viernes, 8 de marzo de 2013

23. León – Molino Galochas

23. León – Molino Galochas

   (28 Kilómetros… ma non troppo!)
           


‘Hemos regresado. Aquí estamos; otra vez emprendiendo el Camino’. Esas frases son lo primero que acude a mi mente cuando suena el despertador a las 7 de la mañana. La luz se filtra entre las cortinas y revela suspendidas motas de polvo, que se reflejan en un enorme espejo, agotando el espacio. Todo está lleno de silencio. Como en una película muda, solo hay una inmóvil certeza de luz y silencio. Aunque normalmente no suelo ocupar demasiado tiempo en despabilarme, me gustaría quedarme un rato remoloneando en la cama, que tiene casi las mismas dimensiones que el Titanic. Pero, la ansiedad de emprender nuevamente la marcha me empuja a levantarme y a espiar entre las cortinas un cielo azul, que presagia un día de calor despiadado.

Laura demora un poco más en despertarse y se empeña en organizar su bolso. Ayer ha comprado una mochila para su caminata, renegando de otra que su padre le había  prestado bajo protestas y con muchas recomendaciones de cuidados extremos, como cuando una madre de pueblo despide a su hija adolescente que viaja sola por primera vez a la gran ciudad. Pero, luego de una inspección atenta del equipaje, Laura ha advertido que esa mochila es pesada, que no tiene el cordaje necesario para sujetarla y evitar que el ritmo del Camino machaque los riñones. Le pregunto cómo es que ha traído semejante monstruo y su respuesta es sorprendente: ‘Me dio bronca que mi papá la mezquinase tanto’. Ante esa respuesta trato de elaborar un argumento sobre la importancia de una vida sobria, despojada, pero ella no deja mucho margen para la filosofía a tan temprana hora. Conclusión: ahora hay que despachar esa mochila y, para evitar que cuente como un bolso adicional, es necesario meterla en el equipaje que recogerá en breve Jaco Trans. No es tarea fácil, mis amigos, convertir el plomo en oro, adquirir virtud en Sodoma y Gomorra, o lograr que Independiente gane dos partidos seguidos, pero todo eso son minucias al lado del desafío de la mochila. Apelando a mi adiestramiento en un juego de ordenador, llamado Sokoban – en la que un operario tenía que ubicar en un diminuto espacio cajas de diferente tamaño – logro resolver el problema y bajamos a desayunar.

El desayuno está a la altura del hotel; variado, con frutas, panes, fiambres y bebidas de una estupenda calidad. En virtud de que nos esperan muchos kilómetros, me preparo dos bocadillos de queso manchego, jamón serrano, pan con tomate y pimienta negra, acompañándolos con café expreso, jugo de pomelo y agua con gas. En el salón hay bastante gente, algunos son claramente peregrinos, mientras que otros ocupan una franja gris, ya que están vestidos como para emprender el Camino, pero tienen algo en sus gestos que hace pensar más en una excursión de fin de semana que en la voluntad de caminar hacia Santiago. Entre ellos, sobresale un grupo de japoneses que hablan en voz alta, exaltados, ansiosos vaya dios a saber por qué. Terminamos nuestro desayuno y bajamos con prisas al lobby ya que Inés ha quedado en encontrarnos allí a las 8,00 am. A la misma hora está previsto el paso de Jaco Trans y ciertamente sería una catástrofe perder la recogida del equipaje. A la salida del ascensor encontramos a una japonesa diminuta que con una carpeta en la mano se dirige hacia la recepción. Nos divisa y se apresura para llegar primera, nos cierra el paso en el pasillo, estira los codos y maldice en lenguas desconocidas. Con Laura la miramos desconcertados, sin comprender su vehemencia, pero cuando llegamos a la recepción y vemos que es la responsable del grupo de japoneses y que debe pagar todas las habitaciones de los herederos del sol naciente, se nos cae el alma a los pies. La cosa se complica cuando comienza a protestar una tasa que no debería estar incluida en su cuenta ya que en la reserva por internet no estaba estipulado ese cargo. En ese momento, Laura abandona la lucha y se va con Inés, a confirmar que Jaco Trans pasará a buscar nuestros bultos. Mientras tanto, yo trato de llamar la atención a única mujer que atiende para que postergue un momento el combate con la japonesa y me permita pagar nuestra cuenta. Finalmente, la mujer se apiada y deja un momento las querellas pendientes y prepara nuestro check out. A la japonesa le hierve la sangre; los ojos se le inyectan como a la protagonista de The Ring, amenaza con recurrir al Tribunal de La Haya, hacer recaer sobre nosotros la maldición de Fukushima, y miles de cosas más, pero logramos concluir nuestro trámite.

