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Kilómetros… ma non troppo!)
‘Hemos regresado.
Aquí estamos; otra vez emprendiendo el Camino’. Esas frases son lo primero que
acude a mi mente cuando suena el despertador a las 7 de la mañana. La luz se
filtra entre las cortinas y revela suspendidas motas de polvo, que se reflejan en
un enorme espejo, agotando el espacio. Todo está lleno de silencio. Como en una
película muda, solo hay una inmóvil certeza de luz y silencio. Aunque
normalmente no suelo ocupar demasiado tiempo en despabilarme, me gustaría
quedarme un rato remoloneando en la cama, que tiene casi las mismas dimensiones
que el Titanic. Pero, la ansiedad de emprender nuevamente la marcha me empuja a
levantarme y a espiar entre las cortinas un cielo azul, que presagia un día de
calor despiadado.
Laura demora un poco más en despertarse y se empeña en
organizar su bolso. Ayer ha comprado una mochila para su caminata, renegando de
otra que su padre le había prestado bajo
protestas y con muchas recomendaciones de cuidados extremos, como cuando una
madre de pueblo despide a su hija adolescente que viaja sola por primera vez a
la gran ciudad. Pero, luego de una inspección atenta del equipaje, Laura ha advertido
que esa mochila es pesada, que no tiene el cordaje necesario para sujetarla y
evitar que el ritmo del Camino machaque los riñones. Le pregunto cómo es que ha
traído semejante monstruo y su respuesta es sorprendente: ‘Me dio bronca que mi
papá la mezquinase tanto’. Ante esa respuesta trato de elaborar un argumento
sobre la importancia de una vida sobria, despojada, pero ella no deja mucho
margen para la filosofía a tan temprana hora. Conclusión: ahora hay que
despachar esa mochila y, para evitar que cuente como un bolso adicional, es
necesario meterla en el equipaje que recogerá en breve Jaco Trans. No es tarea fácil, mis amigos, convertir el plomo en
oro, adquirir virtud en Sodoma y Gomorra, o lograr que Independiente gane dos
partidos seguidos, pero todo eso son minucias al lado del desafío de la
mochila. Apelando a mi adiestramiento en un juego de ordenador, llamado Sokoban – en la que un operario tenía
que ubicar en un diminuto espacio cajas de diferente tamaño – logro resolver el
problema y bajamos a desayunar.
El desayuno está a la altura del hotel; variado, con
frutas, panes, fiambres y bebidas de una estupenda calidad. En virtud de que
nos esperan muchos kilómetros, me preparo dos bocadillos de queso manchego,
jamón serrano, pan con tomate y pimienta negra, acompañándolos con café
expreso, jugo de pomelo y agua con gas. En el salón hay bastante gente, algunos
son claramente peregrinos, mientras que otros ocupan una franja gris, ya que
están vestidos como para emprender el Camino, pero tienen algo en sus gestos
que hace pensar más en una excursión de fin de semana que en la voluntad de
caminar hacia Santiago. Entre ellos, sobresale un grupo de japoneses que hablan
en voz alta, exaltados, ansiosos vaya dios a saber por qué. Terminamos nuestro
desayuno y bajamos con prisas al lobby ya que Inés ha quedado en encontrarnos
allí a las 8,00 am. A la misma hora está previsto el paso de Jaco Trans y ciertamente sería una
catástrofe perder la recogida del equipaje. A la salida del ascensor
encontramos a una japonesa diminuta que con una carpeta en la mano se dirige
hacia la recepción. Nos divisa y se apresura para llegar primera, nos cierra el
paso en el pasillo, estira los codos y maldice en lenguas desconocidas. Con
Laura la miramos desconcertados, sin comprender su vehemencia, pero cuando
llegamos a la recepción y vemos que es la responsable del grupo de japoneses y
que debe pagar todas las habitaciones de los herederos del sol naciente, se nos
cae el alma a los pies. La cosa se complica cuando comienza a protestar una
tasa que no debería estar incluida en su cuenta ya que en la reserva por
internet no estaba estipulado ese cargo. En ese momento, Laura abandona la
lucha y se va con Inés, a confirmar que Jaco Trans pasará a buscar nuestros
bultos. Mientras tanto, yo trato de llamar la atención a única mujer que
atiende para que postergue un momento el combate con la japonesa y me permita
pagar nuestra cuenta. Finalmente, la mujer se apiada y deja un momento las querellas
pendientes y prepara nuestro check out.
