos también repasan las incidencias de las jornadas y de los peregrinos con quienes han compartido cosas. Sin embargo, Helen y Claire no terminaban de asumir que los argentinos que mencionaban Tito y Gigi eramos nosotros ya que ellas insistían en que éramos cuatro peregrinos, mientras que nuestros amigos italo-americanos señalaban que nuestra comunidad era de cinco personas. Al conocer a Ramín, rápidamente se aclara esa pequeña discrepancia.
Gigi dice:
- Justo estábamos hablando de ustedes.
Nos cuenta que le preguntaban a su padre adónde estábamos, por dónde andaba 'su familia del Camino'. A esta altura de nuestra marcha, los dos hijos de Tito ven que su padre está muy integrado a nuestro grupo y no tienen mayor reparo en abandonarlo gran parte del día y caminar con otros grupos o buscar un alojamiento aparte, compartiendo los rituales de la gente de su edad. Se han hecho amigos de Helen, Claire, Penélope y el compañero de esta última muchacha (el estudiante estilo Harvard). Este chico tenía esperanzas ciertas de lograr un cuchi- cuchi con Penélope, pero sus ambiciones van quedando paulatinamente al margen, como un mueble que nadie se ocupa en custodiar. Esta situación no es producto de la maldad femenina sino una natural consecuencia de la presencia de Tito Jr., que con su aire tímido, una bondad natural, y una presencia física que no pasa desapercibida, va desplazando al estudiante Harvard de las cercanías de Penélope.
Conversamos un rato con ellos, Julio se queda a tomar un café, mientras nosotros arreglamos un punto de reunión para el almuerzo, sellamos nuestras credenciales y continuamos la ruta. Nuestro grupo se estira. Ramín alarga el paso y nos adelanta un buen trecho, mientras Laura y yo vamos conversando con Inés acerca de lo que el Camino da y quita. Por ejemplo, desde el incidente de las llaves en Villafranca, la relación entre Inés y Julio se limita a las cortesías, y deja la sensación de un desencuentro que no resulta fácil de asumir. También, le preguntamos a Inés por Tito y la noche anterior. Laura ratifica que la actitud de acompañarla al Hotel, de prestarle la cazadora para evitar enfriamientos, y otros pequeños gestos son inequívocas señales de que algo está pasando.
- No, nada que ver. Si hubiese onda me hubiese dicho algo, se apresura a aclarar Inés.
- Es que hay diferentes maneras de decir las cosas
- Yo siempre voy de frente. Si alguien me gusta no le dejo dudas
- Pero, Inés, no todos son como vos
- No sé. Puede ser. Ya voy a molestarlo para ver qué es lo que dice
- Pero no, exclamamos al unísono con Laura. Esto no es un partido de tenis; no hay nada para ganar o perder, no hay que competir ni disputar cosa alguna. Se trata solo de pasarla bien, de dejar que las sensaciones maduren.
- Puede ser, pero creo que no pasa nada, remata Inés.
La senda es simple, pero carece del encanto de la jornada anterior. 


Los pueblos se suceden, apretados al costado de caminos de labranza y pastoreo. Dejamos atrás Mercado da Serra, y a los poco minutos encontramos a Ramín, junto a una fuente extraña, dedicada a ‘Pelegrin’, que es una mascota elaborada para conmemorar el último jacobeo, en el 2010. Allí, en esa fuente, Ramín conversa animadamente con Helga, a quien acaba de conocer. Ella transporta una mochila voluminosa, y al costado del equipaje, como disimulado en las trabas del correaje, luce un llavero de la ruta 40. Por ello, Ramin le preguntó si era argentina. Pero no. Es húngara y el año pasado estuvo visitando el sur de Argentina. Ahora recorre el camino a un ritmo endiablado ya que tiene pocos días y quiere llegar hasta Finisterra, el fin del mundo. Avanza entre 35 y 45 kilómetros por día; tiene una risa fácil, y una voz melodiosa, con alguna consonante áspera que ocasionalmente desdibuja su estupendo castellano. Ha vivido un tiempo en Mallorca y Madrid, dedicada a la organización de eventos; en particular exhibiciones de tenis del circuito internacional. Conoce a todos los grandes personajes y nos cuenta distintas historias de Rafa Nadal, Verdasco y Ferrer, es decir los más conocidos tenistas de España. 


