León
Hay ciudades que destilan magia, al igual que otras encierran
misterios y desafíos. No exagero cuando les digo que Londres me ha producido
siempre una sensación de permanente maravilla; sus librerías de viejo, el
silencio de sus museos, los anticuarios, el geométrico laberinto del pasado de
sus calles, la diversidad de colores en la gente, en sus miradas, la forma de
consumir ocio y cultura, el ritual de los turistas y el palacio, los parques
desoladoramente extensos y verdes, en los que siempre aguarda la sorpresa de un
aguacero inoportuno o los escondidos bares en barrios que muchas veces parecen
una copia interminable del mismo edificio. En ciudades como esas he sentido que
hay un mundo de cosas que se modifican permanentemente, aunque no podamos
comprender el rumbo de los acontecimientos o las circunstancias que definen el
papel que allí representamos. Por el contrario, la ciudad vieja de Edimburgo, de
Génova o la parte colonial de Bogotá me han parecido oscuras y bellas como
ciertas formas del pecado. Como la lujuria o, simplemente como la desdicha.
Por razones de trabajo, aunque también por ocio, he
conocido muchas ciudades diferentes. En cada una de ellas me he sentido
inexplicablemente extranjero, incluso en las más bellas y acogedoras; aquellas
donde los amigos son tan entrañables que la vida es dulce y sencilla.
Barcelona, Girona, México, Oxford y una larga sucesión de otros nombres y
geografías, en las que he vivido, han marcado en mí una distanciaemocional, la
huella indeleble de los que estamos aparte de todo. De las ciudades, de
cualquiera de ellas, me intrigan sus nombres y en ese primer detalle, a menudo,
aparecen las grietas del desencuentro. Por ejemplo, Bahía Blanca reclama mar y
extensiones de aire salado, con buques cargados de minerales, avanzando
perezosamente hacia la boca de un puerto. Pero, el viajero que acude a esa
ciudad se siente desconcertado ante la ausencia de lo obvio, ante lo
irreparable. No hay mar, no hay puerto, no hay bahía en Bahía.
La misma sensación extraña me ha acechado en León. Allí
he llegado – hemos llegado con Laura y Julio - como peregrinos en Octubre del
2013, con el ánimo encogido por el momentáneo final de nuestro viaje. Caminamos
sus calles y recorrimos sus monumentos maravillados ante la belleza de esta
ciudad, pero con el desconcierto de quienes han dejado el bordón y se reúnen
con amigos que continúan su camino por la mañana temprano.
León es para mí una ciudad contradictoria; paradójica. Por ejemplo, Léon tiene como símbolo de la ciudad a un gallo; que se exhibe como una veleta que remata la torre románica de la iglesia de San Isidoro. El gallo original data de, aproximadamente, el siglo VII de Persia y se cree que fue uno de los utilizados por Cosroes II, en su intento de sustituir los símbolos cristianos en las iglesias bizantinas. ¿Cómo llegó a León? La respuesta es simple: nadie lo sabe. Pero es uno de los tesoros que exhibe la ciudad en la que los pocos leones o Panthera Leo que se encuentran son unas horribles esculturas que custodian uno de los puentes sobre el río Bernesga, o en los extraños símbolos del horóscopo en la basílica de San Isidoro de Sevilla.
Aquí asoma una segunda perplejidad: ¿Qué tiene que ver Isidoro de Sevilla (553 – 636) con la ciudad de León? La respuesta también es simple: allí reposan los huesos de este doctor de la iglesia, uno de los primeros en insistir en que el poder político de los reyes deriva de directamente Dios. La explicación de su traslado a León es instructiva. En Wikipedia puede leerse:
… Según cuenta la leyenda, en 1063 Fernando I guerreó por tierras de
Badajoz y Sevilla, e hizo tributario suyo al rey taifa de Sevilla. De él
consigue la entrega de las reliquias de Santa Justa, pero cuando su embajada
llega a Sevilla a recogerlas, no las encuentra. Sin embargo, una vez en
Sevilla, el obispo de León, miembro de la embajada, tiene una visión mientras
duerme, gracias a lo cual encuentran milagrosamente las reliquias de San
Isidoro. El retorno se hace por la Vía de la Plata. Cerca ya de León, la
embajada se interna en tierras pantanosas, sin que los caballos puedan avanzar.
