domingo, 3 de marzo de 2013

25. Astorga – Rabanal del Camino

25. Astorga – Rabanal del Camino

(20,3 kilómetros)


El peso del Camino se va nota en la pereza que invade, como bárbaros asaltando una fortaleza largo tiempo sitiada, cuando suena temprano el despertador, en la madrugada de Astorga. La excitación de recomenzar nuestro camino, la adrenalina de las novedades, ya ha dejado paso a las cosas cotidianas, al peso específico del ritual de acomodar el equipaje, bajar los bolsos para la recogida puntual de Jaco Trans, ajustar los correajes de las mochilas, revisar la habitación y una larga lista de cosas que los peregrinos emprenden en silencio, taciturnos, sintiendo en este tercer día todo el peso del desafío de caminar hasta Santiago. El humor se hace más sombrío al comprobar, en las noticias de los periódicos, la dimensión de la tragedia del Tren Alvia. Un numero enorme de muertos - que durante el día irá aumentando progresivamente hasta llegar a 79 -  nos impregna con una sensación de incredulidad, de no saber qué está ocurriendo y una genuina congoja colectiva; una suerte de pesadumbre global gris y contagiosa.
Aunque he alertado en el desayuno a mis compañeros sobre la conveniencia de comenzar a caminar temprano, nadie ha recogido seriamente el desafío. Mientras cada cual se concentra en sus tostadas y su café (Laura desayuna té con leche), dejan que mi comentario se pierda en un silencio intrascendente. La única voz que se suma al debate es la de Inés, tal vez más por ejercer la caridad y mostrar un poco de interés que por abrir una discusión sobre algo que las circunstancias ya han decidido. Pelea un poco; muestra su ingenio en frases tales como ‘Vaya nomás, Navarro, que el camino es largo y las chicas no tenemos que esforzarnos para dejarte atrás’. Le cuento, entonces, de esa famosa frase del Código Calixtino en la que se anuncia que los Navarros son perezosos, borrachos, lujuriosos, malvados, negros y dados a yacer con animales. Ella reflexiona un momento y luego añade con sabiduría: ‘Menos mal que a eso de dormir con animales ya lo han dejado en el pasado’. Entre otras cosas, el comentario es apropiado porque ella comparte habitación con Julio, el otro Navarro. Laura les recuerda a Inés y Julio que estamos embarcados en una peregrinación y que, por tanto, deben abstenerse de cochinadas y pecados carnales. Inés señala que no hay peligro alguno y que, por las dudas, como los sarracenos, ella duerme con el cuchillo bajo la almohada. Julio solo se limita a responder que su conducta intachable ya ha quedado demostrada a lo largo de los 500 kilómetros del año pasado y, como remate enuncia una frase que luego lucirá en su escudo de armas durante todo el camino: ‘Al dragón, chiquitita, cuanto menos se lo ve, más crece la leyenda’.
Sellamos nuestras credenciales y salimos con un ritmo desesperadamente lento. Inés se demora un momento en el mismo arranque, Julio programa su lista de música, adelanta un poco al grupo para ver nuevamente el hermoso palacio de Gaudi y, finalmente, seguimos la flecha amarilla que, por la calle Portería, nos conduce a las afueras de Astorga. Este inicio desordenado me ha provocado un pequeño desconsuelo; un malestar con el resto de mi comunidad que no acierto a explicar, pero que lo llevo adentro en esos primeros momentos. Por ello, hago lo que se debe hacer en esas ocasiones: camino solo, escuchando música, dejando que el sendero vaya limando las aristas peligrosas del (mal)humor de la mañana.
Vamos en dirección a Castrillo de Polvazares, que es un caserío medieval, en las afueras de Astorga y que ha sido recientemente restaurado por bohemios y artistas, lo que lo ha convertido prácticamente en una suerte de icono de la gastronomía de la zona. La mañana es soleada y una brisa de poniente refresca esas primeras horas. Voy escuchando una canción del Duo Coplanacu, que me da bastante para rumiar en estos pasos por la meseta de la maragatería:

Uno solo lleva
lo que tiene adentro
Lo que tiene afuera
se lo lleva el viento
Infinito es el andar,
uno nunca llega.
Cada paso que se da
ahí nomás ya es huella

Cada cual con lo que fue,
lo que viene siendo,
lo que quiere ser después,
corazón sin tiempo

(‘Corazón sin tiempo’ – Roberto Cantos)

Mis pensamientos van y vuelven, repletos de imágenes, pero sin poder asir ninguna idea en particular. Tampoco me esfuerzo en determinar nada, solo dejo que el camino haga su trabajo, llevando los sedimentos de inútiles reproches y pesadumbres. El grupo se reúne en la entrada de Valdeviejas, en la eremita Ecce Homo, que decepciona a la comunidad por la mezcla desafortunada de estilos y propaganda parroquial.


