viernes, 1 de febrero de 2013

35. Muiño de Pena - Santiago

35. Muiño de Pena - Santiago

         (19,1 kilómetros)
           


En 1924, Giacomo Puccini escribía la parte final de su opera Turandot, cuando fue vencido por un cáncer de garganta. En su obra inconclusa representa un complejo mundo de intrigas palaciegas, ambientado en la lejana China. Gran parte de su argumento gira en torno a una cruel princesa que desafía a sus pretendientes mediante acertijos que ellos no pueden resolver y, como consecuencia, son luego decapitados. Sin embargo, un joven y misterioso príncipe (Calaf) logra resolver los retos y, ante la frustración de Turandot, le señala que si ella es capaz de averiguar su nombre antes de la madrugada, entonces podrá disponer de su vida. Enfurecida por la arrogancia del extranjero, Turandot moviliza a todos sus soldados, que vagan por las calles del reino, gritando ¡Nessun dorma!, que nadie duerma, reclamando atención, sacudiendo el sueño en la madrugada de la ciudad, intentando descubrir el nombre del extraño príncipe.
Nessum dorma, una de la arias más importantes y conocidas de la opera moderna, es una obra compleja, en la que premonina el contraste entre la serenidad de Calaf, que mira la ciudad desde el tejado de una casa y el bullicio de una ciudad que se revuelve en la madrugada. Es un canto de serena esperanza en un contexto de caos y urgencias; una manera retirada de contemplar las cosas que ocurren, sabiendo que lo esencial, lo más importante, permanece secreto y encerrado en uno mismo.
Que nadie duerma.
Tal vez esa misma dualidad de confianza y caos es la que sacude a nuestra comunidad de peregrinos en la víspera de calzar las botas por última vez, enfrentar este puñado de kilómetros, remontar el Monte do Gozo y llegar hasta el corazón de Santiago de Compostela. Es difícil conciliar el sueño y se repiten una y mil veces las imagenes caleidoscopicas de nuestra larga marcha. Parece mentira que el largo recorrido por el mapa de España esté a punto de acabar, que los padecimientos y desvelos, los dolores y las fatigas hayan quedado atrás. Parece, en verdad, un sueño el recuerdo de los lugares donde conversabamos con otros compañeros acerca del final del Camino. Se acumulan nombres e imágenes. Me asaltan, sin tregua, los capiteles de Fromista, el cielo apenas naranja de San Juan de Ortega, la dureza melancolica de la meseta de Castilla, las madrugadas de regadíos y acequías en la vera del rio Oja, la aridez de la senda que remataba en Santa María la Blanca, la ruina y el abandono de San Antón, los rigores de los Altos del Perdón y el paisaje abierto al viento y al sol que se divisaba desde sus alturas, los puentes que hemos dejado atrás y que ahora son parte de mis cosas entrañables, el ritmo del bordón, los vinos pálidos de Rueda, las urgencias de las madrugadas, las estrellas vacilantes en la noche de Los Arcos, desplazandose silenciosamente hacia el fin del mundo.
Que nadie duerma.
La impaciencia acude puntualmente y todos los peregrinos deambulan hasta tarde en la noche de Pedrouzo. El ambiente de verbena licua el cansancio de la jornada y siempre hay oportunidad de un último trago. Casi por arte de magia, la comarca de Arca do Pino hierve de gente, peregrinos que arrastran su fatiga desde muchos kilómetros junto con excursionistas de fin de semana, contingentes de boy scouts, en busca de su aventura de verano y que se unen a otros grupos que se han ido formando, poco a poco, en la huella milenaria del Camino. El tiempo se estira y todos se esfuerzan en prolongar el rito, ultimando preparativos, intercambiando direcciones, revisando planes y papeles, prometiendose una y otra vez que no habrá olvido, que siempre regresaremos.
Que nadie duerma.
Esa parece haber sido la consigna de Julio, cuando nos encontramos, cerca de las ocho de la mañana, en el comedor del Molino, en la fría mañana del verano de Galicia. La niebla desdibuja el prado y el rumor del arroyo llega amortiguado, lejano. Mi hermano tiene mala cara, ojeras que marcan sus ojos, y una voz apagada, como de quien no ha logrado dormir.
            - ¿Una mala noche?, le pregunto
            - No, no, pero no he dormido nada
            - ¿A qué hora volviste?
            - Hace un rato, no más de media hora