Al taparles los ojos a los caballos, éstos salen adelante dirigiéndose hacia la
recién construida iglesia de los Santos Juan y Pelayo, que desde entonces se
llamará de San Isidoro.
En pocas palabras, el obispo de León, allá por el siglo XI, fue a buscar a Santa Justa, pero volvió con San Isidoro. Le puede pasar a cualquiera, ¿no? De todos modos, esa iglesia encierra un particular encanto y allí pueden verse unas pinturas románicas de rara y extraordinaria belleza; al igual que se puede ver en la llamada ‘Puerta del Perdón’ a un relieve de sorprendente calidad y detalle. El hecho de que en esa representación, el artesano haya confundido a San Isidoro y San Pelayo Martir, asociando a San Isidoro con el cuchillo del martirio y a Pelayo con un libro, es un tercer detalle que provoca perplejidad. Todos estos equívocos de alguna manera ilustran lo que para mí ha sido emocionalmente León: una ciudad de contraste y paradojas; en donde la belleza de sus calles, la maravillosa elegancia de la catedral o el bullicio de sus bares ha contrastado con mis estados de ánimo. El año pasado entre la ciudad y nosotros estaba la desazón de abandonar el Camino; y este año, entre la ciudad y nosotros, estaba la impaciencia de retomar el Camino.
León es una de las pocas ciudades importantes en las que se adentra el Camino. Su población urbana no supera los 150.000 habitantes, aunque parecen muchos más y ello indica claramente un temperamento expansivo, jovial, y alegre que se manifiesta en el incesante flujo de peregrinos, en la oferta de bares y restaurantes, hoteles y albergues.
Con Laura abordamos en Chamartín el tren de Madrid a León, el día 22 de Julio y allí nos encontramos con Inés, que arrastra un bolso en el que, por sus dimensiones, seguramente hubiese podido dormir con tranquilidad el caballo del apóstol Santiago. Miren, mis amigos, ustedes saben que yo soy una persona (moderadamente) valiente y que de chico incluso desafié al Alma Mula en la oscuridad de la barriada de Huaico Hondo, pero así y todo, ver el bolso de Inés y que se me aflojasen las rodillas fueron una y la misma cosa. Descomunal y sin rueditas. Grito: ‘Atrás Lucifer, cruz diablo, bicho diabólico’ y cosas por el estilo para ahuyentar el peligro. Pero, ante nuestra consternación, Inés exhibe un pragmatismo abrumador: el acarreo de equipaje ya ha sido arreglado con JacoTrans y no debe temer por el volumen de su bolso. Yo replico que una cosa es una cosa y que otra cosa es otra cosa. Estupefacta ante mi tautología, Inés simplemente me ignora – como Codesal a las quejas de Maradona en la final del Mundial 90 – y continúa despreocupadamente charlando con Laura.
El viaje es apacible, por medio de la meseta de Castilla y León, y desde las ventanas se divisan aquí y allá a los peregrinos que van siguiendo el Camino. Llegamos a León poco después del mediodía y como dice el refrán: ‘cada carancho a su rancho’ ya que Inés tiene reserva en un alojamiento distinto al nuestro. Así que ayudamos un poco con el bolso, dejamos a Inés en la fila de taxis, y caminamos rumbo a la ciudad, buscando nuestro hotel. Para ser precisos, la nuestra no es la búsqueda de una aguja en un pajar ya que tenemos reserva en el famoso Parador de San Marcos; un hotel deslumbrante, del siglo XVI, que fue tanto monasterio como hospital de peregrinos. Fernando el Católico dio el principal impulso a la creación de este hospital, en reemplazo de uno más antiguo y deteriorado, y fueron los Caballeros de la Orden de Santiago, los frailes encargados de ese edificio monumental.
