domingo, 17 de febrero de 2013

30. Triacastela - Sarria

30. Triacastela - Sarria

 (24 Kilómetros)



El erotismo es una de las sensaciones recurrentes en el Camino. El contexto aporta su grano de arena. Hay muchas horas y jornadas compartidas con otras personas prácticamente desconocidas, con una enorme variedad de intereses, aspecto y actitudes. La marcha impone grupos reducidos y ello genera una intimidad propicia para la seducción, para las complicidades pequeñas pero inolvidables, para asomarse un instante a los secretos de otras personas que viajarán con nosotros hasta Santiago. Sin embargo, aunque esa densidad erótica está siempre presente, no es inevitable asumir ese desafío.

- Es como cazar en un zoológico.

Inés repite esa consigna con un tono que precipita entre la decepción y el desapego. Como dando por sentado lo simple que es involucrarse aquí en una trama sentimental y, a la vez, dejando claro que ella necesita un estímulo diferente. No es obvio qué es lo que ella echa en falta pero muestra claramente que su instinto exige un desafío más delicado. En otras palabras, la presa de zoológico es demasiado fácil, no merece la pena.
Esta mañana, caminando hacia Sarria, junto con Laura, hemos conversado bastante con Inés. A su vez, Ramín y Julio han partido un cuarto de hora antes que nosotros y los volveremos a encontrar en cualquier recodo de la senda. La conversación es fácil, ayudados por la brisa cálida de una mañana que ya a tempranas horas deja claro que se convertirá en una jornada agobiante. El sendero es hermoso, con una leve pendiente que no alcanza a molestar, abrigados por bosques silenciosos en los que ocasionalmente resuena el rumor de un arroyo o el reclamo de la perdiz. Le preguntamos a Inés por su conversación con Tito, al final de la noche anterior. Laura le apunta con sutileza:
- Inés, a mi me parece que Tito te tira onda
Ella niega; primero con sorpresa y luego con énfasis. Como si no se le hubiese ocurrido jamás semejante cosa diabólica y se apresura a purgar su memoria de tal fantasía. 


A mí me sorprende su reticencia. Por supuesto,  no tengo nada que objetar al desinterés que una persona puede sentir por otro, pero me intriga el argumento. Dejemos de lado las previsibles objeciones sobre si el eventual compañero es horrible, tiene deformidades incapacitantes u otras sutilezas similares. Nada de eso ocurre en este contexto y por ello es interesante indagar en las razones de Inés. Para decirlo de otra manera, el hecho de que el Camino sea un lugar donde es simple encontrar (y concretar) un estímulo erótico me parece claramente una ventaja y no un demérito. Sin embargo, Inés percibe los atractivos y desventajas de la manera exactamente opuesta. En esa ocasión se revela un dato de nuestra compañera peregrina, probablemente ligado a la estructura profunda de su personalidad: la vocación de competir. Desde niña, Inés se ha desempeñado en desafíos deportivos de excelencia. Ello la ha marcado profundamente y, sospecho, muchas de sus relaciones personales están atravesadas por una visión competitiva de las personas y la comunidad. Por ello, vuelvo a preguntar a Inés sobre qué problema habría en dejarse llevar por la corriente erótica del Camino, incluso cuando ello fuese tan simple y elemental desde el punto de vista del juego de la seducción. Inés responde que simplemente no le interesa. No hay moral ni moraleja que aportar a esa respuesta, añade,  y simplemente con Tito no pasa nada; que sólo fueron hablando de todo un poco. 'Claro que', respondo, 'eso no impidió que creyeses que Tito golpeaba tu puerta en la mitad de la noche'. Inés se ríe y apostilla, 'qué bicho de mierda'.
Aquí se impone una explicación. Por la mañana, a la hora del desayuno, nuestra comunidad recordaba un poco aquello que se decía del ejército de Pancho Villa: todos juntos pero cada cual a su aire. Allí, Inés nos cuenta que después de la medianoche sintió algo extraño, como indefinible. 'Algo así como un disturbio en la Fuerza' le apunto dando muestras de mi buen conocimiento de la saga de La Guerra de las Galaxias.
- No, no. Era algo así como un ruido de presagios, responde Inés.

Continúa su relato: se incorpora con cautela - que es la metáfora obvia para no mencionar que se te arruga el inidfrundi di yeguen- y comprueba que el ruido no es un tam-tam erótico generado por un caballero que pretende conga. No, el golpe proviene de una parte del techo, allí donde un tragaluz dibuja una pestaña de luna. Me parece pertinente preguntar si era Papa Noel que andaba confundido con la época del año, pero Inés sigue sin prestar atención a mi aporte y señala que era como si el golpeteo contase hasta cinco y se reiniciase. Bum. Cinco segundos y otra vez, bum. Finalmente, se materializa el espectro. Un búho, más desorientado que chancho en departamento, se estrella una y otra vez en el reflejo de la ventana. Inés acude a la estampita del apóstol para que la proteja de males mayores y acudiendo al persuasivo 'atrás, atrás, juera bicho' arroja almohada y chancletas. 'Aja' añado otra vez, '¿así que al final arrojaste la chancleta?' Inés me mira con impaciencia. 'No, nada', responde y remata con la frase hecha de que ya no volvió a pegar el ojo en toda la noche.
La historia del búho parece morir lentamente, pero a mi memoria acude el viejo dictum de Hegel: 'die Eule der Minerva beginnt erst mit der einbrechenden Dämmerung ihren Flug', que podría ser traducido para los que no estamos finos en la lengua de Goethe como 'el búho de Minerva remonta su vuelo al caer la tarde'. Esta frase - originalmente destinada a señalar que los momentos de esplendor de una idea, doctrina, etc, se produce cuando ya es inevitable su declive - captura un dato reconocido en muchas culturas: el búho es un símbolo de sabiduría ya que es capaz de ver aquello que otros no alcanzan a divisar. También ha sido identificado con la abundancia y la fortuna. En resumen, digo:
- Mi querida Pilger, anoche has rechazado la sabiduría y la abundancia, y si tenemos en cuenta que no has dado bola a Tito, hay que llegar a la conclusión de que también has dejado atrás al amor.
La conclusión le produce a Inés tanta gracia como las palabras del verdugo que pregunta al condenado qué desea comer en su última cena y se levanta sin comentarios a preparar su mochila. Julio y Ramín ya están listos para emprender la marcha y, casi sin quererlo, mi hermano menciona que, a pesar de alargar el recorrido en 6 kilómetros, encarará el camino del Monasterio de Samos. Dado que esa era la ruta que yo había elegido la tarde anterior, celebro la noticia, pero Julio permanece ensimismado, taciturno y se marcha a pagar su cuenta.

