domingo, 31 de marzo de 2013

21. Mansilla de Mulas – León

21. Mansilla de Mulas – León

(18,1 Kilómetros)



He dormido inquieto, a destiempo, desparejo y destemplado. La ventana de nuestro hotel da a la carretera que va desde Mansilla a León y toda la noche he sentido el tráfico, acelerando y frenando para encarar el viejo puente sobre el río Esla. De a ratos, he soñado con un globo aerostático, rojo y azul, que vuela despacio sobre la meseta de Castilla, mecido por el viento, siguiendo nuestra marcha, desde muy arriba. Lo saludo con un brazo hasta que se pierde en el horizonte, diciéndole ‘Adiós, adiós. Buen Camino’. Un sueño extraño, pero también dulce y sereno. Ya despierto, la madrugada me sorprende con ánimos de emprender la marcha, con la decisión de saborear esta última jornada de nuestro viaje. Armamos rápidamente el equipaje, como si tuviésemos prisa por abandonar este horrible lugar. No son todavía las siete y media cuando ya estamos en la calle, buscando algún bar abierto en el que tomar un café. La tarea no es difícil ya que hay una romería de peregrinos que se desplazan hacia el final de la plaza y uno grita a otros que vienen atrás que allí parece haber uno abierto. Nos miramos con Laura y Julio y emprendemos rápidamente la marcha hacia el bar. Final cabeza a cabeza, pero logramos adelantarnos al grupo de peregrinos y eso nos permite elegir mesa y ordenar nuestro desayuno con prioridad. El dueño del bar atiende solo y rápidamente la atención colapsa y todo ocurre un poco como en el ejercito de Pancho Villa, es decir: cada cual hace lo que quiere, pedidos, ruegos, amenazas, invocaciones de milagro y resonar de bordones, pero eso no cambia demasiado el resultado ya que el dueño solo sirve café, té, café con leche y unos dulces que tiene a mano.
Muchos peregrinos consultan sus guías y parecen llegar a una conclusión inesperada: el tramo a León es prescindible y rápidamente se ponen a buscar taxis o autobús que los lleve directamente a la gran ciudad. La actitud es decepcionante, casi una traición, que proyecta una sombra sobre las motivaciones y logros que depara el Camino. Hay dos cosas especialmente irritantes en esta actitud que ha prendido rápidamente, como fuego de verano en campos resecos. Por una parte, la justificación de la deserción en el consejo que obtienen de sus guías. Es como si esos libros les hubiesen dado ‘autorizado’ a hacer algo que de otro modo no se hubiesen permitido. La excusa, en este caso, es que la guía ‘recomienda’ esa solución y que seguramente el autor del libro, que tiene mayor experiencia y conocimiento, puede tomar una mejor decisión. Por otra parte, el refuerzo mutuo, casi cobarde, de una decisión que en otras circunstancias hubiese conllevado reproche y vergüenza. En este caso, la excusa es algo así como ‘total, todos lo hacen’, ‘si todos hacen lo mismo, entonces no debe estar mal’.
A nosotros no nos invitan a sumarnos a ese jolgorio. Tal vez intuyen nuestro rechazo visceral y arman sus grupos sin tan siquiera mirarnos. Mejor dicho, solo se acerca Aurely (la hermana de la canadiense que parece filmar siempre la película ‘Pero, ¡qué hermosa soy!’) y le pide a Julio que sea sus traductoras en una comunicación telefónica con un señor que ofrece servicio de taxi hasta León. Julio accede al pedido y lo primero que recibe es una puteada en toda regla de quien atiende la llamada, que protesta enfáticamente por la hora en que lo despiertan, sin tener en consideración que es un día feriado, de fiesta nacional. Finalmente, Julio concreta el trámite, le explica a las canadienses que su taxi ya está en camino y vuelve con nosotros. Terminamos nuestro desayuno, pagamos la consumición y salimos al sendero. Ayer hemos sellado el último casillero de nuestras credenciales y, por ello, abandonamos Mansilla sin más vueltas ni rodeos.


A la salida del pueblo, un cartel nos advierte de dos tramos extremadamente peligrosos en los que el Camino se funde con el arcén de la carretera nacional, ya muy transitada por su cercanía con León. Vamos a buen paso, con ritmo suficiente para contrarrestar el frío de la mañana. 



A media mañana, luego de siete kilómetros llegamos al río Poma, donde nos aguarda el tramo más peligroso del camino. El puente de piedra, de origen medieval, apenas tiene lugar para los que van a pie y muy cerca, prácticamente rozándonos, pasan camiones, buses y automóviles, haciendo temblar el puente y dejando a los peregrinos con el ánimo destemplado. Más abajo, cercado por vallas, está la entrada a una pasarela, construida con fondos europeos,  para que los peregrinos no tengan necesidad de arriesgar la vida en el viejo puente de piedra. Sin embargo, las agendas de las autoridades aún no han coincidido y, por ello, aunque la pasarela ya está terminada, aun no se ha habilitado.
Cruzamos el Poma y llegamos a Puente Villarente, una pequeña ciudad de los suburbios de León, forjada también por el Camino. En un bar, junto a la carretera, encontramos a Enrico, Raquel y Olga. Besos y abrazos. Felicitaciones a Julio y pequeña pausa para un café. Voy a pedir los brebajes y me olvido que Laura me pidió un té. Se cabrea por mi negligencia. Tiene toda la razón del mundo, pero ya es tarde. Le ofrezco gestionar urgentemente su infusión, pero se niega y recoge su mochila para emprender su caminata. Seguimos. Un repecho inesperado acelera las pulsaciones y cuando coronamos la colina, llegamos a Arcahueja y, a lo lejos, divisamos a León. Más subidas y bajadas, ocultan y muestran a la ciudad, entreteniendo nuestra marcha. Apretamos el paso, procurando no perder de vista las flechas amarillas que la ruta a Compostela. El suburbio va tornándose compacto y ruidoso. Vamos llegando. Cruzamos una pasarela sobre la autopista y comenzamos a descender hacia la ciudad. 


Inesperadamente, encontramos a una señora mayor, de tamaño pequeño, encorvada, que arrastra cuesta arriba a un carro de supermercado con algunas bolsas. Sobre su vestido lleva un chaleco reflectante y nos pregunta si hay algún lugar donde conseguir agua. Su aspecto sugiere que vive en la calle y que en ese carrito empuja a todo lo que tiene en el mundo.


Le decimos que a pocos kilómetros está León, pero, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano, nos dice en un castellano con un fuerte acento francés, que ella viene desde allí; que ya ha llegado a Compostela y que, ahora, está haciendo el Camino en sentido inverso. Hay una fuente a dos kilómetros, luego del repecho, un lugar llamado Valdelafuente, que nosotros acabamos de dejar atrás. Nos agradece la información y vuelve a arrastrar su carrito, siguiendo su ruta. Adiós y Buen Camino.
Nos preguntamos con Laura y Julio si nosotros también quedaremos atrapados por el Camino, si volveremos una y otra vez a fatigar el sendero, caminando a Santiago. Julio recuerda, en voz alta, que a Santiago nunca se llega; solo se va. Esa frase encierra, paradójicamente, la vitalidad de la infinita búsqueda y la pena, abierta y lacerante, de las cosas que están más allá de nosotros. Allí, en la dicha y la congoja, quedan unidas sensaciones únicas. Imagino, entonces, la densa madrugada donde el hombre llegó por primera vez a América, el canto de pájaros que ya han desaparecido para siempre, las estrellas agonizantes en el hueco negro del universo. Todas estas cosas son solo un resumen incompleto de la necesidad urgente de abandonar todo y seguir un día tras otro, paso tras paso, las huellas del Camino.