Seguimos. A partir de los 9 kilómetros, a la altura de Perruscallo se multiplican las mesas con frutos rojos, para que los recojan los peregrinos a cambio de una moneda. Nosotros nos detenemos en un lugar pintoresco, el ‘Refugio el Búho Nima’, donde una mujer anciana nos convida té, galletas y, por supuesto, sella nuestras credenciales. Allí está Heather, que se alegra del reencuentro y se une a nuestro grupo. Reanudamos la marcha y la comunidad se fragmenta en grupos pequeños. Al frente de la marcha, van Ramín y Helga, luego voy yo con Heather y, más atrás, cerrando la fila, Laura e Inés.


La conversación no es fácil. En primer lugar porque Heather hubiese preferido caminar con Ramin, de quien dice que es un ‘hombre hermoso’. En segundo lugar, porque un ladrillo tiene más vocabulario que el que exhibe vuestro cronista y finalmente porque la muchacha de Carolina del Sur no pone demasiado énfasis en la conversación. Comenzamos con las preguntas rituales y allí me dice que no sabe bien por qué está en el Camino al igual que tampoco sabe bien qué hacer de su vida. Trabaja para el gobierno de Estados Unidos y vive casi todo el tiempo en los países árabes: Jordania, Arabia Saudita, etc. Dando muestras de una perspicacia única, le señalo entonces:
- Hablas bien el árabe
Heather asiente, sin darle mayor trascendencia a la cosa, pero cuando le digo que Ramín también domina esa lengua, suspira y dice:
- Ah, el hombre hermoso
Y apura el paso para alcanzar a Ramin y seguramente decirle ‘cosita de dios’ en persa. A pesar de la prisa, continúo marchando a su lado y le pregunto a qué se dedica exactamente. Me contesta que no puede responder, que ella trabaja para el Departamento de Estado. Ante esta exposición de circunstancias, muestro nuevamente mi sutileza señalando:
- Ah, entonces... ¿eres espía?
Me mira como dudando de haber entendido mi pregunta y, finalmente, bajando la voz, con tono irónico, me dice
- Si, claro.
La respuesta es paradójica. Por un momento pienso en ese viejo chiste ruso que dice que un hombre estaba preparando sus maletas para irse de viaje cuando un vecino le dice:
- Dimitri, ¿adonde vas, Dimitri?
- A San Petersburgo, Boris, a San Petersburgo
Dimitri reflexiona y, luego, con una amplia sonrisa le replica:
- Mientes, Dimitri, mientes. Me dices que vas a San Petersburgo para que yo piense que vas a Sebastopol, pero en verdad vas a San Petersburgo. Mientes, Dimitri, mientes.
Lo mismo me ocurre con Heather, que disimula con verdad la mentira de su ocupación real. Antes de que pueda seguir con mi implacable razonamiento, la espía me cuenta que conoció a un portugués, de Oporto, del cual se enamoro perdidamente y se prometieron en matrimonio. Sin embargo, un mes antes de la boda, ella, consumida por las incertidumbres de la distancia y el futuro, llamó por teléfono y  le dijo a su novio que tenía dudas, que no estaba segura de querer casarse. Él muchacho escuchó con cortesía esa retahíla de trillados argumentos y con suavidad respondió:
- No me hables nunca más.
¡Ay, mis amigos! Ya podría ser millonario si me hubiesen dado una moneda por cada vez que he escuchado los lamentos de alguien que descubre que está locamente enamorado de su pareja en el mismo momento en que lo abandonan. Bien pueden imaginarse que Heather supo al finalizar esa conversación telefónica que el único hombre de su vida, el que la haría feliz para siempre, estaba en Portugal. Pidió un permiso de dos semanas, compró un pasaje en el primer avión desde el medio oriente a Alemania y, luego a Oporto. Allá fue esta muchacha, convencida de que podía torcer las malas cartas de su imprudencia. Todo en vano. Ni tan siquiera pudo verlo. ‘Nunca más’ significa para su ex futuro marido precisamente que pueden congelarse los fuegos del infierno y todavía no habrá encontrado un indicio de que exista una razón para cruzar nuevamente con ella una sola palabra. Derrotada, sola y triste. Así se sentía nuestra compañera. Resumiendo, le digo:

- ‘Sola, fané y descangallada’

