33.
Palas do Rei - Arzúa
(29
kilómetros)
La mañana de Palas do Rei es
inmóvil. A pesar del trajín de esta ciudad que recién despierta, hay en el
cielo azul de agosto, en el viento inexistente, en la ausencia de niebla, algo
sustancialmente ajeno al movimiento. Esta sensación me recuerda a ciertos días
de un verano, allá en el otro Santiago, es decir, en Santiago del Estero. No se
bien la fecha exacta, pero supongo que habré tenido catorce o quince años. En
ese tiempo, una vez que finalizaban las clases, en los últimos días de
Noviembre, quedaba una amplia franja de horarios indefinidos, de rutinas
desarboladas, de pereza y aburrimiento recién estrenado. Por entonces, la
economía familiar atravesaba un momento aceptable ya que teníamos acceso a unas
piletas que están en el centro del parque de Santiago. En esos días, me
levantaba temprano, impulsado por la inercia del finalizado horario escolar, y
caminaba un buen cuarto de hora, por veredas en los que algunos viejos naranjos
de frutos amargos todavía perfumaban con el almizcle del azahar.
Llegaba justo en el momento en que
se abrían las puertas del club. Allí todo era una suerte de silencio remoto, o
tal vez para decirlo con más verosimilitud: en el medio del parque, los sonidos
amortiguados de la ciudad eran tan intrascendentes que no lograban atraer mi
curiosidad. El viento apenas deslizándose entre los viejos árboles, el
ocasional ruido de las puertas de los vestuarios, el agua derramada en las
duchas de ingreso, las campanas de la iglesia de San Francisco, el compás
irregular de una escoba rústica que el cuidador del lugar usaba para barrer las
hojas que se habían amontonado durante la noche, el calor insinuándose en un
cielo líquido y azul como un zafiro antiguo.
Ese contexto se deshacía, se
ausentaba como un amigo discreto, cuando luego de cambiarme caminaba hasta el
borde mismo de un pequeño trampolín que se internaba sobre la piscina. Allí
permanecía un rato, conteniendo la respiración, preparando el salto,
presintiendo el frío del agua, reuniendo la voluntad necesaria para despegarme
del suelo. En ese instante, todo desaparecía y quedaba únicamente el lavanda
claro e inmóvil del agua. Ahora, en la mañana quieta de Palas do Rei, creo que
contemplaba ese escenario de aguas pálidas y mansas con la misma sensación de
inquietud y desasosiego con la que miraría el pecho, casualmente descubierto,
de una mujer hermosa y ajena, que duerme apaciblemente. Alguna vez, de manera
casual, una hoja de eucaliptos se precipitaba a la pileta, generando pequeños
movimientos de agua, similares al temblor de la boca de esa mujer ajena que
duerme. Tal vez sueña que muerde inocentemente la espalda de su amante y sus
pezones se endurecen en el secreto reclamo del sexo, acaso sueña que está en
Londres, junto a un ventanal, que deja su imagen expuesta al escrutinio de un
telescopio ubicado en otro edificio cercano, o quizás viaja en un tren que
cruza la costa del pacífico, atravesando Oregon, hasta llegar a Portland en una
mañana de invierno.
Se que hay que comenzar a caminar,
que nos esperan poco más de 50 kilómetros para llegar a Compostela, pero me
resisto a desprenderme de esa imagen del oscuro dintel del sexo de la mujer que
duerme y acaso sueña con un mar oscuro y cálido. ¿Cómo decidir? ¿Cómo
decidimos? En un sentido remoto, abstracto, todo lo que hacemos es consecuencia
de algo incontrolable, en toda decisión hay algo de irreal, de ajeno.
Desconocemos el protocolo que siguen las intrincadas redes de nervios y
músculos, la telaraña que teje la sangre, el círculo espeso de la adrenalina,
el fantasma agobiante de nuestra mente frente a la minuciosa fatiga del cuerpo.
Por ello, para sacudir estas perplejidades, un filósofo de la televisión
argentina de los años 70, sostenía: ‘Como el movimiento se demuestra andando,
entonces... ¡andemos! De niño, esa frase me parecía una genialidad y la repetía
alguna que otra vez. Solo mucho tiempo después descubrí el eco de sus orígenes
en la frase ‘solvitur ambulando’, atribuida a Diógenes el Cínico, quien
a finales de siglo IV antes de Cristo la habría acuñado para demostrar la
realidad del movimiento. Es decir, las dudas sobre el engranaje de las
decisiones y el mecanismo de emprender la marcha se resuelven simplemente
emprendiendo la marcha, comenzando a caminar.
‘Y mis sueños, pobre de mis sueños,
cuando yo despierte con la realidad’, murmuro para mí mismo, por lo bajo,
disolviendo el encanto de los sueños y los recuerdos. Estoy en la esquina del
hotel de Palas do Rei, gozando del sol mientras espero a Laura e Inés. El
desayuno ha sido tumultuoso. Nos encontramos temprano con Laura, Ramín, y
Julio, en la puerta del hotel, y buscamos un lugar para nuestro café. Los
peregrinos parecen haber salido como manada en estampida, con gritos que
reclaman a compañeros dispersos y exclamaciones de regocijo al encontrar un bar
apropiado o murmullos de decepción al comprobar que el sitio escogido aún no ha
abierto. Nosotros, luego de descartar un par de opciones en las que había que
esperar un buen rato, finalmente, optamos por un local pequeño, en la Travesía
de la Iglesia, llamado ‘Meson a Forxa’ (La Forja). Aquí hay menos gente,
pero también las mesas libres son escasas. Nos sentamos cerca de una peregrina
guapa, que está esperando su turno para ordenar su primera colación. La
mecánica del servicio es fastidiosa y recuerda a las peripecias padecidas en Ponferrada,
es decir, la camarera atiende los pedidos uno por uno y los va despachando con
parsimonia, en un ritual inalterable capaz de erizar los nervios de los
peregrinos que impacientemente desean echarse a andar.
Ya en otras ocasiones he relatado
hasta qué punto los buenos compañeros de camino pierden los modales en los
primero momentos de la jornada y no repetiré aquí esas palabras, solo añadiré
que en Palas do Rei, alrededor de una barra semi-circular, de madera oscura, se
repite invariablemente la escena. Todos acechan a la muchacha encargada de los
pedidos al igual que rodean a un árbitro los jugadores de un equipo al que
irregularmente le han anulado un tanto. ‘Aquí’, ‘Por favor’, ‘Please’, son
frases que la camarera deja pasar sin prestar mayor atención. Ella se concentra
en despachar uno por uno, en un orden ya establecido en su memoria, sin
preocuparse por las prisas y agobios de los peregrinos.