Se encuentra sobre el mismo Camino de Santiago, a la vera del puente de San Marcos del siglo XVI-XVII. Su fachada es de una complejidad y una sutileza que produce incredulidad y maravilla. Como escribió el capitán de navío Samuel Cook Widdrington (es decir; nada que ver con el que descubrió Australia) en sus Sketches in Spain (1829), ‘Nada puede sobrepasar la belleza de los arabescos y demás ornamentos de la fachada de San Marcos’. Claustros, tapices, salones, ventanales; todo un mundo de objetos de arte. Es, simplemente, un edificio espectacular.
Dejamos nuestro equipaje en las habitaciones y desafiando el calor de la siesta, con Laura nos acomodamos en la terraza de un bar, a mirar una y otra vez la inmensidad del Parador y la Plaza de San Marcos. Copa de vino blanco, bocadillo y siesta. A la tarde hemos quedado con Inés en la Basílica de San Isidoro y allí nos demoramos un largo rato contemplando diversas piezas del museo y las pinturas románicas.
Tomamos un café y les
cuento a Laura e Inés diversas leyendas asociadas con esa iglesia y el Camino
de Santiago, pero mi tono narrativo les produce, por así decirlo, una cierta
somnolencia. De hecho, no parecen escucharme con especial dedicación. Damos por
finalizado el tentempié y vamos hacia la Plaza de Santa María del Camino, en
busca del Monasterio de las Benedictas, para adquirir nuestras credenciales de
peregrinos. El Convento está ubicado en una plaza hermosa, llena de bares en
los que se ofrecen distintas opciones para los peregrinos que tienen
alojamiento en el Albergue; justo frente a una iglesia que aún conserva un
ábside románico. La oficina del albergue está atendida por dos voluntarios
belgas, que interrogan con minuciosidad a los peregrinos que, por diversas
razones acuden allí. El trato es cordial pero desconcertante. No sólo por lo
fatigoso del castellano de los voluntarios, sino también por lo escrupulosos en
el rellenado de formularios y papeles. El resultado es obvio: una larga fila de
peregrinos que esperan con resignación a que los belgas lean en voz alta – como
presidente de mesa electoral controlando el padrón – el nombre, número de DNI,
domicilio y nacionalidad de cada uno que inicia el trámite. Me desmoraliza la
espera; la burocracia de quien – aunque sea de buena voluntad – asume una
posición de control y vigilancia. Ya estoy a punto de abandonar y salir a tomar
una cerveza con unas peregrinas (¡cositas de dios!), que enfilan derecho al bar
de enfrente. Pero, en ese mismo instante, aparece una monja justo cuando llega
un contingente de nuestros enemigos naturales: ¡los bicigrinos! Veo que la
buena mujer se dirige a atenderlos y allí mismo, recordando las viejas mañas
que se adquieren en la lucha con la burocracia del país de origen, la
intercepto y le pregunto por las credenciales. Los bicigrinos reclaman mejor
derecho argumentando ‘prior in tempore,
potior in iure’. Por supuesto, respondo ‘Ut in asina’, una respuesta
protocolar, que podría traducirse como ‘A tomar por culo’, acompañando mi
elegante frase con algunas palabras que se ejemplifican con el dedo corazón. ‘You
speak english’ me dice la buena monja. Le respondo que no, de ninguna manera. Me
dice, ‘Ah, solo se le parece’. ‘Claro’, respondo y para mis adentro pienso en
que mi castellano y el inglés se parecen tanto como Danny de Vito y
Schwarzenegger. Es que aquí muchos hablan inglés, dice la monja. No sé si es una
ironía, pero aprovecho la conversación para señalarle que necesitamos las
credenciales. ‘¿Cuantos sois?’, pregunta ella y respondo que somos tres pero
necesitamos cuatro credenciales. Me mira con desconcierto. Como si al idioma
extravagante que empleo le hubiese añadido también una aritmética peculiar. Le
explico que uno de nuestros amigos llega más tarde. Huelga decir que el trámite
de acreditación como peregrino es personal, pero la monja pone cara de haber ya
visto de todo y nos da las credenciales en blanco. Yo las recojo rápidamente,
aunque siento la mirada indignada del Belga, que protesta ante la manifiesta
violación del procedimiento. En su opinión, seguramente, habría que exigir no
solo la identificación exhaustiva sino incluso la vacuna antirrábica.