A la japonesa le hierve la sangre; los ojos se le inyectan como a la
protagonista de The Ring, amenaza con
recurrir al Tribunal de La Haya, hacer recaer sobre nosotros la maldición de
Fukushima, y miles de cosas más, pero logramos concluir nuestro trámite.
Ya estamos listos, mis amigos. Salimos a la explanada
del hotel y nos sacamos las fotos correspondientes.
Vemos pasar a los peregrinos
que enfilan hacia el Puente de San Marcos, sobre el río Berlanga, ensanchamos
nuestros pechos con el aire transparente de la mañana, nos miramos como
sabiendo que ha llegado el momento y así, en ese trance incierto que separa al
turista del peregrino… ¡pedimos un taxi! Ya lo sé, ya lo sé. Es una vergüenza,
impresentable, impropia de los que se llaman ‘peregrinos’ (tal vez ‘taxigrino’
sea más apropiado, pero dudo que puedan obtener por esa vía la Compostelana al final del Camino). Sé
que nadie puede exhibir con orgullo semejante historia; pero este diario de
viaje está comprometido con la verdad y como Forrest Gump, no tiene reparos en
exhibir las heridas en lugares innobles cuando han servido para emprender una
larga marcha. La salida de León es para los peregrinos una de las más
peligrosas y horribles. Con una densidad de tráfico que descorazona, por medio
de polígonos industriales eternos y vacíos, con flechas que orientan hacia
lugares equivocados – generalmente bares o tiendas que se aprovechan de los
peregrinos – y una cantidad de cemento que deja la sensación de que los
esfuerzos serán inútiles, que nunca se podrá abandonar esa trampa urbana, que
jamás llegaremos a Santiago de Compostela.
El taxi nos adelanta casi cinco kilómetros; hasta un
poco más allá de La Virgen del Camino,
y nos deja ya a la salida de Fresno,
sobre la ruta alternativa que hemos elegido para caminar, evitando la senda
clásica que va siguiendo la carretera nacional. Ya pueden imaginarse la mirada
de nuestros compañeros de camino cuando ven bajar nuestras pequeñas mochilas
del taxi; un latigazo de desprecio e ironía cruza por sus ojos y siguen sin
saludar siquiera. No tenemos nada que reprocharles. Debemos ganar nuestro
status de peregrino, al igual que hicieron ellos, y allá vamos, contentos, paso
a paso, disfrutando de nuestro Camino.
Cuando todo indica que el Camino es armonía y comunidad,
que ya sólo hay que concentrarse en la ruta y el horizonte, Laura declara
consternada que tenemos un problema. ¡Ha olvidado su móvil en León! Rápidamente
pensamos en la solución, en cómo salvar al soldado Ryan. La respuesta llega
como un rayo en la oscuridad: hay que llamar a Jaco Trans para que lo cargue junto con el resto del equipaje.