Pero, la compañera ya extraviada en sus propias brumas de tristeza y relato ignora el aporte que Santos Discepolo ha realizado a la taxonomía de las sensaciones y continua diciendo que sentía tanta vergüenza que tenía ganas de dejar todo, de sentarse en una plaza hasta que la pena, como diría esa vieja canción solo ‘fuese media pena’. Recordó, entonces que, tiempo atrás alguien le había comentado del Camino y, con la orfandad de sus dos semanas de permiso, decidió buscar consuelo en la peregrinación a Compostela.
Ocasionalmente nos detenemos ante unas construcciones con forma de bóvedas, rematadas por arabescos y cruces. Tienen un aspecto de formar parte de la liturgia de los cementerios, pero están ubicados en lugares extrañamente sociales; por ejemplo, huertos, plazas, etc. Tratamos inútilmente de descifrar su significado y seguimos en silencio; no tanto por respeto a su intimidad y congoja sino porque, en verdad, no teníamos nada para decirnos.


En el kilómetro 100, encontramos el correspondiente monolito que marca esa distancia mítica. A partir de ese momento, lo que nos resta a Santiago son cifras de dos dígitos. El lugar es también el punto de partida de grupos de peregrinos que arrancan desde este sitio ya que es la mínima distancia exigida como recorrido a pie para obtener la compostelana. 


Allí nos reencontramos con Ramín, Helga, Laura e Inés. Sacamos fotos y, cuando estamos a punto de recomenzar nuestra marcha, nuestra compañera húngara le dice a Laura:
- Tienes daño en la espalda
Laura camina con una musculosa y a pesar del protector, en una franja en la que las correas de la mochila ajustan, la piel se le ha ampollado por el sol. Su omoplato parece esas imágenes de los cráteres lunares. Es una quemadura fea y Laura se enerva ante la contingencia. Sus maldiciones son prolijas, ordenadas, casi académicas, que van creciendo en volumen e intensidad.
Que mala suerte
Mierda
La puta que lo parió
La puta que lo remil parió
La reputa que lo remil parió

Y luego de una larga suma de iteraciones y múltiplos de la misma idea, me mira como la lampalagua a la vizcacha y pasa a una fase femenina bien conocida en el ciclo de los agravios
- ¡Es culpa tuya!
Creo que todos conocemos bien que hay una amplia literatura acerca de por qué los hombres cargan con las responsabilidades en situaciones como estas. Hay, incluso, quienes sugieren que enigmas de gran calibre como el de la desaparición de los dinosaurios o la espontánea generación de pelusas bajo la cama son nimiedades en relación al misterio de la atribución femenina de culpas. (Para mayor información véase la página de facebook https://es-es.facebook.com/pages/Porque-las-mujeres-nos-echan-la-culpa-de-todo-a-nosotros/189259781705):
Por ello, Laura, siguiendo una línea establecida por Ana von Rebeur, en su famoso libro ‘Todas brujas. Las ventajas de ser malas’  (Editorial Norma, 2011) me regaña porque yo había aplicado el protector y, ante el resultado obtenido, se remota en la cadena causal para atribuir responsabilidades. Bien pueden imaginarse que muchas razones han contribuido al desarrollo de los acontecimientos y la frase de Laura no afecta mi equilibrio emocional. Otra cosa hubiese sido si hubiese cuestionado a viva voz los valores más notables, las instituciones sagradas, las tradiciones comunes. Allí sí que hubiesen visto como vuestro fiel cronista, un hombre apacible, se torna en una fuerza desatada de la naturaleza. Por ejemplo, otra cosa hubiese sido si Laura hubiese sostenido que las empanadas salteñas son superiores a las de Santiago del Estero, o puesto en duda la causalidad retroactiva, o algo de entidad similar. Pero, como decía Napoleón, ‘la batalla contra las mujeres es la única que se gana huyendo’, y por tanto, dejando atrás la injusticia del reproche, pienso en la solución y no en la etiología.
- Calma y sosiego, Manrique, que solo las ollas saben los hervores de su caldo. Cuando lleguemos al pueblo seguramente encontraremos un mejunje de esos que utilizan los alpinistas para casos extremos y verá que dentro de un rato ya estará mejor.
Ante el rumbo literario y sentencioso de la conversación, Heather deja al grupo con un cortés ‘Nos vemos pronto’. Aunque Apolonio de Rodas, en el siglo III a.C., indicaba que nada seca más rápido que una lagrima, la volveremos a encontrar recién al final del camino, todavía sola, todavía triste.
Mientras tanto yo le ofrezco a Laura mi pañuelo celeste, con el cual me enjugo el sudor, para que tape sus llagas y no sufran el castigo del sol. Laura me mira horrorizada, como si fuese un enviado de Caronte, imaginando ya la cantidad de gérmenes, microbios, bacterias y otros bichos que viven felices en mi paño. Al ver su titubeo, le digo
- No, cosita de dios, le juro que hoy no lo he usado ni una vez y que ni tantito me he sonado la nariz.
Luego de prometer sobre la verdad de mis afirmaciones, consigo convencer a Laura acerca de la inmaculada higiene de mi prenda y fabricamos un pequeño y provisorio vendaje de su herida. Inés y Helga tratan de levantar el ánimo de la peregrina herida, insistiendo que ahora está de moda cubrirse un solo hombro y cosas por el estilo. Ramín estira el paso, mientras que yo voy agitando un pañuelo blanco para indicar el carácter sanitario urgente que ha tomado nuestra expedición. A medio kilómetro de distancia, luego de una cerrada curva, encontramos a Morgade, un pequeño caserío, con bar y albergue que sirve para reposar un momento de los rigores del sol de verano. En ese mismo momento, como materializados de la nada, surgen Julio, Tito, Helen y Claire.
Nos detenemos en ‘Casa Morgade’, actualmente un albergue, pero que antiguamente fue un hospital de peregrinos ya documentado en el siglo XII. El bar está a la salida de una cerrada curva, frente a una pequeña fuente, conocida como ‘Fuente Tintín’, junto a las ruinas de una pequeña iglesia. 