- ¿No ha dormido bien?, le preguntó a Ramín
- ¡Yo no he dormido bien! - apura el Turco - ¡Tu hermano ronca más que mi suegra!

Luego, señala algo que me sirve para entender el estado de ánimo de Julio. Mi hermano, ha salido temprano a recorrer el pueblo, con la esperanza de una última visita a la iglesia de Santiago.


Allí, inesperadamente se encontró con la mujer que la tarde anterior habíamos divisado, hablando por teléfono, sentada en medio de la calzada, desafiando al sol del verano. Una mujer de la que seguramente el poeta diría:

"Otra vez el tiempo te ha traído
al cerco de mis sueños funerales.
Tu piel, cierta humedad salina,
tus ojos asombrados de otros días,
con tu voz han venido, con tu pelo.
El tiempo, muchacha, que trabaja
como loba que entierra a sus cachorros
como óxido en las armas de caza,
como alga en la quilla del navío,
como lengua que lame la sal de los dormidos,
como el aire que sube de las minas,
como tren en la noche de los páramos.
De su opaco trabajo nos nutrimos
como pan de cristiano o rancia carne
que se enjuta en la fiebre de los ghetos
a la sombra del tiempo, amiga mía,
un agua mansa de acequia me devuelve
lo que guardo de ti para ayudarme
a llegar hasta el fin de cada día."

Pero, mis amigos, en el Camino el tiempo va marcado por el ritmo del bordón: paso a paso. De esa manera, todo se expande y se contrae al ritmo de la marcha y otros parámetros de comparación pierden sentido. En definitiva: nada y allá va Julio con Ramín, con paso ligero y decidido.
Emprendemos la marcha con Laura e Inés, siguiendo atentamente las indicaciones a la salida del pueblo. Trato de imaginar, en esos primeros momentos de marcha, a los peregrinos del primer milenio cuando aquí, en Triacastela recogían una piedra y la llevaban hasta los hornos de Castañeda para hacer la cal necesaria para construir la iglesia de Santiago. En vano. La evocación se disuelve en el vértigo de la ruta LU-633, que las guías anuncian como desolada, pero que, a esa hora de la mañana, tiene una buena cantidad de tráfico. 



Nos cruzamos con un grupo de monjas, que peregrinan con sus hábitos grises y blancos, que van sumidas en sus propias emociones o simplemente, pasando de manera pausada las cuentas del rosario. La imagen tiene una rara belleza, por el exotismo del atuendo, por la luz de la mañana, por la espiritualidad que preside a ese pequeño grupo, recordando que aun en estos tiempos seculares, muchos siguen peregrinando a Santiago con un propósito religioso.
Los pequeños caseríos se suceden continuamente, con callejuelas retorcidas en las que todavía se ven las piedras de moler, esperando impacientes una tarea que ya no se repetirá, casas de piedras irregulares con tejados de pizarra negra y amplios corrales custodiados por el celo de los guardianes. 





Más allá de estos diminutos núcleos, es un paisaje rural, donde el espacio quebrado de bosques y montañas es ocasionalmente ocupado por ovejas y vacas, o algún labrador empeñado en sus faenas. A los 4 kilómetros dejamos atrás San Cristovo subimos un pequeño repecho y en Renche, junto a la puerta de la iglesia de Santiago que guarda una hermosa imagen de Santiago Peregrino donada por el Papa Paulo III en abril de 1538, nos reunimos con Julio y Ramín. Intentamos visitar la iglesia, pero está cerrada. Seguimos juntos hasta Samos, disfrutando del abrigo del bosque, de la sensación de reparo y abrigo de castaños y olmos que contrasta con el calor ya evidente de la mañana. El monasterio de Samos aparece de improviso, casi oculto por el follaje de la senda y el pequeño caserío que custodia a la iglesia románica de la parroquia de San Martiño.




El monasterio de Samos es monumental. Se divisa a lo lejos, en el fondo del valle y la senda que nos lleva hasta el pueblo da una amplia vuelta que nos permite apreciar las formas simples, austeras e impactantes de esta abadía benedictina. A la entrada, junto al río, hay un sitio para descansar, con unas mesas y árboles nuevos que dan una sombra incierta. El paraje es hermoso, pero la atracción es mirar desde lo alto del puente hacia el curso de agua cristalina del Oribio, que a esas alturas corre morosamente por el ingenio de una toma de agua. En la pequeña pileta que se forma hasta que las aguas pasan el nivel del embalse hay una buena cantidad de truchas y un letrero invita a buscar al 'abuelo',  uno de estos peces, de enorme porte, al que se le calculan casi 10 años de vida.
Nos sentamos en el 'Bar España', sobre la calle principal llamada 'Avenida del Generalísimo', a recuperar fuerzas con un café y un bocadillo. El sol castiga despiadadamente y tenemos que apretarnos para disfrutar de la protección de una sombrilla. El trato de la camarera es - ¿cómo podría ser de otra manera en Galicia? - áspero y hay que repetirle varias veces el pedido. Laura ofrece un durazno a Julio, que al principio se resiste ya que las últimas veces que comió esa fruta tuvo una reacción alérgica. Sin embargo, el aroma y el aspecto lo convencen y da cuenta de medio durazno. Cuando ya estamos recogiendo nuestras cosas, llega Tito y le cedemos nuestra mesa para que descanse un rato a la sombra. 
Vamos al monasterio. Recorremos despacio su perímetro exterior, que se encuentra protegido por un foso en el que las aguas del Oribio bajan mansas y limpias. El edificio tiene una larga y rica historia, que se adivina en sus piedras gastadas pero aun relucientes al sol de finales de Julio, en el ciprés milenario que asoma junto al convento, custodiando la pequeña eremita mozárabe de San Salvador (siglo IX), anexa al edificio principal. A este árbol el célebre poeta gallego Ramón Cabanillas (1876-1959) dedicó unos versos más bien insulsos:
Miles de soles dieron la vuelta al mundo
desde que una santa mano benedictina
plantó en tierra este ciprés votivo
al lado de la ermita.