Brillante idea, pero el problema es que el número de la empresa solo lo tiene
Laura en su olvidado móvil. Busco en mis bolsillos la factura del hotel y allí
encuentro el número de teléfono del Parador; se la paso a Inés, que intenta la
llamada, pero descubre que no tiene cobertura. Ya llegando a Oncina de la Valdosina (crease o no, así
se llama uno de los pueblos de nuestra etapa), recuperamos la señal y llamamos
al Parador de León, pero el número que figura en la factura es viejo y una
grabación contesta que el abonado no está disponible. Nos miramos desanimados,
contrariados, con una sensación de extrañeza y desconcierto. Finalmente, se me
ocurre que tal vez, en el Hotel, alguien haya recogido el móvil perdido y que
habría que llamar directamente a ese número. Una genialidad. Inés llama y, como
por arte de magia, desde un escondido bolsillo de la mochila de Laura, suena el
móvil. Con Inés nos miramos estupefactos, sin terminar de asimilar que el móvil
siempre estuvo allí, pero Laura nos dice que no; que ella había revisado
exhaustivamente su equipaje y que seguramente se trata de un milagro del
Apóstol Santiago, que nunca abandona a sus peregrinos. No sé por qué, mis
amigos, pero dudo de que ese evento vaya a engrosar la lista de hechos
inexplicables en los relatos del Camino.
Inés camina apoyada en un bastón telescópico, que tiene
un remate en una empuñadura con linterna y brújula. ¿Qué les puedo decir? Yo,
de niño, he visto cosas sorprendentes; mutaciones inexplicables que desafiaban
las reglas de la lógica y la experiencia. He vivido con terror el acecho de
espíritus malignos y he conjurado maldiciones, pero nunca había visto una cosa
semejante al bordón de Inés. Por supuesto, ella caminaba muy orgullosa de su
estilo high tech, aunque a poco
metros de iniciar un pequeño repecho, cerca de ‘Chozas de Arriba’, su bastón
emite un sordo gruñido, un crac, un lamento de agonía y se despieza en tres
partes. Trato de repararlo, aunque sin demasiado empeño. Por supuesto, no lo
logro, aunque me temo que ni siquiera Giro
Sin Tronillos hubiese sido capaz de devolverle la vida al artilugio
diabólico. Inés se resigna y recuerda que mi hermano le había señalado que el
bordón se encuentra en el Camino. Por supuesto que eso es, por decirlo de
alguna manera, una exageración, pero sirve de consuelo. Me adelanto un poco; en
parte para marcar un ritmo más rápido, que nos sirva para ganar kilómetros y
evitar en lo posible el calor de la siesta de verano. Luego de media hora de
caminata se reúne nuevamente nuestra pequeña comunidad y, a los pocos minutos,
encontramos, a la sombra de un árbol escuálido, a un campesino, que vende
bordones a los peregrinos. Inés compra una vara de mimbre; liviana y flexible,
que la acompañará fielmente hasta Santiago. Conversamos un rato con el
campesino, que nos cuenta que desde hace muchos años, se sienta allí y ve pasar
la gente del Camino. Algunos días vende todo lo que tiene y otros, en cambio,
no gana ni siquiera una moneda. Pero no se queja. Su vida es sencilla y todo
parece maravillarle. Nos dice, por ejemplo, que cuando terminemos de subir la
pequeña colina que tenemos en frente veremos, hacia la derecha, un tanque de
agua, a la entrada de un pueblo. Y que uno mira y dice ‘Uh, Chozas de Arriba’,
y acompañaba su explicación con un leve balance de su cuerpo, inclinándose
hacia atrás. Y completaba su relato diciendo que si uno va hasta el pueblo,
llega y mira hacia el valle y exclama ‘Uh, Chozas de Abajo’. Nos reímos de su
relato y seguimos; nos saluda un largo rato con la mano, deseándonos un buen
camino. Aunque todavía no lo sabemos, esas frases sobre Chozas de Abajo y
Arriba nos acompañarán todos los 300 kilómetros que nos quedan hasta
Compostela, como un recordatorio permanente que la vida ofrece siempre un
puñado de cosas simples y maravillosas.
El camino es una cinta de colores ocres; con suaves
ondulaciones que resaltan las distintas parcelas de labranza.
Girasol, maíz,
centeno, se van repartiendo el paisaje, dejando una sensación de esfuerzo en
una tierra fatigada. Si no fuese por el calor, que ya a media mañana golpea con
contundencia, parecería una copia de otras etapas que hemos caminado el año
anterior por la meseta de Castilla y León.