Julio se quedó en el baile de Pedrouzo. Como medida excepcional, los albergues prolongaron su horario habitual y cerraron a la hora de la finalización de la fiesta mayor. Allí se quedo bebiendo y compartiendo los momentos mágicos de este final de Camino. Cuando acabó la música y cerraron hasta el último bar, todos se despiden y emprenden el rumbo de sus alojamientos y allí, mi hermano con la adrenalina todavía a punto, advierte que no hay rastro de vida humana a su alrededor. Solo y al costado, como un cero solo, diría esa canción que sonaba en El Exilio de Gardel. Empieza, con calma, a buscar un taxi, pero, claro ms amigos, como que hay dios en el cielo que en la madrugada de la comarca de Pino, esos vehiculos son más raros que alfajor de pollo. Poco a poco, la resignación va haciendo su trabajo y decide emprender la marcha hacia el alojamiento, hacia el Molino del los Pena, que está a siete kilómetros apróximadamente de Pedrouzo. Julio tiene certeza acerca de la distancia, pero ignora en qué dirección hay que caminar. En un golpe de suerte consigue señal en su movil y eso le sirve para programar en el GPS del teléfono el rumbo a recorrer.
No es muy frecuente que los peregrinos caminen por la noche, pero de vez en cuando algunos emprenden la marcha a esas horas donde todo es melancolía. Para ello salen bien equipados, con alguna bebida caliente en sus cantimploras térmicas, con sus abrigos a mano, provistos de linternas que amarran a sus sombreros. De ese modo, ellos evitan los calores del verano y logran una suerte de intimidad que a menudo está ausente en el Camino. Sin embargo, Julio no fatiga la noche con la esperanza de ganar kilómetros en la ruta a Santiago, y tampoco va provisto de luces, bebidas o abrigo. Más bien, todo lo contrario. La niebla se espesa a la salida de Pedrouzo y su ropa negra no ayuda a que lo distingan a tiempo los ocasionales vehículos que vagan por la noche gallega. Por ello, cuando siente ruido de motores, se aparta lo posible de la carretera y alza su móvil, para iluminar tenuemente su posición.
Que nadie duerma. Para calmar la ansiedad, para ayudarse en su camino, Julio canta coplas y resuelve acertijos en la noche oscura de Galicia. Todo ha sido hermoso y su sensación es que ha sido tocado por un angel, que en medio de tanta incertidumbre que la vida trae y deja, suceden cosas inesperadamente bellas. Lleva con él esa sensación y ahora, en la noche blanca de Galicia, sabe que está solo, pero ya de una manera diferente. Tal vez piensa en los pesares inevitables que lleva el peregrino cuando el amor lo golpea, la necesidad de echar raíces y descansar. La marcha por los bosques de Galicia se le antoja una metafóra de otras cosas de su vida. Quien sabe. ¿Acaso no hay un momento en que vemos con absoluta certeza que el regreso es imposible y que la meta no existe más que en nuestros sueños y anhelos? ¿Acaso el amor no justifica abandonar absolutamente todo y, aunque sea por una única vez, comprometerse seriamente, en cuerpo y alma, quedarse a la vera del camino, borrar los horizontes y construir algo que hunda sus raíces hasta el centro mismo de nuestras cosas? Pero esos pensamientos que acaso hayan rondado en la cabeza de mi hermano, en el corazón de cualquier peregrino, ese deseo de permanecer definitivamente, de echar raíces se deshilacha justo con la rompiente de otras certezas, con la honda pena de saber que para nosotros, los peregrinos, 'en la vida todo es ir', que el camino es inevitable. Tal vez, en esa dualidad de amor y soledad, Julio recuerda esos versos de Fandermole:

Solo
como al aclarar está el lucero
como el ojo pálido del cielo
va girando en orbita lunar
Solo
como el primer hombre de la tierra
como el último lobo de inglaterra
como el viejo más viejo del lugar
Solo
como uno va hilando sus ensueños,
como el monstruo que sobrevivió un milenio
y se esconde en una gruta bajo el mar.
Solo
como el que tiene la virtud del mago,
como el que conduce un pueblo hacia el estrago
mientras imagina la felicidad.
Solo
como el esclavo solo bajo el yugo,
como la conciencia del verdugo
o el único beso del traidor.
Solo
como un grandioso golpe de la suerte,
como cada uno frente a su propia muerte,
solo como un ángel exterminador.
Solo
como un dios que niegan sus criaturas,
como el que dio color a su locura
y pintó los cuervos y el trigal.
Solo
como está en su mundo cada muerto,
como la voz que calla en el desierto,
como el que dijo siempre la verdad.
Solo
como el que logra ver todo muy claro,
solo como la atenta luz de un faro
o el último minuto del alcohol.
Solo
como este mismo instante que se pierde,
como el único que ha visto el rayo verde
cuando se cayó el último sol.
Solo
como el que desentraña algún presagio,
como el único vivo del naufragio,
como todo el que pierde la razón.
Solo
como el que se extravió sin darse cuenta,
como un ave ciega en la tormenta,
así estoy en el mundo sin tu amor.
Solo
como si fuese un animal eterno
clavado en la puerta del infierno,
así estoy en el mundo sin tu amor.

Julio avanza a buen ritmo, pero, ocasionalmente, se sobresalta con los sonidos del bosque. ¿Tal vez todavía se puedan encontrar lobos o es que esos aullidos casi cercanos son las quejas de algun perro, atado a su puesto de guardia en algunas de las viejas casas que presiente cerca? No lo sabe y su móvil empieza a dar señales de fatiga, se agota la batería y, finalmente, todo es devorado por la oscura silueta asimétrica de la noche.
Que nadie duerma. Ahora Julio camina a ciegas, sin saber exactamente en qué dirección se encuentra el molino. Acierta, y desacierta luego, en un par de encrucijadas. Avanza y retrocede hasta que ya, con las luces inciertas de la madrugada, con el frío humedo de la bruma de verano calándole los huesos, reconoce el sendero que lo lleva hasta el hotel. Llega a tiempo para ducharse con agua casi hirviendo y, pálido por el esfuerzo, demacrado por la noche en vela, baja a desayunar.
Nos reunimos a la hora prometida y arreglamos los últimos detalles de nuestra marcha. Pagamos nuestra cuenta, sellamos las credenciales y luego la encargada, en dos viajes sucesivos, nos devuelve a Pedrouzo, a retomar nuestro camino. La mañana es brumosa y fresca, que - dicen los entendidos - es un augurio de un tiempo esplendido. Vamos bordeando carreteras comarcales y luego nos adentramos en un bosque de eucaliptos, altos y solemnes que dejan filtrar el sonido del viento y algún ocasional rayo de sol. 