Vemos el huerto y sus árboles frutales, imaginando la labor tenaz de los monjes en otras épocas, en esas jornadas alumbradas por los miles de soles que evoca el poeta. Aunque fue fundado en el siglo VI, recién a partir del año 900 los monjes benedictinos se hicieron cargo de la abadía, que se rigió desde entonces hasta la actualidad por las reglas de San Benito. En sus primero períodos tuvo una historia azarosa y una construcción precaria. Fue reconstruido por el obispo Ermefredo y posteriormente fue abandonado durante la invasión árabe, que se inició en el 711 y que, a finales del 720 se había adueñado ya de toda la península. Los monjes volvieron a ocuparlo luego de la victoria, hacia el 760, en Asturias, del Rey Fruela, quien fuera asesinado cuatro años más tarde. Su viuda y su hijo recibieron asilo y protección en Samos y ese niño fue más tarde coronado como Alfonso II, el casto, rey de Asturias. Fue precisamente Alfonso, el casto, quien a principios del siglo IX fue peregrino a Compostela por un Camino que hoy es reconocido como el más antiguo de los trazados jacobeos. Por esa razón, es denominado Camino Primitivo y parte desde la catedral de San Salvador, en Oviedo, en el corazón de Asturias. De allí el dicho: 'Quien va a Santiago y no a San Salvador, visita al siervo y no al señor'. 
Ante semejante patrimonio monumental es difícil permanecer indiferente. Sin embargo, ay, mis amigos, qué decepción. Bien se dice que no es oro todo lo que reluce. A pesar de lo impactante de la abadía, hay una serie de contratiempos que definitivamente arruinan nuestro recorrido. Cuando llegamos a la puerta donde se recibe a los peregrinos, nos encontramos con un cartel que anuncia que aún falta media hora para la visita. Decidimos esperar, pero el tiempo muerto va enfriando fatalmente nuestros músculos y dejando una sensación de apatía que poco a poco se transforma en fastidio. Voy a la tienda en la que no solo hay objetos religiosos sino que tiene una buena provisión de libros sobre la historia del monasterio y el camino. Compró una miniatura de búho, en cerámica y se la regalo a Inés, para que no dé por perdidas la fortuna y la sabiduría. Al momento de pagar, me encuentro con la peregrina que en el bar de Triacastela nos contaba de sus historias con Andy Warhol. Se encuentra tan perturbada como en esa ocasión y solicita albergue en el monasterio. Le indican a quien y en donde llamar y hacia allí va, tropezando, ausente, dejando una sensación de derrota y fragilidad. Esa será la última vez que la encontraremos en nuestro camino.
Nos reunimos en una explanada lateral, a quedarnos en silencio, sin otra cosa pendiente que matar el tiempo, con la sensación de que algo no marcha bien en el fatigado ritmo de nuestra visita. Buscamos un ángulo de la edificación que ofrece reparo del sol del mediodía y dejo mi mente vagar por el azul remoto de un cielo límpido, incandescente. 


Sin ninguna razón imagino un pequeño buque que navega el golfo de Guinea, siguiendo la línea del meridiano de Greenwich, buscando el punto de su unión con el Ecuador.  Julio habla en voz alta, pero no consigo entender bien lo que me dice; sus palabras son como el rumor del mar, roncas y agónicas. Vuelve a repetir su llamado y su voz me saca poco a poco de mi ensueño:
- Me pica la garganta, repite mi hermano