Amontonamos un par de mesas bajo unas enormes sombrillas, contemplados de cerca, pero sin curiosidad, por un gato negro. Justo cuando terminamos de acomodarnos, un grupo de bicigrinos baja a toda velocidad, impulsados por la pendiente. Uno de ellos intenta adelantar a otro justo al momento de enfilar el giro, se abre un poco pero la curva se cierra otro tanto; corrige su rumbo pero se encuentra, a la salida de la curva, con la vereda y las mesas que ocupamos nosotros. Ante la inevitable colisión, reacciono como una centella. Pero, primero congelemos la imagen. Una bicicleta se acerca como bólido. Recuerdo, entonces, la instrucción del capitán Alexander Steton, cuando el 26 de febrero de 1852, el H.S.M. Brikenhead se hundía irremediablemente frente a las costas de Sudáfrica, con 600 pasajeros y solo dos botes salvavidas. Inspirado en ese precedente, grito, a mis compañeros
- Las mujeres y los niños primero,
Podemos estar de acuerdo en que esa es una consigna harto civilizada. Sin embargo, el contingente femenino protesta inmediatamente y argumenta que por qué cuernos ellas primero, y añaden que lo más justo es hacer un sorteo para ver a quien atropellan en primer lugar.
La bestia antinatural, el demonio, se nos viene encima y a nosotros, indefensos ante la catástrofe, se nos arruga hasta el bordón. El bicigrino frena, frena, frena y nosotros hacemos más fuerza que parturienta primeriza. Finalmente, él logra apoyar un pie en suelo y evita el golpe. Los restantes compañeros pasan como una ráfaga y le gritan a su amigo cosas irreproducibles. Nosotros hacemos lo propio.
Una vez que se nos pasa el susto - julepe dirían nuestras abuelas - retomamos nuestros afanes. Julio inspecciona las llagas de Laura y le resta importancia; le explica que las quemaduras generan una demanda paradójica en el sistema inmunológico, y que, si le interesa, puede darle la información que se publica en el último volumen del New England Journal of Medicine. Bien pueden imaginarse que este análisis no deja mucho más tranquila a nuestra compañera y se dirige al baño con el propósito de comprobar en el espejo el aspecto de su herida. Los hospitaleros, Marisa y Sinda, no dan abasto con los pedidos; el trato es rudo, pero ya estamos acostumbrados a este rasgo de la gente de Galicia. A pesar de lo poco cordial de la atención, el pedido es gestionado correctamente y Sinda añade un poco de hielo para mitigar la quemadura de Laura. Luego de esa profilaxis, le dejo mi camiseta de repuesto, que tiene mangas y protege su herida; ello será suficiente para evitar daños mayores y, en verdad, no tendrá nuevamente problemas.
Bocadillos y cerveza sirven para recuperar fuerzas. Conversamos de todo un poco y lentamente retomamos la marcha. Tito se une a Tito JR, Gigi, el estudiante Harvard y Penélope. Luego seguimos nosotros, mientras Julio, Helen y Claire se demoran un rato más. Nos volveremos a encontrar todos en Mercadoiro. La siesta es bochornosa y apuramos la marcha, con la esperanza cierta de llegar pronto a Portomarín. A esta altura de nuestra peregrinación, doce kilómetros en suave descenso son dos horas de marcha. Pero... ¡nadie había previsto lo que ocurriría en Mercadoiro! Como les decía anteriormente, poco falto para hacer noche allí, embrujados de luna, bosque y Camino. Hermoso, pero como decía Athaualpa, el destino del peregrino se resume en eso de:
... y cuando quiero quedarme,
viday, me voy andando’