Avanzamos con la consigna de llegar al mediodía a la Plaza de Obradoiro, a la Catedral de Santiago a la hora de la misa del peregrino, visitar la tumba del apóstol y, con el abrazo a la imagen del santo, dar por concluida nuestra peregrinación.
Queda ya un puñado de kilometros y vamos en silencio, como asumiendo el destino cierto y próximo de nuestros pasos. Poco a poco el sendero se va llenando de excursionistas, peregrinos, adolescentes de parroquias católicas, niños de colegio y una larga serie de grupos diferentes que, con su bullicio, quitan solemnidad a estos últimos momentos. Enfrentamos el repecho hasta Cimadevilla, que como su nombre indica está en la cima de un pequeño monte. La colina no es demasiado exigente, pero el esfuerzo es inesperado y cuesta un poquito más de lo que nos hubiese hecho felices. Los bosques reforestados, con algunos árboles autóctnos nos acompañan en estas últimas horas y, de repente, para ratificar la inminencia de nuestro destino, nos encontramos con el vallado el aeropuerto de Santiago.
A los 7 kilómetros y medio entramos al caserío de San Paio y allí, en el bar nos reunimos con Mercedes, Javier y Jorge. Mientras que nuestros amigos sevillanos recorren sin pausas ni prisas esta última etapa, los peregrinos vascos van un poco perjudicados, como Julio, de los excesos de la fiesta de Pedrouzo y de las pocas horas de sueño. Sobre todo Jorge que recuerda la queimada de la noche anterior y piensa que es el último obstaculo que Mandiga pone a los peregrinos para enviarlos al hospital, evitando la feliz culminación del Camino. Ellos ya dan por descontado que no llegaremos a la misa del peregrino y recordando el refrán colombiano ‘A camino largo, paso corto’, no se esfuerzan en ese último tramo. Pero nuestra comunidad todavía intenta llegar a Santiago al mediodía y, luego de un par de bromas, seguimos adelante.
             El Camino es ahora una mezcla heterogénea de paisajes. Sendas junto a la carretera, pistas de labor, caminos vecinales y callejuelas por medio de urbanizaciones. Todo nos lleva a la meta. Ya nadie se preocupa por el dibujo de las flechas amarillas; solo basta mirar hacia adelante y seguir a una muchedumbre difusa y bullanguera. Pero, mis amigos, todavía la tarea no está lista y no es conveniente olvidar que Guillermo Watt, a pocos kilómetros de Santiago, en Salceda, encontró el final de su camino. Ese presagio nos atropella cuando en uno de los típicos 'toboganes' de esta etapa (es decir, pendientes muy estrechas e irregulares), mientras caminabamos uno detrás del otro, nos sobresaltan unos gritos agónicos, urgentes, perentorios:
- Ay, ay, Cuidado, abajo, abajo. Cuidado. Voy, voy, voy...
Nos revolvemos precipitadamente, como sacudidos por la certeza de que algo grave e inminente nos ocurrirá, aunque también tenemos confianza en nuestra capacidad de reacción. Después de todo ya hemos mostrado con la famosa formación tartaruga, en Rabanal del Camino, que estamos más que dispuestos a enfrentar los peligros del camino. Pero, ¡ay mis amigos!, lo que enfrentamos no tiene parangón. ¿Cómo hubiese alguien podido prepararse para el fin del mundo? Allí, en las cercanías de nuestra meta, casi en las barbas mismas del apóstol, vemos materializarse desde la nada a nuestra inevitable pesadilla. Pueden creerme que si hubiese aparecido una manada de facoceros - vulgarmente llamados jabalí verruguero - con problemas psiquíatricos, hubiesemos sentido menos terror que frente a la amenaza inesperada de ese momento. Ahora, con la calma y la claridad que otorga el paso del tiempo, tal vez puedo prometer que no era Mandinga lo que nos acechaba sino tres bicigrinos que bajan imprudentemente por una senda habilitada solo para caminantes. Pero, al sentir sus alaridos inhumanos, para nosotros se transformaron en la sombra de un nazgul, en los tres jinetes del apocalipsis, en una bestia infernal que se despeñaba ladera abajo, gritando acojonados porque ya no tenían control alguno sobre sus rodados. Ante el peligro, murmuro la consigna justa y necesaria:
- ¡Salvese quien pueda!
Algunos saltan hacia la derecha, otros hacia la izquierda y, como en los momentos decissivos de una película de terror, solo quedan, cara a cara, la bella y la bestia. Es decir: Laura está paralizada mirando como el demonio avanza inexorablemente y el reloj de su destino apresura el tic tac. ¿Hacia donde apartarse: derecha o izquierda?. La elección en esos micro-segundos es como la decisión de cortar el cable azul o el rojo que debe tomar el protagonista en las películas en las que fatalmente detonará una bomba, arrasando para siempre al mundo inocente. De igual modo ocurre con la bella Laura y la bestia infernal. La escena me recuerda a ese pasaje de Los Intocables, cuando sin música o sonido alguno, se proyectan las imagenes de un tiroteo en una estación de tren y como producto del caos y la confusión, un cochecito de bebe empieza a rodar, lentamente pero sin control, escaleras abajo.
Laura recurre, entonces, a un artilugio de reconocida eficacia, casi tan sutil como cuando Lily Potter utiliza un viejo truco para proteger a Harry frente a las ansias asesinas de Voldemort. Cuando ya puede ver nítidamente las pupilas dilatadas y las fauces hambrientas de la muerte, cuando suena el último acorde de esa canción que repite que aquí termina el Camino, cuando el aliento espeluznante de la bestia golpea como fuegos de verano, allí, en ese preciso instante, en ese último momento, Laura simplemente permanece inmóvil, enfrenta la muerte y serenamente cierra los ojos.
¿Qué cosas veremos, mis amigos, cuando la muerte acuda puntualmente a recogernos? Me gustaría pensar que será algo así como este momento en la periferia de Santiago, rodeado de amigos, en el Camino, inevitablemente solo. Acaso tendré todavía un momento para recaer en  mi melancolía y recordar a media voz, esas líneas de César Vallejo (1892-1938),