Igualmente, sellamos allí nuestras credenciales y continuamos en dirección a Murias de Rechivaldo. Camino con Julio y, un poco más atrás, van Laura e Inés. Aprovechamos el tiempo para conversar con mi hermano sobre cosas de la familia, del día a día, de planes inciertos y futuros próximos. Pero nada en esa agenda nos interesa y rápidamente abandonamos las contingencias familiares para centrarnos en una discusión ligera, pero entretenida, sobre cosmología. Julio narra las peripecias del espacio, el tiempo y la materia con mucha gracia y soltura. Aunque yo soy un alumno bastante desaventajado, la charla resulta amena y, de vez en cuando, lo interrumpo con alguna que otra pregunta filosófica. Lo hago más con afán de molestarlo un poco que por una genuina pasión epistemológicos. Le recuerdo que ya el año pasado le he dado una buena tunda en la discusión sobre la causalidad retroactiva y comienzo a resumirle los datos claves de esa controversia.Su respuesta es fulminante. No sé si alguna vez han estado en la matanza del cerdo; esa fiesta salvaje en la que se celebra todo lo que aporta ese animal a nuestras prácticas gastronómicas. Uno de los datos insoslayables es el grito del animal en el momento en que se hunde el cuchillo para el sangrado; un lamento agudo, despiadado. Así fue el alarido de mi hermano ante mi amenaza de repetir el argumento de la causalidad retroactiva. ‘Nooooo’, ‘Noooooo’, repite incesantemente y trata de cubrirse los oídos con el sombrero, al mismo tiempo que grita 'atrás, atrás', intenta mantenerme alejado con el bordón y encontrar la estampita de Santiago para que lo defienda de mí como si fuese un demonio maligno. Claro, todas esas cosas no se pueden hacer al mismo tiempo con solo dos manos, así que pone fin al tormento apretando el paso y, luego de un puente en curva sobre el río Jerga, peligroso por la estrecha distancia con la carretera, entramos al pueblo.
Son solo cinco kilómetros lo que separan a Astorga y este pequeño caserío de tan solo 113 habitantes, pero ya sus dos bares están atestados de madrugadores que buscan un refuerzo de sus desayunos y se dedican a mirar, ociosos y tranquilos, como la mañana se va llenando de peregrinos. Nada aquí nos llama la atención y decidimos seguir, ahora todos reunidos en comunidad festiva, siguiendo la mancha multicolor de los que van delante nuestro. En esa ocasión, uno solamente va siguiendo al que va un poco más allá y, tal vez, por esa misma inercia, pasamos inadvertidamente el desvío hacia Castrillo de Polvazares y nos adentramos en la temida ‘autopista’ del peregrino, que va bordeando, sin encanto alguno, la carretera.




Seguimos una ruta plana en la que cada trescientos o quinientos metros hay enganchada en los mojones, carteles, arbustos o lo que sea, una foto envuelta en un plástico para que aguante mejor los rigores del clima. La foto es de una pareja gay, envuelta en un corazón con los colores del arco iris, rematadas con frases memorables como: 'Tincho y Tuchi les desean buen camino', 'El Camino es la meta. Tincho y Tuchi', etc. La tercera vez que nos encontramos con semejante exhibición de mal gusto, nuestra comunidad empieza a encontrar buenas razones para hacer algunas excepciones en la prohibición universal de aplicación de tormentos.
El sol se hace sentir ya a esa temprana hora de la mañana y se agradece encontrar, de cuando en cuando, a algún que otro paisano que, amparado por la escuálida sombra de alguna encina, ofrece fruta o agua. Julio se detiene en uno de ellos y, luego de escoger una banana, pregunta cuánto cuesta. La respuesta, rápida, viene en una suerte de susurro; como cuando se confiesa un secreto sexual de primera magnitud. Mi hermano, que ya ha sobrepasado sus cincuenta aniversarios, no tiene las facultades auditivas de los jóvenes peregrinos y piensa perplejo en la respuesta del buen hombre. Finalmente, le contesta que él es de Córdoba, pero vive en Canadá y que es muy raro que el buen hombre sea de Oncativo y que si no fuese por el calor y la larga marcha que tenemos por delante, seguramente se quedaría a que le cuente por qué razón alguien de Oncativo está allí, en el medio de la nada; aunque - añade - ya hemos conocido a un cubano pesadísimo que también ejercía de hospitalero en Calzadilla de los Hermanillos, que es la multiplicación exponencial de la nada. El hombre lo mira azorado y repite: '¿Oncativo?, ¿Oncativo?... un donativo, un donativo’. ‘Aha, aja’, replica mi hermano, mientras rebusca en su bolsillo el monedero en el que guarda algún euro. Luego, comentamos con Laura e Inés, que habría que reunir a mi hermano y ese hombre con el viejito que nos contaba de las maravillas de chozas de abajo y arriba, exclamando ‘Ah, chozas de abajo’, ‘ah, chozas de arriba’.
Seguimos. Nuestro próximo objetivo es Santa Catalina de Somoza. Julio se adueña de la conversación y nos cuenta la historia de Oscar Rodríguez, también conocido como ‘Sugar Man’. La narración se basa en el documental sobre este extraño músico y aunque Laura y yo no lo conocemos, Inés – que probablemente conozca toda la música que se ha producido desde el final del Renacimiento – va redondeando el relato. Va allí un pequeño comentario del director de la película, extraído de la red, sobre Rodríguez y el documental:

Searching for Sugar Man narra la historia de un hombre que no sabía que era famoso. Realizó un disco en los años 70 que era una obra maestra, absolutamente fantástico. No vendió nada en Estados Unidos, literalmente nada. Algo así como seis copias, es decir, nada de nada. Hizo otro intento, con idéntico resultado y, luego, ¿qué pasó? Dejó de producir música y se puso a trabajar en la construcción. Nunca llega a saber que en Sudáfrica, en África del Sur, él, Rodríguez, es más famoso que los Rolling Stones. Se convierte en uno de los artistas más famosos de la historia sin que él sepa nada de esto.