Luego de atender los pedidos de
cinco parroquianos, la mesera atiende a nuestra vecina, prepara su sobrio
desayuno y, una vez que ha entregado su orden, se dirige a nuestra mesa. Nosotros,
a esa altura de las circunstancias, ya estamos a punto de iniciar una revuelta,
declararnos en estado de alerta y movilización o alguna otra medida de fuerza
importada de la Argentina contemporánea. Finalmente, llega la camarera, joven y
atareada, o tal vez, quizás también, contrariada, con el ánimo destemplado por
el caos de la mañana.
- ¿Qué se puede desayunar?, pregunta
inocentemente Laura
- Les traigo la carta - responde la
camarera y comienza la retirada
La respuesta provoca un alarido,
como la sirena de un buque anunciando una tragedia. ‘Nooooo’, ‘Por Tutatis, el
cielo se cae sobre nuestras cabezas’, ‘Aguante Argentina’ gritamos al unísono, manoteando la estampita de la
Difunta Correa, ya que intuimos en la respuesta de la mesera una estrategia
dilatoria similar a la ideada en 1623 por el Conde Duque de Olivares para
impedir la boda entre Carlos de Inglaterra y la hija menor de Felipe III. Para retener
a la camarera, Ramín pregunta:
- ¿Tiene desayuno del peregrino?
La mirada de la camarera luce una
suerte de lejana indiferencia, como diciendo, sin pronunciar palabra alguna,
‘tío, vaya chorrada que preguntas’. Responde con la proverbial mala uva gallega,
mientras señala una pizarra lejana:
- Café con leche, un croissant o
tostadas con manteca y dulce, y zumo de naranjas.
En el tono de su respuesta deja
claro que hay que venir con la tarea ya hecha y que a quién se le ocurre acudir
al bar sin tener claro qué quiere desayunar.
- Ah, respondemos obedientes,
tratando infructuosamente de ganar los favores de la camarera.
La verdad es que no se trata de una
oferta lujosa como la del parador de San Marcos de León, pero a esta altura del
partido parece bastante razonable. Sin pensarlo dos veces, Ramin, Julio y yo
nos apuntamos a tres desayunos del peregrino. La muchacha anota nuestro pedido
y mira a Laura, que ha seguido la enumeración de alimentos con un ligero
asentimiento de cabeza, como si no hubiese duda alguna acerca de la opción a
escoger. Pero, -¡ay, mis amigos! - como diría Cicerón, ‘es el azar, no la
prudencia, quien rige la vida’.
De repente, Laura duda y queda en
silencio, como un jugador de ajedrez que advierte, luego de tocar una pieza,
una variante imprevista de la partida. La conversación queda suspendida, la
camarera golpea el bolígrafo contra la libreta, como un maestro que va
perdiendo la paciencia ante un alumno que no logra resolver una ecuación
elemental. Uno, dos, tres segundos y la camarera ahora añade un golpe con el
pie que acompaña al ritmo de su bolígrafo. Peligrosamente se acerca el final de
la cuenta regresiva, como diría el Pelado Cordera, ‘se viene el estallido’.
Sin embargo, Laura no se impresiona fácilmente
y tampoco parece demasiado preocupada por el mal genio y la prisa de la
camarera. Después de todo, como ya he dicho otras veces, más vale ser desollado
por los Wavuma que conocer la ira de Manrique en tempranas horas de la mañana.
Por ello, recordando el famoso texto ‘O lobo da xente’ de Vicente Risco Agüero
(1925), donde se da cuenta del poder de los hechizos y maldiciones de estas
tierras, digo a Laura que vaya con cuidado. Le susurro que seguramente en los
fogones de la cocina hierve un caldero con el que se prepara la célebre
maldición de las meigas; y, frente a las fuerzas del lado oscuro, ‘...más vale
que digan: aquí corrió una gallina y no, aquí murió un gallo’. Laura me mira
como si fuese un mequetrefe, pero, entrando en razón, dice:
- Vale, para mí también un desayuno
del peregrino
Albricias. Todos suspiramos
aliviados ante la solución del conflicto, entrechocamos las palmas de nuestras
diestras y cuando ya estamos por ordenar una ronda de champaña para celebrar el
armisticio, Laura pregunta:
- ¿No podría cambiar la mantequilla
por aceite de oliva?
¿Qué les puedo decir, mis amigos? No
puedo jurar que la camarera reaccionase con entusiasmo. Más bien, un dragón de
Komodo al que le arrebatan inesperadamente su presa hubiese manifestado más
empatía ante la solicitud de nuestra compañera peregrina. De todos modos, con
un leve gesto, consiente el trueque de oro por baratijas. Cierra su libreta y
cuando está a punto de retirarse, Laura añade:
- ¿Puede ser un té en lugar de café
con leche?
La tribuna exclama ‘oh’, asombrados
por la audacia, reconociendo el valor ante el peligro, la temeridad que
encierra este giro de la situación. La camarera resopla como un Mihura ansioso
de su suerte, cuenta hasta diez y con cara de quien en horas tempranas ha
bebido generosamente el amargo cáliz de un purgante, solo atina a responder
‘vale’ y voltea para emprender sus faenas. Pero, ay mis amigos, Laura persigue
su felicidad implacablemente y cuando nadie lo sospecha, remata la faena con:
- ¿No tendrá algo de fruta?
Un basilisco hubiese dado menos
miedo que la gallega del mesón ‘A Forxa’, que ya se encarama sobre la mesa y
está a punto de aplicar un piquete de ojos a nuestra compañera peregrina. Ante
el avance decidido del enemigo, Laura grita ‘Firmes, firmes’, ensayando su
célebre sonrisa codiciosa de su acero de Albacete. Ante la consigna Ramín menea
resignadamente la cabeza porque intuye que esto solo se arregla con dinero y,
sacando la chequera, pregunta por cuánto hay que firmar. Por mi parte, debido a
mi falta de imaginación para improvisar una consigna motivadora, me dispongo al
combate con el grito de ‘Perón, Perón’, mientras Julio se interpone al grito de
‘Mesura’, ‘Juicio’, ‘Sosiego’, enarbolando la estampita de Santiago Apóstol y recordando
- como último recurso - los indestructibles lazos de fraternidad que unen a los
gallegos y a los argentinos.
Poco a poco la calma regresa al
grupo y, mientras esperamos nuestros desayunos, charlamos de todo un poco.
Ramín nos cuenta que ayer a la tarde, al regresar de la sesión de masajes,
encontró a nuestros amigos sevillanos y le contó de la fiesta de Mercadoiro. Añade que se lamentaron por haberse perdido ese evento y anunció que si conseguíamos una guitarra,
Mercedes - Mariame - nos enseñaría cómo suena verdaderamente la música de
Sevilla. Han quedado en mantener el contacto mediante mensajería instantánea (whatsap)
y coordinar una reunión para esta jornada.