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.

César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro

también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos…

Tal vez, recuerde el olor perdido de los malvones del patio de mi casa en Santiago del Estero, el tacto rugoso y caliente del pan casero, los fuegos del horno y la risa de los amigos. Acaso crea que he sido feliz y me resigne a desaparecer como polvo en la tormenta. A su vez, ¿qué cosas habrá visto Laura en ese momento especial? No lo se. Todo ha ocurrido en un instante, en un parpadeo, en una suerte de ráfaga incontrolable. Milagrosamente nadie resulta herido. Cuando Laura abre sus ojos ya solo queda la silueta desdibujada de la muerte, el horizonte azul y claro de la ruta que se estira hacia abajo y luego hacia la montaña, hacia el último de los desafíos en nuestra marcha, hacia el Monte do Gozo.
Con la adrenalina colapsando nuestra sangre nos deshacemos de nuestra ira recordando la genealogía de los bicigrinos. Luego, ya con el pulso firme, seguimos. Julio va descompensandose con el esfuerzo y al llegar a la iglesia de San Pelayo de Sabugueria nos dice que se queda allí, que él no llega, que sigamos nosotros.

Su comentario es impactante y, en principio, no lo tomamos en serio. Nos sentamos un momento al frente de la iglesia y nos cuenta que tiene un ataque de nauseas, que este último tramo se le está haciendo muy duro. La noche en vela le empieza puntualmente a exigirle su factura. Para darle ánimos le recuerdo que en Vilafranca hemos dejado atrás la Puerta del Perdón y que allí, y solo por estrictas razones de salud, se agotó la última posibilidad de obtener la Compostelana, sin llegar hasta la tumba del apóstol. Ahora no hay más remedio que encarar lo que falta. Le pregunto si necesita una ambulancia, pero ni se esfuerza en contestar.  Llegan Mónica, JR y Mercedes. Se quedan con Julio un rato más, mientras Laura, Inés y vuestro cronista vamos adelante.
Dejamos atrás Lavacolla (168 habitantes), cuyo nombre e historia está íntimamente ligada al Camino ya que en sus fuentes era usual que, como una manera de purificarse, el peregrino se lavase para entrar limpio a la ciudad del apóstol. Tal vez para purificarse, o por otros motivos más prosaicos, Inés se aparta del camino y promete encontrarnos más adelante. Seguimos con Ramín y Laura. Con mi compañera instruimos a Ramín en la teología cristiana popular, tratando de explicarle rápidamente las historias biblicas más conocidas (Sansón y Dalila, Los Reyes Magos, Herodes, etc.) No es que el catecismo sea la panacea contra el aburrimiento, pero nos divertimos inocentemente con nuestro compañero de Camino, completamente ajeno a la educación católica. Le prometemos que para recibir la Compostelana hay que aprobar un examen de religión. En verdad, a ninguno nos preocupan demasiado las historias del catecismo, pero encontramos en este juego una buena manera de pasar el tiempò y dejar atrás los pesares inevitables del final de la marcha.