Ya estamos listos, mis amigos. Salimos a la explanada del hotel y nos sacamos las fotos correspondientes. 


Vemos pasar a los peregrinos que enfilan hacia el Puente de San Marcos, sobre el río Berlanga, ensanchamos nuestros pechos con el aire transparente de la mañana, nos miramos como sabiendo que ha llegado el momento y así, en ese trance incierto que separa al turista del peregrino… ¡pedimos un taxi! Ya lo sé, ya lo sé. Es una vergüenza, impresentable, impropia de los que se llaman ‘peregrinos’ (tal vez ‘taxigrino’ sea más apropiado, pero dudo que puedan obtener por esa vía la Compostelana al final del Camino). Sé que nadie puede exhibir con orgullo semejante historia; pero este diario de viaje está comprometido con la verdad y como Forrest Gump, no tiene reparos en exhibir las heridas en lugares innobles cuando han servido para emprender una larga marcha. La salida de León es para los peregrinos una de las más peligrosas y horribles. Con una densidad de tráfico que descorazona, por medio de polígonos industriales eternos y vacíos, con flechas que orientan hacia lugares equivocados – generalmente bares o tiendas que se aprovechan de los peregrinos – y una cantidad de cemento que deja la sensación de que los esfuerzos serán inútiles, que nunca se podrá abandonar esa trampa urbana, que jamás llegaremos a Santiago de Compostela.
El taxi nos adelanta casi cinco kilómetros; hasta un poco más allá de La Virgen del Camino, y nos deja ya a la salida de Fresno, sobre la ruta alternativa que hemos elegido para caminar, evitando la senda clásica que va siguiendo la carretera nacional. Ya pueden imaginarse la mirada de nuestros compañeros de camino cuando ven bajar nuestras pequeñas mochilas del taxi; un latigazo de desprecio e ironía cruza por sus ojos y siguen sin saludar siquiera. No tenemos nada que reprocharles. Debemos ganar nuestro status de peregrino, al igual que hicieron ellos, y allá vamos, contentos, paso a paso, disfrutando de nuestro Camino.


Cuando todo indica que el Camino es armonía y comunidad, que ya sólo hay que concentrarse en la ruta y el horizonte, Laura declara consternada que tenemos un problema. ¡Ha olvidado su móvil en León! Rápidamente pensamos en la solución, en cómo salvar al soldado Ryan. La respuesta llega como un rayo en la oscuridad: hay que llamar a Jaco Trans para que lo cargue junto con el resto del equipaje. Brillante idea, pero el problema es que el número de la empresa solo lo tiene Laura en su olvidado móvil. Busco en mis bolsillos la factura del hotel y allí encuentro el número de teléfono del Parador; se la paso a Inés, que intenta la llamada, pero descubre que no tiene cobertura. Ya llegando a Oncina de la Valdosina (crease o no, así se llama uno de los pueblos de nuestra etapa), recuperamos la señal y llamamos al Parador de León, pero el número que figura en la factura es viejo y una grabación contesta que el abonado no está disponible. Nos miramos desanimados, contrariados, con una sensación de extrañeza y desconcierto. Finalmente, se me ocurre que tal vez, en el Hotel, alguien haya recogido el móvil perdido y que habría que llamar directamente a ese número. Una genialidad. Inés llama y, como por arte de magia, desde un escondido bolsillo de la mochila de Laura, suena el móvil. Con Inés nos miramos estupefactos, sin terminar de asimilar que el móvil siempre estuvo allí, pero Laura nos dice que no; que ella había revisado exhaustivamente su equipaje y que seguramente se trata de un milagro del Apóstol Santiago, que nunca abandona a sus peregrinos. No sé por qué, mis amigos, pero dudo de que ese evento vaya a engrosar la lista de hechos inexplicables en los relatos del Camino.
Inés camina apoyada en un bastón telescópico, que tiene un remate en una empuñadura con linterna y brújula. ¿Qué les puedo decir? Yo, de niño, he visto cosas sorprendentes; mutaciones inexplicables que desafiaban las reglas de la lógica y la experiencia. He vivido con terror el acecho de espíritus malignos y he conjurado maldiciones, pero nunca había visto una cosa semejante al bordón de Inés. Por supuesto, ella caminaba muy orgullosa de su estilo high tech, aunque a poco metros de iniciar un pequeño repecho, cerca de ‘Chozas de Arriba’, su bastón emite un sordo gruñido, un crac, un lamento de agonía y se despieza en tres partes. Trato de repararlo, aunque sin demasiado empeño. Por supuesto, no lo logro, aunque me temo que ni siquiera Giro Sin Tronillos hubiese sido capaz de devolverle la vida al artilugio diabólico. Inés se resigna y recuerda que mi hermano le había señalado que el bordón se encuentra en el Camino. Por supuesto que eso es, por decirlo de alguna manera, una exageración, pero sirve de consuelo. Me adelanto un poco; en parte para marcar un ritmo más rápido, que nos sirva para ganar kilómetros y evitar en lo posible el calor de la siesta de verano. Luego de media hora de caminata se reúne nuevamente nuestra pequeña comunidad y, a los pocos minutos, encontramos, a la sombra de un árbol escuálido, a un campesino, que vende bordones a los peregrinos. Inés compra una vara de mimbre; liviana y flexible, que la acompañará fielmente hasta Santiago. Conversamos un rato con el campesino, que nos cuenta que desde hace muchos años, se sienta allí y ve pasar la gente del Camino. Algunos días vende todo lo que tiene y otros, en cambio, no gana ni siquiera una moneda. Pero no se queja. Su vida es sencilla y todo parece maravillarle. Nos dice, por ejemplo, que cuando terminemos de subir la pequeña colina que tenemos en frente veremos, hacia la derecha, un tanque de agua, a la entrada de un pueblo. Y que uno mira y dice ‘Uh, Chozas de Arriba’, y acompañaba su explicación con un leve balance de su cuerpo, inclinándose hacia atrás. Y completaba su relato diciendo que si uno va hasta el pueblo, llega y mira hacia el valle y exclama ‘Uh, Chozas de Abajo’. Nos reímos de su relato y seguimos; nos saluda un largo rato con la mano, deseándonos un buen camino. Aunque todavía no lo sabemos, esas frases sobre Chozas de Abajo y Arriba nos acompañarán todos los 300 kilómetros que nos quedan hasta Compostela, como un recordatorio permanente que la vida ofrece siempre un puñado de cosas simples y maravillosas.
El camino es una cinta de colores ocres; con suaves ondulaciones que resaltan las distintas parcelas de labranza. 