Luego nos cuenta que anoche, después de regresar de la pulpería, se
quedaron en el lobby del hotel, charlando con la encargada del turno de noche,
una joven hermosa, a la que rápidamente Julio hizo confidente de las penas de
amor que arrastra como peregrino a Compostela. El resultado es que se quedaron
conversando hasta las tres de la mañana y ahora están perjudicados por el
desvelo, o, como dirían, en el norte de Argentina, se ven un tanto
‘aveloriados’.
La
inminencia del final del Camino empuja hacia nuevas dimensiones de los afectos
y allí resplandece, una vez más, la sensación de que el peregrino está
irremediablemente ligado al erotismo. En el capítulo ‘Aldea’ de su pequeño
libro, El Caminante, Herman Hesse
evoca, mientras bebe una jarra de vino en las terrazas de una pequeña taberna
de un pueblo de montaña, a una mujer a la que amo desesperadamente, sin decir
nada, en el breve instante en que ella ocupaba una mesa cercana. Allí, escribe:
De repente
todo es diáfano. ¡Rubia, hermosa y alegre mujer. Ya no sé cómo te llamas. Te
amé durante una hora y vuelvo a amarte hoy, durante otra hora, en la callejuela
soleada de un pueblo de montaña. Nunca te ha amado nadie como yo, nunca te ha
concedido nadie tanto poder como yo, tanto poder absoluto. Pero estoy condenado
a la infidelidad. Soy uno de esos casquivanos que no aman a una mujer, sino al
amor.
Todos los
vagabundos estamos hechos así. Nuestra ansia de errar y vagabundear es en gran
parte amor, erotismo. La mitad del romanticismo del viaje no es otra cosa que
una espera de la aventura. Pero la otra mitad es una necesidad inconsciente de
transformar y diluir lo erótico. Nosotros los caminantes estamos acostumbrados
a albergar deseos amorosos precisamente a causa de su carácter irrealizable, y
aquel amor que debería pertenecer a lo mujer lo repartimos, jugando, entre
pueblo y montaña, lago y garganta, los niños del camino, los mendigos del
puente, el buey de la pradera, el pájaro, la mariposa. Separamos al amor del
objeto, el amor en sí es suficiente para nosotros del mismo modo que no
buscamos el destino en el peregrinaje, sino únicamente disfrutarlo, estar de
camino.
En este sentido, el peregrino está necesariamente anclado en la tensión entre tener y aspirar y allí se encuentra el origen clásico del erotismo. Después de todo, en la mitología griega, Eros es hijo de Poro (la abundancia) y Penia (la pobreza) y lleva consigo, en su misma naturaleza, esa inseparable dualidad. En esta variante, el erotismo es impulsado por el deseo de sumarse al otro, pero concluye con el encuentro, es decir, con la plenitud del sexo. Búsqueda y disolución. Alfa y omega.
Mientras conversamos de estas incidencias, llega la camarera con nuestros desayunos y comprobamos que los platos, vasos, aceitera, tostadas, cubiertos, etc., se desparraman sin dejar resquicio alguno. En otras palabras, estamos incómodos en una mesa demasiado pequeña para un buen desayuno de cuatro personas. Ramín se vuelve hacia la peregrina guapa y le pregunta cómo se llama. Después de intercambiar un puñado de frases sabemos que ella es Mónica Cardeñosa, de Zamora, y ha comenzado su peregrinación desde O Cebreiro. Una vez superado este ritual de presentación, Ramín le dice:
- ¡Ven a desayunar con nosotros!
Y rápidamente maniobra para unir las mesas. Pero, detengamos un momento la imagen y repasemos la situación. En un rincón se encuentra Mónica -que será una compañera entrañable en esos últimos días a Santiago - con sus cosas pulcramente ordenadas, milimétricamente dispuestas para festejarse con calma y sabiduría en esas primeras horas del día y, en el otro rincón, el campamento de los bárbaros, los despojos de Babel, una montaña de objetos, cuya inclinación artesanal haría palidecer a la Torre de Pisa y, como si esto fuese poco, la oferta incluye al rito de socializar, casi en la madrugada, con cuatro argentinos pendencieros. En otras palabras, para Mónica la oferta de Ramín es tan atractiva como si le hubiesen ofrecido una visita al dentista para la extracción de la muela del juicio. Por ello, declina con cortesía la oferta y nos dice que ya había terminado. Recoge sus cosas, se despide y nos deja generosamente su sitio.
Damos cuentas de nuestro desayuno y conversamos acerca de Inés. Julio nos dice que probablemente todavía está dolida por el conflicto de la noche anterior, en la pulpería, y que cuando él bajó, ella seguía acomodando sus cosas, sin mayores comentarios acerca de qué pensaba hacer. Luego de ordenar sus equipajes, Ramín y Julio se ponen en marcha. Laura y yo esperamos a Inés, a la que vimos sellando su credencial y pagando su cuenta en el hotel. Bastan solo unas pocas palabras para disipar cualquier resquemor o penuria. Inés sigue dolida de sus llagas, pero no hay espacio alguno para quejas, querellas o contratiempos. Simplemente disfrutamos de nuestra aventura, seguimos juntos paso a paso, en las buenas y las malas, todos vamos hacia Compostela.
Salimos de la ciudad por la travesía del peregrino y rápidamente dejamos atrás a Carballal, donde un cartel indica el desvío para acceder al Castillo de Pambre. Otra vez será. Seguimos.
La etapa
es una de las más largas; exigente en su quebrada geografía, en la piedra
suelta, en el clima que desmejora poco a poco, pero también es un recorrido
especialmente bello, atravesando bosques viejos en los que los robles, castaños
y álamos negros, tejen un silencio umbrío, una penumbra melodiosa que dejan el
alma estremecida y desbordada de buenos deseos. Helechos y zarzas, arroyuelos y
caseríos remotos, bueyes y ovejas, todo un universo rural y escondido, que solo
se abre a los ojos de los que peregrinan por estas tierras.
En este mundo perdido no faltan iglesias hermosas como la de San Xulian do Camiño, románica, del siglo XII, con un ábside típico, custodiando desde sus reducidas dimensiones, la calma inmóvil de un cementerio. Antiguamente, frente a la iglesia se levantaba un hospital, construido por un soldado llamado Xulian (Julián), que accidentalmente había dado muerte a sus padres. Desolado por la tragedia, decidió vivir una vida de penitencia y servicio, construyendo el hospital y atendiendo a los peregrinos. Hay algo incierto, pero especialmente emotivo, en esas piedras simples y milenarias; es como una sensación de pertenencia, de saber que las pequeñas figuras que adornan el templo ya han cobijado los sueños y las ilusiones de tantos otros peregrinos. Es una convicción de que estarán allí, aguardando, tal vez en vano, nuestro regreso.