La Compostelana es una constancia formal que acredita la peregrinación a la tumba del Apóstol. Desde el siglo X aproximadamente, en el auge de las grandes peregrinaciones, era común que muchos proclamasen fraudulentamente haber llegado a Santiago. Para acreditar esa peregrinación exhibían los objetos típicos (como la concha de vieira) que acompañan en el Camino, pero ese rudimentario mecanismo de certificación daba lugar a mil y una formas de fraude. Por ello, en el siglo XIII se comenzaron a expedir las llamadas cartas probatorias, que son el antecedente directo de la actual Compostelana. En el siglo XVI, lo que obtenían su certificación tenían derecho a hospedarse gratuitamente durante tres días en el hospital de peregrinos construido por los reyes católicos, justo en frente de la iglesia de Santiago y hoy reconvertido en un deslumbrante Parador de Turismo. Uno de los atractivos medievales de ese documento oficial era que garantizaba una indulgencia plenaria. La Compostelana es firmada por el canónigo de peregrinos, confeccionada en latín y se gestiona exclusivamente en Santiago de Compostela, aunque las indulgencias de la peregrinación también se pueden obtener excepcionalmente en otros lugares (por ejemplo, como he recordado unas líneas atrás, atravesando la Puerta del Perdón, en la iglesia de Santiago, en Villafranca del Bierzo).
Para obtener esta certificación se exige recorrer, como mínimo, los últimos 100 kilómetros a pie o a caballo, o también los últimos 200 en bicicleta. El documento, en su traducción al castellano señala:
El Cabildo de esta Santa Apostólica y Metropolitana Iglesia Catedral Compostelana custodio del sello del Altar de Santiago Apóstol, a todos los Fieles y peregrinos que llegan desde cualquier parte del Orbe de la Tierra con actitud de devoción o por causa de voto o promesa peregrinen hasta la Tumba del Apóstol, Nuestro Patrón y Protector de las Españas, acredita ante todos los que observen este documento que: D. …………… ha visitado devotamente este sacratísimo Templo con sentido cristiano (pietatis causa).
En fe de lo cual le entrego el presente documento refrendado con el sello de esta misma Santa Iglesia.

Nos divertimos con estas anécdotas y seguimos adelante, tratando de apurar los últimos kilómetros, persiguiendo la quimera de llegar al mediodía. La misa del peregrino tiene, además en esta ocasión un significado festivo, especial, ya que con ella se acaba formalmente el luto impuesto por la tragedia del descarrilamiento del tren Alvia y algunas fiestas conmemorativas del patrón de España han sido reprogramadas para esta nueva semana.
La muchedumbre se vuelve más compacta, pero no produce agobio alguno. Todos nos movemos al unísono y vamos marchando bajo un cielo límpio, turquesa y liquido como un veneno exótico. Ya, a pocos kilómetros de Santiago son casi todas urbanizaciones. Casas y caserios, en los que abundan flores y plantas domésticas. Poco a poco, la senda desaparece y todo se vuelve arcén. Finalmente, llegamos al Monte do Gozo, el último jalón, un lugar mítico ya que desde allí se divisan las espigadas torres de la iglesia de Santiago. De más está decir que eso tal vez haya ocurrido en otra época. Ahora, el lugar luce un contraste chocante entre una pequeña y vieja iglesia (construida por mandato del obispo Gelmírez en 1105) y un monumento inmenso y desoladoramente horrible, que conmemora la visita de Juan Pablo II, con ocasión del día mundial de la juventud en 1989. Para acceder a estos lugares hay que desviarse trescientos metros y aprovechamos este momento para sellar por última vez las credenciales y descansar un momento.