Finalmente, con una sensación única de felicidad, con la satisfacción de haber cumplir decentemente con lo que nos habíamos propuesto, con la certeza de haber logrado algo que llevaremos para siempre en nuestros corazones, cruzamos el puente de piedra del siglo XVIII, dejamos atrás al río Torio y entramos, poco después del mediodía, en la ciudad de León.


12 de Octubre

sábado, 30 de marzo de 2013

Fin de Camino (JFN)

Fin de Camino




Sahagún-Calzadilla de los Hermanillos-Mansilla de Mulas-León. Las últimas etapas del Camino han transcurrido con esa modorra vacilante que tiene la rutina, sin dejar grandes huellas ni presentar nuevas batallas. En Sahagún dejamos el románico para entrar en el mudéjar de ladrillos de arcilla y tinte moro. Sahagún tiene ese aire cansado que inquieta un poco al peregrino y lo empuja temprano al camino. En Calzadilla viajamos siguiendo lo que queda de la Vía Trajana, una calzada romana de la cual aún se conservan algunos trechos en bastante buen estado. Dormimos en una Casa Rural regenteada por una pareja bastante peculiar: un cubano y una española que se conocieron en el Camino hace como 25 años. De Mansilla recuerdo poco, excepto la anticipación de llegar a León al día siguiente a poner fin al Camino. Festejamos mi cumpleaños comiendo bien en el Restaurante La Cumbre de León y bebiendo varias botellas de verdejo de Rueda, claramente el vino de este Camino. Esta mañana visitamos la catedral de León, donde nos dimos una dosis de gótico un poco abrumadora. Como  en Burgos, la catedral de León es un edificio excepcional, de bóvedas altísimas y exquisitos vitrales, desmerecidos un poco por los toques barrocos que le quitan agilidad a las líneas puras del gótico. Y a eso del mediodía, en vez de ajustarme las botas y coger mi bordón me subí al Alvia 4100 que me lleva a Chamartín.



Fin del Camino. Parece un poco innoble dejar la calzada sin llegar a Compostela. Pero el Camino sabe que volveremos. No está mal del todo eso de detenerse antes de llegar, este ejercicio tántrico que podría confundirse con falta de ahínco, o flaqueza de intención. Pero parar ahora también es una manera de dejar el Camino abierto, pendiente. Una metáfora simple que ilumina lo que debería ser el cariño. La búsqueda perpetua, el intentar incesante, el revisar lo vivido y lo escrito mil y una vez, borrando y aireando frases infelices, haciendo puentes que nos acerquen a quien dejó de querer. Que la labor de pontífice nos prepare entonces, mira que volver a hacer camino no es más que volver a ser camino. Será hasta el año que viene entonces o, mejor, hasta el año que vengas.

‘Perdóname no sé decirte
nada más pero tú comprende
que yo aún estoy en el camino.’

José Agustín Goytisolo (‘Palabras para Julia’)


13 de Octubre

viernes, 29 de marzo de 2013

Epilogo

Epilogo








Anochece en la ciudad de México. Con Laura hemos llegado a esta ciudad entrañable y única hace ya dos semanas. Ella ha salido a reunirse con dos amigas, mientras yo aprovecho para poner punto final a estas páginas. El ruido del tráfico se vuelve intenso, caótico. Me invade la melancolía de poner final a este diario de viaje. ‘A Santiago nunca se llega, solo se va’ es la frase que me ha acompañado en estos meses en los que he escrito este diario. Con la sensación extraña de que, de una manera u otra, para bien o para mal, aún estoy en el Camino. Habría tantas cosas más para contar. Por ejemplo, podría haber escrito sobre la deslumbrante belleza de León, de la cena en la que festejamos el cumpleaños de Julio con  Olga y Raquel, de la despedida de nuestras hermanas del Camino, de las promesas de reencontrarnos pronto. Podría haber escrito todo esto y más aún, pero estas cosas ya las hemos vivido como turistas y no como peregrinos. Por ello, aunque sean entrañables, no tienen cabida en estas páginas.

Solo resta añadir que anoche hemos hablado con Julio un largo rato, recordando y programando la segunda etapa de nuestra peregrinación. Hemos decidido caminar desde el 13 de Julio y llegar a Compostela el 25 de Julio, el día que se conmemora a Santiago Apóstol. Volveremos, entonces, en unos cuantos meses, bordón en mano, a seguir la ruta milenaria, cumpliendo con nuestra consigna: de Santiago a Santiago. Así que, ultreia, mis amigos, ultreia. ¡Nos vemos en el Camino!


25 de enero del 2013

jueves, 28 de marzo de 2013

Yapita

Yapita

Hay muchas manera de ver el Camino. Sin dudas, la mejor es recorrerlo una y otra vez. 

Aquí va el enlace a tres videos que resumen nuestra aventura. ¡Buen Camino!

1) De Saint Jean - Logroño
http://www.youtube.com/watch?v=nB5RAjVrhhU

2) Logroño - Castrojeriz
http://www.youtube.com/watch?v=_TTLKgVFkXA

3) Castrojeriz - León
http://www.youtube.com/watch?v=wHzrNMZ-pvU

miércoles, 20 de marzo de 2013

De Leon a Santiago de Compostela

De León a Santiago

Las cosas se amontonan, con su prisa anómala de objetos sin movimiento:

Los billetes de viaje,
la mochila,
la botas,
el sombrero,
los imprescindibles papeles con anotaciones de fechas y horarios,
el pasaporte,
el bordón,
el capote para la lluvia...


Como ocurre con otros fenómenos relacionados con 
la gravedad, con la atracción inerte, es difícil identificar exactamente por qué el Camino me empuja de ese modo. Llamando y llamando. No hay deudas que pagar, no hay religión que complacer, ni promesas por cumplir; pero allá voy, mis amigos. Otra vez hacia Santiago de Compostela.


Tal vez y tan solo tal vez, la razón de este regreso sea que el año pasado llegamos sólo hasta León; que nuestros 500 kilómetros fueron insuficientes para completar el sueño. Pero, creo que la razón también y principalmente ha de buscarse en otra parte. 'A Santiago nunca se llega, solo se va' decía una frase que aprendimos en el Camino. 'Todos vamos hacia Compostela', anotaba otro peregrino. O, en palabras de Yupanqui,


'...Ahi está el justo momento
De pensar en el destino,
Si el hombre es un peregrino,
Si busca amor o querencia
O si cumple la sentencia
De morir en los caminos'


De Santiago a Santiago, caminando con Julio, Laura, Inés y Ramín. Pero también, espero, caminar con todos ustedes. Otra vez escribiendo sobre páramos inexplicablemente desolados, sobre rigores de las cuestas y el clima, los bosques que transpiran humedad y olor a mosto, el color de los vinos ásperos que acompañan al peregrino, la distancia medida por pasos , los cereales abandonados al sol, la rueda del molino y el rumor del agua, la densidad leve del aire que acompaña la senda, la lluvia y la tierra en la que hundes los pasos, la babel de idiomas y colores, la fraternidad y la comunidad, la sensación de que en el Camino y en la vida, uno no va solo nunca.