En este mundo perdido no faltan iglesias hermosas como la de San Xulian do Camiño, románica, del siglo XII, con un ábside típico, custodiando desde sus reducidas dimensiones, la calma inmóvil de un cementerio. Antiguamente, frente a la iglesia se levantaba un hospital, construido por un soldado llamado Xulian (Julián), que accidentalmente había dado muerte a sus padres. Desolado por la tragedia, decidió vivir una vida de penitencia y servicio, construyendo el hospital y atendiendo a los peregrinos. Hay algo incierto, pero especialmente emotivo, en esas piedras simples y milenarias; es como una sensación de pertenencia, de saber que las pequeñas figuras que adornan el templo ya han cobijado los sueños y las ilusiones de tantos otros peregrinos. Es una convicción de que estarán allí, aguardando, tal vez en vano, nuestro regreso.
Nuestra comunidad se reúne en el café-bar ‘Campanillas’, en la población de Mato, ya en el límite de Lugo y La Coruña, es decir, nuestra última frontera. Atrás ha quedado tanta distancia, pueblos, comunidades, regiones y comarcas, tantos kilómetros que, como señala Julio, se podría enumerar un alfabeto completo con las iniciales de estos lugares en que hemos recorrido. En el bar nos encontramos con mi hermano, Mónica, Tito, y Ramín. Café, agua y rápidamente a reemprender la marcha. El descanso es breve ya que Ramín nos cuenta que JR y Mariame nos están esperando en otro bar, un poco más adelante. Le preguntamos por el nombre del pueblo, pero no tiene ni la más remota idea, solo cuenta que JR ha dicho que no tendríamos ninguna duda de cuál es el bar donde nos esperan.
Seguimos. De vez en cuando, aparecen
las extrañas construcciones, que no alcanzo a descifrar qué representan. Son
como bóvedas de un cementerio, algunas ricamente decoradas, pero la mayoría
rezuma su encanto desde la misma sencillez. Aparecen con frecuencia, en lugares
inesperados, junto a la entrada del pueblo, frente a su iglesia, en los patios
de las casas, o en algún rincón de una pequeña plaza. Por lo general, se
encuentran elevadas, a un metro y medio del suelo, asentado sobre pilares de
piedra o madera, imponiendo su presencia en este paisaje rural.
- ¡Vieron qué hermosos los hórreos! dice Inés.
Allí descubro el nombre de esas construcciones y luego me entero de qué función cumplen. Son una suerte de almacén de granos y alimentos, con un sistema de ventilación que permite preservar la comida de la humedad y los rigores del clima de Galicia.
- ¡Vieron qué hermosos los hórreos! dice Inés.
Allí descubro el nombre de esas construcciones y luego me entero de qué función cumplen. Son una suerte de almacén de granos y alimentos, con un sistema de ventilación que permite preservar la comida de la humedad y los rigores del clima de Galicia.
Algunos
son comunitarios, mientras que otros, más pequeños, están ubicados en los
jardines o en el huerto de algunas casas en las que se adivina un mayor nivel
económico. La explicación de Inés no
solo me permite descifrar el misterio de esas construcciones sino que también
me llama la atención sobre otro tipo de recipientes - los cabazos - que, aun
cuando son menos abundantes que los hórreos, también tienen el innegable
encanto de las cosas de otros tiempos. Los cabazos son una suerte de canastos,
artesanales, delicadamente hermosos y, al igual que los hórreos, han sido
declarados patrimonio protegido de la comunidad de Galicia. Uno de los más
bellos está prácticamente a las puertas de la pequeña iglesia gótica de Santa
María de Leboreiro, del siglo XIV. Es una aldea que ha conocido la grandeza de
otros tiempos, pero ahora, con sus 60 habitantes prácticamente sobrevive de
aquello que dejan los peregrinos.
Nos detenemos un momento a gozar de la delicadeza del cabazo y de las líneas simples de la iglesia, frente a las ruinas de un antiguo hospital de peregrinos, construido por la noble familia Ulloa, cuyo linaje, intrigas y decadencia sirvió de inspiración a Emilia Pardo Bazán en su novela Los Pazos de Ulloa (1886).
En el pórtico de la iglesia, sobre los arcos y archivoltas típicos del gótico y el románico tardío, hay una imagen de la Virgen, esculpida en piedra, que ha dado origen a una antigua leyenda.
Mientras recorremos el lugar, le cuento a Inés, Ramín y Laura - Julio viene más atrás, caminando con Tito y Mónica -, que un día, cerca del pueblo, comenzó a fluir agua de una fuente que, por la noche se iluminaba con extrañas luces. Este fenómeno despertó la curiosidad de la gente del lugar, que excavaron en la fuente y encontraron una talla de la Virgen que fue trasladada a la iglesia. Pero, por alguna extraña razón, por las noches, la imagen de la Virgen desaparecía y, por las mañanas, la encontraban al lado de la fuente. Entonces, decidieron tallar en piedra una imagen y la colocaron en el pórtico donde vigila y consuela el paso de los peregrinos. Desde ese momento, continúa la leyenda, la Virgen dejó de escaparse y permaneció allí para siempre. La leyenda es simple, pero cuesta descifrar su sentido; el mensaje se nos escapa irremediablemente. Finalmente, nos damos por vencidos y nos quedamos un momento en silencio, contemplando la vieja imagen.
Cuando reemprendemos la marcha alcanzamos a escuchar la voz de una mujer bastante mayor, que reclama a su hijo que no vaya tan de prisa y que, por favor, se detengan un rato a ver esa iglesia.
No, nada de nada -responde un hombre de treinta y cinco años aproximadamente - Seguimos, vamos. Qué te conozco y te quedas a rezar en cada lugar que encuentras.
La mujer protesta, intenta tomar unas cuantas fotos, pero el hijo le reclama airadamente para que continúe caminando y así, penosamente, abatida, cumple con las consignas y sigue la marcha, saludándonos al pasar, como intentando disimular la vergüenza de la escena pública.
El camino va paralelo a la carretera nacional, bordeando un polígono industrial y el único detalle de interés es una Cruz de Santiago de varios metros de altura, donde nos detenemos un momento. Le pedimos a Tito que nos retrate y esa será la última foto en la que apareceremos juntos, como peregrinos: Julio, Inés, Ramín, Laura y yo, nuestra pequeña comunidad.
Cuatro kilómetros después, cruzamos un puente medieval sobre el río Furelos, del siglo XII. Es extraordinariamente bello, con sus cuatro arcos ganando altura en sus bóvedas de medio punto, buscando la curvatura que le permite ganar en resistencia.
Entramos a San Xoan de Furelos, un pequeño pueblo de 250 habitantes, que conserva un delicado trazado medieval. La iglesia de San Xoan, del siglo XII, con un crucero en su entrada, es pequeña y las sucesivas reformas han dejado prácticamente irreconocible los rasgos románicos.
