domingo, 31 de marzo de 2013

21. Mansilla de Mulas – León

21. Mansilla de Mulas – León

(18,1 Kilómetros)



He dormido inquieto, a destiempo, desparejo y destemplado. La ventana de nuestro hotel da a la carretera que va desde Mansilla a León y toda la noche he sentido el tráfico, acelerando y frenando para encarar el viejo puente sobre el río Esla. De a ratos, he soñado con un globo aerostático, rojo y azul, que vuela despacio sobre la meseta de Castilla, mecido por el viento, siguiendo nuestra marcha, desde muy arriba. Lo saludo con un brazo hasta que se pierde en el horizonte, diciéndole ‘Adiós, adiós. Buen Camino’. Un sueño extraño, pero también dulce y sereno. Ya despierto, la madrugada me sorprende con ánimos de emprender la marcha, con la decisión de saborear esta última jornada de nuestro viaje. Armamos rápidamente el equipaje, como si tuviésemos prisa por abandonar este horrible lugar. No son todavía las siete y media cuando ya estamos en la calle, buscando algún bar abierto en el que tomar un café. La tarea no es difícil ya que hay una romería de peregrinos que se desplazan hacia el final de la plaza y uno grita a otros que vienen atrás que allí parece haber uno abierto. Nos miramos con Laura y Julio y emprendemos rápidamente la marcha hacia el bar. Final cabeza a cabeza, pero logramos adelantarnos al grupo de peregrinos y eso nos permite elegir mesa y ordenar nuestro desayuno con prioridad. El dueño del bar atiende solo y rápidamente la atención colapsa y todo ocurre un poco como en el ejercito de Pancho Villa, es decir: cada cual hace lo que quiere, pedidos, ruegos, amenazas, invocaciones de milagro y resonar de bordones, pero eso no cambia demasiado el resultado ya que el dueño solo sirve café, té, café con leche y unos dulces que tiene a mano.
Muchos peregrinos consultan sus guías y parecen llegar a una conclusión inesperada: el tramo a León es prescindible y rápidamente se ponen a buscar taxis o autobús que los lleve directamente a la gran ciudad. La actitud es decepcionante, casi una traición, que proyecta una sombra sobre las motivaciones y logros que depara el Camino. Hay dos cosas especialmente irritantes en esta actitud que ha prendido rápidamente, como fuego de verano en campos resecos. Por una parte, la justificación de la deserción en el consejo que obtienen de sus guías. Es como si esos libros les hubiesen dado ‘autorizado’ a hacer algo que de otro modo no se hubiesen permitido. La excusa, en este caso, es que la guía ‘recomienda’ esa solución y que seguramente el autor del libro, que tiene mayor experiencia y conocimiento, puede tomar una mejor decisión. Por otra parte, el refuerzo mutuo, casi cobarde, de una decisión que en otras circunstancias hubiese conllevado reproche y vergüenza. En este caso, la excusa es algo así como ‘total, todos lo hacen’, ‘si todos hacen lo mismo, entonces no debe estar mal’.
A nosotros no nos invitan a sumarnos a ese jolgorio. Tal vez intuyen nuestro rechazo visceral y arman sus grupos sin tan siquiera mirarnos. Mejor dicho, solo se acerca Aurely (la hermana de la canadiense que parece filmar siempre la película ‘Pero, ¡qué hermosa soy!’) y le pide a Julio que sea sus traductoras en una comunicación telefónica con un señor que ofrece servicio de taxi hasta León. Julio accede al pedido y lo primero que recibe es una puteada en toda regla de quien atiende la llamada, que protesta enfáticamente por la hora en que lo despiertan, sin tener en consideración que es un día feriado, de fiesta nacional. Finalmente, Julio concreta el trámite, le explica a las canadienses que su taxi ya está en camino y vuelve con nosotros. Terminamos nuestro desayuno, pagamos la consumición y salimos al sendero. Ayer hemos sellado el último casillero de nuestras credenciales y, por ello, abandonamos Mansilla sin más vueltas ni rodeos.