Manoteamos la documentación, pagamos los dos euros correspondientes y nos
alejamos con rapidez; pero antes le saco la lengua al belga y a los bicigrinos.
Vagabundeamos por León, por su muralla, los recovecos del Barrio Húmedo, los alrededores de la catedral, buscando una tienda en la que comprar un sombrero que me proteja de los rigores del verano.
Vagabundeamos por León, por su muralla, los recovecos del Barrio Húmedo, los alrededores de la catedral, buscando una tienda en la que comprar un sombrero que me proteja de los rigores del verano.
No es una tarea difícil y, a poco de buscar, encontramos un sombrero de paja tejido, de ala ancha, que será durante las siguientes semanas un compañero fiel. Laura también necesita comprar una mochila para su caminata. Buscamos una pequeña, liviana, de buena calidad y económica. Las cuatro propiedades son difíciles de compatibilizar y luego de revolver muchos modelos en una tienda de camping, renuncia a la economía y se decide por una mochila de calidad (y precio acorde a la marca).
Caminamos hasta nuestros alojamientos; a dejar las compras y descansar un rato. A la noche recorremos nuevamente las pocas calles hasta la zona de los bares. Al llegar al centro, casi al inicio ya del tramo peatonal, hay que rodear una rotonda de buenas dimensiones, con mucho tráfico que entra y sale del centro, con una fuente al medio que trata vanamente de disimular su objetivo de distribución del tránsito de vehículos. Cuando estamos rodeando esa rotonda sentimos un ruido fuerte y seco, seguido de una explosión, justo al otro lado de la rotonda. Inmediatamente vemos aparecer un auto, que da un medio giro y se empotra, cabeza abajo, en la fuente. Nos miramos consternados y luego de unos pocos segundos en los que dudamos si será la filmación de una película, caigo en la cuenta de que … ¡el conductor del auto debe estar por ahogarse! Voy, junto con cuatro o cinco personas más hasta el vehículo; intentamos inútilmente romper los vidrios del auto que poco a poco va llenándose de agua. Finalmente, logramos abrir una puerta trasera y de allí sale el conductor. Le preguntamos si hay alguien más ya que está oscuro y no se ve por el agua que entra al interior del vehículo. Lo único que repite es que está solo y que no vio al autobús. Parece encontrarse bien, pero inmediatamente después de salir del coche, colapsa y queda tendido en el piso, cubierto de sangre. Nadie sabe bien qué hacer; por suerte en ese momento ya llega la policía y una ambulancia, con lo que puedo abandonar ese lugar, con un sudor helado que me baña la espalda. Al día siguiente, ese accidente estará en la página central del periódico de León, con una foto espectacular y un pequeño epígrafe que resalta la gravedad del estado del conductor. Tal vez esos sean momentos propicios para reflexionar sobre la fragilidad de las cosas; de lo delicado que es la trama de la vida, pero prefiero borrar cuánto antes esas imágenes y arrastro a mis compañeras a un Wine Bar, en el que podamos pensar en otras cosas de la vida.
El lugar se llama Manía
Wine & Gin, donde se puede beber vino por copas y degustar diversas
tapas y raciones: quesos picantes acompañado de frutas y nueces; unas ensaladas
tibias de mollejas; chipirones, etc. El lugar está prácticamente vacío y nos
atiende uno de los dueños, un chico de cerca de treinta años, que nos cuenta
que ha estado unas cuantas veces en Argentina. Nos atiende con delicadeza,
esmero y cariño. Pedimos diferentes copas de vino, tratando de desentrañar si
la cepa Prieto Picuda vale la pena para vinificar o si estaría mejor en la
ensalada de frutas. El dueño nos mira casi con tristeza y nos dice que es
inútil fatigarse, que esa variedad no da más que unos vinos corpulentos,
moderadamente sabrosos pero sin dignidad. Nos aconseja otras opciones y así
vamos pasando la noche: albariños, verdejos, ribeiros y un largo etcétera que
nos sirven para brindar con ánimo sereno por los días que nos esperan, por los
compañeros (Julio y Ramín) que se sumarán pronto y, como siempre, por ustedes.
Salud, mis amigos y que a partir de mañana, todos tengamos un buen camino.
22 de Julio
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