Ahora sí que entiendo su mensaje y... ¡zafarrancho de combate! Cuando volteo a mirarlo compruebo que su rostro está rojo como pulpo recién escaldado, con un asomo de urticaria en su cuello y la mirada preocupada.
- El durazno de mierda; ya sabía que no tenía que comerlo. ¡Para que les habré hecho caso!
El problema de los ataques alérgicos es que nunca se sabe la rapidez y profundidad con que se desarrollan. De niño leí en una de las secciones de las Selecciones del Reader's Digest, una nota sobre salud que señalaba al edema de glotis como una complicación frecuente en casos de reacciones alérgicas severas; la inflamación de las mucosas de la boca, la garganta y la laringe pueden ocasionar el cierre de la vía aérea y la profilaxis indica atención médica urgente, con adrenalina subcutánea. Pienso rápidamente, tratando de componer un cuadro de intervención urgente y, luego, haciéndome cargo del padecimiento de mi hermano, le digo solemnemente:
- No te preocupes, al menos ahora sos como Goyeneche
-¿Por qué?, responde con la ingenuidad perturbada de sus padecimientos
- Por lo de 'Garganta con Arena', remato impecablemente.
No sé por qué no le hace gracia semejante hallazgo y me despacha con un ‘Qué pelotudo’. Ramín se acerca a ver qué ocurre y revuelve en su morral hasta encontrar su botiquín. Permítanme añadir una pequeña digresión: tal vez una de las diferencias entre nuestra cultura y otras como la de los anglosajones o los nórdicos es la capacidad que tenemos en nuestra comunidad para acumular pastillas sueltas o en blíster desteñidos e ilegibles donde se confunden píldoras para el sueño con las imprescindibles para casos de grave estreñimiento. Vitaminas y aspirinas, grageas y gotas se amontonan junto a cosas a las que nadie reconoce utilidad ni origen. En estos botiquines caseros casi siempre se encuentran no solo los testimonios últimos de los padecimientos secretos y las obsesiones inconfesables de sus propietarios sino también las huellas de la cultura. Por ello, asomarse a un botiquín de, por ejemplo, un nórdico casi siempre revela frascos rigurosamente ordenados, con tapones a rosca de múltiples puntos para que los niños no puedan ingerir accidentalmente los medicamentos, remedios con etiquetas personalizadas que establecen claramente la rutina prescripta y otras conquistas irrenunciables de una sociedad bien ordenada. Por el contrario, en cualquier botiquín casero preparado en Argentina se reproduce el humor nacional, en pocas palabras: la biblia y el calefón. Bien pueden imaginarse que Julio forma parte de los que viajan con botiquín de primer mundo y ya en otras páginas de este diario he comentado el orden y riqueza de ese neceser. Ahora bien, Ramín echa mano de lo que un varón cordobés lleva siempre consigo: cafiaspirinas, curitas, gamuza pequeña para los anteojos de sol, vitamina C efervescente,  comprimidos energizantes instantáneos, una multitud de combinaciones de pastillas para combatir la resaca, un vale por un envase de coca y una bolsita más pequeña, preparada por mi hermana, de la que emergen un puñado de medicamentos, sin caja y muchas de ellas con inscripciones incompletas. En una de ellas, de color violáceo, se alcanza a leer: ‘Lora…’ y el complemento de la palabra debe haber quedado en la pastilla gemela que seguramente aguarda en Córdoba. Ramín  pone cara de ‘esto es lo que te hace falta’ y, le entrega a Julio el fármaco, que se lo toma sin mirar, resignado ya a elaborar el testamento de urgencia. Más tarde, le preguntó al Turco que le ha dado y responde que no tiene la menor idea, pero que cree que es algo que mi hermana toma para el resfrío.
Poco a poco, tal vez por efecto del medicamento o porque el ataque de alergia no era tan contundente, Julio se recupera. Al poco rato, se acerca parsimoniosamente un bicigrino de Álava, y nos pregunta si le podemos sacar una foto.
- Sí, papá, responde Ramín y se incorpora rápidamente para atender la solicitud.
Le indica que vaya un poco más atrás para tener buen ángulo.
- ¿Aquí?, pregunta el bicigrino
- Un poco más atrás responde Ramín, hincando una rodilla en el suelo, definiendo el encuadre y la composición como si fuese un fotógrafo profesional. El bicigrino va diez metros más en el sol del mediodía de verano y grita:
- ¿Aquí?
- No, no, más allá, para que entre bien todo el monumento.
Y así dos o tres veces más hasta que el bicigrino se da cuenta de que Ramín le está tomando el pelo. En esta broma inocente se manifiesta el temperamento y arte social de nuestro compañero peregrino. Si en lugar de Ramín, a esa broma la hubiese hecho yo seguramente habría cosechado una puteada inolvidable. Pero, la sonrisa de Ramín, pícara y capaz de sumar inmediatas complicidades, lo salva en esas situaciones. Cuando se despide, el bicigrino lo saluda como si fuese un familiar al que echará de menos durante toda su vida.   
En fin, mis amigos, si se abrieron un día las aguas del Mar Rojo para que el pueblo elegido escapase de Egipto, ¿cómo habrían de permanecer cerradas para siempre las puertas del Monasterio? Allí fuimos luego de casi 45 minutos de fastidiosa espera. ¿Qué puedo decirles? De esta abadía monumental, que guardaba tesoros de valor incalculable, casi nada queda sino el esfuerzo de un puñado de monjes que lucha contra el tiempo y el desinterés. 





Los incendios, la ley de desamortización, la caída de las vocaciones y un largo etcétera han dañado gravemente a este bello ejemplo de monasterio del Camino. La visita guiada puede resumirse a través de lo que señala un portal de internet (http://www.ibermutuamur.es/camino_santiago/accesible/galicia/guia.htm)
Alberga en su interior dos claustros. El más pequeño data del siglo XVI; está abovedado y decorado con claves, y algún arquitecto o cantero con sentido del humor se ríe desde el más allá de los admiradores de su arte con la inscripción que grabó en un rincón: "¿Qué miras, bobo?". En el centro de este claustro se encuentra la Fuente de las Nereidas (siglo XVIII), "seductoras marítimas y divinales que ofrecen sus pechos verdosos al agua", en palabras de Álvaro Cunqueiro. Se cuenta que un obispo, escandalizado por la exuberancia de los pechos de las sirenas quiso retirar del lugar la "pecaminosa" fuente, pero ni los bueyes más fuertes de los alrededores consiguieron moverla de sus cimientos, lo cual fue interpretado como señal milagrosa y que no debía ser trasladada a ninguna otra parte. El claustro mayor es también conocido como el del Padre Feijoo, por la estatua, del escultor Asorey, que se alza en su centro... En la planta alta, bajo cubierta, hay pinturas de tres autores contemporáneos, que rivalizan en mediocridad. Resulta, de todos modos curioso, ver "angelitos negros", a Sofía Loren (otros le encuentran parecido con Sara Montiel) con hábito de benedictina, sirviendo a San Benito; la mujer y la amante del pintor transformadas en seductores arcángeles, y personajes de la política provincial de aquellos años, como el gobernador civil, presidente de la Diputación y el abad Mauro (1930 - 1972) en procesión cívica y de homenaje ante San Benito. Todo un monumento a lo "kitsch" y al mal gusto.
El mal gusto queda aún más patente en una exposición de arte, organizada en uno de los claustros, en la que sobresale la representación vertical de un torso con rasgos cadavéricos. 


Abominable.
- Qué moco, les digo a mis compañero
- Todo era un moco, responde Laura
- El ‘Mocasterio’, remata Ramín y ese será el nombre con el que recordaremos en lo sucesivo a este monumento.