En Chozas de Abajo hacemos una pequeña pausa en el único bar del
pueblo, al menos el único que encontramos nosotros. La población estable es alrededor
de 2.500 habitantes, pero realmente parece mucho menos, pero en el bar –llamado
‘El Camino’, que es también una suerte de centro vecinal – hay un buen bullicio
de parroquianos, que han elegido ese lugar para resguardarse del calor. Laura
toma un cortado con hielo, Inés va con una coca cola y yo me anoto con un café
y agua con gas. Es nuestro primer encuentro con otros peregrinos. Conversamos
un momento con un inglés que viene desde Saint Jean y que se da masajes en los dedos
de los pies como si tuviese el secreto propósito de arrancárselos. Le pregunto
si le duele y me mira como dudando no solo de mi inglés sino también de mi
inteligencia para extraer las conclusiones obvias. Luego de unas cuantas
palabras más, me convenzo que mis relaciones en el camino serán exclusivamente
en castellano. Una pena, pero el idioma me representa una fatiga que no estoy
dispuesto a asumir. Cuando estamos acomodando las mochilas para continuar,
llega el panadero, en una furgoneta blanca, tocando el claxon, convocando a una
esquina. Dado que nosotros tenemos jamón y queso que hemos comprado en León,
voy a buscar una barra de pan para preparar un bocadillo. Finalmente, venciendo
la pereza que se adueña del cuerpo en los momentos de reposo, sellamos nuestras
credenciales y salimos nuevamente hacia Villar de Mazarife.
El Camino es monótono y sigue una carretera provincial,
poco transitada.
Vamos conversando de cosas ligeras, sin sustancia, con Laura e
Inés unidas en solidaridad de género para rebatir mis puntos de vista. La
conversación gira en torno del erotismo y de su correlación en el aspecto
físico. Les digo que eso no me ha preocupado nunca y que, afortunadamente, mi
físico no requiere la mejora por medio de programas informáticos, a diferencia
de lo que ocurrió con Brad Pitt en ‘Troya’. Ellas se enfurecen ante la
comparación y dicen que Brad Pitt está mucho mejor que una factura de dulce de
leche, que un alfajor Hondeño y otras cursiladas de tenor semejante. Creo que
el sol les ha reblandecido los sesos, o al menos, los argumentos. El calor ya
es un hecho indiscutible. A diferencia de lo que ocurre en otras latitudes
donde la temperatura se incrementa gradualmente a lo largo de la jornada, aquí,
en el Camino, aparece de golpe; como una centella, y castiga con dureza. Vamos
renovando constantemente la protección contra el sol ya que todavía nos falta
un buen rato de camino. Casi en la entrada de Villar de Mazarife, encontramos
un pequeño parque, en el que dos peregrinos han dado una buena remojada a sus
dos perros. Los ‘perregrinos’ estaban muy agobiados por el calor y ahora
disfrutan de lo lindo restregándose y sacudiendo la humedad cerca de sus
dueños.
Seguimos. Aunque Villar de Mazarife es el final estándar
de la etapa que hemos encarado, nosotros seguimos cinco kilómetros más; hasta
Molino Galochas, que ofrece mejor alojamiento. El sol se refleja en el dorado
de los campos y ciega todo el paisaje de una luz inmóvil, blanca, impiadosa. El
rumor del agua, corriendo por acequias y regadíos nos lleva a una suerte de
trance, en el que las palabras se ausentan y el ánimo se adormece. Tal vez
hayamos calculado mal nuestras fuerzas, tal vez deberíamos haber iniciado
nuestro Camino con una etapa más corta, pero ya el daño está hecho. Caminamos
en silencio, embrutecidos por el sopor, con la ambición de llegar a Villavante,
que es un pequeño caserío de 250 habitantes, a casi dos kilómetros y medio de
nuestro alojamiento, en Molino Galochas. Finalmente, vemos las indicaciones de
albergue, que indican un desvío de 300 metros, ya en la entrada de Villavante.