La decoración interior es rica, con retablos dedicados a San Juan, y en un costado se yergue una imagen de tamaño natural, de un cristo en la cruz. La particularidad de esta talla, obra del escultor de Furelos, Manuel Cagide, es que el cristo está parcialmente desenclavado; cuelga solo de su brazo izquierdo mientras que el derecho se estira hacia abajo, como tendiendo su mano a los peregrinos que llegan hasta allí. Es una pieza hermosa y dramática, que merecería un largo rato de contemplación. Sin embargo, el momento de calma y recogimiento desaparece cuando un grupo de bicigrinos llega al lugar y el templo se hace pequeño para tanta gente.
Apenas dejando atrás la esquina de la iglesia aparece la ‘Taberna Farruco’, una tasca empeñada en reproducir un rincón andaluz en el corazón de Galicia.
Largas mesas comunitarias, banderines
con divisas incomprensibles, fotos de toros y su suerte inevitable, placas con
nombres de barrios o lugares que son patrimonio de Sevilla: Triana,
Guadalquivir, Giralda, y un mundo exótico de cosas que se escapan de cualquier
descripción. Allí, por supuesto, nos esperan nuestros amigos sevillanos.
- ¡Os dijimos que no tendríais problema en encontrarnos!
Nos saludan, amables, ensanchando sus sonrisas, llenando sus rostros de palabras de bienvenida. Aunque es un lugar en el que se reúnen habitualmente los parroquianos del pueblo, a esta hora el local está todavía vacío. Nos ubicamos en una mesa firme y generosa, que -imagino - seguramente ha servido para que muchos otros se reúnan fraternalmente a trasegar la calidez de caldos y potajes, a saborear el denso reclamo del vino de la tierra, o simplemente a pasar el tiempo cuando, al caer la tarde del domingo, aprieta el rigor del invierno. Tapas de queso manchego y jamón, olivas verdes y bocadillos nos ayudan a reponer fuerzas. El hospitalero nos tienta con café y orujo, añadiendo que ese brebaje tiene increíbles propiedades medicinales. Enumera virtudes y milagros que, por su envergadura y cantidad, seguramente provocaría la envidia del Apóstol: sirve para aliviar la migraña, fortalecer los músculos, abrir el apetito, combatir el insomnio, evitar las hemorroides y un sinfín de increíbles propiedades. Le pregunto, entonces, si él lo bebe como un tónico, para estar en buena forma, pero responde que él lo toma solo para alegrar el cuerpo. Sin embargo, a pesar del entusiasmo de nuestro hospitalero, declinamos la invitación.
Nuestros amigos invitan a una ronda de cervezas y nos cuentan de las incidencias de la jornada, de las emociones que se encuentran en el simple acto de andar el camino, en el recuerdo de las labores cotidianas. Nosotros también recordamos nuestras cosas y afectos y, de repente, el lugar se llena de risas, anécdotas y cosas compartidas. La amistad brota pacientemente, respetando las distancias emocionales que caracterizan a los adultos. Se muestra en pequeños gestos, como la buena disposición de Julio, Laura, o Ramín a pagar las consumiciones de todos - un gesto que pone a Mónica un tanto incómoda, ya que todavía no consigue comprender acabadamente la razón de esa actitud. La sensación de bienestar y amistad se trama en bromas, silencios y, poco a poco, en confidencias, en explicaciones simples y sinceras de quienes somos y qué hacemos allí. Bebemos una y otra jarra de cerveza, probamos las cortesías de la casa, esperamos a que termine de cocinarse una tortilla de papas de dimensiones descomunales y, acompañando la conversación, suenan bulerías, fandangos, ritmos gitanos y, ocasionalmente, como un recuerdo del lugar donde estamos, algún que otro fado.
Ya bien pasado el mediodía decidimos ponernos nuevamente en marcha. Cuando comenzamos a recoger nuestras cosas suenan los acordes de una sevillana
- ¡Os dijimos que no tendríais problema en encontrarnos!
Nos saludan, amables, ensanchando sus sonrisas, llenando sus rostros de palabras de bienvenida. Aunque es un lugar en el que se reúnen habitualmente los parroquianos del pueblo, a esta hora el local está todavía vacío. Nos ubicamos en una mesa firme y generosa, que -imagino - seguramente ha servido para que muchos otros se reúnan fraternalmente a trasegar la calidez de caldos y potajes, a saborear el denso reclamo del vino de la tierra, o simplemente a pasar el tiempo cuando, al caer la tarde del domingo, aprieta el rigor del invierno. Tapas de queso manchego y jamón, olivas verdes y bocadillos nos ayudan a reponer fuerzas. El hospitalero nos tienta con café y orujo, añadiendo que ese brebaje tiene increíbles propiedades medicinales. Enumera virtudes y milagros que, por su envergadura y cantidad, seguramente provocaría la envidia del Apóstol: sirve para aliviar la migraña, fortalecer los músculos, abrir el apetito, combatir el insomnio, evitar las hemorroides y un sinfín de increíbles propiedades. Le pregunto, entonces, si él lo bebe como un tónico, para estar en buena forma, pero responde que él lo toma solo para alegrar el cuerpo. Sin embargo, a pesar del entusiasmo de nuestro hospitalero, declinamos la invitación.
Nuestros amigos invitan a una ronda de cervezas y nos cuentan de las incidencias de la jornada, de las emociones que se encuentran en el simple acto de andar el camino, en el recuerdo de las labores cotidianas. Nosotros también recordamos nuestras cosas y afectos y, de repente, el lugar se llena de risas, anécdotas y cosas compartidas. La amistad brota pacientemente, respetando las distancias emocionales que caracterizan a los adultos. Se muestra en pequeños gestos, como la buena disposición de Julio, Laura, o Ramín a pagar las consumiciones de todos - un gesto que pone a Mónica un tanto incómoda, ya que todavía no consigue comprender acabadamente la razón de esa actitud. La sensación de bienestar y amistad se trama en bromas, silencios y, poco a poco, en confidencias, en explicaciones simples y sinceras de quienes somos y qué hacemos allí. Bebemos una y otra jarra de cerveza, probamos las cortesías de la casa, esperamos a que termine de cocinarse una tortilla de papas de dimensiones descomunales y, acompañando la conversación, suenan bulerías, fandangos, ritmos gitanos y, ocasionalmente, como un recuerdo del lugar donde estamos, algún que otro fado.
Ya bien pasado el mediodía decidimos ponernos nuevamente en marcha. Cuando comenzamos a recoger nuestras cosas suenan los acordes de una sevillana
Algo se muere en el alma, cuando
un amigo se va,
Y va dejando una huella que no se
puede borrar.