Sellamos nuestras credenciales y ajustamos nuestro equipaje. Caminamos lentamente por Samos y vemos en la terraza de un bar a Nuria y Gema, las peregrinas de Tarragona que encontramos ayer en Padornelo, Julio, al pasar, les dice que si les hace falta temas de conversación para esta etapa, su hermano Pablo - vuestro fiel cronista - puede acompañarlas unos cuantos kilómetros. La reacción de estas compañeras es similar a la que cosechaba en las discotecas de Santiago del Estero, allá en los años perdidos de la juventud, cuando invitaba a las compañeras a bailar los temas lentos de los Bee Gees, es decir una mueca de horror, como si este humilde servidor fuese la reencarnación de Godzilla. Aunque como he jurado decir toda la verdad, no puedo ni debo ocultar que la más rellenita de nuestras compañeras, Nuria, me guiña el ojo al pasar. ¡Adiós, adiós, peregrinas, cositas de dios! Allá quedan saludándonos levemente con la mano; no la volveremos a encontrar en nuestro camino.
Otra vez en marcha buscando la flecha amarilla que nos regrese a la senda. Pienso en la suerte herida de este monasterio que lucha por recuperar parte de su antiguo esplendor y recuerdo, entonces, otro enorme monasterio benedictino, también ligado al Camino y a los favores de los reyes: Santa María la Real de Irache, al pie de Montejurra, en la comunidad de Navarra. Allí, el año pasado, en el silencio frágil de su entorno, quedé conmovido ante la pureza de su inmensa iglesia de románico tardío y la melancolía de su claustro abandonado, perdido ya para siempre.
La salida de Samos es lenta, perezosa, atravesada por el entumecimiento de la hora y media de reposo. El sol ocupa todo el espacio, borrando el contorno de los objetos, cegando el paisaje de una luz blanca e impiadosa. 



Aun nos falta la mitad de nuestra jornada de marcha y decido apurar el ritmo. Paso a paso voy marcando distancias, avanzando con los dientes apretados, buscando otra vez la sombra del bosque, huir del calor de la siesta de verano. En otras palabras, me gustaría llegar, pero para ello, primero hay que apurar un poco más de 11 kilómetros. De algún modo, mi ejemplo surte efecto y sacude la modorra de mis compañeros; una vez que los músculos recuperan temperatura, ellos también alargan sus zancadas y, con un ritmo endiablado, dejamos atrás a Teiguín (14 habitantes) y Gorolfe (3 Habitantes), caseríos que parecen casi abandonados, pero un conjunto de geranios adornando una ventana, una bicicleta en un patio, la correa de un perro, un manojo de flores en el cementerio, un anuncio en la puerta de una hermosa iglesia rural, o una pila de tejas son pequeños detalles que delatan una trama vital oculta por la siesta.



El bosque es uno de los más bellos de todos los que hemos caminado: árboles viejos, una luz filtrada que parece iluminar desde todos los rincones, flores de colores imposibles, el rumor continuo del viento en el follaje, el ritmo de la respiración acompañando el silencio y el sonido del bordón de nuestros compañeros. 




Vamos descendiendo hacia uno de los valles que luego se unirá con la Vega de Sarria. Dejamos atrás Reiriz y Sivil y vamos encarando al poblado de Perros. Después de este tiempo de marcha, sentimos el peso de los kilómetros, la sed y sobre todo el calor. Ahora ya el verano golpea arteramente y todavía nos quedan casi 6 kilómetros para llegar. Junto a una fuente encontramos a una peregrina, menuda, aplastada por el peso de una mochila de proporciones amedrentadora. Laura, Inés y yo pasamos junto a ella, saludamos con los dientes apretados, sin más cortesía que el 'Buen Camino', ritual que a esta altura de nuestra jornada luce gastado y con poco entusiasmo. Ramín y Julio vienen un poco más atrás, saludan y siguen, pero a los pocos pasos, como si algo lo reclamase especialmente, Julio regresa. Le pregunta en inglés si se encuentra bien. Ella es americana, de Carolina del Sur y tiene un nombre improbable y leve: Heather. Responde que sí, que solo está descansando allí, junto a la fuente, para beber un poco de agua y continuar. Mientras dice eso, jala el surtidor de la fuente sin resultado alguno. Julio le dice que la fuente está seca, ella responde otra vez que sí, pero no deja de mirar el surtidor agotado. Julio le ofrece agua y le dice que venga con nosotros, que ya no hay más fuentes hasta llegar a Sarria. La peregrina parece desorientada y, con los primeros síntomas del golpe de calor, le cuesta tomar decisiones o articular respuestas coherentes. Julio, preocupado, la anima, le recuerda que ya falta poco, que vamos todavía, Ultreia, ultreia. Finalmente, ella asiente con la cabeza y laboriosamente se incorpora. Allí, en ese momento, Ramín esperaba que Julio completase el gesto y se hiciera cargo de la mochila de la peregrina, pero nadie está tan sobrado de fuerzas como para cargar ese bulto descomunal.
A los diez minutos encontramos un cartel que reclama nuestra atención: ‘Bar a 100 metros’. Sin dudas, una noticia alentadora, pero hay buenas razones para reunirse en conclave antes de tomar una decisión. En primer lugar, el cartel indica un sitio que no está sobre el Camino, en segundo lugar no podemos ver lo que se anuncia ya que hay un pequeño repecho ocultando nuestra visión, en tercer lugar, no hay garantía alguna de que la distancia sea la que la publicidad anuncia  y finalmente, siempre que las barajas vienen inciertas es posible que en una mala mano perdamos la apuesta y encontremos el bar tristemente cerrado. Sin embargo, Inés da muestras de su temple y generosidad; ella va a inspeccionar y regresa a los pocos minutos señalando que desde el repecho se sale a la ruta, que a trescientos metros se ve un caserío, pero que no puede asegurar nada más. Es un momento complicado; casi todos venimos con lo justo y Heather camina ya al límite de sus fuerzas. ¿Qué hacer? Resuelvo por todos con el viejo adagio:
- ¡Ante la duda, la más tetuda!
Julio protesta y recuerda que nada bueno puede ocurrir cuando se abandona la senda y que ya hemos encontrado suficiente evidencia sobre los peligros que aguarda a los peregrinos que abandonan esa obvia regla de prudencia. Ante esa embestida remato con otro clásico:
- El que se quema con zapallo, sopla hasta la sandía
La votación impone el bar. Vamos hacia nuestro destino, bajo el sol infernal que deja imaginarios espejos de agua sobre el asfalto y agotamos casi trescientos metros hasta llegar. La construcción es sorprendentemente nueva; un conjunto de bloques de hormigón, con unas mesas en el jardín protegidas por unas sombrillas. Julio sugiere quedarse allí mismo, junto a unos parroquianos que beben una jarra de sangría. Todos lo miramos consternados, preguntándonos si el temido golpe de calor no ha reblandecido su entendimiento. Aunque las mesas están al reparo, el calor impone una presencia física compacta, evidente como el aliento espeso de un perro san bernardo y la luz es incandescente como si el mediodía se incendiaste en una explosión de color blanco. Por ello, le decimos a mi querido hermano, que el mundo es ancho y que puede sentarse donde mejor le parezca, pero que nosotros preferimos la penumbra del interior.