Vamos saboreando la letra de ‘Sugar Man’, una de sus canciones más conocidas, que repite ‘Sugar man, won't you hurry/ 'cause I'm tired of these scenes/.For a blue coin, won't you bring back/ all those colors to my dreams’, que podría traducirse aproximadamente como:

Sugar Man, ¿no te darás prisa?,
porque estoy cansado de este panorama.
Por una triste moneda,¿no querrás devolver
todos esos colores a mis sueños?



Luego de casi diez kilómetros de caminata llegamos a Santa Catalina, que a pocos metros de su entrada recibe a los peregrinos con una concentración de hombres mayores, jubilados, que abordan a los caminantes y les sugieren tomar un café y un bocadillo en algunos de los bares del pueblo. Hay cuatro bares y una seguidilla similar de paisanos que, a lo largo de trescientos metros, aconsejan donde detenerse. El problema es que no han seguido un orden lógico en sus recomendaciones y el primero elogia el segundo bar, llamado ‘Rosita’, que ofrece el mejor bocadillo, pero el segundo paisano señala que no hay que dejarse engañar y que el cuarto es el primero en precio y calidad. Y así sucesivamente. El resultado es que a la entrada del pueblo ya no tenemos idea de qué es lo que nos conviene hacer. Por ello, decidimos sobre un criterio obvio: el que ofrece la mejor sombra. En la casa del frente de nuestro bar se puede leer: ‘En esta casa nació Juan Rodríguez de la Fuente, el taxista poeta; hijo predilecto de Santa Catalina de Somoza’.Nos quedamos desconcertados, reflexionando sobre el hecho de ser el hijo predilecto de un pueblo de 50 habitantes (aunque muchos siglos atrás fue un pueblo próspero, que creció junto a su hospital de peregrinos). También reflexionamos sobre la combinación de oficios que ilustra este poeta, cuya obra cumbre se denomina: ‘A golpe de semáforo’ (Madrid, 1990).En Argentina, en las malas épocas era usual encontrar a abogados, ingenieros o psicólogos al frente de un taxi, pero ciertamente es extraño mencionar por igual al rubro de los taxistas y la poesía.
La pausa es breve, un pequeño refrigerio, pero útil para reorganizar fuerzas, embadurnarse de protector solar, o -como hace Inés – aplicar nuevamente la barra protectora contra las ampollas. Salimos por la calle Real. Todavía nos falta un buen rato, pero nuestro ritmo de marcha es bueno y planeamos que podremos llegar a comer directamente a Rabanal del Camino. 


El paisaje de la meseta es amplio, invita a llenar los pulmones de aire y andar. 


El calor, sin embargo, es traicionero y golpea casi sin advertencia. Dan testimonio de ello numerosas cruces que honran el recuerdo de peregrino que encontraron en la maragatería el final de su camino. Después de una hora nos adentramos en El Ganso, una pequeña aldea de 36 habitantes, a mitad de camino entre la ruina y el abandono. El único atractivo es una conjunción de bares extraños: ‘La barraca’  y el ‘Mesón Cowboy’. Ambos están unidos en una cómoda simbiosis y su cartel publicitario reclama ‘De lo bueno, lo mejor’. A pesar de que algunos peregrinos caen en la trampa de lo exótico nosotros preferimos evitarlos; nos refrescamos en la fuente que está junto a la iglesia de Santiago y encaramos el último tramo de nuestra jornada. De manera inesperada, el Camino se adentra en un bosque de robles y olmos; aunque ocasionalmente vuelve a replegarse sobre el costado de la carretera.


