jueves, 24 de enero de 2013

Epílogo

Epílogo (PN)



           
La vida ha regresado a sus comunes rutinas y poco a poco se van desdibujando los detalles de nuestro viaje. Los recuerdos adquieren un tinte extraño, como preñados de ensueño y melancolía, se combinan de una manera confusa dejando la sensación de que inevitablemente algo se nos escapa de las manos. En estos meses, como una manera de conjurar la desmemoria, de preservar tantas buenas cosas que ha dejado el Camino, he apuntado estas crónicas de cada una de las etapas que hemos recorrido desde León hasta Santiago. Aunque el relato concluye en las puertas mismas de la catedral, luego nos quedamos en esa ciudad un par de días más, casi el tiempo suficiente para lavar el desconsuelo del final de la peregrinación.
Es difícil dar una idea exacta de lo que se siente cuando se termina el Camino. Tal vez, la palabra más apropiada sea ‘desconcierto’. El cuerpo echa de menos el sol, el aire del bosque y la montaña, las botas y el polvo de la senda. Se echa en falta a la cotidiana espontaneidad de los compañeros, los gestos taciturnos de las primeras horas de la mañana, las noches quietas en las que se destilan los licores de cada una de nuestras vidas. Para mitigar estos reclamos, una vez que llegan a Compostela, los peregrinos tienden a permanecer juntos, como protegiendose de los rigores de la ciudad y evitando en lo posible las grietas de las despedidas. Deambulan con aire alucinado, procurando en vano recuperar las complicidades que solo da el ritmo sostenido del bordón. Algunos incluso estiran todo lo posible la marcha y llegan hasta el fin de la tierra, o mendigan por la ciudad unas monedas que les permitan seguir en el Camino. Todo ello es finalmente en vano. En pocas palabras, una vez que se llega a Santiago, el peregrino desaparece, se disuelve, todo se convierte en, como diría Kansas, dust in the wind.
Nosotros también hemos sufrido ese lento proceso, esa rara descompresión. Por ello, guardando un hueco en el corazón para Olga y Raquel, nuestras compañeras del 2012, estiramos con nuestros compañeros, durante un par de días más, un último puñado de buenos momentos. Luego de la visita a la tumba del apóstol, fuimos a la impresionante oficina del peregrino a recoger nuestra Compostelana. Brindamos en una multitud de bares y tascas, en los que cada jarra de cerveza o copa de albariño nos acercaba nuevamente a las diversas incidencias del Camino. En definitiva, el Camino se nos iba escurriendo con cada compañero que se despedía y regresaba a sus cotidianas cosas. En esos momentos se formaba un nudo en la garganta y solo el estribillo, ya clásico, ‘No te vayas todavía, no te vayas, por favor’, impedía las lagrimas densas de las despedidas.
Inés emprendió un viaje de unos cuantos días a Oporto, mientras que Julio regresó a Inglaterra y, desde allí a Canadá. Con Ramín y Laura alquilamos un auto y viajamos hasta Muxia, a conocer el último de los grandes lugares asociados al Camino: el santuario de A Virge da Barca, en las rías de A Coruña. Vagabundeamos por pueblos diminutos, buscando el calor de un sol que, a pesar del verano, se convirtió en esos días en un simbolo de otoño. Llegaron las lluvias y eso nos impulsó a los cafés, a descubrir más y mejores secretos de la comida gallega, y a ver pasar las cosas de la vida sin prisas ni agobios. Luego, regresamos a Argentina.
Han pasado ya nueve meses exactos desde que llegamos a Santiago de Compostela. Solo cuando ya ha transcurrido un buen tiempo se advierten un puñado de cosas que, en el cotidiano hacer de la peregrinación no tienen espacio. Son como un vino joven, que precisa un estacionamiento perezoso, una estiba sin prisas, para lograr un buen caldo. En este sentido, no tengo dudas de que el final del Camino es solo otra etapa diferente. Pero, ¿qué me ha dejado, entonces, el Camino? No intentaré aquí una respuesta y  tal vez sea fácil advertir que la misma podría ser ciertamente extensa. No tiene sentido aquí repetir el recuerdo de paisajes y rostros que han dañado ya para siempre de melancolía a esta etapa de mi vida. No es relevante comentar otra vez sobre la disciplina de la marcha y los rigores de la peregrinación, de la fascinación por los puentes, los capiteles románicos y las olvidadas gestas de la edad media. Con todo ello podríamos llenar páginas y páginas. Más bien, solo diré que en el Camino he descubierto una dimensión de la felicidad, de la pasión y el bienestar. En este sentido, el Camino me ha desprendido de mis rutinas laborales y de muchas otras cosas carentes de importancia. Ellas siguen allí, pero carecen de mayor sentido y contribuyen poco al rumbo actual de mis sentimientos. En cambio tengo una sensación de, por decirlo de alguna manera, amplitud. De la urgencia que impone la inmensidad de la vida y de los remotos horizontes, la certeza de que nosotros, los peregrinos, no tendremos jamás otra vida que la que impone la marcha. No es que no tenga añoranza de esas otras vidas, de raíces y propiedades, pero puedo reconocer, con resignación y humildad, que mi patria no está en esas fronteras.

El Camino me ha permitido recuperar una sensación inequívoca de que la vida es fugaz, de que la muerte puede soprenderte en cualquier instante, incluso a poco momentos del objetivo que esperas lograr. Y, como otra cara de la misma moneda, que cada momento es irrepetible, amargamente único y defintivo. Finalmente, en esta dualidad he encontrado también una sensación pura, que con las debidas cautelas, podría denominarse ‘espiritual’. En el Camino, en el cotidiano intercambio con los otros peregrinos, relucen de manera directa y sin justificaciones elaboradas un buen puñado de virtudes: solidaridad, compañerismo, buena voluntad, decencia.  En ese sentido, una moraleja, personal e intransferible, de mis días de peregrino es que tiene sentido esforzarse en tratar de llevar una vida impecable, en intentar, como diría ese viejo vallenato,

...eliminar las tristezas, las mentiras y las traiciones.
No importa que nunca encuentre el corazón
lo que ha buscado de verdad.
No importa el tiempo que ya es muy corto
en las ansias largas de vivir,
cualquier minuto de placer
será sentido en realidad
si lleno el alma,
si lleno el alma de eternidad

Es tiempo ya de cerrar estas líneas, de resignar las palabras al igual que casi un año atrás fue el momento de dejar los bordones y emprender otra etapa. Como bien sabemos: a Santiago nunca se llega, solo se va. Por ello, mis amigos, Ultreia et suseia. Buen Camino.

Bogotá, 4 de Junio de 2014 

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