Al cabo de un rato llegan Julio, Mercedes y Mónica. Nos sentamos a la sombra de un viejo castaño y, sin cambiar palabras, advertimos que la situación de mi hermano ha empeorado un poco más. Allí, agotado, estirado en una pirca, anuncia solemnemente que está destozado, desmoralizado, que además de los pesares y los desvelos de la noche pasada, sufre la ‘Fobia de Santiago’, ese nudo extraño de las emociones que deja a los peregrinos que llegan a su meta una sensación de desamparo. Allí, Julio nos dice que no llegará con nosotros, que tal vez no llegue nunca. Le repito entonces los versos de Goytisolo, ‘Nunca te entregues ni te apartes, junto al camino, nunca digas, no puedo más y aquí me quedo’. El momento  tiene un dramatismo especial. Finalmente, Ramín dice, con simpleza, que él se queda con mi hermano. Que nosotros sigamos y que él hará el aguante. Que llegarán juntos. Es un gesto de tanta humanidad que me conmueve todavía al recordarlo ahora, cuando estas líneas van recuperando todas las sensaciones de esos momentos. Con Laura decidimos seguir, no solo porque Ramín tiene mucho más arte que nosotros en el cuidado de Julio sino también porque nos preocupa Inés. Hace rato que debería haber llegado y la única explicación que encontramos a su ausencia es que, luego de atender su urgencia, intentó darnos alcance y no vio el desvío en el Monte do Gozo. Por ello, siguió adelante, preocupada por llegar a tiempo, junto con todos nosotros, a la misa del peregrino.
Apuramos el paso y, pocos momentos después, nos reunimos con Antonio, el peregrino catalán que conocimos la noche anterior en Pedrouzo. Con él caminamos el último par de kilómetros hasta llegar a la entrada de Santiago. Nos cuenta de la fiesta, del baile y de la queimada; de las desventuras de Jorge, Javier y Julio. Nos pinta un relato divertido y ligero, apropiado para estos momentos de humores taciturnos. Redondea su historia con un pareado que resume el erotismo de la noche anterior:
Joder, joder, no joderemos,
pero joder, joder
qué ganas tenemos

Luego nos cuenta de su adolescencia como seminarista y de cómo el amor lo llevo a abandonar esa vida, aunque siempre siguio conectado con la curia. 


La charla es insustancial ya que la verdadera urgencia es apurar esos puñados de centares de metros restantes y así, conversando de todo y nada, entramos a Santiago de Compostela.
Con Julio y con Laura habíamos conversado muchas veces el año anterior acerca de ese momento, de ese instante en que al llegar a la meta, junto al cartel de ingreso de la ciudad, nos tomaríamos una fotografía, que haría juego con aquella otra en Roncesvalles, junto al cartel que indica que desde ese lugar de los Pirineos restan casi ochocientos kilómetros para llegar a Compostela. Pero no ocurre así. Pero nuestra comunidad está diezmada. Solo Laura y yo posamos junto al cartel y Antonio, un compañero de Camino que recién conocimos la noche anterior, es quien nos retrata en ese momento mágico. 


Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con el cartel de Roncesvalles, junto al que cada peregrino busca su retrato, aquí nadie se detiene para obtener una fotografía. La explicación es simple: todo el mundo da por hecho de que llegar a Santiago significa única y exclusivamente llegar hasta a la tumba del apóstol, en el corazón de la ciudad, en sotano de su catedral. Por ello, luego de esa fotografía, seguimos con Laura ya recorriendo las calles de Santiago, intentando, sin éxito, comunicar con Inés.
La ciudad es amplia, con muchos espacios verdes y un sol de verano deslumbrante, que deja en el aire una inmediata sensación de bienestar. Cuando ya dentro de la ciudad vemos un cartel que nos indica que nos resta todavía un kilómetro hasta la catedral, nos detenemos en un bar. Antonio sigue y nosotros esperamos a Julio y Ramin. Llegan al poco tiempo, junto con Javier, Jorge y Mercedes. Con Laura, para aligerar la espera hemos ordenado un par de cervezas y la mujer que nos atiende es extraordinariamente atenta. Le conmueve a ella nuestra peregrinación, nuestro esfuerzo y a nosotros su cariño simple y directo. Nos invita a probar un potaje de garbanzos que ha preparado para su familia y la verdad, mis amigos, es que no es una comida veraniega, pero para nosotros es como un banquete inesperado. Julio y Ramín se suman a la cerveza y los potajes y luego de recuperar fuerzas emprendemos el último tramo de nuestra marcha.