Son trescientos kilómetros que van desde León a Santiago de Compostela. Empezaremos a caminar el día 23 de Julio, con los rigores del verano, casi desde el límite entre Castilla-León y Galicia. Recorreremos Astorga, Ponferrada, Fonceabadón, Rabanal del Camino, O Cerbeiro y una multitud de lugares con nombres delicados, hermosos, como el perfume de una amante al caer la noche.
De Santiago a Santiago. Allá vamos, mis amigos. 


Salud y Buen Camino

martes, 12 de marzo de 2013

Carretera y Camino

Carretera y Camino 

Hace unos momentos he llegado de Santiago del Estero. Hasta Córdoba son 450 kilómetros aproximadamente y he tardado casi cinco horas en auto. He madrugado para este viaje, revisando los últimos detalles que impone un viaje de carretera. A esa hora de la mañana, Santiago destilaba una luz casi naranja, desteñida por la niebla, con la desordenada cadencia de los ruidos urbanos, con el sol pálido de invierno, imponiendose poco a poco, dejando mistoles, chañares, palos borrachos y lapachos florecidos de luz y color.

La próxima vez que emprenda un viaje a Santiago será el próximo sábado. En este caso, el destino será Santiago de Compostela. 300 kilómetros y trece etapas de casi 30 kilómetros diarios. En Astorga se sumará Julio y en O Cebreiro llegará Ramín. Juntos recorreremos parte de Castilla y León y caminaremos hasta el corazón de Galicia. De Santiago a Santiago. A cerrar el círculo, a regresar hasta el origen. Con el Camino llamando, con el corazón palpitando y abierto. Paso a paso. Primero será Barajas, Chamartín, León. Allí nos reuniremos con Inés, gestionaremos nuestras nuevas credenciales de peregrino, nos adentraremos en dédalo de callejuelas del Barrio de San Martín. En la red se puede leer:

".. La dos sugestivas plazas de antaño se han abierto en la espaciosa plaza que hoy existe, convertida hoy en animado centro donde acuden muchos leoneses a practicar las buenas artes del ocio, que son la plática cordial, el buen comer y el mejor beber. Viejos figones, tabernas y mesones se han ido transformando en parte con el tiempo. Pero los lugares quedan. Por detrás de los nombres actuales, los viejos nombres: Mesón del Pardal, el de la Cuba y el de Aldonza. Esta es la tradición tabernaria y mesonera que no se ha perdido y que ha hecho que en la actualidad este caracterizado lugar sea conocido con el popular nombre de “Barrio Húmedo...”. 

Allí, en ese barrio acabamos con Julio y Laura, nuestra ruta el año pasado. El próximo lunes a la noche, con una copa de prieto picuda, brindaremos, mis amigos, por ustedes. Por esta nueva travesía, por lo que cada uno de vosotros tiene para llevar hasta Santiago. De un modo u otro, todos vamos hacia Compostela. 

Salud y buen Camino.

sábado, 9 de marzo de 2013

22. León

León


                       

Hay ciudades que destilan magia, al igual que otras encierran misterios y desafíos. No exagero cuando les digo que Londres me ha producido siempre una sensación de permanente maravilla; sus librerías de viejo, el silencio de sus museos, los anticuarios, el geométrico laberinto del pasado de sus calles, la diversidad de colores en la gente, en sus miradas, la forma de consumir ocio y cultura, el ritual de los turistas y el palacio, los parques desoladoramente extensos y verdes, en los que siempre aguarda la sorpresa de un aguacero inoportuno o los escondidos bares en barrios que muchas veces parecen una copia interminable del mismo edificio. En ciudades como esas he sentido que hay un mundo de cosas que se modifican permanentemente, aunque no podamos comprender el rumbo de los acontecimientos o las circunstancias que definen el papel que allí representamos. Por el contrario, la ciudad vieja de Edimburgo, de Génova o la parte colonial de Bogotá me han parecido oscuras y bellas como ciertas formas del pecado. Como la lujuria o, simplemente como la desdicha.
Por razones de trabajo, aunque también por ocio, he conocido muchas ciudades diferentes. En cada una de ellas me he sentido inexplicablemente extranjero, incluso en las más bellas y acogedoras; aquellas donde los amigos son tan entrañables que la vida es dulce y sencilla. Barcelona, Girona, México, Oxford y una larga sucesión de otros nombres y geografías, en las que he vivido, han marcado en mí una distanciaemocional, la huella indeleble de los que estamos aparte de todo. De las ciudades, de cualquiera de ellas, me intrigan sus nombres y en ese primer detalle, a menudo, aparecen las grietas del desencuentro. Por ejemplo, Bahía Blanca reclama mar y extensiones de aire salado, con buques cargados de minerales, avanzando perezosamente hacia la boca de un puerto. Pero, el viajero que acude a esa ciudad se siente desconcertado ante la ausencia de lo obvio, ante lo irreparable. No hay mar, no hay puerto, no hay bahía en Bahía.
La misma sensación extraña me ha acechado en León. Allí he llegado – hemos llegado con Laura y Julio - como peregrinos en Octubre del 2013, con el ánimo encogido por el momentáneo final de nuestro viaje. Caminamos sus calles y recorrimos sus monumentos maravillados ante la belleza de esta ciudad, pero con el desconcierto de quienes han dejado el bordón y se reúnen con amigos que continúan su camino por la mañana temprano. 


León es para mí una ciudad contradictoria; paradójica. Por ejemplo, Léon tiene como símbolo de la ciudad a un gallo; que se exhibe como una veleta que remata la torre románica de la iglesia de San Isidoro. El gallo original data de, aproximadamente, el siglo VII de Persia y se cree que fue uno de los utilizados por Cosroes II, en su intento de sustituir los símbolos cristianos en las iglesias bizantinas. ¿Cómo llegó a León? La respuesta es simple: nadie lo sabe. Pero es uno de los tesoros que exhibe la ciudad en la que los pocos leones o Panthera Leo que se encuentran son unas horribles esculturas que custodian uno de los puentes sobre el río Bernesga, o en los extraños símbolos del horóscopo en la basílica de San Isidoro de Sevilla


Aquí asoma una segunda perplejidad: ¿Qué tiene que ver Isidoro de Sevilla (553 – 636) con la ciudad de León? La respuesta también es simple: allí reposan los huesos de este doctor de la iglesia, uno de los primeros en insistir en que el poder político de los reyes deriva de directamente Dios. La explicación de su traslado a León es instructiva. En Wikipedia puede leerse:

… Según cuenta la leyenda, en 1063 Fernando I guerreó por tierras de Badajoz y Sevilla, e hizo tributario suyo al rey taifa de Sevilla. De él consigue la entrega de las reliquias de Santa Justa, pero cuando su embajada llega a Sevilla a recogerlas, no las encuentra. Sin embargo, una vez en Sevilla, el obispo de León, miembro de la embajada, tiene una visión mientras duerme, gracias a lo cual encuentran milagrosamente las reliquias de San Isidoro. El retorno se hace por la Vía de la Plata. Cerca ya de León, la embajada se interna en tierras pantanosas, sin que los caballos puedan avanzar. Al taparles los ojos a los caballos, éstos salen adelante dirigiéndose hacia la recién construida iglesia de los Santos Juan y Pelayo, que desde entonces se llamará de San Isidoro.