No te vayas todavía, no te vayas
por favor
no te vayas todavía que hasta la
guitarra mía
llora cuando dice adiós.
Termina la canción y se produce un extraño silencio; a los pocos segundos J Mariame comienza a golpear las palmas y vuelve a cantar la misma sevillana. Repite que algo se muere en el alma cuando un amigo se va y que no te vayas todavía, no te vayas por favor. Mercedes tiene una voz firme, apenas grave, que mueve algo dentro de cada uno de nosotros. Es como si de repente tuviésemos allí, al alcance de la mano, una manera de recobrar el extenso horizonte de Andalucía, el rumor del mar y la firmeza del desierto, el polvo áspero de la calima, las bandadas migrando al sur, la quebrada sombra del Suspiro del Moro y la honda pena de Boabdil, el corazón alucinado de las granadas, el agua fresca en la acequias de Sevilla, el seco golpe de los cascos de los caballos en el empedrado viejo del barrio de Santa Cruz, un farol que apenas ilumina en la esquina de la iglesia de San Andrés, los pasos de los penitentes y la lenta marcha de las cofradías reclamando perdón y penitencia, el sol inmune en el Guadalquivir, los olivos envejecidos, los patios de naranjos, las noches que dejan las estrellas en la palma de la mano y el mundo apretado en un puño, en las lagrimas impensadas por la breve dicha de las cosas simples. En ese momento comienza a lloviznar y ella sigue cantando; ahora desgrana una copla que cuenta del agua de mayo y vamos caminando y acompañando el canto con nuestras palmas, intentando que ese momento dure para siempre. Que el agua de mayo nos alivie de los pesares, que lave de penas nuestro horizonte y que traiga mansamente hasta nosotros el secreto pacto de un destino dichoso.
La llovizna dura poco y la comunidad se estira en pequeños grupos. De una manera u otra, la reunión de Furelos ha sido decisiva para tomar conciencia de lo poco que queda ya para acabar nuestra marcha. Es una certeza incómoda y paradójica. A un puñado de kilómetros nos espera Santiago y allí vamos, a completar nuestro destino con la alegría a flor de piel y, al mismo tiempo, desatando la profunda congoja de llegar, de cerrar el círculo. Julio pone nombre a esta sensación. Le llama ‘La fobia a Santiago’, y de esa manera engloba a ese cúmulo de contradicciones, silencios, entusiasmo y apatía que gana a cada uno de los peregrinos. Por ello, frente a la certeza del final inminente, nadie quiere que el Camino se termine. De allí nace el estribillo, repetido una y otra vez en los siguientes días de marcha ‘No te vayas todavía, no te vayas por favor’.
La reunión en la Taberna Farruco, mis amigos, es un punto decisivo de nuestra peregrinación. Allí es donde termina de fermentar la harina de todos los momentos pasados, las distancias recorridas, los afectos decisivos. En ese lugar se integra definitivamente el grupo que seguirá junto hasta Santiago. Mientras que la reunión en Mercadoiro fue una suerte de epifanía, la revelación de que cada uno de nosotros -los peregrinos- somos los que construimos el camino, en Furelos se amalgama la comunidad, se construye un sujeto colectivo, un ‘nosotros’, que tendrá una vida propia hasta el final de nuestra marcha.
La llovizna cesa y el viento refresca nuestro camino. Media hora después llegamos a Melide, célebre por la calidad de sus pulperías. Vamos hasta la famosa ‘Casa Ezequiel’, una taberna amplia y ruidosa, en el que los fogones y calderos donde cocinan los pulpos están a la entrada, bien a la vista de los comensales, turistas y peregrinos. Es un sitio austero, sin pretensiones, en el que sus largas mesas se comparten sin problema alguno. La carta del lugar ofrece bacalao, frutos de mar, pinchos diversos, y otra buena cantidad de alimentos, pero nosotros seguimos el ritual invariable: pulpo. A diferencia de otros sitios en los que se sirve la ración con patatas, en Casa Ezequiel el pulpo se presenta en platos de madera, sin ningún acompañamiento. Aunque la recomendación es ayudar a la digestión con un vino tinto ligeramente refrescado, nosotros continuamos con las cervezas, renovando confidencias, simplemente pasándola bien con los amigos del Camino. El único problema es que son casi las tres de la tarde y todavía nos quedan trece kilómetros por recorrer. Pedimos nuestra cuenta y mientras esperamos, vemos a dos parroquianos del lugar, probablemente tan viejos como el camino mismo, que se sientan en una mesa contigua a la nuestra, apenas se miran, dan cuenta de sus raciones en silencio, cada uno con un botellón de vino tinto de la casa, que beben con parsimonia de unos pequeños cuencos de barro cocido.
Salimos al camino, con la sensación de inevitable pereza que deja una comida contundente. Nos despedimos de nuestro amigo sevillano, que tiene muy dañadas las rodillas y seguirá en taxi hasta Arzúa. Nuestra comunidad se estira; a la cabeza del grupo, imponiendo un buen ritmo, va Tito, luego siguen Laura, Inés y Mónica, y cerrando la marcha vamos Mercedes, Julio, Ramín y yo. Mercedes nos cuenta de su trabajo para el ayuntamiento de Sevilla, que es una tarea que le entretiene pero reserva sus pasiones para la música flamenca. Intercambiamos canciones y memorias. Ella nos cuenta del Rocío, de esa romería indescriptible que atraviesa las marismas del Guadalquivir, el fin de semana del domingo de Pentecostés. Su acento sevillano es demoledor y las palabras se aprietan, se comprimen en un modo de hablar risueño y entretenido. Julio cuenta de sus dichas y desdichas, de penas de amor y, como corresponde a quienes intercambian buenas confidencias, van quedando apartados, un poco más atrás. Ramín ha estirado el paso y ahora camino solo. Pienso en las cosas que el amor lleva y trae y, con ello, recuerdo una coplita que compuse hace unos cuantos meses:
Ay, vidita, los amores
son manojito de viento,
piedras sueltas del camino
molidas por un lamento,
una luna que se apaga,
solo arena, solo tiempo.
Mercedes ha escuchado pacientemente el relato de Julio y se ríe, divertida por la naturaleza desmesurada de los relatos, por las evidentes exageraciones de pesares y las estrategias improbables que mi hermano teje en la sencilla tarea de vivir feliz y cumplir con su consigna de ‘hacer amor el camino’. Para rematar la conversación, Mercedes recita un fragmento de una copla hermosa, ‘Cuando termina un amor’, que canta Isabel Luna, en la que se dice que el final de los amores son desoladores e inexplicables, ‘...como un fuerte dolor sin tener ninguna herida, sin estar enfermos sientes que se te acaba la vida’.