La tregua de la sombra y la posibilidad de caminar todos juntos anima a Julio a recordar un evento reciente.Nos cuenta que hace pocos meses fue a USA a visitar a sus hijos y que decidieron encarar una excursión hacia las montañas. Francesco y Santiago, los hijos de Julio, encararon una senda apta para sus bicicletas, mientras que mi hermano intentó acortar camino por un sendero que, a los pocos kilómetros de marcha, se bifurcaba en otras sendas, que nuevamente - como la vida o el pecado - se abrían a otras opciones más. Dado que las marcas del sendero habían desaparecido, mi hermano trato de seguir de manera consistente una ruta, pero en la montaña el trazo es caprichoso y luego de varias horas de andar tuvo que admitir que estaba perdido. ¿Qué más puedo añadir mis amigos? Julio es un estupendo narrador y las licencias literarias que se toma en su relato recuerdan a los radioteatros que escuchábamos de niños en la cocina de nuestra casa en Santiago del Estero. Sería una torpeza tratar de evocar los detalles de su narración y aquí solo daré algunos ejemplos de sus artilugios narrativos. Nos decía que luego de superar un leve repecho, pudo contemplar que el horizonte era infinito en su nada, y al descender buscando una pequeña senda que se adivinaba a lo lejos, vio que se abalanzaba sobre él una jauría, que apareció a traición de una granja que se ocultaba en una hondonada. Los perros ganaban distancia y él trataba de encontrar una retirada honorable. El redoble de las pezuñas de las bestias hacía temblar el suelo y él no encontraba refugio alguno. Avanza el enemigo a paso redoblado;  las bestias más cerca y él cada vez más desesperado. Ya veía el blanco de las pupilas, las fauces monstruosas y él sin poder escapar. En fin, mi hermano se dispuso a morir devorado por las bestias y, en ese último momento, se arrepintió de sus muchos pecados, evocó el rostro de una muchacha a la cual quiso en su adolescencia y no lo supo querer,  del olor rancio de mi abuelo perdido en su demencia, del sol en Taormina, del ritmo de un tren que en una madrugada lo dejo en la estación de Salzburgo, del olor joven del vino en Cafayate, de la noche del 25 de Enero de 1978 cuando Bochini amargó la fiesta de Talleres de Córdoba (el recuerdo no es muy relevante, pero así es de caprichosa la memoria) y tantas cosas más que acuden en esos momentos cruciales. En ese último trance, Julio se encomendó a Santiago y… ¡se produjo el milagro! A menos de diez metros, los especímenes de siberianos se detuvieron como paralizados (aunque en algunos momentos que retomaba el relato los bichos que lo amenazaban no eran media docena de perros siberianos,sino casi mil quinientos huargos imperiales y ya pueden imaginar que esos pequeños desajustes sembraban dudas en el público sobre la veracidad del relato). ¿Qué había ocurrido? ¿Acaso sucedió que, como en la batalla de Clavijo, Santiago el Matamoros y su caballo habían aparecido de la nada? Seguramente los Hombres Sensibles avalarían esta interpretación, pero los Refutadores de Leyenda insistirían en que todos los animales, pertenecientes a una granja de cría de perros, llevaban unos collares que aplicaba una descarga eléctrica al alejarse más allá de una cierta distancia.
Mi hermano, maravillado ante el descubrimiento de los límites que imponía la tecnología al instinto homicida de los perros, se entretuvo en recuperar el resuello y hacer pito catalán y muecas a la jauría, que ladraba enfurecida, pero sin romper el perímetro virtual. Luego, mi hermano pensó que tal vez algunos de esos collares tuviesen pilas a punto de agotarse y emprendió, entonces, una prudente retirada. Trató de llegar al sendero dando un buen rodeo a la granja y vio, a lo lejos un palo indicador de señales. Emprendió una veloz carrera, palpitando su salvación, pero doscientos metros antes de llegar, a una distancia en la que las letras de dirección eran todavía indescifrables, sus pies se encharcan, como si se tratase de una arena movediza. Desolado advierte que los castores han creado un dique que inunda la zona y el cartel se encuentra justo en el centro de la obra diabólica. Finalmente, cuando logra salir a la carretera, lo intercepta un patrullero y,una vez que lo identifican, constatan que hay un reporte de búsqueda, que enumera: ‘Desaparecido. Latino. Edad Media. Probable desorden mental’. (Claro, le digo, 'si te hubiesen conocido mejor y hubiesen escuchado tu argumento en contra de la causalidad retroactiva, ¡hubiesen confirmado el ítem de los desórdenes mentales!')
En fin, mis amigos, así, Julio siguió entreteniendo a la comunidad un largo trecho, hasta salir del bosque y, a la altura del río de Rabanal Viejo, nos encontrarnos con un árbol centenario, hermoso, conocido el roble del peregrino o Carballo de Fonso Pedredo. De allí, hasta el final de nuestra etapa, solo queda un suspiro. Nos detenemos unos minutos en la bella eremita del Cristo de la Vera Cruz y, finalmente, entramos a Rabanal del Camino, un caserío de 60 habitantes, cuyos orígenes se pierden en la época en que los romanos extraían oro en las comarcas maragatas. Este pequeño pueblo impresiona por la belleza de su conjunto, en la nobleza del trazado de su calle principal, en el color ocre de la piedra de sus monumentos, en la armonía bucólica del entorno y en el bullicio de los peregrinos, que celebran aquí el final de etapa.