Girasol, maíz, centeno, se van repartiendo el paisaje, dejando una sensación de esfuerzo en una tierra fatigada. Si no fuese por el calor, que ya a media mañana golpea con contundencia, parecería una copia de otras etapas que hemos caminado el año anterior por la meseta de Castilla y León.


En Chozas de Abajo hacemos una pequeña pausa en el único bar del pueblo, al menos el único que encontramos nosotros. La población estable es alrededor de 2.500 habitantes, pero realmente parece mucho menos, pero en el bar –llamado ‘El Camino’, que es también una suerte de centro vecinal – hay un buen bullicio de parroquianos, que han elegido ese lugar para resguardarse del calor. Laura toma un cortado con hielo, Inés va con una coca cola y yo me anoto con un café y agua con gas. Es nuestro primer encuentro con otros peregrinos. Conversamos un momento con un inglés que viene desde Saint Jean y que se da masajes en los dedos de los pies como si tuviese el secreto propósito de arrancárselos. Le pregunto si le duele y me mira como dudando no solo de mi inglés sino también de mi inteligencia para extraer las conclusiones obvias. Luego de unas cuantas palabras más, me convenzo que mis relaciones en el camino serán exclusivamente en castellano. Una pena, pero el idioma me representa una fatiga que no estoy dispuesto a asumir. Cuando estamos acomodando las mochilas para continuar, llega el panadero, en una furgoneta blanca, tocando el claxon, convocando a una esquina. Dado que nosotros tenemos jamón y queso que hemos comprado en León, voy a buscar una barra de pan para preparar un bocadillo. Finalmente, venciendo la pereza que se adueña del cuerpo en los momentos de reposo, sellamos nuestras credenciales y salimos nuevamente hacia Villar de Mazarife.
El Camino es monótono y sigue una carretera provincial, poco transitada. 