Vamos hacia allí, con la esperanza de comer algo y recuperar fuerzas para el
último tramo. Mientras vamos recorriendo las calles del pueblo encontramos
distintas referencias en carteles e infografía diversa sobre los antiguos
orígenes de la ciudad, de sus vínculos con el Camino, del encuentro anual de
campaneros, y otras cosas más que simplemente ignoramos.
El albergue tiene un
bar, con unas mesas en la vereda y una sombra generosa en la que descansar
nuestros huesos. Una máquina de coca cola invita a probar suerte. Una moneda de
un euro, pero no sale la bebida. Inés se enfurece ante la trampa. Reclama a la
hospitalera y le dice que consulte al ‘Ojo de Halcón’ para ver la repetición de
la jugada y comprobar que la maquina es una timadora profesional. La mujer va
con resignación hasta el lugar del crimen, y aplica lo que yo llamo ‘Solución
Moreso’. Ese recurso me lo enseño mi querido amigo José Juan Moreso, una tarde
en Oxford, mientras tratábamos de que funcionase una cortadora de césped. El remedio
consiste en que, luego de revisar las medidas de ayuda establecidas en el
manual y protocolo de emergencia, se aplican unos buenos golpes sobre el
artefacto contumaz. Cuando Moreso me inició en esta técnica, le pregunte si en
verdad funcionaba. Me dijo que muy pocas veces, pero venía bárbaro para sacarse
la bronca. Nuestra hospitalera da dos golpes justos, medidos, uno seco y el
otro lánguido e inmediatamente, la maquina tose, remolonea, y de la nada
aparece el refresco. Grito ‘milagro’ y manoteo la estampita del apóstol. La
hospitalera nos mira, con la aprensión propia de quien regentea un bar y se
encuentra con tres personas que consumen menos que Mahatma Gandhi en su día de
ayuno, y nos abandona en silencio.
Luego de dar cuenta de nuestro bocadillos –
estupendos, por cierto – revisamos nuestro estado general. Inés recurre al Compeed, una suerte de barra de vaselina
sólida, porque tiene unas cuantas rozaduras con mal aspecto. Charlamos
insustancialmente con otros peregrinos que han decidido quedarse en ese
albergue y luego, nos armamos de valor para retomar la marcha. De acuerdo con
nuestra información, nuestro alojamiento no está sobre el Camino y, por ello, mientras
sellamos las credenciales, pedimos alguna indicación a la hospitalera. La mujer
nos dice que la casa rural Molino
Galochas está muy cerca, a menos de un kilómetro. Que está prácticamente
sobre la senda y que no hay manera de perderse. Esas indicaciones nos levantan
el ánimo y vamos a paso renovado hasta el final del pueblo, cruzamos la vía del
tren y allí, siguiendo un caminito pequeño, a doscientos metros, aparece el
Molino.
La casa es hermosa y conserva su estructura original. El
sistema de acequias y diques para regadío se remonta a la época de Almanzor, al
inicio del primer mileno. De esos años son los primeros documentos en los que
se nombra a Molino Galochas. Todo
respira historia y buen gusto. Mercedes y Máximo, los hospitaleros, le han
añadido al lugar un estilo impecable, sobrio y de muy buen gusto. Apenas
llegamos, comprobamos que Jaco Trans merece más confianza que un banco suizo y
ya ha depositado los equipajes – al igual que ocurrirá en todas las etapas que
aún nos aguardan. Mercedes nos ofrece fruta, refrescos y comida. Se preocupa
por nosotros y nos hace sentir especialmente bien. Luego de enseñarnos nuestras
habitaciones, que no son demasiado espaciosas, pero muy cómodas y limpias,
conversamos un rato. Arreglamos el horario de la cena. En principio, ella la había
previsto a las 7 de la tarde, pero Laura le pregunta si es posible comer un
poco más tarde. Ella responde feliz que por supuesto, que nos dijo esa hora
porque temía que fuésemos cómo los nórdicos que ya a las 6 y 30 bajan al
aperitivo y la cena. Le dejamos ropa para lavar y después de la siesta, vemos
que Mercedes ya ha tendido la colada. Vamos con Laura a recoger la ropa seca y
aprovechamos para curiosear el huerto en el que abundan distintos frutales:
melocotones, albaricoques, cerezas, moras y un largo etcétera.