En pocas palabras, el obispo de León, allá por el siglo XI, fue a buscar a Santa Justa, pero volvió con San Isidoro. Le puede pasar a cualquiera, ¿no? De todos modos, esa iglesia encierra un particular encanto y allí pueden verse unas pinturas románicas de rara y extraordinaria belleza; al igual que se puede ver en la llamada ‘Puerta del Perdón’ a un relieve de sorprendente calidad y detalle. El hecho de que en esa representación, el artesano haya confundido a San Isidoro y San Pelayo Martir, asociando a San Isidoro con el cuchillo del martirio y a Pelayo con un libro, es un tercer detalle que provoca perplejidad. Todos estos equívocos de alguna manera ilustran lo que para mí ha sido emocionalmente León: una ciudad de contraste y paradojas; en donde la belleza de sus calles, la maravillosa elegancia de la catedral o el bullicio de sus bares ha contrastado con mis estados de ánimo. El año pasado entre la ciudad y nosotros estaba la desazón de abandonar el Camino; y este año, entre la ciudad y nosotros, estaba la impaciencia de retomar el Camino.
León es una de las pocas ciudades importantes en las que se adentra el Camino. Su población urbana no supera los 150.000 habitantes, aunque parecen muchos más y ello indica claramente un temperamento expansivo, jovial, y alegre que se manifiesta en el incesante flujo de peregrinos, en la oferta de bares y restaurantes, hoteles y albergues. 


Con Laura abordamos en Chamartín el tren de Madrid a León, el día 22 de Julio y allí nos encontramos con Inés, que arrastra un bolso en el que, por sus dimensiones, seguramente hubiese podido dormir con tranquilidad el caballo del apóstol Santiago. Miren, mis amigos, ustedes saben que yo soy una persona (moderadamente) valiente y que de chico incluso desafié al Alma Mula en la oscuridad de la barriada de Huaico Hondo, pero así y todo, ver el bolso de Inés y que se me aflojasen las rodillas fueron una y la misma cosa. Descomunal y sin rueditas. Grito: ‘Atrás Lucifer, cruz diablo, bicho diabólico’ y cosas por el estilo para ahuyentar el peligro. Pero, ante nuestra consternación, Inés exhibe un pragmatismo abrumador: el acarreo de equipaje ya ha sido arreglado con JacoTrans y no debe temer por el volumen de su bolso. Yo replico que una cosa es una cosa y que otra cosa es otra cosa. Estupefacta ante mi tautología, Inés simplemente me ignora – como Codesal a las quejas de Maradona en la final del Mundial 90 – y continúa despreocupadamente charlando con Laura.
El viaje es apacible, por medio de la meseta de Castilla y León, y desde las ventanas se divisan aquí y allá a los peregrinos que van siguiendo el Camino. Llegamos a León poco después del mediodía y como dice el refrán: ‘cada carancho a su rancho’ ya que Inés tiene reserva en un alojamiento distinto al nuestro. Así que ayudamos un poco con el bolso, dejamos a Inés en la fila de  taxis, y caminamos rumbo a la ciudad, buscando nuestro hotel. Para ser precisos, la nuestra no es la búsqueda de una aguja en un pajar ya que tenemos reserva en el famoso Parador de San Marcos; un hotel deslumbrante, del siglo XVI, que fue tanto monasterio como hospital de peregrinos. Fernando el Católico dio el principal impulso a la creación de este hospital, en reemplazo de uno más antiguo y deteriorado, y fueron los Caballeros de la Orden de Santiago, los frailes encargados de ese edificio monumental. 



Se encuentra sobre el mismo Camino de Santiago, a la vera del puente de San Marcos del siglo XVI-XVII. Su fachada es de una complejidad y una sutileza que produce incredulidad y maravilla. Como escribió el capitán de navío Samuel Cook Widdrington (es decir; nada que ver con el que descubrió Australia) en sus Sketches in Spain (1829), ‘Nada puede sobrepasar la belleza de los arabescos y demás ornamentos de la fachada de San Marcos’. Claustros, tapices, salones, ventanales; todo un mundo de objetos de arte. Es, simplemente, un edificio espectacular.
Dejamos nuestro equipaje en las habitaciones y desafiando el calor de la siesta, con Laura nos acomodamos en la terraza de un bar, a mirar una y otra vez la inmensidad del Parador y la Plaza de San Marcos. Copa de vino blanco, bocadillo y siesta. A la tarde hemos quedado con Inés en la Basílica de San Isidoro y allí nos demoramos un largo rato contemplando diversas piezas del museo y las pinturas románicas. 