Es mi destino, piedra y camino
de un sueño lejano y bello, viday
Soy peregrino. 

Desde Mercadoiro hasta el final de la etapa hay una buena hora de caminata. Pesan las emociones y el alcohol. Vamos apurando el paso. Inés, Laura y yo estamos a la cabeza del grupo y, un poco más atrás, cierran Helga, Julio y Ramín. La entrada a Portomarín es alucinante. La ciudad está edificada sobre una suerte de barranca, cercada prácticamente por las aguas de un embalse y el acceso de los peregrinos es a través de un puente interminable, excesivamente extenso, infinitamente largo. La combinación del pavimento, el calor del verano y el reflejo azulado de las aguas es agobiante. Créanme, mis amigos, que la frustración y soledad que genera ese puente es desoladora.


Finalmente, luego del puente, Portomarín aguarda a los caminantes con otra amarga sorpresa. ¡Otro puente! Pequeño, hermoso, medieval, pero muy empinado, con unos escalones enormes, despiadados. Allí consumimos prácticamente nuestro último aliento. Para colmo, nuestro alojamiento no está sobre el Camino y las instrucciones que recibimos son un tanto caóticas. Julio se queja.
- ¿De donde sacaron la información? No hay que dejar el Camino. ¿Para que le hago caso? ¡Seguro que nos va a pasar algo horrible!
Mientras Julio sigue con su monólogo, vamos y volvemos varias veces por una calle larga, con diversos negocios en los que nos dan respuestas desconcertantes. Finalmente, damos con una mujer coreana, que atiende un supermercado de barrio, que nos pone en una pista fiable. Eso nos permite enderezar la búsqueda. Llegamos exhaustos, pero especialmente Ramín. El Turco está demolido. Los excesos de la noche de Sarria, las emociones de Mercadoiro, la suma de etapas, la infinita fatiga del puente lo han dejado postrado y este ir y venir en busca de nuestro hotel le ha destemplado el ánimo. A cincuenta metros, en la encrucijada en la que la flecha amarilla marca la continuación del Camino, Helga aguarda mientras tratamos de determinar nuestro rumbo. Ella todavía tiene que marchar diez kilómetros más para cumplir su plan de viaje y cuando nos indican  la dirección correcta, reclama con un grito,
- Ramín, ven, hombre, ¡un abrazo de despedida!
- Nada, nada. Ni mierda, responde el Turco, espantado ante la perspectiva de regresar otra vez cincuenta metros y agita el brazo, a modo de saludo, impaciente por llegar al hotel. Tal vez, Helga cree que esa es una forma peculiar, cordobesa, de despedirse y también agita, a la distancia, su mano, deseándonos buen camino. Luego gira en dirección opuesta al pueblo y ya no la volveremos a encontrar.  
El Hotel se demora en aparecer, como si se burlase de nosotros, escondiéndose en las callejas del pueblo, dominado en el sopor de la tarde. Pero, todo llega y, finalmente, se materializa un edificio plano, que ocupa casi dos cuadras y que es decididamente extraño en sus dimensiones para una ciudad de 1.500 habitantes. Buscamos la entrada del establecimiento y, ratificando la inviolabilidad de las leyes de Murphy, elegimos el costado equivocado para el ingreso y tenemos que dar toda la vuelta al edificio. Es un complejo que recuerda a un hotel sindical; viejo, pero aseado; correcto, pero sin aire acondicionado. Todas esas carencias son compensadas por una pileta enorme, a la que nos precipitamos inmediatamente como manada de búfalos, buscando refrescarnos del calor del camino - salvo Inés que se queda descansando en la habitación.
El agua es fría y el contraste con el agobio que sentimos nos produce estremecimientos. Allí, descansando un rato, escuchamos la conversación de dos chicas de casi veinte años, hermosas, que hablan fluidamente en portugués y castellano con su madre. Son de Lisboa, aunque estudian en la universidad en La Coruña. También son peregrinas y tratan de animar a su madre que la ha pasado francamente mal en esta etapa. Les anuncia que para ella ya está bien, que seguirá en coche con su marido que se unirá más tarde al grupo. Estamos tentados de intervenir, sumarnos a los argumentos persuasivos, evitar que abandone. Pero, en ese momento llega Tito y se pierde la oportunidad. Quedamos en reunirnos más tarde para buscar un lugar donde comer todos juntos. A la cena han invitado a Helen y Claire y, por ello, quedamos en juntarnos entre las siete y media y las ocho de la noche, en la plaza del pueblo.
Después de descansar un rato salimos a ver la ciudad. Es inesperadamente hermosa, con calles estrechas, pero bien delineadas y de muchos de sus balcones cuelgan flores de distintos colores. 