Entramos y... ¿qué les puedo decir, mis amigos? Supongo que Moisés, viendo a lo lejos la tierra prometida, debe haber sentido una emoción igual. El descubrimiento supera nuestras expectativas. Es un resto-bar hermoso, con un nombre que llena la imaginación: ‘Valle Aguiada, arrocería’, ubicado en la localidad de A Guiada, en el kmt 14 de la carretera de Pintin. Es amplio, con una combinación de vidrio, acero y hormigón. Una decoración impecable en blanco y negro, mesas espaciosas y separadas, una barra de tragos y un sistema de música inalámbrico, de donde brota ‘Everything counts’ de Depeche Mode. Pero, por sobre todas las cosas, ¡el bar tiene aire acondicionado! Es un cambio tan impactante que cuando la camarera nos acerca la carta y nos pregunta que queremos, solicitamos inmediatamente que el dueño inicie los trámites de adopción para quedarnos a vivir allí. La responsable del local, Patricia Palau Pastor, que luce un peinado entre punk y Emo, agradece desde la barra el elogio. Poco a poco, Heather se recupera - o, al menos lo suficiente como para contarnos de su vida, de la pena de amor que la ha llevado tan lejos de todo, al corazón de los bosques de Lugo, y nos agradece la solidaridad de sumarla a nuestro grupo en un momento en que solo quería llorar su pena, abandonar todo y regresar a su casa. La carta es una fusión de comida gallega y valenciana, creativa y bien ejecutada. Nos festejamos con unas cuantas jarras de cerveza, bocadillos de jamón, chipirones, papas bravas, quesos, y ensaladas, dejando que pase un buen rato, felices, viendo a través del polarizado de los vidrios como el sol de Galicia se hace oro líquido en la siesta.
Al momento de pagar nuestras consumiciones, Ramín le dice a Patricia, que todo ha estado estupendo pero que las raciones eran pequeñas y que ello le ha provocado una honda congoja ya que le habían dicho que en Galicia la comida era abundante. El argumento de Ramín divierte y conmueve a Patricia, que va en busca de un plato que recién han preparado para su propio almuerzo. Ay, mis amigos, qué momento complicado. Amyeric Picaud, en el Libro V, Capítulo VI del Codex Calixtino, recuerda que 'todos los pescados y carnes de vaca y cerdo en toda España y Galicia producen enfermedades a los extranjeros', así que ya me veo, a causa de la gula, acudiendo esta misma tarde al hospital de peregrinos de Sarria. Sin embargo, afortunadamente, el plato evita los alimentos censurados por el Codex. Primero lo prueba Ramín, mientras nosotros sellamos nuestras credenciales y preparamos nuestras mochilas. Inmediatamente nos llama para compartir el hallazgo: es una tortilla que tiene un delicado relleno de pimientos del padrón. La combinación es deslumbrante, extraordinaria en su sencillez y no les miento mis amigos cuando les aseguro que luego, en todos los restantes bares y restaurantes de nuestro camino, procuraremos infructuosamente encontrar algo similar a ese manjar.
Hay ciclos inescapables. Como las lluvias forman los extensos deltas que luego precipitan en el almidón oscuro de los océanos, de igual manera, los descansos del peregrino son alegrías breves que el reclamo del Camino deja rápidamente atrás.  Bien pueden imaginarse, mis amigos, que el calor de las dos y media de la tarde no es menor que el que nos había martirizado durante toda la mañana. Salir a la carretera es como mirar en la boca abierta de un muerto. Solo la certeza de que restan no más de tres kilómetros nos impulsa a continuar. 
Marchamos por el costado de la carretera - la maldita 'autopista del peregrino' -, ya reunidos con los que vienen de Triacastela por la variante más corta. Esta senda es segura, pero demoledora para el ánimo. Luego de haber recorrido los bosques y arroyos de esta región, el final de esta etapa es desolador, abominable. Ya en Vigo de Sarria, un pequeño poblado fusionado con la ciudad, encontramos una fuente y sumerjo mi cabeza y empapo mi camiseta. El alivio es instantáneo y me deja las fuerzas justas, muy justas en verdad, para encarar este último medio kilómetro hasta los apartamentos DP Cristal, en la avenida Calvo Sotelo 198, en la Villa de Sarria.
Es un edificio de apartamentos en el que tres pisos enteros están dedicados al servicio de Apart -Hotel y trabajan básicamente con peregrinos. Nos atiende un joven compatriota, Pablo, de la Provincia de Buenos Aires, que vive ya hace unos cuantos años en la región. Se ocupa de dirigir la recepción y el bar. La atención es impecable, nos ofrece tomar algo mientras nos busca las llaves de nuestras habitaciones y nos explica el mecanismo para lavar ropa. La distribución de peregrinos vuelve al esquema clásico: Julio e Inés, Laura y yo y, finalmente, Ramín va solo en otro apartamento. Mientras tomamos una jarra de cerveza, llega Tito, que ha cambiado su alojamiento original y ha decidido unirse a nuestro grupo. En la barra del bar está un parroquiano que aparenta conocer todos los secretos de la ciudad y rápidamente traba conversación con Inés, Tito y Ramín. Con Inés habla de Padel, a Tito le recomiendo un lugar para cenar y a Ramín lo convence de contratar una sesión de masajes para recuperarse de los rigores del Camino. Laura no lo soporta y, para colmo de males, se siente un tanto enferma, con  nauseas y dolor de cabeza. La solución para sus males son básicamente: una siesta de dos horas, penumbra, silencio y una máscara de hielo. Con esa consigna, arreglamos con nuestros compañeros el horario del encuentro para cenar y subimos a nuestro apartamento en el 7 piso, a reposar merecidamente luego de una dura jornada.
Me despierto de la siesta, desorientado, palpando mis rincones, los recovecos de mi cuerpo para tratar de darles consistencia. Todo es oscuridad y no tengo idea de dónde estamos. Me cuesta un momento situarme nuevamente en las coordenadas apropiadas y, en ese momento, me doy cuenta de que es noche cerrada. Me levanto presuroso hasta la ventana y al descorrer las persianas compruebo que el sol todavía da batalla en su atardecer y que llegaremos con tiempo al encuentro previsto. Laura ya está recuperada de su principio de insolación y luego de una reparadora ducha, bajamos al encuentro de nuestros compañeros.
Caminamos pausadamente y nos encontramos con Inés, que está comprando Compeed ya que sus pies han sufrido un desgaste notable en esta larga etapa. Tiene un par de llagas y un cansancio que se va filtrando poco a poco. Bajamos por la calle Calvo Sotelo, rumbo al río, buscando un lugar que nos han recomendado para comer pulpo. 