El entorno es
apacible, con pájaros reclamando desde un follaje tupido, con algún tren que,
de vez en cuando, avanza veloz por las vías cercanas, con el río corriendo bajo
los pilares de la casa, con un silencio intenso que hace parte sustancial de un
paisaje increíblemente bucólico y hermoso. Más tarde, cuando el sol baja un
poco, los colores estallan en una multitud de tonos ocres y pastel. En la casa
hay un piano y una guitarra; y allí mirando correr las aguas desde el ventanal,
toco unas cuantas canciones. Máximo me cuenta un poco de la historia de la casa
y el lugar; ellos hace casi una década que viven allí y han hecho mucho por la
restauración de la casa y el entorno. Viven tranquilos, felices. Con Laura e
Inés vamos a dar una vuelta al pueblo; pero Villavante no es precisamente
Manhattan y rápidamente se nos agotan las opciones.
Entramos al bar del pueblo,
pero el lugar es deprimente. Sucio y maloliente; huimos despavoridos y
terminamos nuevamente en el bar del Albergue. Allí nos sentamos en el jardín
trasero, ya que las mesas de la vereda han quedado expuestas al sol de la tarde
y todavía hace bastante calor.
Cerveza para mí y un par de Coca Colas Light
para las chicas. Charlamos tranquilos. Preparamos la siguiente etapa y luego
vamos desgranando historias de nuestras familias; de cómo somos y por qué. Ninguna
revelación especial, pero todo útil para conocernos un poco más; para generar
más afecto y compromiso. Allá vamos, mis amigos; todos juntos a Santiago.
Regresamos al Molino con tiempo suficiente para leer un
rato en el jardín.
Cuando ya es noche cerrada, nos llaman a cenar y compartimos
la larga mesa familiar con una pareja de Madrid, que se dedican a viajar por
algunos recodos del Camino en los pocos días de vacaciones que tienen. Nuestros
hospitaleros no se sientan con nosotros; normalmente lo hubiesen hecho, pero
justo a la hora de la cena ha llegado una pareja de peregrinos holandeses, que
prefieren instalar una tienda de campaña. Luego se sumarán a la cena, que ha
transcurrido apacible y ligera. La comida casera es sabrosa (carnes de distinto
tipo, croquetas, quesos, ensaladas, frutas, frutos secos, etc.) Cerveza y vino
alegran el ánimo y ayudan a que la conversación fluya con naturalidad. Una vez
que se sientan con nosotros Máximo y Mercedes, la conversación se adentra en el
tema de la música y de los bailes regionales. Les contamos del folklore
argentino y ellos nos dan un pequeño recital de jotas picarescas. Muy
divertido. A la hora de los postres, se suman los holandeses y ello impone al
inglés como idioma de conversación. Ya les dije que mis habilidades
lingüísticas son más bien inexistentes y mi esfuerzo con los holandeses dura –
Sabina dixit – ‘lo que un par de peces en un whiskey on the rock’. Por suerte,
ellos no parecen muy interesados en sumarse realmente a la pequeña complicidad
de música e historias que se ha ido tejiendo, y se concentran en su propia
conversación. A la hora de los postres, Mercedes sirve diversos destilados
caseros, que hubiesen erizado los pelos del mismo Lobizón. Sabrosos,
alcohólicos, perfumados y secos; en fin, peligrosos como Glenn Close en Atracción Fatal. Y así, mis amigos, con
la medida justa en que la mirada se enturbia y las emociones se asientas,
llegamos al final de nuestra primera etapa. El último brindis, como siempre, es
por ustedes. Salud y buen camino.
23 de Julio