La luz del sol le deja un tono ocre, que la hace parecer aun más antigua. La ciudad original, que se extendía al costado del río Miño, yace bajo las aguas del embalse y en 1962 la mayor parte de su casco antiguo fue trasladado piedra por piedra hasta la barranca. La plaza principal tiene un extraño diseño ya que rodea a la bellísima iglesia de San Nicolás, del siglo XIII, con su imponente aspecto de fortaleza, sus notables capiteles y decorados, sus amplias dimensiones y el dorado de la piedra recibiendo los últimos rayos de sol. Aunque parece inequívocamente una construcción del Temple, todas las referencias mencionan a la Orden de San Juan como los responsables de su edificación.







Buscamos un bar, en la misma plaza, viendo caer la tarde y el modo en que la luz cambia en el rosetón de la entrada principal de San Nicolás. Laura sorprende a la camarera pidiendo un Campari, y la respuesta recuerda esos versos famosos de Eagles, ‘We haven’t had that spirit here since 1969’. Pedimos, entonces, unas cervezas, esperando a Julio, mientras en una mesa cercana, dos peregrinos beben también tranquilamente, disfrutando del final de la tarde. Finalmente, voy en busca de mi hermano y lo encuentro en un bar, con Helen y Claire, a quienes ha invitado a cenar, pero ellas no pueden esperar al horario de reunión (21,00 hs) ya que sus costumbres británicas y el cierre del albergue las impulsan a buscar su comida a las siete y media. Ya están sentadas, dando cuenta de un copioso menú del peregrino, que incluye una paella de aspecto más bien triste, pero abundante. Quedamos con Julio en encontrarnos allí mismo, a las 9, para arreglar la cena. Regreso con Laura, Ramín, e Inés, justo en el momento en que la mujer portuguesa que encontramos esta tarde en la piscina, acompañada de su marido, se acerca a la mesa vecina y exclama:
- ¡Mi salvador!
Explica luego al marido que uno de ellos, Javi, prácticamente la ha arrastrado hasta el final de la etapa. No solo ha cargado su mochila, sino que también le ha contado historias, cantado canciones y un sinfín de cosas para levantarle el ánimo. Javier presenta a su compañero, Jorge, y les invitan a tomar una copa con ellos. Los dos peregrinos son del país vasco y tienen un encanto incomparable. Al pasar, les preguntamos si tienen alguna sugerencia para cenar, pero ninguno de ellos tiene nada relevante para compartir y sospechan que esa ciudad no dará grandes alegrías desde el punto de vista culinario. La camarera nos indica un restaurante, de un albergue, y nos dice que es muy bonito y que se come bien. El problema, el ser o no ser, es que queda sobre el Camino, en la Rua do Pelegrin, a casi diez cuadras y ya se sabe que los peregrinos son gente bastante perezosa una vez que se han replegado al momento del descanso. Sopesamos pro y contras hasta que Ramín decide que hay que investigar ese lugar y hacia allí marchamos, fatigados y sintiendo en nuestros huesos el rigor de una etapa corta en kilómetros pero muy intensa emocionalmente.
Inés se duele de las llagas de sus pies, enormes y amorfas, ya sin remedio, también el frío la va descompensando poco a poco. Pero cuando llegamos al resto bar, O Mirador, el corazón de los peregrinos recibe un impensado estimulo. El lugar es realmente impactante: es un edificio de dos pisos, edificado sobre la parte alta de la barranca y eso garantiza una vista privilegiada del lago, que se abre en abanico bien abajo. La decoración del lugar es moderna, y combina muy bien el vidrio del mirador de la terraza con la madera del interior, En verdad, mis amigos, el lugar promete, pero desgraciadamente no hay sitio hasta las 21 y 30 horas. No lo dudamos y reservamos mesa para seis, ya que a nuestro grupo se sumara Tito.