Vamos llegando y es difícil expresar todas las cosas que asaltan nuestros pensamientos en esos momentos. El asombro ante la belleza de una ciudad especial, diferente, la sensación de felicidad ante la tarea cumplida y, a la vez, el desconcierto ante ese mismo hecho, ante lo irremediable de haber cumplido nuestra peregrinación, la extrañeza frente a los ruidos urbanos, el bullicio que se acrecienta mientras, paso a paso, vamos acercandonos a la catedral. Muchas cosas se anudan en el alma de cada uno de nosotros y, en esos momentos las emociones van golpeando tan fuerte como el bordón al empedrado de la ciudad.
La ciudad se hace monumental en su casco histórico; con edificios medievales y renascentistas que destilan una inequívoca nobleza, con el ruido de gaitas y otros instrumentos que acompañan el paso presuroso, casi a la carrera en esos últimos metros. Rodeamos la catedral y luego de pasar bajo una arcada hermosa, llegamos con Ramin, Julio, Laura, Javier, Jorge y Mercedes, a la Plaza de Obradoiro, tal vez una de las más bellas del mundo. Al entrar desde un costado, no se puede divisar rápidamente la fachada de la iglesia. Solo cuando se ha recorrido hasta el centro de la plaza, inclinandose un poco hacia atrás, entra en el campo visual todo el esplendor de esa iglesia, cuya construcción se inció en 1075 y finalizó en 1211.




Mis amigos, mis queridos amigos, es imposible relatar todo lo que se siente en ese momento en que todos nos abrazamos, reimos y lloramos al mismo tiempo. Incapaces de creerlo, incapaces de decir prácticamente nada, lo único que atinamos es quedarnos un largo rato, bajo el sol del verano, sentados en el centro de la plaza, mirando la fachada monumental de la iglesia de Santiago de Compostela. 
Son tantas las cosas que se sienten que parece que no alcanza el pecho, el corazón, para darles cabida a todas ellas. Pero, acaso, si tuviera que elegir una sensación entre todas ellas, en estos últimos momentos, diría que predomina el sentimiento de compañerismo, el orgullo de reconocerse en el otro. En una conocida balada, Silvio Rodríguez canta:

Le debo una canción al compañero,
al compañero de riesgos, al de la victoria:
le debo una canción de canto nuevo,
una bandera común que vuele con la Historia.

Exactamente de esa manera nos reconocemos, como parte de un canto nuevo y de una nueva historia. A ellos, a esos compañeros de Camino, le hemos entregado una parte de nosotros y llevamos también para siempre las cosas que ellos nos han dejado. La sensación que me recorre es la de una fe inexplicable, una confianza definitiva en ellos, en los que han caminado con nosotros, en sus rostros concretos y ahora ya preñados de un significado nuevo y definitivo.






De este modo, mis amigos, ha terminado nuestro Camino. Ahora es el momento de comenzar a recoger nuestras cosas y planear otros desafíos. Como un último símbolo Ramín deja su bordón a las puertas de la catedral; no le pertenece sino que le pertenece al Camino. Queda allí esperando que tal vez mañana otro peregrino vaya a recogerlo. Acaso entonces, como ocurre en algunos buenos relatos, ese bordón cuente a su nuevo compañero de nuestros sueños y desvelos, de penas y pesares, de tantas cosas que hemos visto escurrirse entre las arenas finas de nuestras vidas. Tal vez ese bordón sea para un peregrino que ya ha estado en Santiago y vuelve a llegar a Santiago, lleno de nostalgia y emoción. Tal vez ese peregrino que llega nuevamente deje allí el bordón para que nosotros, en algún otro momento, lo encontremos nuevamente en nuestro Camino. En un sentido, todos venimos desde Santiago y todos vamos hacia Santiago. De Santiago a Santiago.





Domingo 4 de Agosto 

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