 Ya en el Codex Calixtino, Rabanal del Camino es recomendado como el lugar natural para reposar para aquellos que vienen desde Astorga y, cumpliendo con su destino de pueblo del Camino, Rabanal absorbe día tras día a la muchedumbre que va rumbo a Compostela.
Remontamos – el verbo no es ocioso ya que el pueblo exhibe una notoria inclinación en su trazado - la calle Real en busca de nuestro alojamiento, el Hostal El Refugio. Lo encontramos prácticamente a la salida del pueblo. La entrada es por la puerta del bar, que a las 14 y 30 horas, exhibe una buena cantidad de peregrinos y parroquianos. Dejamos nuestros equipajes y bajamos a buscar algo para comer. En el bar y comedor del hostal, la disyuntiva del peregrino es: ‘bocadillo o menú’ y bien pueden sospechar, mis amigos, que cualquiera sea la opción elegida, no habrá grandes sorpresas gastronómicas.Aunque la cocina todavía está abierta, el comedor ofrece un espacio tranquilo, en comparación con el bullicio del bar. Nos sentamos en una de las muchas mesas libres que encontramos y esperamos que nos atiendan. El camarero es el mismo muchacho encargado de servir los tragos y tapas en el bar, separado del comedor por una mampara. Eso nos hace temer que nunca se ocupará de nuestro pedido, pero para nuestra sorpresa, nos atiende rápidamente. Pero, ¡ay destino ingrato!, la celeridad en acudir a tomar el pedido es inversamente proporcional a su amabilidad. Julio y yo ordenamos un menú del peregrino – en mi caso, sopa y chuleta de cerdo – pero Inés prefiere un bocadillo y Laura ordena una ensalada.‘Ah, no. Los bocadillos se sirven en el bar’, responde el joven maragato con una convicción que ya hubiera envidiado San Pedro la noche en que cantó el gallo. De más está decir que la historia de la humanidad ha parido más de una antinomia famosa: Ser o no ser; apocalipticos o integrados, iconoclastas o incondulos, Braden o Perón, conceptual o cachengüe y muchas más; pero hasta ese mediodía en Rabanal del Camino no habíamos reparado en la oposición entre menú o bocadillo. 
El camarero se afirma sobre sus talones, golpea impaciente con el bolígrafo la libreta de pedidos, y resopla mostrando su autoridad. Pero ese muchacho tiene en frente a clientes que no se impresionan con facilidad. Inés y Julio responden como centellas; Laura sonríe como gato frente a una sardina y rebusca en su bolso la navaja de Albacete. Por mi parte, anticipando una trifulca más peligrosa que el saqueo de Roma por parte de los Ostrogodos, trato de iniciar una vía diplomática y procuro que vuelva la calma. Finalmente, el camarero prefiere no abrir inútilmente un peligroso frente de altercados y declara, como un emperador concediendo la manumisión a sus esclavos, que por esta vez hará una excepción. La comida es discreta, pero sabrosa. Luego de unas jarras de cerveza, con Julio damos cuenta de un vino blanco joven y apenas decente, ‘Viña Oria’, un macabeo del 2012 que es trasegado sin pena ni gloria.
Después de la siesta, bajamos con Laura a tomar un café. Encontramos a Inés en el bar, ensimismada en la consulta de internet. Nos dice que Julio salió a dar una vuelta. La invitamos a sumarse a nuestro paseo, pero prefiere quedarse en el hostal. La recorrida por Rabanal me deja la sensación de un lugar extraño, como un decorado de película, que disimula cosas importantes que ocurren en otro lado. Luego de caminar lentamente por el pueblo, emprendemos el regreso al hostal. Ya son casi las siete de la tarde y en diagonal a nuestro alojamiento, oculto por un viejo edificio de piedra, se encuentra una pequeña plaza, que da acceso a la iglesia románica de Santa María (siglo XII). La iglesia fue fundada por los templarios y actualmente es custodiada por los monjes del Monasterio Benedictino San Salvador del Monte Irago. Allí, en el monasterio que está ubicado frente a la iglesia, los monjes ofrecen a los peregrinos la posibilidad de compartir gratuitamente durante una semana la vida monástica. Santa María es pequeña, hermosa, iluminada tenuemente y despojada casi por completo de objetos de culto. La excepción es una talla pequeña, ya casi ennegrecida por el tiempo, de la virgen María y un crucifijo de plata. Este inesperado encuentro con el románico me produce una serena alegría, como quien reencuentra un viejo y añorado miembro de su familia. La tranquilidad de la iglesia invita a sentarse en un banco y dejar que fluya lentamente la (poca) espiritualidad latente que me acompaña. Pero, además de este descubrimiento cultural y religioso, la plaza ofrece un espectáculo peculiar: es 25 de Julio, día en que se celebra la festividad de Santiago Apóstol y los monjes al igual que los habitantes del pueblo, ofrecen a los peregrinos un pequeño homenaje. En una larga mesa improvisada sobre tablones y caballetes se ofrecen tortillas de papa, snacks, jugos, vino, panes, longanizas y embutidos, que los peregrinos van degustando sin pausa y sin prisas.Normalmente, en este evento también toca una banda de música y hay baile popular, pero esta actividad ha sido suspendida como parte del luto por la tragedia del Tren Alvia.