Regresamos al centro de la ciudad, ya de noche, caminando las calles estrechas, cansados pero extrañamente felices. Nos reímos ante el cartel de una tienda que proclama: ‘mercería, repuestos varios, servicios fúnebres’. Lo que se dice, un auténtico polirubro.  A mitad de camino encontramos a Julio.
- ¿Adonde van? pregunta mi hermano
- Te estamos buscando a vos, novio de América, Casanova, le responde Ramín, regañándolo por abandonar su comunidad tras la quimera de un amor imposible.
Julio, que está con Tito, pregunta por la cena. Le pasamos el parte de situación y remontamos nuevamente la Rua do Pelegrin, hasta llegar al número 27, el lugar donde está ubicado el restaurante. Nos recibe el encargado y nos dice que la mesa que nos había gestionado, junto al ventanal del lago, está demorada y que todavía habrá que esperar otra media hora. Nos ubica en unas mesas interiores, elaboradas con un vidrio inmaculado, sobre un par de toneles viejos de vino y unas sillas altas, pero suficientemente cómodas. Ordenamos un albariño y una entrada de pulpo, frutos de mar y pimientos de padrón. Luego de media hora, la mesa del ventanal todavía está en los postres y, por ello, decidimos ordenar nuestra cena. Tito está demacrado de cansancio y decide emprender la retirada. Inés ha saciado su apetito y se queda un rato más, pero sin ordenar nada, poniendo esfuerzo, aguantando porque se nota la fatiga y el sueño. El resto nos festejamos con pescado (bacalao fresco) y carnes. Ramín insiste con la tortilla con pimientos de padrón y, a pesar de que el encargado le dice que ellos la tienen todos los días, que es un plato que sale muy bien, se les han acabado los pimientos, Dado que el pedido se retrasa bebemos una segunda botella, en este caso un godello, que recomienda  el encargado y que resulta muy bueno. Sin embargo, al momento de los platos fuertes nos inclinamos por una tercera botella, esta vez de vino de Rueda. En ese momento, llega Tito Jr. y se sienta con nosotros. Intenta pedir un plato, pero le decimos que tardan demasiado, así que directamente compartimos un poco de nuestras raciones. La conversación gira sobre el Camino Portugués, que años atrás han emprendido junto con su padre y su hermana. Nos muestra en su móvil un video de esa aventura, y conversamos un largo rato sobre Portugal, sobre la música y el temperamento de esa gente, que hace ya muchos siglos surcaba los mares y forjaban imperios.
El regreso al hotel está teñido de melancolía. Al pasar por la plaza, me detengo un momento frente a la iglesia de San Nicolás, rodeada de bruma y silencio, tratando de sentir el eco de los pasos de otros peregrinos que han depositado aquí sus esperanzas. En ese momento tuve la sensación de que el Camino depende de nosotros y traté de imaginar las fatigas de otros compañeros del Camino. Me sentí leal a ellos y decidí llevar sus sueños hasta la tumba de Santiago, para llegar en muchedumbre, para reclamar el Camino como herencia y promesa. Así, en ese nuevo propósito, se consumieron los últimos minutos de la noche de Portomarín, y al llegar al hotel, comprobamos con desolación que había cerrado el bar. Ese contratiempo, sin embargo, no me impidió recordarlos a ustedes, mis amigos, y desearle como siempre salud y buen camino. 

  31 de Julio

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