El momento es maravilloso, entrañable. El bordón apretando el paso, dejando atrás los caseríos de Boente, Figueiroa y Castañeda, recibiendo el saludo amable de la gente de estas tierras, deseándonos un buen camino, mientras cuidan a su ganado, o descansan a la sombra de un alero.
Mercedes ha escuchado pacientemente el relato de Julio y se ríe, divertida por la naturaleza desmesurada de los relatos, por las evidentes exageraciones de pesares y las estrategias improbables que mi hermano teje en la sencilla tarea de vivir feliz y cumplir con su consigna de ‘hacer amor el camino’. Para rematar la conversación, Mercedes recita un fragmento de una copla hermosa, ‘Cuando termina un amor’, que canta Isabel Luna, en la que se dice que el final de los amores son desoladores e inexplicables, ‘...como un fuerte dolor sin tener ninguna herida, sin estar enfermos sientes que se te acaba la vida’.
El momento es maravilloso, entrañable. El bordón apretando el paso, dejando atrás los caseríos de Boente, Figueiroa y Castañeda, recibiendo el saludo amable de la gente de estas tierras, deseándonos un buen camino, mientras cuidan a su ganado, o descansan a la sombra de un alero.
La brisa ha despejado la lluvia y ahora luce un cielo azul apenas desteñido por los nubarrones en retirada, los bosques viejos susurran el misterio de una naturaleza taciturna y bella como la ausencia de una mujer, y finalmente, para completar un paisaje increíble, el rumor del río Iso y un hermoso puente medieval del siglo XII, de un solo arco de medio punto, en el que su calzada irregular ha perdido gran parte de su empedrado.
El puente está engarzado al antiguo Hospital de San Antón (siglo XV), que es la puerta de entrada a Ribadiso do Baixo. En las márgenes del Iso hay un grupo de peregrinos italianos que nos saludan, recordando la tarde en Mercadoiro, invitándonos a quedarnos en el Antiguo Hospital, hoy ya reconvertido en el Albergue Municipal de Peregrinos. Declinamos la invitación; no sólo porque ya tenemos nuestro equipaje despachado hasta el próximo poblado, sino también porque en la puerta del hermoso edificio luce un letrero que anuncia que el albergue está completo.
Es el inicio del primer fin de semana de Agosto, es decir, el comienzo de la temporada de vacaciones en España y eso también se nota en el Camino, que ha ganado en caudal de gente. La cercanía de Santiago, la temporada alta y el hecho de que en Melide se reúnan el Camino Francés, el Camino Primitivo y el Camino del Norte explican esa carencia de vacantes y la necesidad de muchos peregrinos de continuar su marcha por dos kilómetros y medio más, hasta Arzúa.
El nombre de Ribadiso do Baixo debería habernos llamado la atención sobre el hecho de que este caserío está ubicado en las márgenes del río y que ahora, para llegar a nuestro destino es necesario un repecho bastante fuerte de casi un kilómetro. Es un esfuerzo inesperado, al final de casi treinta kilómetros de marcha, que desalienta a la cansada comunidad. Poco a poco, paso a paso, vamos llegando hasta la parte de arriba, dándonos aliento, sabiendo que ya estamos muy cerca. En un momento incierto, como por arte de magia, la senda forestal se convierte en una explanada amplia en la que se ubican un puñado de casas y, allí mismo, inicia la avenida de Lugo, abriéndonos las puertas de la ‘terra do queixo’, es decir la ciudad de Arzúa (6.500 habitantes).
Por fortuna, nuestro destino, la Pensión Rúa, está al inicio del pueblo y celebramos nuestro final de etapa con la correspondiente ronda de cervezas, en la ‘Hamburguesería Chacala’, que es un bar deprimente, contiguo al alojamiento. Luego recogemos nuestro equipaje y tratamos de recuperarnos con una larga siesta. Por la tarde, pasamos al albergue ‘Don Quijote’, que es de los mismos dueños que la pensión y usamos la lavadora y secadora de ropa. Mientras esperamos que las máquinas cumplan su ciclo volvemos a la Hamburguesería y, poco a poco, se va reuniendo la pequeña comunidad. Tito nos saluda, se excusa por abandonarnos esa noche ya que va junto con sus hijos a cenar a un restaurante, a celebrar el cumpleaños de Tito Jr. Poco a poco llegan Ramín, Julio, Mónica e Inés. Conversamos desganadamente, como distraídos, demolidos por el esfuerzo de la etapa y con el ánimo desmejorado, presintiendo ya el inevitable final del camino. Esperamos un largo rato por JR y Mercedes, pero no contestan a sus móviles. Optamos por dejarles un mensaje y salimos a buscar un lugar para cenar. A un medio centenar de metros, en la terraza de un restaurante, están Tito, Tito Jr., Gigi y Penélope, que a esta altura de la peregrinación ya ha abandonado al estudiante look Harvard y sigue su camino con Gigi y Tito Jr. Nos invitan a sentarnos con ellos, pero ya casi han concluido y no tiene mucho sentido interrumpir la dinámica familiar. Por ello, le deseamos a Tito Jr., un año maravilloso y, antes de emprender la marcha, Tito propone un brindis y dice:
Quiero brindar por mi hijo, por Tito Jr. Es
un muchacho maravilloso y por eso lleva mi nombre. Si hubiese sido malvado, en
cambio, se hubiese llamado Julio
Risas y aplausos. Más abrazos y otra vez toca entonar ‘no te vayas todavía, no te vayas, por favor’, ya con la convicción de que las amistades del Camino son una parte decisiva en esta ruta a Compostela. Al igual que otras ciudades que hemos dejado atrás, Arzúa se estira sobre el Camino y bajamos por esa calzada principal rumbo al centro. Buscamos - en vano - un cajero automático y comprobamos con creciente frustración que no es fácil encontrar un lugar para cenar. Por suerte, ya casi llegando al centro nos topamos con Casa Teodora, un hostal y restaurante que, a pesar de ser ya casi las nueve y media de la noche, todavía mantiene encendidos sus fogones. Evitamos el menú del peregrino y optamos por una entrada compartida de vegetales grillados, el famoso queso de Arzúa y los consabidos pimientos de padrón. De plato fuerte escogemos de manera variada. Bacalao, carnes a las brasas y langostinos. Ramín pregunta por el ‘Raxo’ y se desconsuela ante la negativa. Finalmente opta por un bistec similar al que ha ordenado Julio. La comida se demora un poco y matizamos la espera con una conversación intrascendente, distraídos con un programa de televisión que repite un partido de fútbol del Barcelona, en el inicio de temporada de verano. Bebemos unas cervezas y finalmente llegan nuestros platos para compartir. Los vegetales son abundantes y los pimientos están correctos, pero el descubrimiento es el queso de Arzúa. Una pasta compacta de coloración amarilla intensa, con aroma a mantequilla, que deja en el paladar sensaciones ligeramente amargas y picantes. El sabor es intenso y reclama un buen vino tinto. Julio y Ramín se inclinan por una botella de vino de Rioja, mientras Laura, Mónica y yo nos festejamos con un estupendo ‘Pago de los Capellanes’, de Ribera del Duero. Inés sólo prueba una copa de ambos vinos, pero se mantiene fiel a su refresco. Poco a poco los humores espesos van dejando paso a una sensación de fraternidad, de momento propicio para historias y confidencias. La conversación fluye por derroteros inesperados y le pregunto a Mónica:
- ¿Alguna vez has tenido la sensación clara e indudable de que estás a punto de morir?