Tomamos un café y les cuento a Laura e Inés diversas leyendas asociadas con esa iglesia y el Camino de Santiago, pero mi tono narrativo les produce, por así decirlo, una cierta somnolencia. De hecho, no parecen escucharme con especial dedicación. Damos por finalizado el tentempié y vamos hacia la Plaza de Santa María del Camino, en busca del Monasterio de las Benedictas, para adquirir nuestras credenciales de peregrinos. El Convento está ubicado en una plaza hermosa, llena de bares en los que se ofrecen distintas opciones para los peregrinos que tienen alojamiento en el Albergue; justo frente a una iglesia que aún conserva un ábside románico. La oficina del albergue está atendida por dos voluntarios belgas, que interrogan con minuciosidad a los peregrinos que, por diversas razones acuden allí. El trato es cordial pero desconcertante. No sólo por lo fatigoso del castellano de los voluntarios, sino también por lo escrupulosos en el rellenado de formularios y papeles. El resultado es obvio: una larga fila de peregrinos que esperan con resignación a que los belgas lean en voz alta – como presidente de mesa electoral controlando el padrón – el nombre, número de DNI, domicilio y nacionalidad de cada uno que inicia el trámite. Me desmoraliza la espera; la burocracia de quien – aunque sea de buena voluntad – asume una posición de control y vigilancia. Ya estoy a punto de abandonar y salir a tomar una cerveza con unas peregrinas (¡cositas de dios!), que enfilan derecho al bar de enfrente. Pero, en ese mismo instante, aparece una monja justo cuando llega un contingente de nuestros enemigos naturales: ¡los bicigrinos! Veo que la buena mujer se dirige a atenderlos y allí mismo, recordando las viejas mañas que se adquieren en la lucha con la burocracia del país de origen, la intercepto y le pregunto por las credenciales. Los bicigrinos reclaman mejor derecho argumentando ‘prior in tempore, potior in iure’. Por supuesto, respondo ‘Ut in asina’, una respuesta protocolar, que podría traducirse como ‘A tomar por culo’, acompañando mi elegante frase con algunas palabras que se ejemplifican con el dedo corazón. ‘You speak english’ me dice la buena monja. Le respondo que no, de ninguna manera. Me dice, ‘Ah, solo se le parece’. ‘Claro’, respondo y para mis adentro pienso en que mi castellano y el inglés se parecen tanto como Danny de Vito y Schwarzenegger. Es que aquí muchos hablan inglés, dice la monja. No sé si es una ironía, pero aprovecho la conversación para señalarle que necesitamos las credenciales. ‘¿Cuantos sois?’, pregunta ella y respondo que somos tres pero necesitamos cuatro credenciales. Me mira con desconcierto. Como si al idioma extravagante que empleo le hubiese añadido también una aritmética peculiar. Le explico que uno de nuestros amigos llega más tarde. Huelga decir que el trámite de acreditación como peregrino es personal, pero la monja pone cara de haber ya visto de todo y nos da las credenciales en blanco. Yo las recojo rápidamente, aunque siento la mirada indignada del Belga, que protesta ante la manifiesta violación del procedimiento. En su opinión, seguramente, habría que exigir no solo la identificación exhaustiva sino incluso la vacuna antirrábica. Manoteamos la documentación, pagamos los dos euros correspondientes y nos alejamos con rapidez; pero antes le saco la lengua al belga y a los bicigrinos.
Vagabundeamos por León, por su muralla, los recovecos del Barrio Húmedo, los alrededores de la catedral, buscando una tienda en la que comprar un sombrero que me proteja de los rigores del verano. 


No es una tarea difícil y, a poco de buscar, encontramos un sombrero de paja tejido, de ala ancha, que será durante las siguientes semanas un compañero fiel. Laura también necesita comprar una mochila para su caminata. Buscamos una pequeña, liviana, de buena calidad y económica. Las cuatro propiedades son difíciles de compatibilizar y luego de revolver muchos modelos en una tienda de camping, renuncia a la economía y se decide por una mochila de calidad (y precio acorde a la marca).
Caminamos hasta nuestros alojamientos; a dejar las compras y descansar un rato. A la noche recorremos nuevamente las pocas calles hasta la zona de los bares. Al llegar al centro, casi al inicio ya del tramo peatonal, hay que rodear una rotonda de buenas dimensiones, con mucho tráfico que entra y sale del centro, con una fuente al medio que trata vanamente de disimular su objetivo de distribución del tránsito de vehículos. Cuando estamos rodeando esa rotonda sentimos un ruido fuerte y seco, seguido de una explosión, justo al otro lado de la rotonda. Inmediatamente vemos aparecer un auto, que da un medio giro y se empotra, cabeza abajo, en la fuente. Nos miramos consternados y luego de unos pocos segundos en los que dudamos si será la filmación de una película, caigo en la cuenta de que … ¡el conductor del auto debe estar por ahogarse! Voy, junto con cuatro o cinco personas más hasta el vehículo; intentamos inútilmente romper los vidrios del auto que poco a poco va llenándose de agua. Finalmente, logramos abrir una puerta trasera y de allí sale el conductor. Le preguntamos si hay alguien más ya que está oscuro y no se ve por el agua que entra al interior del vehículo. Lo único que repite es que está solo y que no vio al autobús. Parece encontrarse bien, pero inmediatamente después de salir del coche, colapsa y queda tendido en el piso, cubierto de sangre. Nadie sabe bien qué hacer; por suerte en ese momento ya llega la policía y una ambulancia, con lo que puedo abandonar ese lugar, con un sudor helado que me baña la espalda. Al día siguiente, ese accidente estará en la página central del periódico de León, con una foto espectacular y un pequeño epígrafe que resalta la gravedad del estado del conductor. Tal vez esos sean momentos propicios para reflexionar sobre la fragilidad de las cosas; de lo delicado que es la trama de la vida, pero prefiero borrar cuánto antes esas imágenes y arrastro a mis compañeras a un Wine Bar, en el que podamos pensar en otras cosas de la vida. 


El lugar se llama Manía Wine & Gin, donde se puede beber vino por copas y degustar diversas tapas y raciones: quesos picantes acompañado de frutas y nueces; unas ensaladas tibias de mollejas; chipirones, etc. El lugar está prácticamente vacío y nos atiende uno de los dueños, un chico de cerca de treinta años, que nos cuenta que ha estado unas cuantas veces en Argentina. Nos atiende con delicadeza, esmero y cariño. Pedimos diferentes copas de vino, tratando de desentrañar si la cepa Prieto Picuda vale la pena para vinificar o si estaría mejor en la ensalada de frutas. El dueño nos mira casi con tristeza y nos dice que es inútil fatigarse, que esa variedad no da más que unos vinos corpulentos, moderadamente sabrosos pero sin dignidad. Nos aconseja otras opciones y así vamos pasando la noche: albariños, verdejos, ribeiros y un largo etcétera que nos sirven para brindar con ánimo sereno por los días que nos esperan, por los compañeros (Julio y Ramín) que se sumarán pronto y, como siempre, por ustedes. Salud, mis amigos y que a partir de mañana, todos tengamos un buen camino.


22 de Julio

viernes, 8 de marzo de 2013

23. León – Molino Galochas

23. León – Molino Galochas

   (28 Kilómetros… ma non troppo!)
           


‘Hemos regresado. Aquí estamos; otra vez emprendiendo el Camino’. Esas frases son lo primero que acude a mi mente cuando suena el despertador a las 7 de la mañana. La luz se filtra entre las cortinas y revela suspendidas motas de polvo, que se reflejan en un enorme espejo, agotando el espacio. Todo está lleno de silencio. Como en una película muda, solo hay una inmóvil certeza de luz y silencio. Aunque normalmente no suelo ocupar demasiado tiempo en despabilarme, me gustaría quedarme un rato remoloneando en la cama, que tiene casi las mismas dimensiones que el Titanic. Pero, la ansiedad de emprender nuevamente la marcha me empuja a levantarme y a espiar entre las cortinas un cielo azul, que presagia un día de calor despiadado.