Vamos conversando de cosas ligeras, sin sustancia, con Laura e Inés unidas en solidaridad de género para rebatir mis puntos de vista. La conversación gira en torno del erotismo y de su correlación en el aspecto físico. Les digo que eso no me ha preocupado nunca y que, afortunadamente, mi físico no requiere la mejora por medio de programas informáticos, a diferencia de lo que ocurrió con Brad Pitt en ‘Troya’. Ellas se enfurecen ante la comparación y dicen que Brad Pitt está mucho mejor que una factura de dulce de leche, que un alfajor Hondeño y otras cursiladas de tenor semejante. Creo que el sol les ha reblandecido los sesos, o al menos, los argumentos. El calor ya es un hecho indiscutible. A diferencia de lo que ocurre en otras latitudes donde la temperatura se incrementa gradualmente a lo largo de la jornada, aquí, en el Camino, aparece de golpe; como una centella, y castiga con dureza. Vamos renovando constantemente la protección contra el sol ya que todavía nos falta un buen rato de camino. Casi en la entrada de Villar de Mazarife, encontramos un pequeño parque, en el que dos peregrinos han dado una buena remojada a sus dos perros. Los ‘perregrinos’ estaban muy agobiados por el calor y ahora disfrutan de lo lindo restregándose y sacudiendo la humedad cerca de sus dueños.
Seguimos. Aunque Villar de Mazarife es el final estándar de la etapa que hemos encarado, nosotros seguimos cinco kilómetros más; hasta Molino Galochas, que ofrece mejor alojamiento. El sol se refleja en el dorado de los campos y ciega todo el paisaje de una luz inmóvil, blanca, impiadosa. El rumor del agua, corriendo por acequias y regadíos nos lleva a una suerte de trance, en el que las palabras se ausentan y el ánimo se adormece. Tal vez hayamos calculado mal nuestras fuerzas, tal vez deberíamos haber iniciado nuestro Camino con una etapa más corta, pero ya el daño está hecho. Caminamos en silencio, embrutecidos por el sopor, con la ambición de llegar a Villavante, que es un pequeño caserío de 250 habitantes, a casi dos kilómetros y medio de nuestro alojamiento, en Molino Galochas. Finalmente, vemos las indicaciones de albergue, que indican un desvío de 300 metros, ya en la entrada de Villavante. Vamos hacia allí, con la esperanza de comer algo y recuperar fuerzas para el último tramo. Mientras vamos recorriendo las calles del pueblo encontramos distintas referencias en carteles e infografía diversa sobre los antiguos orígenes de la ciudad, de sus vínculos con el Camino, del encuentro anual de campaneros, y otras cosas más que simplemente ignoramos. 
El albergue tiene un bar, con unas mesas en la vereda y una sombra generosa en la que descansar nuestros huesos. Una máquina de coca cola invita a probar suerte. Una moneda de un euro, pero no sale la bebida. Inés se enfurece ante la trampa. Reclama a la hospitalera y le dice que consulte al ‘Ojo de Halcón’ para ver la repetición de la jugada y comprobar que la maquina es una timadora profesional. La mujer va con resignación hasta el lugar del crimen, y aplica lo que yo llamo ‘Solución Moreso’. Ese recurso me lo enseño mi querido amigo José Juan Moreso, una tarde en Oxford, mientras tratábamos de que funcionase una cortadora de césped. El remedio consiste en que, luego de revisar las medidas de ayuda establecidas en el manual y protocolo de emergencia, se aplican unos buenos golpes sobre el artefacto contumaz. Cuando Moreso me inició en esta técnica, le pregunte si en verdad funcionaba. Me dijo que muy pocas veces, pero venía bárbaro para sacarse la bronca. Nuestra hospitalera da dos golpes justos, medidos, uno seco y el otro lánguido e inmediatamente, la maquina tose, remolonea, y de la nada aparece el refresco. Grito ‘milagro’ y manoteo la estampita del apóstol. La hospitalera nos mira, con la aprensión propia de quien regentea un bar y se encuentra con tres personas que consumen menos que Mahatma Gandhi en su día de ayuno, y nos abandona en silencio. 


Luego de dar cuenta de nuestro bocadillos – estupendos, por cierto – revisamos nuestro estado general. Inés recurre al Compeed, una suerte de barra de vaselina sólida, porque tiene unas cuantas rozaduras con mal aspecto. Charlamos insustancialmente con otros peregrinos que han decidido quedarse en ese albergue y luego, nos armamos de valor para retomar la marcha. De acuerdo con nuestra información, nuestro alojamiento no está sobre el Camino y, por ello, mientras sellamos las credenciales, pedimos alguna indicación a la hospitalera. La mujer nos dice que la casa rural Molino Galochas está muy cerca, a menos de un kilómetro. Que está prácticamente sobre la senda y que no hay manera de perderse. Esas indicaciones nos levantan el ánimo y vamos a paso renovado hasta el final del pueblo, cruzamos la vía del tren y allí, siguiendo un caminito pequeño, a doscientos metros, aparece el Molino.