A la salida del pueblo, un cartel nos advierte de dos tramos extremadamente peligrosos en los que el Camino se funde con el arcén de la carretera nacional, ya muy transitada por su cercanía con León. Vamos a buen paso, con ritmo suficiente para contrarrestar el frío de la mañana. 



A media mañana, luego de siete kilómetros llegamos al río Poma, donde nos aguarda el tramo más peligroso del camino. El puente de piedra, de origen medieval, apenas tiene lugar para los que van a pie y muy cerca, prácticamente rozándonos, pasan camiones, buses y automóviles, haciendo temblar el puente y dejando a los peregrinos con el ánimo destemplado. Más abajo, cercado por vallas, está la entrada a una pasarela, construida con fondos europeos,  para que los peregrinos no tengan necesidad de arriesgar la vida en el viejo puente de piedra. Sin embargo, las agendas de las autoridades aún no han coincidido y, por ello, aunque la pasarela ya está terminada, aun no se ha habilitado.
Cruzamos el Poma y llegamos a Puente Villarente, una pequeña ciudad de los suburbios de León, forjada también por el Camino. En un bar, junto a la carretera, encontramos a Enrico, Raquel y Olga. Besos y abrazos. Felicitaciones a Julio y pequeña pausa para un café. Voy a pedir los brebajes y me olvido que Laura me pidió un té. Se cabrea por mi negligencia. Tiene toda la razón del mundo, pero ya es tarde. Le ofrezco gestionar urgentemente su infusión, pero se niega y recoge su mochila para emprender su caminata. Seguimos. Un repecho inesperado acelera las pulsaciones y cuando coronamos la colina, llegamos a Arcahueja y, a lo lejos, divisamos a León. Más subidas y bajadas, ocultan y muestran a la ciudad, entreteniendo nuestra marcha. Apretamos el paso, procurando no perder de vista las flechas amarillas que la ruta a Compostela. El suburbio va tornándose compacto y ruidoso. Vamos llegando. Cruzamos una pasarela sobre la autopista y comenzamos a descender hacia la ciudad. 


Inesperadamente, encontramos a una señora mayor, de tamaño pequeño, encorvada, que arrastra cuesta arriba a un carro de supermercado con algunas bolsas. Sobre su vestido lleva un chaleco reflectante y nos pregunta si hay algún lugar donde conseguir agua. Su aspecto sugiere que vive en la calle y que en ese carrito empuja a todo lo que tiene en el mundo.


Le decimos que a pocos kilómetros está León, pero, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano, nos dice en un castellano con un fuerte acento francés, que ella viene desde allí; que ya ha llegado a Compostela y que, ahora, está haciendo el Camino en sentido inverso. Hay una fuente a dos kilómetros, luego del repecho, un lugar llamado Valdelafuente, que nosotros acabamos de dejar atrás. Nos agradece la información y vuelve a arrastrar su carrito, siguiendo su ruta. Adiós y Buen Camino.
Nos preguntamos con Laura y Julio si nosotros también quedaremos atrapados por el Camino, si volveremos una y otra vez a fatigar el sendero, caminando a Santiago. Julio recuerda, en voz alta, que a Santiago nunca se llega; solo se va. Esa frase encierra, paradójicamente, la vitalidad de la infinita búsqueda y la pena, abierta y lacerante, de las cosas que están más allá de nosotros. Allí, en la dicha y la congoja, quedan unidas sensaciones únicas. Imagino, entonces, la densa madrugada donde el hombre llegó por primera vez a América, el canto de pájaros que ya han desaparecido para siempre, las estrellas agonizantes en el hueco negro del universo. Todas estas cosas son solo un resumen incompleto de la necesidad urgente de abandonar todo y seguir un día tras otro, paso tras paso, las huellas del Camino.


Finalmente, con una sensación única de felicidad, con la satisfacción de haber cumplir decentemente con lo que nos habíamos propuesto, con la certeza de haber logrado algo que llevaremos para siempre en nuestros corazones, cruzamos el puente de piedra del siglo XVIII, dejamos atrás al río Torio y entramos, poco después del mediodía, en la ciudad de León.


12 de Octubre

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