Laura demora un poco más en despertarse y se empeña en organizar su bolso. Ayer ha comprado una mochila para su caminata, renegando de otra que su padre le había  prestado bajo protestas y con muchas recomendaciones de cuidados extremos, como cuando una madre de pueblo despide a su hija adolescente que viaja sola por primera vez a la gran ciudad. Pero, luego de una inspección atenta del equipaje, Laura ha advertido que esa mochila es pesada, que no tiene el cordaje necesario para sujetarla y evitar que el ritmo del Camino machaque los riñones. Le pregunto cómo es que ha traído semejante monstruo y su respuesta es sorprendente: ‘Me dio bronca que mi papá la mezquinase tanto’. Ante esa respuesta trato de elaborar un argumento sobre la importancia de una vida sobria, despojada, pero ella no deja mucho margen para la filosofía a tan temprana hora. Conclusión: ahora hay que despachar esa mochila y, para evitar que cuente como un bolso adicional, es necesario meterla en el equipaje que recogerá en breve Jaco Trans. No es tarea fácil, mis amigos, convertir el plomo en oro, adquirir virtud en Sodoma y Gomorra, o lograr que Independiente gane dos partidos seguidos, pero todo eso son minucias al lado del desafío de la mochila. Apelando a mi adiestramiento en un juego de ordenador, llamado Sokoban – en la que un operario tenía que ubicar en un diminuto espacio cajas de diferente tamaño – logro resolver el problema y bajamos a desayunar.

El desayuno está a la altura del hotel; variado, con frutas, panes, fiambres y bebidas de una estupenda calidad. En virtud de que nos esperan muchos kilómetros, me preparo dos bocadillos de queso manchego, jamón serrano, pan con tomate y pimienta negra, acompañándolos con café expreso, jugo de pomelo y agua con gas. En el salón hay bastante gente, algunos son claramente peregrinos, mientras que otros ocupan una franja gris, ya que están vestidos como para emprender el Camino, pero tienen algo en sus gestos que hace pensar más en una excursión de fin de semana que en la voluntad de caminar hacia Santiago. Entre ellos, sobresale un grupo de japoneses que hablan en voz alta, exaltados, ansiosos vaya dios a saber por qué. Terminamos nuestro desayuno y bajamos con prisas al lobby ya que Inés ha quedado en encontrarnos allí a las 8,00 am. A la misma hora está previsto el paso de Jaco Trans y ciertamente sería una catástrofe perder la recogida del equipaje. A la salida del ascensor encontramos a una japonesa diminuta que con una carpeta en la mano se dirige hacia la recepción. Nos divisa y se apresura para llegar primera, nos cierra el paso en el pasillo, estira los codos y maldice en lenguas desconocidas. Con Laura la miramos desconcertados, sin comprender su vehemencia, pero cuando llegamos a la recepción y vemos que es la responsable del grupo de japoneses y que debe pagar todas las habitaciones de los herederos del sol naciente, se nos cae el alma a los pies. La cosa se complica cuando comienza a protestar una tasa que no debería estar incluida en su cuenta ya que en la reserva por internet no estaba estipulado ese cargo. En ese momento, Laura abandona la lucha y se va con Inés, a confirmar que Jaco Trans pasará a buscar nuestros bultos. Mientras tanto, yo trato de llamar la atención a única mujer que atiende para que postergue un momento el combate con la japonesa y me permita pagar nuestra cuenta. Finalmente, la mujer se apiada y deja un momento las querellas pendientes y prepara nuestro check out. A la japonesa le hierve la sangre; los ojos se le inyectan como a la protagonista de The Ring, amenaza con recurrir al Tribunal de La Haya, hacer recaer sobre nosotros la maldición de Fukushima, y miles de cosas más, pero logramos concluir nuestro trámite.

Ya estamos listos, mis amigos. Salimos a la explanada del hotel y nos sacamos las fotos correspondientes. 


Vemos pasar a los peregrinos que enfilan hacia el Puente de San Marcos, sobre el río Berlanga, ensanchamos nuestros pechos con el aire transparente de la mañana, nos miramos como sabiendo que ha llegado el momento y así, en ese trance incierto que separa al turista del peregrino… ¡pedimos un taxi! Ya lo sé, ya lo sé. Es una vergüenza, impresentable, impropia de los que se llaman ‘peregrinos’ (tal vez ‘taxigrino’ sea más apropiado, pero dudo que puedan obtener por esa vía la Compostelana al final del Camino). Sé que nadie puede exhibir con orgullo semejante historia; pero este diario de viaje está comprometido con la verdad y como Forrest Gump, no tiene reparos en exhibir las heridas en lugares innobles cuando han servido para emprender una larga marcha. La salida de León es para los peregrinos una de las más peligrosas y horribles. Con una densidad de tráfico que descorazona, por medio de polígonos industriales eternos y vacíos, con flechas que orientan hacia lugares equivocados – generalmente bares o tiendas que se aprovechan de los peregrinos – y una cantidad de cemento que deja la sensación de que los esfuerzos serán inútiles, que nunca se podrá abandonar esa trampa urbana, que jamás llegaremos a Santiago de Compostela.
El taxi nos adelanta casi cinco kilómetros; hasta un poco más allá de La Virgen del Camino, y nos deja ya a la salida de Fresno, sobre la ruta alternativa que hemos elegido para caminar, evitando la senda clásica que va siguiendo la carretera nacional. Ya pueden imaginarse la mirada de nuestros compañeros de camino cuando ven bajar nuestras pequeñas mochilas del taxi; un latigazo de desprecio e ironía cruza por sus ojos y siguen sin saludar siquiera. No tenemos nada que reprocharles. Debemos ganar nuestro status de peregrino, al igual que hicieron ellos, y allá vamos, contentos, paso a paso, disfrutando de nuestro Camino.