La casa es hermosa y conserva su estructura original. El sistema de acequias y diques para regadío se remonta a la época de Almanzor, al inicio del primer mileno. De esos años son los primeros documentos en los que se nombra a Molino Galochas. Todo respira historia y buen gusto. Mercedes y Máximo, los hospitaleros, le han añadido al lugar un estilo impecable, sobrio y de muy buen gusto. Apenas llegamos, comprobamos que Jaco Trans merece más confianza que un banco suizo y ya ha depositado los equipajes – al igual que ocurrirá en todas las etapas que aún nos aguardan. Mercedes nos ofrece fruta, refrescos y comida. Se preocupa por nosotros y nos hace sentir especialmente bien. Luego de enseñarnos nuestras habitaciones, que no son demasiado espaciosas, pero muy cómodas y limpias, conversamos un rato. Arreglamos el horario de la cena. En principio, ella la había previsto a las 7 de la tarde, pero Laura le pregunta si es posible comer un poco más tarde. Ella responde feliz que por supuesto, que nos dijo esa hora porque temía que fuésemos cómo los nórdicos que ya a las 6 y 30 bajan al aperitivo y la cena. Le dejamos ropa para lavar y después de la siesta, vemos que Mercedes ya ha tendido la colada. Vamos con Laura a recoger la ropa seca y aprovechamos para curiosear el huerto en el que abundan distintos frutales: melocotones, albaricoques, cerezas, moras y un largo etcétera. 

El entorno es apacible, con pájaros reclamando desde un follaje tupido, con algún tren que, de vez en cuando, avanza veloz por las vías cercanas, con el río corriendo bajo los pilares de la casa, con un silencio intenso que hace parte sustancial de un paisaje increíblemente bucólico y hermoso. Más tarde, cuando el sol baja un poco, los colores estallan en una multitud de tonos ocres y pastel. En la casa hay un piano y una guitarra; y allí mirando correr las aguas desde el ventanal, toco unas cuantas canciones. Máximo me cuenta un poco de la historia de la casa y el lugar; ellos hace casi una década que viven allí y han hecho mucho por la restauración de la casa y el entorno. Viven tranquilos, felices. Con Laura e Inés vamos a dar una vuelta al pueblo; pero Villavante no es precisamente Manhattan y rápidamente se nos agotan las opciones. 


Entramos al bar del pueblo, pero el lugar es deprimente. Sucio y maloliente; huimos despavoridos y terminamos nuevamente en el bar del Albergue. Allí nos sentamos en el jardín trasero, ya que las mesas de la vereda han quedado expuestas al sol de la tarde y todavía hace bastante calor. 



Cerveza para mí y un par de Coca Colas Light para las chicas. Charlamos tranquilos. Preparamos la siguiente etapa y luego vamos desgranando historias de nuestras familias; de cómo somos y por qué. Ninguna revelación especial, pero todo útil para conocernos un poco más; para generar más afecto y compromiso. Allá vamos, mis amigos; todos juntos a Santiago.
Regresamos al Molino con tiempo suficiente para leer un rato en el jardín. 


Cuando ya es noche cerrada, nos llaman a cenar y compartimos la larga mesa familiar con una pareja de Madrid, que se dedican a viajar por algunos recodos del Camino en los pocos días de vacaciones que tienen. Nuestros hospitaleros no se sientan con nosotros; normalmente lo hubiesen hecho, pero justo a la hora de la cena ha llegado una pareja de peregrinos holandeses, que prefieren instalar una tienda de campaña. Luego se sumarán a la cena, que ha transcurrido apacible y ligera. La comida casera es sabrosa (carnes de distinto tipo, croquetas, quesos, ensaladas, frutas, frutos secos, etc.) Cerveza y vino alegran el ánimo y ayudan a que la conversación fluya con naturalidad. Una vez que se sientan con nosotros Máximo y Mercedes, la conversación se adentra en el tema de la música y de los bailes regionales. Les contamos del folklore argentino y ellos nos dan un pequeño recital de jotas picarescas. Muy divertido. A la hora de los postres, se suman los holandeses y ello impone al inglés como idioma de conversación. Ya les dije que mis habilidades lingüísticas son más bien inexistentes y mi esfuerzo con los holandeses dura – Sabina dixit – ‘lo que un par de peces en un whiskey on the rock’. Por suerte, ellos no parecen muy interesados en sumarse realmente a la pequeña complicidad de música e historias que se ha ido tejiendo, y se concentran en su propia conversación. A la hora de los postres, Mercedes sirve diversos destilados caseros, que hubiesen erizado los pelos del mismo Lobizón. Sabrosos, alcohólicos, perfumados y secos; en fin, peligrosos como Glenn Close en Atracción Fatal. Y así, mis amigos, con la medida justa en que la mirada se enturbia y las emociones se asientas, llegamos al final de nuestra primera etapa. El último brindis, como siempre, es por ustedes. Salud y buen camino.

23 de Julio

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