En esa plaza, llamada Julián Campó, las tragedias ferroviarias tienen mucha densidad. Julián Campó era un empresario de la confección, nacido en Burgos, que un día sintió la llamada de la vocación de servicio a los más pobres. Abandonó todo lo que tenía y fue a trabajar con los más necesitados (niños y tuberculosos), en la miseria más absoluta, bajo la dirección de los Misioneros de la Caridad en la India. A su regreso, profesó como monje y se dedicó a atender a los peregrinos del Camino de Santiago, alternando su servicio en los albergues de Castrojeriz y Rabanal. Él mismo fue peregrino y, cuando regresaba a su tierra, después de llegar a Santiago, su muerte lo sorprendió en el accidente del Intercity en Villada (Palencia) en el 2006. Que en paz descanse.
Más allá de la pesadumbre que espesa el ambiente, hay una serena felicidad; una camaradería que sólo da el Camino, una genuina ansia de bienestar. En medio delgentío, está Julio, charlando animadamente con dos peregrinas: Francesca (Italia) y Stefie (Alemania). Francesca es extrovertida, deja en claro rápidamente que no tiene ni idea de qué está haciendo en Rabanal del Camino, maldice la senda, el polvo, los dolores en la espalda y los pies. Pero lo que más le duele es el abandono de su compañera, que luego de un par de días de Camino, ha decidido que esto no era para ella y ha vuelto a Italia. Francesca ha seguido por orgullo, pero con desconcierto. Sin saber exactamente qué hará, como tratando de encontrar una buena excusa para desistir. Por el contrario, Stefie parece estar muy a gusto con un grupo de amigos, de diversas nacionalidades, a los que seduce peligrosamente con una sonrisa de niña ingenua. Mientras que Francesca ve en Julio una buena oportunidad para coquetear, Stefie mantiene las distancias obvias de quien juega el juego de la seducción con naturalidad. Conversan en italiano e inglés, añadiendo a cada momento a más peregrinos a una charla completamente casual, pero también sencilla y divertida.


Es un buen momento para estar allí, para empezar a tramar afectos; por ello voy en busca de Inés, para que también se sume a las complicidades de este momento. Sin embargo, ella prefiere continuar luchando con un problema laboral y promete llegar más tarde. Regreso a la plaza con una sensación extraña, algo así como una señal de alarma ya que muchas de las cosas buenas que deja el Camino empiezan en estos pequeños ritos que estamos viviendo. En fin, cuando Inés llega a la plaza ya se ha disuelto la comunidad; todo ha vuelto a la normalidad y la mayoría los peregrinos ha regresado a sus albergues.
El atardecer es manso, transparente como un río de aguas perezosas y cristalinas. Diferentes grupos deambulan por las calles de Rabanal. Laura tiene dolor de cabeza y se queda sentada en un banco, frente a nuestro hostal, mientras yo voy hasta el final de la calle Real, a curiosear un restaurante que parece atractivo. El lugar se llama La Posada de Gaspar; es una hermosa casona de piedra que conserva el trazo original de las casas maragatas señoriales. El antiguo corral es un patio, con mesas para disfrutar las tardes de buen tiempo y, en el edificio principal está la posada y el restaurante, que funciona en el antiguo establo, completamente adaptado e integrado a la posada. La oferta gastronómica es atractiva, y entre los platos recomendados se encuentran el típico cocido maragato, congrio, bacalao al ajo arriero y chuletón. El único problema es que la cocina cierra a las 21,00 hs, es decir, demasiado temprano para nuestro gusto. Hay dos restaurantes más en Rabanal. Uno es el llamado ‘Bar del Pueblo’, que está cerrado a cal y canto. El otro es el del hostal donde nos alojamos, que realmente no tiene una carta demasiado atractiva. Regreso en busca de Laura e Inés, para compartir las novedades para la cena y, en esos momentos, también vuelve Julio, luego de prometer a Francesca que regresará a la bendición del peregrino. Nos sentamos en el banco frente al hostal, justo cuando tres parroquianos que han pasado la tarde bebiendo cervezas en la calle, terminan sus últimas botellas y se despiden con promesas de encontrarse más tarde. Son jóvenes, dos mujeres y un chico, pero ciertamente no son peregrinos. De haber sido peregrinos se hubiesen sumado a la reunión en la plaza, pero ellos han permanecido allí, en la vereda del hostal, disfrutando durante un par de horas de sus bebidas y curioseando el ajetreo de la gente que pasa por allí. Por la familiaridad con que conversan imaginamos que son gente del mismo pueblo, que han salido a tomar unas cuantas copas, esperando la llegada de la noche. Una vez que se van, Laura – que ha escuchado un buen rato de su conversación  - nos confirma que ellos no van rumbo a Compostela, aunque también señala que el tema central de conversación era el Camino y sus peregrinos. Más específicamente, cuenta, se divertían comentado la frase de una de ellas,

Querida, es que lo que hay que hacer es abrir un albergue. Yo la próxima temporada abro uno para follarme a todos los peregrinos.¡Negro a la mañana y blanco por la noche! Así, toda la temporada, hasta que al final tenga que andar en silla de ruedas.