Todos protestan escandalizados por lo antipático de la pregunta: Inés se persigna como si hubiese nombrado a Voldemort, mientras Laura manotea la estampita de Santiago Apóstol para salir bien librada del trance. Julio y Ramín le sugieren a Mónica que no me haga caso, le cuentan que ya he espantado a unas peregrinas de Tarragona que, luego de cinco minutos de conversación, confesaron que preferían volver a Roncesvalles de rodillas antes que enfrentar a la probabilidad de coincidir otra vez conmigo. Luego de unas cuantas maldades por el estilo, el ánimo se distiende. Aclaro, entonces, que mi pregunta no tiene intencionalidad alguna, que fue disparada por entrever, debajo del abrigo de Julio, una Tau de madera, símbolo de Franciscanos y Antonianos, que ha sido invocada como garantía inquebrantable de un buen morir. Y remato con la frase de Petrarca, ya recordada una y otra vez en estas páginas: un buen morir, toda una vida honra. Finalmente, Mónica responde. Nos cuenta de una situación muy apurada, nadando en el mar hace ya unos buenos años y, con un aire de perplejidad reconoce que en ese momento decisivo y difícil, su principal aflicción era el sentimiento de vergüenza, de desolación ante la increíble negligencia, de incredulidad e impotencia ante el final del juego. A pesar de lo dramático del relato, su tono de la narración es de complicidad y regocijo ante el desenlace feliz del episodio, una suerte de celebrar que finalmente, como diría Silvio Rodríguez, todos le debemos una canción a la muerte voraz que se comerá tanto y tanto.
Les recuerdo a mis compañeros que en el Codex Calixtino hay episodios similares y me dispongo a contar la historia del muchacho resucitado por el Apóstol en los Montes de Oca (Libro II, capítulo III), pero Ramín corta la solemnidad del momento, proponiendo un brindis. Brindamos, entonces, por las certezas, las agonías, los padecimientos y la dicha sencilla de saber que, a pesar de todo, la vida late intacta. Luego, Mónica sigue narrando. Nos dibuja con trazos gruesos, la historia de su vida, de su ciudad (Zamora), de los desafíos y padecimientos para mantener su fuente de trabajo en una situación complicada como la que vive actualmente España. Y en ese relato se termina de dibujar su mejor imagen: una mujer hermosa, noble, solidaria y sencilla. Sin duda, una gran compañera en la ruta a Santiago y en cualquier Camino.
El restaurante se ha ido vaciando y, una vez que se ha retirado un conocido actor de televisión que cenaba en una mesa contigua a la nuestra, es evidente que los camareros han perdido interés en la clientela y esperan ansiosamente nuestra retirada. Cuando traen la cuenta, Mónica insiste en pagar su parte, mientras que nosotros tratamos de convencerla de sería un placer poder invitarla. Luego de intercambiar argumentos y cortesías, Laura propone que esa discusión puede continuar en un bar, bebiendo la última copichuela. Mónica dice que, entonces, ella invitará esa ronda de tragos. Cerramos trato y, poco después, nos instalamos en ‘Café Manolo’, con cervezas y otras bebidas espirituosas, para aplacar el frío. La noche se estira en festejos, brindis y más confidencias. Finalmente, mientras Inés y Mónica abandonan la reunión y van a descansar sus huesos, preparándose para una nueva jornada, con Laura, Julio y Ramín buscamos refugio en el bar contiguo en ‘Café Luis’. Nos sentamos en la barra y nos atienden dos guapas gallegas que, luego de superar la desconfianza inicial, se adentran rápidamente en el juego social que les proponen Ramín y Julio. Van dejando frases ásperas en las que encubren la ternura que sienten por sus hombres y por su tierra y, a su vez, nuestros compañeros peregrinos las empujan a redefinirse, a construir lúdicamente una nueva imagen, dar una visión más amplia de sus sensaciones. Ramín simula una entrevista con el video de su celular y allí, frente al ojo de la cámara, ellas van desgranando sueños perdidos, rencores pasados, nuevas alegrías y esperanzas.
Laura ha comenzado a padecer jaqueca y decidimos abandonar la escena cuando ya no queda casi nadie en el bar y la noche ya es casi madrugada. Julio y Ramín se quedan, mientras nosotros emprendemos la retirada. Vamos con el paso ligero, apremiados por el frío y la humedad. En el silencio de la noche vuelvo a las cosas que han quedado esparcidas sobre la mesa en la conversación de la cena: el azar, la certeza de la muerte, el inminente final del Camino. Pienso en que la palabra ‘destino’ no se refiere a nada, que solo hay un presente laborioso y compacto, que las únicas cosas sustanciales son las que ya han quedado en el pasado y que, como ocurre cuando vemos el valle desde lo alto de un fuerte repecho, solo podemos ver con claridad cuando hay suficiente distancia de por medio. Con esas sensaciones ancladas en el pecho, recordé otra frase de Silvio Rodríguez,
Yo no sé lo que es el destino
Caminando fui lo que fui
vaya dios que será divino
yo me muero como viví
Y, entonces, me formé el propósito de estar a la altura del desafío. De vivir como se camina, de poder orgullosamente decir ‘Caminando fui lo que fui’. Tal vez no lo logre, quizás nunca logre ese alto grado de certezas que se requiere para enfrentar todos los momentos de la vida como si fuese el último, y asumir, por ello, que el final de nuestra vida es solo un acto más de una única comedia. Tal vez, mis amigos, nunca pueda llegar a Compostela. Por ello, por usted, por todos nosotros, ¡salud y buen camino!
Y, entonces, me formé el propósito de estar a la altura del desafío. De vivir como se camina, de poder orgullosamente decir ‘Caminando fui lo que fui’. Tal vez no lo logre, quizás nunca logre ese alto grado de certezas que se requiere para enfrentar todos los momentos de la vida como si fuese el último, y asumir, por ello, que el final de nuestra vida es solo un acto más de una única comedia. Tal vez, mis amigos, nunca pueda llegar a Compostela. Por ello, por usted, por todos nosotros, ¡salud y buen camino!
Viernes 2 de Agosto
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