Cuando todo indica que el Camino es armonía y comunidad, que ya sólo hay que concentrarse en la ruta y el horizonte, Laura declara consternada que tenemos un problema. ¡Ha olvidado su móvil en León! Rápidamente pensamos en la solución, en cómo salvar al soldado Ryan. La respuesta llega como un rayo en la oscuridad: hay que llamar a Jaco Trans para que lo cargue junto con el resto del equipaje. Brillante idea, pero el problema es que el número de la empresa solo lo tiene Laura en su olvidado móvil. Busco en mis bolsillos la factura del hotel y allí encuentro el número de teléfono del Parador; se la paso a Inés, que intenta la llamada, pero descubre que no tiene cobertura. Ya llegando a Oncina de la Valdosina (crease o no, así se llama uno de los pueblos de nuestra etapa), recuperamos la señal y llamamos al Parador de León, pero el número que figura en la factura es viejo y una grabación contesta que el abonado no está disponible. Nos miramos desanimados, contrariados, con una sensación de extrañeza y desconcierto. Finalmente, se me ocurre que tal vez, en el Hotel, alguien haya recogido el móvil perdido y que habría que llamar directamente a ese número. Una genialidad. Inés llama y, como por arte de magia, desde un escondido bolsillo de la mochila de Laura, suena el móvil. Con Inés nos miramos estupefactos, sin terminar de asimilar que el móvil siempre estuvo allí, pero Laura nos dice que no; que ella había revisado exhaustivamente su equipaje y que seguramente se trata de un milagro del Apóstol Santiago, que nunca abandona a sus peregrinos. No sé por qué, mis amigos, pero dudo de que ese evento vaya a engrosar la lista de hechos inexplicables en los relatos del Camino.
Inés camina apoyada en un bastón telescópico, que tiene un remate en una empuñadura con linterna y brújula. ¿Qué les puedo decir? Yo, de niño, he visto cosas sorprendentes; mutaciones inexplicables que desafiaban las reglas de la lógica y la experiencia. He vivido con terror el acecho de espíritus malignos y he conjurado maldiciones, pero nunca había visto una cosa semejante al bordón de Inés. Por supuesto, ella caminaba muy orgullosa de su estilo high tech, aunque a poco metros de iniciar un pequeño repecho, cerca de ‘Chozas de Arriba’, su bastón emite un sordo gruñido, un crac, un lamento de agonía y se despieza en tres partes. Trato de repararlo, aunque sin demasiado empeño. Por supuesto, no lo logro, aunque me temo que ni siquiera Giro Sin Tronillos hubiese sido capaz de devolverle la vida al artilugio diabólico. Inés se resigna y recuerda que mi hermano le había señalado que el bordón se encuentra en el Camino. Por supuesto que eso es, por decirlo de alguna manera, una exageración, pero sirve de consuelo. Me adelanto un poco; en parte para marcar un ritmo más rápido, que nos sirva para ganar kilómetros y evitar en lo posible el calor de la siesta de verano. Luego de media hora de caminata se reúne nuevamente nuestra pequeña comunidad y, a los pocos minutos, encontramos, a la sombra de un árbol escuálido, a un campesino, que vende bordones a los peregrinos. Inés compra una vara de mimbre; liviana y flexible, que la acompañará fielmente hasta Santiago. Conversamos un rato con el campesino, que nos cuenta que desde hace muchos años, se sienta allí y ve pasar la gente del Camino. Algunos días vende todo lo que tiene y otros, en cambio, no gana ni siquiera una moneda. Pero no se queja. Su vida es sencilla y todo parece maravillarle. Nos dice, por ejemplo, que cuando terminemos de subir la pequeña colina que tenemos en frente veremos, hacia la derecha, un tanque de agua, a la entrada de un pueblo. Y que uno mira y dice ‘Uh, Chozas de Arriba’, y acompañaba su explicación con un leve balance de su cuerpo, inclinándose hacia atrás. Y completaba su relato diciendo que si uno va hasta el pueblo, llega y mira hacia el valle y exclama ‘Uh, Chozas de Abajo’. Nos reímos de su relato y seguimos; nos saluda un largo rato con la mano, deseándonos un buen camino. Aunque todavía no lo sabemos, esas frases sobre Chozas de Abajo y Arriba nos acompañarán todos los 300 kilómetros que nos quedan hasta Compostela, como un recordatorio permanente que la vida ofrece siempre un puñado de cosas simples y maravillosas.
El camino es una cinta de colores ocres; con suaves ondulaciones que resaltan las distintas parcelas de labranza. 



Girasol, maíz, centeno, se van repartiendo el paisaje, dejando una sensación de esfuerzo en una tierra fatigada. Si no fuese por el calor, que ya a media mañana golpea con contundencia, parecería una copia de otras etapas que hemos caminado el año anterior por la meseta de Castilla y León.


En Chozas de Abajo hacemos una pequeña pausa en el único bar del pueblo, al menos el único que encontramos nosotros. La población estable es alrededor de 2.500 habitantes, pero realmente parece mucho menos, pero en el bar –llamado ‘El Camino’, que es también una suerte de centro vecinal – hay un buen bullicio de parroquianos, que han elegido ese lugar para resguardarse del calor. Laura toma un cortado con hielo, Inés va con una coca cola y yo me anoto con un café y agua con gas. Es nuestro primer encuentro con otros peregrinos. Conversamos un momento con un inglés que viene desde Saint Jean y que se da masajes en los dedos de los pies como si tuviese el secreto propósito de arrancárselos. Le pregunto si le duele y me mira como dudando no solo de mi inglés sino también de mi inteligencia para extraer las conclusiones obvias. Luego de unas cuantas palabras más, me convenzo que mis relaciones en el camino serán exclusivamente en castellano. Una pena, pero el idioma me representa una fatiga que no estoy dispuesto a asumir. Cuando estamos acomodando las mochilas para continuar, llega el panadero, en una furgoneta blanca, tocando el claxon, convocando a una esquina. Dado que nosotros tenemos jamón y queso que hemos comprado en León, voy a buscar una barra de pan para preparar un bocadillo. Finalmente, venciendo la pereza que se adueña del cuerpo en los momentos de reposo, sellamos nuestras credenciales y salimos nuevamente hacia Villar de Mazarife.
El Camino es monótono y sigue una carretera provincial, poco transitada. 


Vamos conversando de cosas ligeras, sin sustancia, con Laura e Inés unidas en solidaridad de género para rebatir mis puntos de vista. La conversación gira en torno del erotismo y de su correlación en el aspecto físico. Les digo que eso no me ha preocupado nunca y que, afortunadamente, mi físico no requiere la mejora por medio de programas informáticos, a diferencia de lo que ocurrió con Brad Pitt en ‘Troya’. Ellas se enfurecen ante la comparación y dicen que Brad Pitt está mucho mejor que una factura de dulce de leche, que un alfajor Hondeño y otras cursiladas de tenor semejante. Creo que el sol les ha reblandecido los sesos, o al menos, los argumentos. El calor ya es un hecho indiscutible. A diferencia de lo que ocurre en otras latitudes donde la temperatura se incrementa gradualmente a lo largo de la jornada, aquí, en el Camino, aparece de golpe; como una centella, y castiga con dureza. Vamos renovando constantemente la protección contra el sol ya que todavía nos falta un buen rato de camino. Casi en la entrada de Villar de Mazarife, encontramos un pequeño parque, en el que dos peregrinos han dado una buena remojada a sus dos perros. Los ‘perregrinos’ estaban muy agobiados por el calor y ahora disfrutan de lo lindo restregándose y sacudiendo la humedad cerca de sus dueños.
Seguimos. Aunque Villar de Mazarife es el final estándar de la etapa que hemos encarado, nosotros seguimos cinco kilómetros más; hasta Molino Galochas, que ofrece mejor alojamiento. El sol se refleja en el dorado de los campos y ciega todo el paisaje de una luz inmóvil, blanca, impiadosa. El rumor del agua, corriendo por acequias y regadíos nos lleva a una suerte de trance, en el que las palabras se ausentan y el ánimo se adormece. Tal vez hayamos calculado mal nuestras fuerzas, tal vez deberíamos haber iniciado nuestro Camino con una etapa más corta, pero ya el daño está hecho. Caminamos en silencio, embrutecidos por el sopor, con la ambición de llegar a Villavante, que es un pequeño caserío de 250 habitantes, a casi dos kilómetros y medio de nuestro alojamiento, en Molino Galochas. Finalmente, vemos las indicaciones de albergue, que indican un desvío de 300 metros, ya en la entrada de Villavante. Vamos hacia allí, con la esperanza de comer algo y recuperar fuerzas para el último tramo. Mientras vamos recorriendo las calles del pueblo encontramos distintas referencias en carteles e infografía diversa sobre los antiguos orígenes de la ciudad, de sus vínculos con el Camino, del encuentro anual de campaneros, y otras cosas más que simplemente ignoramos. 
El albergue tiene un bar, con unas mesas en la vereda y una sombra generosa en la que descansar nuestros huesos. Una máquina de coca cola invita a probar suerte. Una moneda de un euro, pero no sale la bebida. Inés se enfurece ante la trampa. Reclama a la hospitalera y le dice que consulte al ‘Ojo de Halcón’ para ver la repetición de la jugada y comprobar que la maquina es una timadora profesional. La mujer va con resignación hasta el lugar del crimen, y aplica lo que yo llamo ‘Solución Moreso’. Ese recurso me lo enseño mi querido amigo José Juan Moreso, una tarde en Oxford, mientras tratábamos de que funcionase una cortadora de césped. El remedio consiste en que, luego de revisar las medidas de ayuda establecidas en el manual y protocolo de emergencia, se aplican unos buenos golpes sobre el artefacto contumaz. Cuando Moreso me inició en esta técnica, le pregunte si en verdad funcionaba. Me dijo que muy pocas veces, pero venía bárbaro para sacarse la bronca. Nuestra hospitalera da dos golpes justos, medidos, uno seco y el otro lánguido e inmediatamente, la maquina tose, remolonea, y de la nada aparece el refresco. Grito ‘milagro’ y manoteo la estampita del apóstol. La hospitalera nos mira, con la aprensión propia de quien regentea un bar y se encuentra con tres personas que consumen menos que Mahatma Gandhi en su día de ayuno, y nos abandona en silencio. 