La frase es escandalosa, pero ellos se divertían con tanta naturalidad y encanto que la expresión produce gracia.  Julio nos devuelve a la realidad, señalando que hay que acudir a la bendición del peregrino; le respondemos que eso implica dejar de cenar ya que la cocina de la Posada de Gaspar tiene un horario inflexible. Él se encoge de hombros y dice que no le importa; que ya se las arreglará y parte nuevamente al encuentro de los peregrinos.
Con Inés y Laura vamos a la Posada de Gaspar. El salón está vacío y dudamos de si realmente nos conviene cenar en un sitio tan desolado. Sin embargo, las alternativas son escasamente atractivas y decidimos permanecer allí. La cena es variada y sabrosa; en verdad mucho mejor que nuestras expectativas. Acompañamos nuestros platos con un Ribeiro 2010, 'Rey Lafuerte'. Floral y ambarino, untuoso, agradable en la boca. Fácil de beber, como comprueba Julio que llega a sumarse a la mesa, pero ya está cerrada la cocina. Compartimos con él nuestros platos, mientras nos cuenta que fue una ceremonia hermosa; que antes de la bendición del peregrino, la luces principales se apagaron y un sólo rayo iluminaba la imagen de la virgen, dejando una sensación de intimidad y espiritualidad.
Julio relata la ceremonia con pasión. Cuando estamos a punto de creer que, al igual que Julián Campó, él ha recibido la llamada de la vocación y que se quedará con los monjes benedictinos, mi hermano añade que allí, amparado por la penumbra, en ese momento de introspección, de busca de valores e ideales,... Francesca le pone su mano derecha sobre su pierna izquierda, a una altura que dejaba poco margen de imaginación sobre sus intenciones. ¡Qué imagen, mis amigos! Un momento de estupor y luego estalla el Maracaná. La tribuna grita enardecida ‘Dale Campeón’, ‘Matador’ y cosas por el estilo; Julio se ríe y saluda sombrero en mano, con su brazo derecho girando en semicírculo, como Antoñete después de lidiar a Cantinero, el 7 de Junio de 1985 en Las Ventas de Madrid.Preguntamos explícitamente qué ha ocurrido y que sucederá, anticipando conjeturas sobre el imbatible erotismo que genera el Camino. Inés opina que seducir en el Camino es como cazar en un zoológico, algo tan sencillo que carece de virtud. Aunque tiene razón, no tiene toda la razón y debatimos brevemente sobre esta idea, hasta que Laura vuelve al tema de Julio y Francesca. ‘¿Qué hiciste?’, le pregunta a mi hermano y Julio le responde que el interrogante sobra; que Laura sabe bien que su conducta es irreprochable; que ya ha dado sobrada prueba de que él se limita a sembrar el amor en el Camino y que, después de todo, ‘al dragón, cuanto menos se lo ve, más crece la leyenda’.
La conversación es divertida, pero el dueño de la Posada nos indica que los peregrinos deben descansar y que ya es hora de cerrar. Comprobamos con horror que son apenas las diez y media; le pedimos que nos sirva una copichuela, algo para rematar la noche, pero la decisión de cerrar es inapelable. Nos recomienda ir al bar del pueblo, también llamada 'Taberna de Damián' y hacia allí partimos, sin expectativas ya que por la tarde vimos que estaba cerrado de una manera tal que hacía pensar que su dueño no lo abría desde el día que el infame Carlos IV cedió, en Bayona, los derechos de la corona a Napoleón Bonaparte. El bar continúa cerrado, pero una luz levemente azulada se filtra por debajo de la puerta. Hay algo diabólico en el entorno, como de película de terror. Advierto a mis compañeros de que seguramente allí se refugian los zombies, que esa es la cueva del anticristo y cosas por el estilo. Sugiero que es mejor regresar al hostal, pero Inés no hace caso y empuja la puerta. ¿Qué les puedo decir, mis amigos? En Santiago del Estero son muchos los que, casualmente o luego de mucho perseverar, han encontrado, en Salavina, o Tala Pozo, al lugar donde es posible negociar con el diablo, es decir: La Salamanca. Lo más parecido a La Salamanca que encontré en el viejo mundo era este lugar, el bar del pueblo, un sitio decadente, con unas mesas que parecían extirpadas de la cocina de cualquier casa de los años 30. Irregulares,con fórmica, carcomidas en sus extremos y con sillas tan desparejas y desvencijadas que el lugar parecía un cementerio de muebles. Allí, en el centro de la escena, como sacerdotisa ejerciendo el ritual del sacrificio, estaba Mónica y una pareja joven. Entramos y, con sorpresa, comprobamos que son los parroquianos que estaban bebiendo en la vereda del hostal, y que todavía siguen bebiendo allí. Nos quedamos desconcertados en el umbral, sin decidirnos a entrar, pero Mónica se acerca y nos anima. Nos pregunta qué queremos beber y nos presenta a la pareja joven. Ella se llama Nerea y es una mujer hermosa, luego nos presenta a su novio, Luis - que a decir de mis compañeras peregrinas estaba más bueno que un cubanito de dulce de leche. Él rebusca en una silla que tiene detrás y saca un paquete que contiene una tortilla de papa. ‘Las hace mi abuela’, nos dice, invitándonos a sumarnos al festín. Con Inés y Laura declinamos la invitación, pero Julio que no ha cenado y tiene más hambre que piojo de peluca, se abalanza sobre el manjar.