La tarde es hermosa, con un inexplicable aroma a frutales que dejan un aire suave y limpio. Llegamos al punto de encuentro, en la intersección entre Calvo Sotelo y Diego Pazos. Allí está Tito, impecable, con chaqueta gris y anteojos oscuros. Está parado en la esquina misma y nos explica que Ramín ha ido a inspeccionar al 'Bar España', que es el recomendado por el personal del hotel. A los pocos minutos regresa Ramín y nos explica que el lugar puede tener el mejor pulpo del mundo, pero que él no piensa ir allí; el local es oscuro, sin terrazas para ver caer la tarde y eminentemente masculino. Mientras meditamos sobre nuestro destino y esperamos a Julio, nos instalamos en unas mesas en la vereda de la 'Cafetería Central'. Luego de un par de cervezas, un bíter y unas pequeñas raciones de tortilla que acompañan el pedido, evaluamos nuestra situación. El teléfono de Julio suena y suena con desamparo, así que Tito propone ir a buscar un lugar para cenar y desde allí enviarle un mensaje de texto para que nos encuentre. Apunta, finalmente, que estamos cerca del río y que hay un paseo con bares y restaurantes para elegir. Vamos entonces hacia allí; sin prisas, disfrutando ya de una noche fresca, pero inusualmente clara.
Ramín nos cuenta de su sesión de masajes. Siguiendo la indicación del parroquiano que encontramos al llegar a nuestro alojamiento - también responsable de nuestra fallida búsqueda del  mejor pulpo de la región en el 'Bar España'- llamó a un teléfono en el que luego de un par de tonos de espera, responde Alexis, con una voz profunda que parece pertenecer a un Alexis varón, más que a una Alexis mujer. Esa perplejidad le inspira desconfianza, pero se consuela reflexionando en que, al menos, el nombre se corresponde a un terapeuta de articulaciones. Otros nombres, (por ejemplo, Arístides)  seguramente casarían bien con arquitectos o veterinarios. Luego de una pequeña siesta acude a la cita, a pocas calles del DP Cristal. El salón se anuncia como 'Masajes y tratamientos especiales' y es rápidamente atendido por Alexis que, en vivo y en directo, sigue pareciendo un Alexis varón, aunque le habían prometido en el albergue que era una mujer. La terapeuta avanza y Ramín retrocede estratégicamente, como Belgrano en los días aciagos del exilio jujeño.