Luego de dar cuenta de nuestro bocadillos – estupendos, por cierto – revisamos nuestro estado general. Inés recurre al Compeed, una suerte de barra de vaselina sólida, porque tiene unas cuantas rozaduras con mal aspecto. Charlamos insustancialmente con otros peregrinos que han decidido quedarse en ese albergue y luego, nos armamos de valor para retomar la marcha. De acuerdo con nuestra información, nuestro alojamiento no está sobre el Camino y, por ello, mientras sellamos las credenciales, pedimos alguna indicación a la hospitalera. La mujer nos dice que la casa rural Molino Galochas está muy cerca, a menos de un kilómetro. Que está prácticamente sobre la senda y que no hay manera de perderse. Esas indicaciones nos levantan el ánimo y vamos a paso renovado hasta el final del pueblo, cruzamos la vía del tren y allí, siguiendo un caminito pequeño, a doscientos metros, aparece el Molino.





La casa es hermosa y conserva su estructura original. El sistema de acequias y diques para regadío se remonta a la época de Almanzor, al inicio del primer mileno. De esos años son los primeros documentos en los que se nombra a Molino Galochas. Todo respira historia y buen gusto. Mercedes y Máximo, los hospitaleros, le han añadido al lugar un estilo impecable, sobrio y de muy buen gusto. Apenas llegamos, comprobamos que Jaco Trans merece más confianza que un banco suizo y ya ha depositado los equipajes – al igual que ocurrirá en todas las etapas que aún nos aguardan. Mercedes nos ofrece fruta, refrescos y comida. Se preocupa por nosotros y nos hace sentir especialmente bien. Luego de enseñarnos nuestras habitaciones, que no son demasiado espaciosas, pero muy cómodas y limpias, conversamos un rato. Arreglamos el horario de la cena. En principio, ella la había previsto a las 7 de la tarde, pero Laura le pregunta si es posible comer un poco más tarde. Ella responde feliz que por supuesto, que nos dijo esa hora porque temía que fuésemos cómo los nórdicos que ya a las 6 y 30 bajan al aperitivo y la cena. Le dejamos ropa para lavar y después de la siesta, vemos que Mercedes ya ha tendido la colada. Vamos con Laura a recoger la ropa seca y aprovechamos para curiosear el huerto en el que abundan distintos frutales: melocotones, albaricoques, cerezas, moras y un largo etcétera. 

El entorno es apacible, con pájaros reclamando desde un follaje tupido, con algún tren que, de vez en cuando, avanza veloz por las vías cercanas, con el río corriendo bajo los pilares de la casa, con un silencio intenso que hace parte sustancial de un paisaje increíblemente bucólico y hermoso. Más tarde, cuando el sol baja un poco, los colores estallan en una multitud de tonos ocres y pastel. En la casa hay un piano y una guitarra; y allí mirando correr las aguas desde el ventanal, toco unas cuantas canciones. Máximo me cuenta un poco de la historia de la casa y el lugar; ellos hace casi una década que viven allí y han hecho mucho por la restauración de la casa y el entorno. Viven tranquilos, felices. Con Laura e Inés vamos a dar una vuelta al pueblo; pero Villavante no es precisamente Manhattan y rápidamente se nos agotan las opciones. 


Entramos al bar del pueblo, pero el lugar es deprimente. Sucio y maloliente; huimos despavoridos y terminamos nuevamente en el bar del Albergue. Allí nos sentamos en el jardín trasero, ya que las mesas de la vereda han quedado expuestas al sol de la tarde y todavía hace bastante calor. 



Cerveza para mí y un par de Coca Colas Light para las chicas. Charlamos tranquilos. Preparamos la siguiente etapa y luego vamos desgranando historias de nuestras familias; de cómo somos y por qué. Ninguna revelación especial, pero todo útil para conocernos un poco más; para generar más afecto y compromiso. Allá vamos, mis amigos; todos juntos a Santiago.
Regresamos al Molino con tiempo suficiente para leer un rato en el jardín. 


Cuando ya es noche cerrada, nos llaman a cenar y compartimos la larga mesa familiar con una pareja de Madrid, que se dedican a viajar por algunos recodos del Camino en los pocos días de vacaciones que tienen. Nuestros hospitaleros no se sientan con nosotros; normalmente lo hubiesen hecho, pero justo a la hora de la cena ha llegado una pareja de peregrinos holandeses, que prefieren instalar una tienda de campaña. Luego se sumarán a la cena, que ha transcurrido apacible y ligera. La comida casera es sabrosa (carnes de distinto tipo, croquetas, quesos, ensaladas, frutas, frutos secos, etc.) Cerveza y vino alegran el ánimo y ayudan a que la conversación fluya con naturalidad. Una vez que se sientan con nosotros Máximo y Mercedes, la conversación se adentra en el tema de la música y de los bailes regionales. Les contamos del folklore argentino y ellos nos dan un pequeño recital de jotas picarescas. Muy divertido. A la hora de los postres, se suman los holandeses y ello impone al inglés como idioma de conversación. Ya les dije que mis habilidades lingüísticas son más bien inexistentes y mi esfuerzo con los holandeses dura – Sabina dixit – ‘lo que un par de peces en un whiskey on the rock’. Por suerte, ellos no parecen muy interesados en sumarse realmente a la pequeña complicidad de música e historias que se ha ido tejiendo, y se concentran en su propia conversación. A la hora de los postres, Mercedes sirve diversos destilados caseros, que hubiesen erizado los pelos del mismo Lobizón. Sabrosos, alcohólicos, perfumados y secos; en fin, peligrosos como Glenn Close en Atracción Fatal. Y así, mis amigos, con la medida justa en que la mirada se enturbia y las emociones se asientas, llegamos al final de nuestra primera etapa. El último brindis, como siempre, es por ustedes. Salud y buen camino.

23 de Julio