Rápidamente se establece una comunidad de afectos y la conversación fluye animadamente. Ocasionalmente, Julio escandaliza a Mónica que ya repite como amuleto 'Tú ere muuu borde, tío...ere muuu bordeeee', así atropellando las letras y extendiendo las palabras. Le preguntamos por qué razón, siendo dueña del bar del pueblo, fueron a tomar cervezas al bar del hostal. Se ríe y nos dice que ella no es la dueña; que ellos son parroquianos igual que nosotros. El dueño es un personaje único, que a esas horas sale a pasear al perro y deja encargado a algún cliente la gestión del bar. Le preguntamos, entonces, si es verdad que instalará un albergue para follarse a todos los peregrinos. Nos mira perpleja, mientras la pareja amiga se ríe a carcajadas. Mónica cree que tenemos poderes telepáticos y Julio se ofrece a leerle la palma de la mano, para descifrar qué cosas guarda el destino. De todos modos, aclara mi hermano, Mónica y sus amigos ya han conocido a las ‘joyas del camino’  (es decir, nosotros) y que pocas cosas pueden haber en la vida que supere a semejante fortuna. Poco a poco, Mónica reacciona y mirando detenidamente a Laura le dice: ‘Eras tú, la que estaba en el banco frente a nosotros; te has chivado de lo del albergue’. Mi hermano que ya contaba de nuestras especiales habilidades en la transmisión de pensamiento, de nuestra infancia en Santiago del Estero divirtiendo a los amigos de mi padre con nuestra capacidad de acertar números, renuncia a seguir con la parodia del adivino, reconoce los hechos que narra Mónica y vuelve a la tortilla de papa, de la que ya quedan poco más que migajas. Son de Madrid y están apurando unos días de vacaciones en casas de familiares en Rabanal. Nos preguntan acerca del Camino ya que ninguno de los tres ha emprendido esa aventura y, aunque el echar a andar rumbo a Compostela parece formar parte del patrimonio genético de los españoles, ellos todavía no han encontrado el momento propicio para esa aventura.
En medio de cervezas, algún que otro pitillo de hachís, leyendas y recitados, se abre la puerta y un  hombre enjuto, bastante mayor, acompañado por un perro, saluda a Mónica y le dice que se va a dormir; le encarga que cierre y cuando enfila a la parte trasera del bar, repara en nuestra presencia. Intuye nuestra condición de peregrinos y nos saluda en un inglés inventado y pintoresco. Por alguna razón, este buen hombre cree que el idioma oficial del Camino es el inglés y no quiere parecer descortés con los extranjeros. Le repetimos una y otra vez que somos de Argentina, en castellano, pero él no escucha y se marcha. Efectivamente, no escucha, ya que Mónica nos dice luego que es sordo como una tapia.
Inés documenta la reunión con unas cuantas fotografías y, después decide que es momento de emprender la retirada, pero Mónica nos anima a beber la última copa. De repente, la puerta vuelve a abrirse intempestivamente... 'Ahijuna con la lobuna' exclamo al ver que ingresa el taimado camarero del mediodía, el que nos negaba el bocadillo argumentando pretextos burocráticos sobre el apropiado lugar de servicio. Esa incorporación inesperada despierta nuestra alarma y temiendo una emboscada de los nativos de Rabanal, indico a mis compañeros formar en círculo, espalda contra espalda; todos para uno y uno para todos. Laura, en esas ocasiones, se transforma; rezuma malicia, sonríe como Cruella Devil cuando cuenta los cachorros de dálmata para su abrigo de piel. Allá va, con la navaja de Albacete en la mano, el reflejo de la hoja azulando sus pupilas oscuras y tarareando bajito que la vida te da sorpresas. Julio avanza por el flanco izquierdo, blandiendo un picho de tortilla, y como Garibaldi en la batalla del Ponte Caffaro, del 25 de Junio de 1886, exclama ' avanti bersaglieri che la vittoria é nostra'. Inés, refugiándose bajo una mesa, aplica la táctica de las legiones romanas, la famosa formación 'Testudo' o Tortuga, celebrada ya por Polibio en el siglo II antes de Cristo, que consiste básicamente en avanzar protegido por el scudum, y de esa manera asegura el camino hacia la salida. Por mi parte, para no ser menos, recuerdo mi formación clásica, mis siete años de latín y griego, mis lecturas de Sófocles, Oviedo, y Virgilio y grito 'lo vamo a reventar, lo vamo a reventar'. Cuando ya estamos a punto de consumar la venganza, Mónica ofrece fumar la pipa de la paz, el camarero reconoce que no somos tan malos chicos como parecemos y la tensión se desvanece como el rocío con el primer sol de la mañana. Para celebrar este momento único, irrepetible, Mónica invita la última ronda y así, brindando por los nuevos amigos, brindando también por los otros amigos, por los que están lejos, por ustedes, dejamos que la noche de Rabanal nos haga felices. Salud y buen camino.

25 de Julio

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