-¿Qué pasa? pregunta Alexis

Nuestro compañero, el Turco, se siente intimidado por tanta presencia física y empieza a pensar una excusa para emprender una digna retirada, pero en el terror de la situación, lo único que se le ocurre es:
- Mire, estudié, pero no me acuerdo
Poco a poco, Alexis controla la situación y lo conduce a un cubículo rotulado como 'Masajes', justo al lado de otro que dice 'Tratamientos especiales'. A esta altura de la situación, Ramín desiste de preguntar en qué consisten dicha terapia. Le indican una camilla y le dicen que se relaje. Luego, ella gira el cuello, respira hondo, se cruje los dedos y el sonido inunda la sala como la demolición de un edificio de catorce pisos. A Ramín se le fruncen hasta las cejas y, para distraerse de su desdicha pregunta por el precio de la sesión.
- 25 euros por media hora
- ¿Cuánto? pregunta Ramín sorprendido por el monto del servicio, tratando de adivinar en qué momento le ofrecerán caviar. Luego añade, con esperanza de una rebaja:
- ¿Es precio fijo?
La respuesta de Alexis es digna de un filósofo griego
- No, eso depende de la duración. Si su cuerpo requiere un poco más, entonces son 50 euros.
Créanme, mis amigos, esa cifra no guarda relación con otras ofertas que se encuentran en el Camino. En general, el precio de una sesión de masajes oscila entre siete y diez euros. Por ello, le pregunto a Ramín si finalmente pago 25 euros.
- No, nooooo, responde alargando la 'o'. De ninguna manera. ¡Pagué 50!... porque, en opinión de Alexis,  mi cuerpo lo requería.
- Y, ¿en tu opinión?, le pregunto
- Nada, pero tenía miedo de que me llevase a la sala de 'Tratamientos especiales'
Nos reímos un buen rato con esas peripecias, mientras recorremos una calle que de un modo un tanto pretencioso ha sido bautizada como 'Malecón de Sarria'. En sus trescientos metros de recorrido, a la vera misma del rumoroso y alegre Oribio (que en esa región es llamado 'río Sarria'), se apiña una variada oferta gastronómica. Dudamos entre diferentes bares ya que casi todos ofrecen el mismo repertorio de tapas y raciones, pero desconocemos absolutamente qué grado de excelencia tendrá la realización de sus platos. Finalmente, Laura sugiere que el azar guíe la elección y, en ese momento, Ramín divisa en la penumbra a nuestro amigo sevillano y una mujer joven y guapa. Nos acercamos a saludarlo y nos presenta a su compañera: María Mercedes (Mariame), que se suma en esa ciudad al Camino y se transformará poco a poco en una compañera entrañable. Nuestro amigo se queja de sus pies doloridos y para olvidar las penas apura un trago de ron Santa Teresa. Le preguntamos por la comida del lugar y, sin énfasis, con ese aire tan particular de los andaluces, nos señala que no está mal. Para nosotros, eso es suficiente. Saludamos a la pareja y procuramos una mesa junto al río.
Pimientos del padrón, rabas, pulpo, mejillones al vapor, ensaladas y varias jarras de cervezas acompañan una conversación en italiano y castellano que inevitablemente gira sobre el rigor de la etapa concluida, de la ausencia de Julio, Tito Jr. y Gigi, de nuestras profesiones, y finalmente, sobre música. En este caso, el peso de la conversación recae en Inés, Laura y Ramín. Tito y yo permanecemos más bien en la reserva, escuchando nombres de compositores y grupos que -para mi pesar - olvido instantáneamente. Le pregunto a Tito qué música le gusta escuchar.
- De todo un poco
-Pero, ¿cuál es la que verdaderamente te gusta?
- La música clásica
- Instrumental o cantada
- Las dos, pero tal vez un poco más, la música clásica cantada
- A mí, le confieso, me gusta mucho más de lo que esperaba cuando comencé a escucharla y me deslumbra Pavarotti.
- Yo lo conocí, responde Tito

Ese detalle captura la atención de todos y allí Tito nos cuenta que él fue uno de los que intervinieron para que los tres tenores ofrecieran el célebre concierto de la ciudad de Bath en el 2003, el único concierto gratuito que ofrecieron estos cantores. La historia es casi una novela de alta intriga, que comienza cuando Tito recibe una llamada de un empresario italiano con intereses en una obra pública a desarrollarse en Bath. Necesitaba un abogado de empresas, experto en derecho internacional (ambas ramas del derecho son dominadas por Tito) y que fuese capaz de negociar fluidamente en inglés e italiano. Aunque el negocio era prácticamente imposible, un golpe de suerte lo cambió todo. Finalmente, el dato que cerró el acuerdo fue la oferta del inversionista italiano de sufragar un concierto público de Los Tres Tenores en esa hermosa ciudad inglesa.
La historia es apasionante y sirve para varias rondas de cervezas. Luego, Inés anuncia que tiene frío, que se le cierran los ojos y que, por tanto, se marcha al hotel. Inmediatamente, Tito anuncia que la acompañará y ofrece su chaqueta. Allá van los dos peregrinos, hablando ahora en inglés de sus cosas de la vida. Nosotros esperamos prudentemente y luego de  un tiempo razonable, pedimos la cuenta. Cuando estamos por partir, llega Julio, que se ha quedado dormido. Ahora, después de casi cinco horas de siesta, está despabilado, hambriento, sediento como si acabase de concluir la etapa bajo el sol del verano. Ante esta incidencia, mis amigos, no queda más remedio que pedir otras raciones y, en lugar de cerveza, damos cuenta de un par de botellas de verdejo. Luego, ya bien entrada la madrugada, regresamos sin prisas al hotel. Cuando entramos al bar y recepción les digo que falta la copichuela del estribo, la del brindis por los amigos ausentes. Le pedimos a Pablo una ronda de cervezas, pero nos contesta que ya ha cerrado la caja. Ante este hecho, Laura ser repliega a la habitación. Sin embargo, Pablo, recogiendo un abrigo ligero, nos acompaña hasta un pub, The Glass', a media cuadra de distancia. El dueño se resiste a nuestro ingreso y anuncia que ya cerró, pero Pablo, desde atrás, le dice que venimos con él. Eso es como un abracadabra y nos dejan pasar. Mientras ellos cenan en la barra, nosotros apartamos una mesa, tomamos unas cuantas jarras de cerveza y nos enredamos en una discusión sobre política doméstica. El alcohol y la fatiga no ayudan a expresar claramente los argumentos y las opiniones ruedan con coherencia. Julio y Ramín defienden la idea de que la inseguridad en Argentina es un problema de proporciones bíblicas, mientras yo defiendo que hay una percepción de la seguridad que no se correlaciona con los datos reales. Luego de un buen rato, nuestro compatriota - mi tocayo - se suma a nuestra mesa, a tomar la última cerveza ya que el cierre del local es inminente. Rápidamente, Ramín lo suma a nuestra discusión sobre la inseguridad en Argentina y le pregunta qué le parece:
- No sé bien, pero mi viejo decidió irse de Argentina una noche que entraron cinco choros en mi casa y le pusieron una pistola en la nuca a mi vieja y mi hermana más chica.
Sonríe con un dejo de tristeza y la conversación muere con la incómoda sensación de la fragilidad de las pocas o muchas cosas que tenemos. Todo puede desaparecer en un mal momento, al igual que ya se han perdido tantas otras cosas importantes. Por eso, mis amigos, alcemos nuestras copas una vez más, dejemos atrás nuestros pesares y celebremos esta simple certeza de que ahora estamos rumbo a Compostela, que no importa si alguna vez llegaremos allí, pero vamos juntos. Después de todo, como dice ese viejo Vallenato, 'no importa que nunca encuentre el corazón lo que ha buscado de verdad'. Por eso, más allá de lo que nos depare el destino, brindemos por lo que tenemos ahora. Por ustedes, mis amigos, salud y buen camino.

30 de Julio

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